Capítulo 4

 

Aquella misma noche el señor Hennebeau salió para París, deseoso de dar personalmente cuenta a la Compañía de aquel desastre, antes de que los periódicos pudieran publicar la noticia. A su regreso, le encontraron todos muy tranquilo. Evidentemente, había salvado su responsabilidad, y sin duda no incurrió en el desagrado de sus jefes porque veinticuatro horas después se publicaba el decreto nombrándole caballero de la Legión de Honor.

Pero si el Director quedaba a salvo, la Compañía, en cambio, acababa de recibir un golpe terrible. No se trataba ya de algunos millones de pérdida, sino de las preocupaciones terribles que traía el mañana por la desaparición completa de una de sus mejores minas. Tan resentida quedó, que nuevamente creyó deber recurrir al silencio. ¿Para qué hablar del abominable atentado? ¿Para qué hacer un mártir del autor del crimen, si era descubierto, para que su infernal heroísmo exaltara otras cabezas y fuese el comienzo de una serie de incendios y de asesinatos?

Por otra parte, ni siquiera se sospechaba quien podía ser el culpable, y acabó por creerse en la existencia de un ejército de cómplices, no pudiendo admitir que un hombre solo tuviese audacia y fuerzas suficientes para realizar semejante tarea y en aquello precisamente estribaba el miedo que sentían, creyendo amenazadas todas las minas. El director había recibido orden de organizar un sistema de espionaje, e ir despidiendo uno a uno, como quien no hace la cosa, a todos los obreros que inspirasen sospechas de haber intervenido en el crimen. Se contentaron con aquella resolución, que les parecía la más prudente.

La única víctima inmediata fue Dansaert, el capataz mayor, quien, después del escándalo dado en casa de la mujer de Pierron, había hecho que su situación fuera imposible. Y se tomó el pretexto de su actitud a la hora del peligro y de su cobardía abandonando a la gente, para echarlo a la calle. Además, aquella medida constituía una especie de concesión a los mineros, de los cuales era muy odiado el capataz.

Sin embargo, empezaron a circular extraños rumores, y la Dirección tuvo que enviar a los periódicos un suelto rectificando la especie de que todo había sido efecto de un barril de pólvora colocado por los huelguistas. Los ingenieros del Estado, después de una rápida información, convinieron en que todo ello había sido una avería en las obras de revestimiento, producida por las grandes masas de agua subterráneas, cuya presión no había podido resistir el maderamen; y la Compañía estimó conveniente callar, a pesar de que aquel informe venía a ser para ella una acusación de falta de vigilancia. En los periódicos de París, a los dos o tres días, todo lo relativo a la catástrofe fue publicado en lugar preferente de la sección de noticias: todo el mundo hablaba de los pobres obreros enterrados en la mina, y todo el mundo leía con avidez los telegramas referentes al desastre. En el mismo Montsou, los burgueses se asustaban de oír hablar de la Voreux, en torno de la cual se iba formando una leyenda, que los más animosos no se atrevían a repetir siquiera. Toda la comarca mostraba gran compasión hacia las víctimas; se organizaban paseos a la destruida mina, y la gente acudía presurosa, para procurarse el triste espectáculo de contemplar los escombros.

Deneulin, nombrado ingeniero de división, empezó a ejercer su funciones en circunstancias tan precarias; y su primera determinación fue tratar de volver las aguas del canal a su cauce, porque aquel torrente que se precipitaba por la mina constituía una causa de peligro constante. Eran necesarios gigantescos trabajos; inmediatamente fueron dedicados cien obreros a la construcción de un dique. Dos veces seguidas la impetuosidad de la corriente se había llevado las primeras obras; así es que hubo que colocar bombas y entablar una lucha formidable con la naturaleza para reconquistar aquel pedazo de terreno.

