EL ULTIMO VIAJE

A las cinco de la mañana, mientras María Antonieta escribe todavía su última carta, tocan ya a llamada los tambores en todas las cuarenta y ocho secciones de París. A las siete está en pie toda la fuerza armada; cañones dispuestos a ser disparados cierran los puentes y las grandes calles; destacamentos de guardia atraviesan la ciudad con bayoneta calada; la caballería forma grandes filas... Un inmenso movimiento de soldados, y todo contra una única mujer que ella misma no quiere otra cosa sino llegar pronto al fin. Con frecuencia, la fuerza tiene más miedo de la víctima, que la víctima de la fuerza.

A las siete, la criada del carcelero se desliza silenciosamente en el calabozo. Sobre la mesa arden todavía las dos luces de cera; en el rincón está sentado el oficial de gendarmería, como una sombra vigilante. A1 principio, Rosalía no ve a la reina; sólo después nota, toda espantada, que María Antonieta, completamente vestida de su negra ropa de viuda, está tendida en el lecho. No duerme. Sólo está fatigada y agotada por sus permanentes pérdidas de sangre.

La tierna aldeanita se aproxima temblorosa, conmovida por doble compasión: de la condenada a muerte y de su reina. «Señora -pronuncia sobrecogida al acercarse-, ayer por la no che no tomó usted ningún alimento, y casi nada durante el día. ¿Qué desea hoy por la mañana?»

« Hija mía -le responde la reina sin levantarse-, ya no necesito nada; para mí está ya todo terminado.» Pero, como la muchacha le ofrezca de nuevo, insistentemente, una sopa que ha preparado especialmente para ella, acaba por decir, fatigada: « Bueno, Rosalía, tráigame usted el bouillon». Toma algunas cucharadas; después, la muchachita la ayuda a cambiar de traje. Han recomendado a María Antonieta que no vaya al cadalso con la negra ropa de luto con que compareció ante los jueces: el llamativo traje de viuda podría excitar al pueblo. María Antonieta -¡qué le importa ahora un vestido!- no opone ninguna resistencia y decide llevar un ligero traje blanco de mañana.

Pero tampoco para esta última molestia le es ahorrada una última humiüación. En todos estos días, la reina ha perdido sangre incesantemente; todas sus camisas están manchadas de ella. Por el natural deseo de recorrer corporalmente limpia su último camino, quiere cambiar ahora de camisa y ruega al ofi cial de gendarmes que está de guardia que se retire durante un momento. Pero el hombre, que tiene el severo encargo de no perderla de vist a ni un segundo, declara que no le es permitido abandonar su puesto. Por tanto, se acurruca la reina en el estrecho espacio entre la cama y la pared, y mientras se cambia la camisa, la cocinera, compasiva, se coloca delante de ella para ocultar su desnudez. Pero ¿qué hacer con la ensangrentada camisa? Se avergüenza la mujer de dejar aquel lienzo macula do bajo la vista de aquel hombre desconocido, expuesto a las curiosas miradas de los que, pocas horas más tarde, deben venir para repartir la ropa de su pertenencia. Por tanto, la arrolla rápidamente en un pequeño envoltorio y lo introduce en un hueco que hay en el muro, detrás de la estufa.

Se viste entonces la reina con especial cuidado. Desde hace más de un año no ha vuelto a pisar la calle ni ha visto sobre su cabeza el cielo libre y dilatado: precisamente este último deseo debe hacerlo limpia y decentemente vestida; no es una vanidad femenina to que la determina a ello, sino el sentimiento de la dignidad en esta hora histórica.

Cuidadosamente se ajusta el blanco vestido mañanero, envuelve su cuello con un fichu de suave muselina, escoge sus mejores zapatos; oculta sus encanecidos cabellos con una cofia de dos volantes.

A las ocho llaman a la puerta. No, no es todavía el verdugo. No es más que el que le precede, el sacerdote; pero uno de esos que han prestado juramento a la República. La reina se niega cortésmente a confesarse con él; sólo reconoce como verdaderos servidores de Dios a los sacerdotes no juramentados, y, a la pregunta de si debe acompañarla en sus últimos pasos, responde con indiferencia: «Como usted quiera» .

Esta aparente indiferencia es, hasta cierto punto, el muro protector tras el cual prepara María Antonieta su energía para el último viaje. Cuando, a las diez de la mañana, entra el ejecutor Sansón, joven de estatura gigantesca, para cortarle los cabellos, deja tranquilamente que le ate las manos a la espalda y no opone ninguna resistencia La vida, ya lo sabe, no es posible salvarla; únicamente el honor. Pues ahora, ¡a no mostrar debilidad alguna delante de nadie! Sólo conservar la fortaleza y enseñar a todos los que desean verlo cómo muere una hija de María Teresa.

Hacia las once se abren las puertas de la Conserjería. Fuera está la carreta del verdugo, una especie de carro con adrales y al cual está enganchado un poderoso y pesado caballo.

Luis XVI había sido conducido todavía a la muerte, solemne y respetuosamente, en su cerrada carroza de corte, protegido por las paredes de cristal contra la más grosera curiosidad y el más ofensivo odio. Pero, después, la República ha seguido avanzando desmedidamente en su camera impetuosa; también éxige igualdad en el viaje de la guillotina; una reina no debe morir más cómoda que cualquier otro ciudadano; un camo de adrales es suficiente para la viuda de Capeto. Como asiento le sirve sólo una tabla puesta entre los travesaños, sin almohadón ni cubierta alguna; también madame Roland, Danton, Robespierre, Fouquier, Hébert, todos los que envían ahora a María Antonieta hacia la muerte, harán su último viaje sobre la misma dura tabla; sólo un breve trecho de camino precede la condenada a sus condenadores.

Primeramente surgen del oscuro pasillo de la Conserjería algunos oficiales, y detrás de ellos toda una compañía de la guardia con el fusil al hombro; después María Antonieta, tranquila y con seguro paso. El verdugo Sansón lleva cogido el extremo de la larga cuerda con la cual ha atado a la espalda las manos de la reina, como si hubiese peligro de que su víctima, rodeada de centenares de guardias y soldados, pudiera todavía escaparse.

Involuntariamente, la muchedumbre queda sorprendida por esta humillación insospechada a innecesaria. No se alza ninguno de los sarcásticos gritos habituales. En completo silencio, se deja que la reina avance hasta la cameta. Llegados allí, Sansón le ofrece la mano para subir. Junto a ella se sienta el clérigo Girard, vestido de paisano, mas el verdugo permane ce en pie, inconmovible el semblante, con la cuerda en la mano; lo mismo que Carón las almas de los difuntos, lleva a diario su cargamento, con impasible corazón, a la otra orilla del río de la vida. Pero esta vez, tanto él como sus ayudantes, durante todo el trayecto llevan bajo el brazo el sombrero de tres picos, como si quisiesen disculparse de su triste oficio ante la mujer indefensa que conducen al patíbulo.

La miserable carreta avanza lentamente, bamboleándose sobre el pavimento. Con toda intención se deja tiempo para que cada cual pueda considerar suficientemente este espectáculo único. Sobre su duro asiento, le daña a la reina hasta el tuétano de los huesos cada vaivén de la grosera carreta sobre el mal pavimento, pero, inconmovible el pálido semblante, con sus ojos orlados de rojo mirando fijos ante sí, María Antonieta no da ninguna muestra de miedo o de dolor a las apretadas filas de curiosos. Reconcentra todas las fuerzas de su alma para mante nerse enérgica hasta el final, y en vano sus más crueles enemigos acechan para sorprender en ella un momento de debilidad o desaliento. Pero nada desconcierta a María Antonieta, ni siquiera que, junto a la iglesia de Saint-Roch, las mujeres allí reunidas la reciban con los habituales sarcásticos clamores, ni que el comandante Grammont, para animar la fúnebre escena, cabalgue delante del carro de la muerte con su uniforme de guardia nacional y, blandiendo el sable, exclame: « ¡Aquí tenéis a la infame Antonieta! Se ha fastidiado ahora, amigos míos». El semblante de la reina permanece inmóvil, como de bronce; parece no oír ni ver nada. Las manos atadas a la espalda le hacen levantar un poco más la cabeza; mira derechamente ante sí, y todos los abigarrados y bárbaros cuadros de la calle no penetran ya en sus ojos, que, en su interior, se encuentran ya anegados por la muerte. Ni un estremecimiento mueve sus labios, ningún escalofrío recorre su cuerpo; totalmente señora de sus fuerzas, permanece allí sentada, orgullosa y desdeñada, y hasta el mismo Hébert tiene que confesar al día siguiente en su Père Duchéne : «Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz a insolente».