Pero la opinión estaba todavía conmovida por el recuerdo de la gente sepultada. Négrel, encargado de intentar un supremo esfuerzo, no careció de brazos, pues los carboneros acudían en masa a ofrecer sus servicios en pro de sus hermanos. Olvidados de la huelga, se preocupaban poco del jornal, puesto que estaban dispuestos a exponer su vida aunque no les diesen un cuarto, desde el momento en que se trataba de salvar a compañeros que se hallaban en peligro de muerte. Todos estaban allí, con sus herramientas en la mano, deseando que les dijesen dónde tenían que trabajar. Muchos de ellos, enfermos de espanto después de la catástrofe, agitados por temblores nerviosos, inundados de sudores fríos, en la obsesión de continuas pesadillas, se levantaban, sin embargo, de la cama, y se mostraban animosos en aquella batalla contra la tierra, como si fuese necesario un desquite. Por desgracia, el inconveniente principal era que no se sabía qué hacer, ni cómo bajar, ni por qué lado atacar las rocas.

En opinión de Négrel, ninguno de aquellos infelices sobrevivía, porque sin duda los quince, o habían sido aplastados, o habían muerto por asfixia; en estas catástrofes mineras, la regla general es siempre suponer que viven los hombres sepultados entre los escombros; pero en la hipótesis de que esta vez tuviesen razón los que creían vivos a los quince infelices, el primer problema que debía resolver era averiguar dónde se habían podido refugiar. Los capataces y los mineros viejos, a quienes consultó, eran de unánime opinión: sus compañeros, huyendo de la inundación, habrían subido, ciertamente, de galería en galería, hasta las canteras más altas, de modo que, sin duda, se encontraban refugiados en el fondo de alguna vía superior.

Esto, además, concordaba con lo dicho por el tío Mouque, de cuyo embrollado relato se dedujo que los fugitivos se habían dividido en diferentes grupos, perdiéndose de vista unos a otros, en su afán de huir del nivel de las aguas; pero las opiniones eran discordantes en cuanto se ponían a discurrir los medios que había que emplear con probabilidades de éxito. Como las vías más próximas a la superficie se hallaban a ciento ochenta metros de profundidad, era inútil pensar en abrir un pozo. Quedaba, pues, Réquillart, el único sitio por donde creían verosímil acercarse a los infelices que trataban de salvar.

Lo malo era que como la antigua mina estaba a su vez inundada, había desaparecido la comunicación con la Voreux, y no existían libres de las aguas más que algunos trozos de las galerías del primer piso. Achicar el agua hubiese sido empresa para muchos años; así es que la mejor medida era reconocer cuidadosamente aquellas galerías, para ver si se comunicaban con las canteras inundadas, en las cuales se suponía que se hallaban las desgraciadas víctimas de la catástrofe. Antes de definir este proyecto, se habían discutido y rechazado muchos otros. Negrel revolvió los archivos, y cuando encontró los antiguos planos de las dos minas, los estudió detenidamente, y determinó los puntos donde debían hacerse pesquisas.

Poco a poco aquella tarea le entusiasmaba; a su vez había sido invadido de la fiebre por hacer el bien a sus semejantes, a pesar de su irónica indiferencia por los hombres, y por las cosas todas de este mundo.

Tropezó con no pocas dificultades para bajar a Réquillart, puesto que ante todo fue necesario hacer practicable la boca del pozo y reparar las escalas, que estaban casi podridas. Luego empezaron los tanteos. El ingeniero bajó con diez trabajadores, haciendo que éstos dieran golpes en determinadas partes del filón; y en medio de un profundo silencio, todos pegaban la oreja a la hulla, para ver si se oían algunos golpes lejanos que contestaran a los suyos. Pero en vano fueron recorridas todas las galerías practicables; no se oía nada. Las dificultades aumentaban continuamente. ¿Por dónde comenzar los trabajos? ¿Hacia quién dirigirse, si parecía que no había nadie allí? Y, sin embargo, no se cedía; se continuaba buscando en medio de una angustia siempre creciente.

Desde el primer día la viuda de Maheu llegaba por las mañanas muy temprano a la entrada de Réquillart, se sentaba junto a la boca del pozo, y de allí no se movía hasta la noche. Cuando algún hombre subía, se levantaba para interrogarle:

-¿Nada?

-No; nada.