En la esquina de la calle de Saint-Honore, en el sitio del actual café de la Régence, esperaba un hombre, lápiz en ristre y una hoja de papel en la mano. Es Luis David, una de las almas más cobardes al mismo tiempo que uno de los mayores artistas de la época.

Siendo uno de los que gritaron más alto durante la Revolución, sirve a los poderosos mientras están en el poder y los abandona en el peligro; pinta a Marat en su lecho de muerte; el 8 Thermidor le jura patéticamente a Robespierre «vaciar con él el cáliz hasta las heces», pero ya el día 9, en sesión fatal, está agotada su sed de heroísmo y el triste personaje se retira a su casa para esconderse, librándose de la guillotina mediante esta cobardía. Enemigo encarnizado de los tiranos durante la Revolución, será el primero que se convierta al nuevo dictador, y para ello, después de haber pintado la coronación de Napoleón, trocará su antiguo odio a los aristócratas por el título de barón. Arquetipo del eterno tránsfuga que corre tras el poder, lisonjeador de los triunfadores, despiadado con los vencidos, pinta a los vencedores en su coronación y a los derrotados cami no del patíbulo. Desde lo alto de la misma carreta que lleva a María Antonieta, también Danton, que conoce bien su lamentable carácter, lo descubrirá más tarde, y rápidamente, al paso, ha de cruzarle la cara con el latigazo de esta despreciativa injuria: «¡Lacayo!».

Pero aunque tenga alma de criado y un corazón cobarde y miserable, este hombre posee un ojo magnífico y una mano impecable. En un bosquejo, fija de modo imperecedero, en la volandera hoja de papel, el semblante de la reina tal como va camino del cadalso: boceto espantoso y magnífico, dotado de siniestra fuerza, arrancado de la propia vida, caliente y palpitante: una mujer envejecida, ya no bella, pero todavía orgullo sa. La boca cerrada con soberbia, como si gritara hacia dentro; los ojos indiferentes y ajenos a lo que ocurre, va sentada, con las manos atadas a la espalda, tan recta y desafiadora sobre su carreta de adrales como si estuviese en un trono. Un indecible desprecio nos habla desde cada uno de los rasgos de su rostro como de piedra; una inconmovible decisión se ve en el busto bien erguido; una resignación que se ha transformado en pertinacia, un dolor que internamente ha llegado a ser una fuerza, prestan a esta atormentada figura una nueva y terrible majestad. Hasta el mismo odio no puede ocultar, en este dibujo, la nobleza con que María Antonieta triunfa de la vergüenza de la carreta de adrales con su actitud magnífica.

La gigantesca Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia, está llena de gente. Diez mil personas se encuentran allí de pie desde por la mañana temprano, para no perder aquel espectáculo único de ver cómo una reina, según la grosera frase de Hébert, es «afeitada por la navaja nacional». Horas enteras lleva ya de espera la curiosa muchedumbre. Para no aburrirse, se charla un poco con una linda vecinita, se ríe, se bromea, se compran periódicos o caricaturas a los voceadores, se hojea el más reciente folleto de la actualidad: Les Adieux de la Reine à ses mignons et mignonnes o Grandes fureurs de la ci-devant Reine. Se trata de adivinar, en voz baja, qué cabezas caerán aquí, en el cesto, en los días siguientes, y, mientras tanto, se adquiere limonada, panecillos o nueces de los vendedores callejeros: la gran escena bien merece un poco de paciencia.

Sobre este hervidero de curiosos, negro y ondulante, se ele van rígidamente dos siluetas, las únicas cosas sin vida en aquel espacio cargado de animación humana: la esbelta línea de la guillotina, con su puente de madera que lleva del más acá al más allá; en lo alto de su yugo centellea, bajo el turbio sol de octubre, el brillante indicador del camino, la cuchilla recién afilada. Ligera y esbelta, se recorta sobre el cielo gris, juguete olvidado de un dios horrendo, y los pájaros, que no sospechan la tenebrosa significación de este cruel instrumento, juguetean despreocupadamente sobre él en sus revoloteos.

Severa y grave se levanta a11í al lado, dominando a esta tremenda puerta de la muerte, la gigantesca estatua de la Libertad, sobre el pedestal que sostuvo en otro tiempo la estatua de Luis XV. Tranquilamente se muestra allí sentada la inaccesible diosa, coronada la cabeza con el gorro frigio, meditando con la espada en la mano; permanece allí sentada, piedra sobre piedra, la diosa de la Libertad, y mira soñadora ante sí. Sus blancos ojos sin pupila miran más allá de la muchedumbre, eternamente inquieta, que se tiende a sus pies, y mucho más a11á de la inmediata máquina mortífera, fijándose en algo lejano a invisible. No ve en torno suyo lo humano, no ve la vida, no ve la muerte, la incomprensible y eternamente diosa amada, con sus soñadores ojos de piedra. No oye los gritos de todos aquellos que la llaman, no advierte las guirnaldas que se cuelgan en torno a sus rodillas de piedra, ni la sangre que abona la tierra bajo sus pies. Símbolo de un eterno pensamiento, extraño entre los hombres, permanece silenciosa y contempla en la lejanía una invisib le meta. Ni pregunta ni sabe qué cosas se realizan en su nombre.

De pronto se agita la muchedumbre, se alza en conmoción, para quedar después súbitamente muda. En este silencio se oyen ahora unos salvajes gritos que llegan desde la calle Saint-Honoré; se ve la caballería que precede al cortejo, y después, bamboleándose al dar la vuelta a la esquina, la trágica carreta con la mujer amarrada que en otro tiempo fue señora de Francia; de pie, detrás de ella, con la cuerda llevada orgullosamente en una mano y humildemente el sombrero en la otra, viene Sansón, el verdugo. Un silencio total se hace ahora en la plaza gigantesca. Los vendedores no lanzan sus pregones, enmudece toda lengua; tan grande llega a ser el silencio, que se perciben los pesados pasos del caballo y el chirriar de las ruedas. Las diez mil personas que poco antes charlaban y se reían animadamente, se sienten de pronto oprimidas y contemplan con una mágica emoción de horror a la pálida mujer atada que no mira a nadie. Sabe que aquello no es más que la última prueba. Sólo cinco minutos hasta morir, y después la inmortalidad.