Y la mujer se sentaba otra vez, y esperaba sin decir palabra, con expresión dura e impenetrable. Juan, al ver que invadían su madriguera, había rondado por los alrededores, temeroso de que descubrieran sus fechorías, y pensaba, entre otras cosas, en aquel soldado enterrado entre las rocas; pero aquella parte de la mina se hallaba inundada; y, además, los trabajos se dirigían más a la izquierda, por la galería este. Al principio, Filomena iba también, por acompañar a Zacarías, el cual formaba parte de la cuadrilla de socorro; luego se aburrió de coger frío sin necesidad y sin resultado, y se quedaba en su casa, pasando los días sin hacer nada más que toser.

Por el contrario, Zacarías no descansaba un momento en su ansia de encontrar a su hermana. De noche soñaba con ella, imaginándosela hambrienta y destrozada, ronca ya de tanto gritar pidiendo socorro. Dos veces quiso empezar a cavar sin nadie mandárselo, asegurando que acababa de oír su voz. Como el ingeniero acabase por prohibirle que bajase, rondaba sin cesar en torno de la boca del pozo, sin siquiera sentarse al lado de su madre, atormentado de continuo por la necesidad imperiosa de hacer algo.

Se hallaban en el tercer día de trabajo. Négrel, desesperado, estaba resuelto a desistir de todo, si aquella misma noche no se obtenía algún resultado. A mediodía, después de comer, cuando volvió a bajar con la gente para intentar un esfuerzo supremo, quedó sorprendido al ver salir de la mina a Zacarías, congestionado, gesticulando como un loco, y gritando:

-¡Está ahí! ¡Me ha contestado! ¡Venid, venid pronto!

Había bajado la escala, a pesar de la prohibición del guarda, y juraba que en la primera galería del filón Guillermo estaban dando golpes.

-Ya hemos pasado dos veces por ese sitio -le contestó Négrel con incredulidad-. En fin, veremos.

La viuda de Maheu, temblando, se había levantado del suelo; fue necesario usar la fuerza para evitar que bajase, como quería. Se quedó pues esperando en la boca del pozo, inmóvil, con la mirada fija en la oscuridad.

Abajo, Négrel dio tres fuertes golpes en la roca; luego aplicó el oído a las paredes de la galería, recomendando a la gente el mayor silencio. No se oyó nada. El ingeniero, desanimado, movió la cabeza. Evidentemente aquel pobre muchacho estaba soñando. Zacarías, furioso, empezó a dar golpes también, y de nuevo oía que le contestaban; sus ojos echaban chispas y sus miembros se agitaban convulsivamente. Entonces todos los demás obreros hicieron la misma prueba, uno detrás de otro y, en efecto, todos dijeron oír golpes y voces allá a lo lejos, muy lejos. El ingeniero estaba asombrado; pegó nuevamente el oído a la pared, y acabó por percibir un ruido ligerísimo. La hulla transmite los sonidos, lo mismo que el cristal, a grandes distancias. Un capataz, que se hallaba presente, calculaba que el espesor del bloque que los separaba de sus compañeros era, cuando menos, de cincuenta metros. Pero a nadie le parecía demasiado; todos consideraban fácil la tarea, y a las órdenes de Négrel empezaron inmediatamente a trabajar. Cuando Zacarías vio a su madre, los dos se abrazaron y rompieron a llorar.

-No os hagáis ilusiones -dijo la mujer de Pierron, que había ido a pasear por allí aquella tarde- porque si luego Catalina no está, será mucho mayor la pena que sintáis.

-¡Déjame en paz y vete al infierno! -gritó Zacarías fuera de sí-. Yo sé que está ahí.

La viuda de Maheu se había vuelto a sentar, silenciosa y sombría.

Cuando la noticia llegó a Montsou, una multitud grandísima acudió presurosa. Aunque nada se veía, todos deseaban estar allí, y fue necesario mantener a los curiosos a cierta distancia. Abajo trabajaban de día y de noche. Temiendo tropezar con algún obstáculo, el ingeniero había mandado abrir tres galerías descendentes que convergían hacia el punto en que probablemente se hallaban encerrados los mineros. Un solo trabajador iba abriendo brecha; lo relevaban de dos en dos horas, y el carbón, que se sacaba en espuertas, pasaba de mano en mano por medio de una cadena de hombres formada al efecto, y que se hacía más larga a medida que el agujero se prolongaba. Al principio la tarea adelantó rápidamente; en un día perforaron seis metros.

Zacarías logró que lo destinasen al sitio de más peligro, y se enfadaba cuando iban a relevarle al cabo de las dos horas reglamentarias. Pronto la galería donde él trabajaba estuvo más adelantada que las otras dos; luchaba contra la hulla con verdadero furor. Cuando dejaba el trabajo y salía de allí, negro de carbón, embadurnado de fango, ebrio de cansancio, se dejaba caer en el suelo, y tenían que envolverlo en una manta; pero al momento, vacilando aún, se levantaba, y volvía a emprender aquel trabajo penosísimo con más furia que nunca. Lo malo era que cada vez iba siendo más duro el carbón, y que se le rompían las herramientas por la misma violencia con que las empleaba, en su desesperación de no avanzar tanto como quería. Le molestaba mucho el calor, insoportable en el fondo de aquel cañón de chimenea, donde no podía circular el aire. Un ventilador de mano funcionaba bien; pero la circulación de aire se establecía con grandes dificultades, y ya se había sacado a algunos obreros con un principio de asfixia. Négrel vivía allí con sus trabajadores. Le bajaban la comida, y algunas veces dormía un par de horas encima de un saco de paja y envuelto en su capote.

El valor de todos estaba sostenido por la súplica de aquellos infelices enterrados en vida, cuyos golpes seguían sintiéndose, cada vez más frecuentes. Ya se oían muy claros, con una sonoridad musical, como si los dieran en las teclas de esos pianillos de cristal con que juegan los muchachos. Ellos servían de guía a los trabajadores, que caminaban hacia aquel ruido cristalino, como en una batalla caminan los soldados hacia donde indica el estampido del cañón.

Cada vez que relevaban a un obrero, Négrel bajaba a su sitio, daba un golpe, y aplicaba enseguida el oído, a ver si seguían contestando. Ya no tenía dudas; avanzaban en buena dirección; pero ¡qué lentitud horrible! Sería imposible llegar a tiempo. Al principio, en dos días, pudieron perforar trece metros; al tercer día ya no abrieron más que cinco; luego sólo cuatro. La hulla se endurecía de tal modo, que con gran trabajo conseguían perforar dos metros diarios. Al noveno día, después de esfuerzos sobrehumanos, habían conseguido avanzar treinta y dos metros, y calculaban que aún faltaban otros veinte. Para los pobres prisioneros era aquél el doceavo día: ¡doce veces veinticuatro horas, sin pan ni lumbre, sumidos en tinieblas glaciales! Pensando en eso se arrasaban los ojos en lágrimas, y se animaban todos para atacar la hulla. Parecía imposible que pudiesen sufrir tanto; y, en efecto, el ruido de los golpes lejanos disminuía considerablemente desde el día antes, y Négrel y los suyos temieron que de un momento a otro cesara por completo.

Al noveno día, a la hora de almorzar, Zacarías no contestó cuando lo llamaron para el relevo. Estaba como loco, y desahogaba su furor a fuerza de juramentos. Precisamente Négrel, que había salido un rato, no estaba allí para hacerle obedecer, ni había nadie más que un capataz y tres mineros. Sin duda, Zacarías, furioso de no tener bastante claridad para trabajar, había cometido la imprudencia de abrir su linterna, a pesar de las órdenes severísimas en contra dadas por Négrel, en vista de que se habían declarado algunos escapes de grisú. De repente estalló un trueno; una columna de fuego salió por la galería, como si ésta fuese la boca de un cañón cargado de metralla. Todo ardía; el aire se inflamaba como pólvora de un extremo a otro de las galerías. Y aquel torrente de llama arrastró al capataz y a los tres obreros, subió por el pozo, y salió a la superficie en forma de erupción volcánica, que lanzaba piedras y pedazos de madera a grandes distancias. Los grupos de curiosos huyeron despavoridos, y la viuda de Maheu, llevando en brazos a Estrella, a la cual tenía consigo porque no era posible dejarla en casa, echó a correr como loca, sin dirección fija.