La carreta se detiene delante del paribulo. Tranquila y sin auxilio de nadie, «con aire aún más sereno que al salir de la prisión», asciende la reina, rechazando toda ayuda, las escaleras de tablas del cadalso; sube exactamente con la misma alada fa cilidad, calzando sus negros zapatos de satén de tacones altos, por esta última escalera, como en otro tiempo por las escalina tas de mármol de Versalles. Ahora, por encima del repulsivo verbeneo de las gentes, una última mirada que se pierde en el cielo. ¿Reconoce, al otro lado de la plaza, en medio de 1a neblina otoñal, las Tullerías, en las que ha vivido y sufrido indecibles dolores? ¿Recuerda todavía, en estos últimos minutos, ya los postreros, el día en que estas mismas muchedumbres la saludaron con entusiasmo, en el mismo jardín, como heredera del trono? No se sabe. Nadie conoce los últimos pensamientos de un moribundo. Ya está terminado todo. Los verdugos la cogen por los hombros; la arrojan, con un rápido impulso, sobre el tablero, con la nuca bajo el filo; un tirón de la cuerda, un relámpago de la cuchilla, que cae zumbando, un golpe sordo, y Sansón coge ya por los cabellos la cabeza que se desangra, alzándola bien visible a los cuatro lados de la plaza. De repente, el horror que cortaba el aliento de las diez mil personas se resuelve ahora en un salvaje grito de «¡Viva la República!» que retumba al salir de unas gargantas libradas ahora de una furiosa congoja. Después, la muchedumbre se dispersa casi presurosa. Parbleu! , realmente son ya las doce y cuarto, más que tiempo para la comida del mediodía; ahora, de prisa a casa. ¿Para qué estar aún más tiempo dando vueltas por a11í? Mañana, y todas las próximas semanas, y mes es, podrá casi todos los días, en la misma plaza, contemplarse veces y veces idéntico espectáculo.

Es más de mediodía. La muchedumbre se ha dispersado. En un carretoncillo se lleva el ejecutor de la justicia el cadáver, con la sangrienta cabeza entre las piernas. Algunos gendarmes guardan todavía el cadalso. Pero nadie se preocupa de la sangre que va empapando lentamente la tierra; aquel lugar vuelve a quedar vacío.

Sólo la diosa de la Libertad con sus soñadores ojos de pie dra, ha permanecido inmóvil en su sitio, y contempla sin cesar, a11á en lo remoto, una meta invisible. No ha visto ni oído nada. Severamente, columbra una eterna lejanía más a11á de las salvajes y locas acciones de los hombres. No sabe ni quiere saber qué cosas se hacen en su nombre.

LA ENDECHA FÚNEBRE

Ocurren demasiadas cosas en París en estos meses para que pueda pensarse mucho tiempo en un único muerto. Cuanto más rápido corre el tiempo, tanto más se acorta la memoria de los hombres. Pasan algunos días, algunas semanas, y ya está ple namente olvidado en París que una reina llamada María Antonieta fue decapitada y sepultada.

Precisamente al otro día de la ejecución todavía aullaba Hébert en su Pére Duchêne: «He visto caer en el saco la cabeza del veto hembra. Querría, foutre, poder expresaros la satisfacción de los sans-culottes cuando la architigresa atravesó París en el coche de treinta y seis estacas... Su maldita cabeza estaba por fin separada de su cuerpo de golfa y en el aire vibraban gritos de: «¡Viva la República!» . Pero apenas se le hace caso; en el año del Terror, cada cual teme por su propio cuello. Mientras tanto, el féretro permane ce insepulto en el cementerio, a causa de que no se cavan fosas para una sola persona; sería demasiado caro. Se espera una nueva homada de la diligente guillotina, y sólo cuando está reunido un número suficiente, la caja de María Antonieta es cubierta con cal viva y arrojada en la fosa común con las nue vas aportaciones. Con ello está todo terminado. En la prisión, el perrillo de la reina corre de una parte a otra, ladrando inquietamente durante algunos días; va olfateando de celda en celda, y salta sobre todos los jergones en busca de su dueña, después, también él cae en indiferencia y el carcelero, compasivo, se que da con él. Más tarde, a las oficinas de la Comuna llega un sepulturero y presenta su cuenta: «

Seis libras por el ataúd de la viuda Capeto; quince libras con treinta y cinco sous por la sepultura y los sepultureros». Después, un alguacil reúne las miserables prendas de vestir de la reina, forma un inventario y las envía a un hospital; unas pobres viejas se las ponen sin saber ni preguntar a quién pertenecieron antes. Con ello queda terminada, para sus contemporáneos, la persona que se llamó María Antonieta; cuando, pocos años más tarde viene a París un alemán y pregunta por la sepultura de la reina, no se encuentra ya en toda la ciudad ni un solo ser humano que pueda dar infor mes de dónde está enterrada la ex reina de Francia.

Tampoco al otro lado de la frontera produce gran impresión la ejecución de María Antonieta -era cosa esperada-. El duque de Coburgo, demasiado cobarde para salvarla a su debido tiempo, anuncia al ejército en una patética orden del día que será vengada. El conde de Provenza, que con esta ejecución ha vuelto a dar un gran paso para llegar más tarde a ser Luis XVIII -sólo es preciso, todavía, esconder o arrojar a un lado al mo zuelo del Temple-, en apariencia emocionado, encarga misas de difuntos piadosamente. En la corte de Viena, el emperador Francisco, que fue demasiado indolente para escribir siquiera una carta intentando salvar a la reina, dispone un severo luto de corte. Las damas visten de negro; Su Majestad imperial no va durante algunas semanas a ningún teatro; los periódicos escriben contra los malditos jacobinos de París con una gran indignación que parece de encargo. Se lleva la magnanimidad hasta aceptar los diamantes que María Antonieta le había confiado a Mercy, y, más tarde, se recibe a la hija, canjeándola por unos comisarios prisioneros; pero cuando se trata de reintegrar las sumas gastadas en las tentativas de evasión y de saldar deudas de la reina, la corte de Viena se vuelve súbitamente dura de oído. En general, no le es agradable que se le recuerde la ejecución de la reina; hay algo que oprime la conciencia imperial, por haber abandonado tan lastimosamente, ante los ojos de todo el mundo, a una de sus parientas. Años después, todavía observa Napoleón: «Era una máxima establecida en la Casa de Austria guardar profundo silencio sobre la reina de Francia. Al oír el nombre de María Antonieta, bajan los ojos y cambian de conversación como para librarse de un tema inconveniente y embarazoso. Es regla adoptada por toda la familia y recomendada a sus representantes de fuera» .

A una sola persona le hiere la noticia en mitad del corazón: a Fersen, el más fiel de los fieles. Cada día, su temor le hace esperar el espantoso suceso: «Desde hace mucho tiempo trato de prepararme a ello, y me parece que recibiré sin gran emoción la noticia».

Pero cuando llegan los periódicos a Bruselas se queda como herido de un rayo: «Aquella para quien yo vivía -escribe a su hermana-, porque no he cesado jamás de amarla, no, no podía dejar de hacerlo, lo comprendo bien en este momento; aquella a quien yo quería tanto y por quien habría dado mil vidas, no existe ya. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué abru-marme de este modo y por qué he merecido así tu cólera? No existe ya: mi dolor está en su punto máximo y no sé cómo vivo todavía, cómo soporto este dolor, que es extremo y que nada podrá borrar jamás; siempre la tendré presente en mi memoria y siempre será para llorar por ella... Querida amiga mía, ¡ah!, ¿por qué no habré muerto a su lado, y por ella y por ellos, aquel 20 de junio? Sería más feliz que teniendo que arrastrar mi triste existencia en eternos recuerdos, en recuerdos que no terminarán más que con mi vida, porque jamás se borrará de mi memoria su imagen adorada». Sólo para su duelo, sólo para su recuerdo, siente ahora que todavía podrá seguir viviendo: « El único objeto que me interesa no existe ya; él solo lo reunía todo para mí, y ahora es cuando siento hasta qué punto estaba verdaderamente unido a ella. No ceso de ocuparme de su memoria; su imagen me sigue y me seguirá sin cesar y por todas partes; no me gusta otra cosa sino hablar de ella, recordando los bellos momentos de mi vida. ¡Ay de mí! No me queda más que el recuerdo, pero lo conservaré y no me dejará más que con la vida. He dado el encargo de que compren en París todo lo que pueda encontrarse perteneciente a ella; todo lo que tengo es sagrado para mí; son reliquias que sin cesar serán objeto de mi constante admiración» . Nada puede reemplazar aquella pérdida. Meses más tarde, todavía escribe en su diario: « Ah, conozco bien cada día cuánto he perdido al perderla a ella y hasta qué punto era perfecta en todo. Jamás ha habido ni habrá mujer como ella». Los años y los años no aminoran su emoción; todo es para él renovada ocasión de recordar a la desaparecida. Cuando en 1796 va a Viena y ve a11í por primera vez, en la corte imperial, a la hija de María Antonieta, la impresión estan fuerte que se le vienen las lágrimas a los ojos: «Mis rodillas se dobla ron bajo el peso de mi cuerpo al bajar las escaleras. Había sentido mucha pena y mucho placer y me encontraba muy afectado».