Cuando Négrel y los obreros regresaron a la mina, sintieron una cólera terrible, al ver que, en lugar de salvar a unos compañeros, habían perdido a otros. Al cabo de tres horas de esfuerzos sobrehumanos y de peligros indescriptibles, cuando pudieron penetrar en las galerías, comenzó la lúgubre subida de las víctimas. Ni el capataz ni ninguno de los otros tres estaban muertos; pero se hallaban cubiertos de llagas horribles, de quemaduras tan atroces, que, en medio de sus gemidos, pedían a gritos que los acabaran de matar. De los tres mineros, uno era aquél que, durante la huelga, había dado el golpe de gracia a la bomba de Gastón-María; los otros dos llevaban en las manos señales de las cortaduras que se habían hecho a fuerza de tirar ladrillos a los soldados. La muchedumbre se descubrió en silencio al verlos pasar.

La viuda de Maheu esperaba allí fuera, en pie e inmóvil. El cadáver de Zacarías apareció a su vez. La ropa se había quemado: el cuerpo no era más que un carbón negro, calcinado, imposible de reconocer. No tenía cabeza, porque se la había deshecho la explosión. Y cuando hubieron colocado aquellos horribles restos en una camilla, la viuda de Maheu la siguió automáticamente, con los párpados hinchados, pero sin derramar una lágrima, elevando en brazos a Estrella, que estaba dormida. Cuando el fúnebre cortejo llegó al barrio, y Filomena, la viuda del muerto supo la noticia, empezó a llorar amargamente, aliviada por el mismo llanto. Pero la madre, sin despegar los labios, regresó enseguida a Réquillart, ya había acompañado el cadáver de su hijo, y ahora iba a recibir el de su hija.

Pasaron otros tres días. Se habían reanudado los trabajos de salvamento en medio de inauditas dificultades. Por fortuna las galerías no quedaron cegadas a consecuencia de la explosión de grisú; pero estaba el aire de tal modo viciado, que fue necesario montar más ventiladores. Cada veinte minutos se hacía el relevo. Tanto se avanzaba, que ya no debían separarlos de sus compañeros más que un par de metros a lo sumo. Pero ya trabajaban con la muerte en el corazón, luchando contra la hulla por pura venganza, puesto que habían dejado de oír las señales de aquellos a quienes intentaban salvar. Llevaban doce días de trabajo; quince habían transcurrido desde el de la catástrofe.

El nuevo accidente luctuoso renovó la curiosidad de Montsou; los burgueses organizaban excursiones a la mina, con tal entusiasmo, que hasta los señores Grégoire se decidieron a seguir el ejemplo de los demás. Se preparó la expedición, acordando que ellos irían a la Voreux en su coche, en tanto que la señora de Hennebeau llevaría en el suyo a Lucía y a Juana. Deneulin les enseñaría las obras, y después, todos reunidos, regresarían por Réquillart, para que Négrel les dijese en qué estado se hallaban sus trabajos, y si tenía esperanzas de un buen resultado. Por la noche comerían todos juntos.

Cuando a eso de las tres los Grégoire y su hija Cecilia llegaron a la mina, encontraron a la señora de Hennebeau que se les había adelantado, luciendo un traje azul marino, y defendiéndose del tibio sol de febrero con una sombrilla de encaje. Precisamente estaban allí charlando Hennebeau y Deneulin, y ella escuchaba con aire distraído las explicaciones que este último le daba acerca de los esfuerzos hechos para encauzar el canal. Juana, que llevaba siempre su álbum, empezó enseguida un apunte, entusiasmada por el horror del motivo; mientras Lucía, sentada junto a ella sobre los restos de una vagoneta, lanzaba exclamaciones de júbilo, encontrando aquello "interesantísimo". El dique, inconcluso, tenía numerosos escapes y el agua caía en una cascada espumante en la enorme sima de la mina inundada. Sin embargo, el cráter se vaciaba, y el agua, embebida por el terreno, iba bajando, dejando al descubierto el horrible caos del fondo. Bajo el cielo azul de aquel día, era una verdadera cloaca, las ruinas de una ciudad sumergida y casi disuelta ya en el cieno.