Cada vez que ve a la hija se le humedecen los ojos pensando en la madre; se siente atraído hacia esa sangre, pero ni una sola vez le es permitido a la joven dirigirle la palabra. ¿Procede aquello de una secreta orden de la corte para hacer olvidar a la sacrificada, o es efecto de la severidad del confesor, que quizá conoce las relaciones

«culpables» de Fersen con la madre de la muchacha? De mala gana ve la corte de Austria la presencia de Fersen, y con gusto lo ve partir de nuevo: una palabra de agradecimiento, sin embargo, no la ha oído jamás de la Casa de Habsburgo aquel amigo fidelísimo y abnegado.

Después de la muerte de María Antonieta, Fersen se conviecte en un hombre duro a intratable. El mundo le parece frío e injusto; la vida, sin sentido. Sus ambiciones políticas y diplo máticas quedan truncadas por completo. En los años de la guerra vaga por Europa como embajador; tan pronto está en Viena como en Carlsruhe, en Rastatt, en Italia o en Suecia; establece relaciones con otras mujeres, pero nada de ello le ocupa ni le apacigua íntimamente; una y otra vez surge en su Diario la prueba de hasta qué punto el amante vivía solo, a lo último, para la sombra amada. El 16 de octubre, aniversario de la muerte de la reina, escribe todavía, al cabo de dos años: «Este día es para mí un día de devoción, y jamás podré olvidar todo lo que he perdido; mi pena durará tanto como yo». Pero todavía hay otra segunda fecha que Fersen designa, una y otra vez, como el día fatal de su vida: el 20 de junio. Jamás pudo perdonarse el no haber desobedecido en aquel día, el de la huida de Varennes, la orden de Luis XVI, con lo que no habría dejado a Maria Antonieta sola y en medio del peligro; cada vez más, se sentía personalmente culpable por lo ocurrido en aquel día, con una culpa que todavía no había sido satisfecha. Mejor y más heroico habría sido, según se reprocha a sí mismo constantemente, ser destrozado entonces por el pueblo que seguir viviendo de este modo y sobrevivir a la amada, con el corazón privado de alegría y el alma cargada de reproches. «¿Por qué no habré muerto por ella aquel 20 de junio?» Una y otra vez se encuentra acusadoramente repetido en su Diario este misterioso reproche.