-¡Y para esto se molesta uno! -exclamó, desilusionado, el señor Grégoire.

Cecilia, muy alegre, contenta de respirar el aire puro, reía y bromeaba, mientras la señora de Hennebeau, haciendo gestos de repugnancia, decía:

- La verdad es que no tiene nada de bonito.

Los dos ingenieros se echaron a reír, y trataron de interesar a los expedicionarios, llevándolos por todas partes, explicándoles los diferentes sistemas de bomba y otros detalles. Pero las damas se estremecieron al saber que se tardaría seis o siete años en agotar el agua de la mina, y declararon que preferían pensar en otra cosa, pues aquellos horrores, luego por la noche producían pesadillas.

-Vámonos -dijo la señora de Hennebeau, dirigiéndose a su coche.

Juana y Lucía protestaron. ¡Cómo! ¡Tan pronto! Y se empeñaron en quedarse allí tomando apuntes de toda la mina, prometiendo que su padre las llevaría a la Dirección antes de la hora de comer. El señor Hennebeau subió al coche con su mujer; deseaba también preguntar a Négrel por el estado de las obras de socorro que dirigía. Todos esperaban que de un momento a otro se estableciera comunicación entre las víctimas del desastre de la Voreux y sus generosos salvadores.

-Bueno: id delante, que nosotros os alcanzamos enseguida -dijo el señor Grégoire-. Tenemos que hacer una visita de cinco minutos ahí, en el barrio de los obreros. Andad, andad, que llegaremos a Réquillart casi al mismo tiempo.

Tomó asiento en el coche, después de ayudar a subir a su mujer y a Cecilia; y mientras el coche del señor Hennebeau seguía la orilla del canal, el de ellos empezó a subir la cuesta que conducía al barrio.

Habían decidido completar su excursión con una obra de caridad. La muerte de Zacarías los tenía llenos de compasión hacia aquella trágica familia de Maheu, de la cual se hablaba en toda la comarca. No compadecían al padre, a aquel asesino de los soldados, al cual fue necesario matar como se mata a un lobo; pero la pobre mujer, que no tenía culpa de nada, lo pagaba todo, y después de quedarse viuda, acababa de ver morir a su hijo, y quizás su hija Catalina no sería ya más que un cadáver enterrado entre los escombros de la Voreux, sin contar que se trataba también de un abuelo imposibilitado, de un muchacho cojo a consecuencia de un hundimiento en la Voreux, y de una chiquilla muerta de hambre en los días de la huelga. Y si bien aquella familia tenía merecidas, en parte, todas estas desdichas por sus detestables ideas políticas, habían resuelto olvidarlo todo, y, fieles a su sistema de conciliación, llevarles una limosna. En un rincón del carruaje se veían dos paquetes cuidadosamente envueltos.

Una vieja indicó al cochero la casa de los Maheu, que era el número 16 de la segunda manzana. Los Grégoire se apearon con los paquetes debajo del brazo; pero en vano llamaron a la puerta. Nadie contestaba; la casa tenía el aspecto de una vivienda abandonada mucho tiempo antes.

-No hay nadie -dijo Cecilia, en tono de reproche-. ¡Vaya un fastidio! ¿Qué haremos ahora con todo esto? De pronto la mujer de Levaque abrió la puerta de su casa, y se presentó en el umbral.

-¡Ah, señorita, usted perdone! ¿Busca usted a la vecina? Está en Réquillart.

Y en un discurso larguísimo les explicó la situación, añadiendo que, como era necesario que los vecinos se ayudasen unos a otros, se quedaba ella todos los días con Leonor y Enrique en su casa, a fin de que la pobre mujer pudiera ir a Réquillart. Se fijaron luego sus miradas en los líos de ropa, y entonces empezó a lamentarse de su situación y de la de su pobre hija, que acababa de enviudar, con objeto de conmoverlos. Después de titubear un momento añadió:

-Aquí tengo la llave; si los señores quieren entrar, les abriré. Ahí dentro está el tío Buenamuerte.

Los Grégoire la miraban estupefactos. ¿Cómo? ¿El abuelo estaba allí, y no contestaba a pesar de lo mucho que habían llamado? ¿Estaría durmiendo? Y cuando la mujer de Levaque abrió la puerta, el espectáculo que presenciaron los detuvo en el umbral.

Allí estaba en efecto el tío Buenamuerte, solo, sentado en una silla delante de la chimenea apagada, con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en la pared.

La habitación, sin el reloj que la animaba y los muebles que tenía antes, parecía más grande; en las paredes no quedaban más que los retratos del Emperador y de la Emperatriz, cuyos labios sonrosados sonreían con un aire de benevolencia oficial. El anciano no se movía, y parecía como si no viese a toda aquella gente que había entrado.

-No hagan caso, si el pobre se muestra grosero -dijo la Levaque en tono amable-. Tiene mal la cabeza, según parece. Hace más de quince días que no habla una palabra, ni hace caso de nada ni de nadie.

Turbados y asqueados, los señores Grégoire trataron, sin embargo, de pronunciar algunas palabras amistosas.

-Vamos -dijo al padre-, vamos, ¿qué es eso? ¿Está usted mudo?

El viejo no volvió siquiera la cabeza.

-Debían darle una taza de cualquier cocimiento -añadió la señora de Grégoire.

El viejo continuó inmóvil y silencioso.

-Papá -murmuró Cecilia-; ya nos habían dicho que estaba imposibilitado, sólo que no nos acordábamos.

Se detuvo un momento. Después de colocar encima de la mesa un puchero de comida y dos botellas de vino, se puso a deshacer el otro paquete que llevaba, y sacó de él un par de zapatos enormes. Era el regalo que destinaban al abuelo; la joven estuvo un rato con ellos en la mano, y contemplando aquellos pies hinchados, que ya no podrían andar nunca.

-¡Caramba! Llegan un poco tarde, ¿no es verdad, amigo? -replicó el señor Grégoire, tratando de animar un poco aquella entrevista-. Pero, en fin, siempre son buenos.

Buenamuerte ni oyó ni contestó; su semblante conservó la misma frialdad y dureza de piedra. Entonces Cecilia dejó los zapatos en el suelo.

-¡No tengan cuidado, que no dará las gracias siquiera! -exclamó la Levaque, con envidia-. Es como echar margaritas a los puercos.

Y siguió hablando, a ver si conseguía llevar a su casa a los Grégoire, y hacer que se compadeciesen de ella. Por fin, imaginó un pretexto, que fue el de alabarles a Leonor y a Enrique, que eran muy monos, y tan inteligentes y tan listos, que contestaban como ángeles a cuanto se les preguntaba. Ellos explicarían a los señores lo que quisieran saber.

-¿Vámonos, hijita? -dijo el señor Grégoire, que estaba deseando salir de allí.

-Si, voy enseguida -respondió la joven.

Cecilia quedó a solas con Buenamuerte. Lo que la retenía allí, fascinándola, atrayéndola, era que creía reconocer al viejo; ¿dónde había visto aquella cara escuálida, lívida, surcada de manchas de carbón? De pronto lo recordó todo. Recordó las turbas amotinadas que la rodearon, amenazándola, y sintió unas manos heladas que la cogían por el cuello. Eran las de aquel viejo; volvía a fijarse en él, le miraba las manos que tenía puestas en las rodillas, manos de obrero, en las cuales residía toda su fuerza; puños de hierro sólidos aún, a pesar de la edad, capaces de matar a cualquiera con la sola presión de los dedos. Poco a poco Buenamuerte parecía ir despertando de su letargo, y a su vez examinaba a la joven con extraña atención. De repente sus mejillas se colorearon, como si toda su sangre afluyese a la cabeza, y un temblor nervioso contrajo su boca, por la que se escapaba un hilo de saliva negra.

Atraídos uno hacia otro ambos permanecían inmóviles, contemplándose en silencio: ella, fresca, hermosa, llena de juventud y de vigor, él arrugado y horrible, hidrópico, lamentable.

Al cabo de diez minutos, cuando los señores Grégoire, inquietos, viendo que Cecilia no salía de allí, volvieron a entrar en casa de Maheu, dieron un grito terrible: su hija yacía en el suelo, con la cara amoratada por efecto de estrangulación. Los dedos enormes de Buenamuerte habían quedado marcados en su cuello, y el viejo había caído al lado de su víctima, sin poderse luego levantar.

Tenía las manos abiertas, y miraba a la gente con aquella expresión de idiotismo que no le abandonaba ya.

Jamás se pudo establecer con exactitud la verdad de los hechos. ¿Por qué se acercó Cecilia al viejo? ¿Cómo éste, que no podía moverse de la silla, la había cogido del cuello?

Indudablemente ella se habría defendido, y era extraño que nadie oyera ni una queja, ni un lamento, ni un grito.

Era necesario creer en un ataque repentino de locura furiosa, en una tentación inexplicable de asesinar, a la vista de aquel cuello tan blanco y tan terso. Llamó mucho la atención tal acto de salvajismo en aquel viejo imposibilitado, que había vivido siempre como un hombre honrado, como una bestia resignada, y siendo enemigo de las ideas modernas que empezaban a propasarse entre los obreros. ¿Qué rencor secreto, ignorado por él mismo, lo había llevado al asesinato?

El horror que todo ello inspiraba convenció a la gente y a la justicia de que era irresponsable, y de que aquel asesinato era el crimen de un idiota.

Los señores Grégoire, arrodillados junto al cadáver de su hija, gemían, inconsolables en su dolor terrible. Aquella hija adorada, aquella hija a quien tanto amaban, aquella cuyo sueño subían a contemplar de puntillas para no interrumpirlo, para la cual todo les parecía poco, había dejado de existir a manos de un asesino inconsciente. ¿Para qué querrían vivir ya, si no habían de vivir con ella y para ella?

La mujer de Levaque, horrorizada, no hacía más que gritar.

-¡Ah! ¡Viejo bribón! ¿Qué demonios has hecho? ¡Quién había de esperar cosa semejante! ¡Y su nuera que no vendrá hasta la noche! ¿Queréis que vaya a buscarla?

El padre y la madre, anonadados, no contestaban.

-¿Eh? Será mejor… Allá voy.

Pero antes de salir, la mujer de Levaque miró los zapatos. El barrio entero se había puesto en alerta; la gente se apiñaba a la puerta de la casa. Probablemente alguien robaría los zapatos. Además, en casa de los Maheu no quedaba ningún hombre a quien le sirvieran. Sin titubear más, los cogió debajo del brazo y se marchó con ellos. Debían estarle muy a la medida a Bouteloup.

En Réquillart, los señores de Hennebeau estuvieron con Négrel mucho rato, esperando a la familia Grégoire. Aún se hallaban allí cuando llegó la mujer de Levaque en busca de su vecina, y contó lo sucedido.

La señora de Hennebeau estuvo a punto de desmayarse. ¡Qué horror! ¡Pobre Cecilia! ¡Tan alegre, tan animada aquella misma mañana! El señor Hennebeau tuvo que hacer entrar a su mujer en la cabaña de Mouque un momento, para que se repusiera de la emoción. Con mano torpe y nerviosa le desabrochaba el vestido, turbado por el fuerte perfume que exhalaba el seno. Y cuando ella, con lágrimas en los ojos, abrazaba a Négrel, aterrado por aquella desgracia que impedía su boda, cuando el marido los vio lamentando juntos la muerte de aquella pobre muchacha, se sintió satisfecho y libre de una preocupación. Aquella desgracia lo arreglaba todo, pues sin duda era preferible que su mujer continuase con el sobrino, a que fuese en brazos del cochero o el criado de su casa.

 

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