Pero al destino le gustan las analogías del azar y el inexplicable juego de los números; al cabo de los años es satisfecho este su romántico deseo. Precisamente en esta fecha, en un 20 de junio, encuentra Fersen aquella soñada muerte, y la encuentra exactamente tal como la había deseado. Poco a poco, Fersen, sin ambicionar honores, por la sola fuerza de su nombre en su país natal, ha llegado a ser un hombre poderoso: mariscal de la nobleza y el más influyente consejero del rey, una personali dad verdaderamente importante; pero, al mismo tiempo, es un hombre duro y severo; un amo, en el sentido dado al vocablo en el pasado siglo. Desde aquella jornada de Varennes, odia al pueblo porque le ha arrebatado a su reina, considerándolo como vil populacho y miserable canalla, y el pueblo corresponde odiando cordialmente a este aristócrata. Secretamente hacen circular sus enemigos que este insolente señor feudal quiere llegar a ser rey de Suecia para vengarse de Francia arrastrando a la nación a una guerra. Y cuando, en junio de 1810, el heredero del trono de Suecia fallece súbitamente, se extendió por todo Estocolmo, de un modo no explicado, el rumor, salvaje y amenazador, de que el mariscal de la nobleza Von Fersen lo ha quitado de en medio con un veneno, para apoderarse él mismo de la corona. Desde este momento, la vida de Fersen está tan amenazada por la cólera del pueblo como la de María Antonieta durante la Revolución. Por eso, los amigos leales advierten, el día del entierro, a aquel hombre obstinado, habiendo oído hablar de toda especie de planes, que no debe tomar parte en la solemnidad, sino permanecer prudentemente en su casa. Pero es el 20 de junio, el día misterioso del destino de Fersen: una oscura voluntad le impulsa a cumplir el hado presentido antes. Y este 20 de junio, en Estocolmo, ocurre exactamente lo mismo que dieciocho años antes habría ocurrido en París si la muchedumbre hubiese encontrado a Fersen como acompañante en el coche de María Antonieta; apenas la carroza ha salido del palacio, cuando un populacho furioso rompe el cordón de tropas, arranca, con sus puños, del carruaje al encanecido señor y lo remata, indefenso, a fuerza de bastonazos y pedradas. El cuadro imaginado para el 20 de junio se ha cumplido; Fersen es destrozado por aquel mismo elemento, salvaje a indomable, que llevó al cadalso a María Antonieta: sangriento y mutilado, delante de la casa municipal de Estocolmo, yace el cadáver del «bello Fersen», el último paladín de la última reina. La vida pudo unirlos; pero murió, siquiera, como por ella, el día fatídico para ambos, de una simbólica muerte.

Con Fersen se va la última persona amorosamente ligada a la memoria de María Antonieta. Ninguna memoria humana ni ninguna sombra viven en realidad sino mientras son aún de verdad queridas para cualquier ser viviente sobre la tierra. Las endechas fúnebres de Fersen son la postrer palabra de la fidelidad; sobreviene después completo silencio. Pronto desaparecen también las otras cosas fieles: Trianón se arruina; sus decorativos jardines son todo maleza; los cuadros, los muebles, en cuyo armonioso conjunto había reflejado su propia desgracia la reina, son vendidos en almoneda y quedan dispersos; con ello se pierde la última huella visible y valedera de la presencia a11í de María Antonieta. Y de nuevo se anega el tiempo en el tiempo; cae sangre sobre sangre; la Revolución se extingue en el Consulado; aparece Bonaparte, pronto se llama Napoleón, el emperador Napoleón, y va a buscar otra archiduquesa de la Casa de Habsburgo para su nuevo y fatal matrimonio. Pero tampoco ésta, María Luisa, aunque ligada a la otra por su sangre, pregunta ni una sola vez -cosa incomprensible para nuestra sensibilidad-, en la roma cobardía de su corazón, dónde duerme su amargo y último sueño aquella mujer que antes que ella vivió y sufrió en las mismas estancias de las mismas Tullerías: jamás una figura todavía tan próxima fue olvidada con tan cruel frialdad por sus más próximos parientes y descendientes. Por fin sobreviene el cambio, como remordimientos de una mala conciencia. El conde de Provenza se ha elevado finalmente, sobre los cadáveres de tres millones de hombres, hasta el trono de Francia, con el nombre de Luis XVIII; por fin, por fin ha llegado a su meta el hombre de los pasos tenebrosos. Ya que felizmente quedan apartados aquellos que durante tanto tiempo ce rraron el camino de su ambición: Luis XVI, María Antonieta y su desdichado niño Luis XVII, y ya que los muertos no pueden levantarse y presentar su queja, ¿por qué no erigirles ulteriormente un magnífico mausoleo? Ahora, por fin, se da la orden de buscar sus sepulturas (el propio hermano no había preguntado jamás por la tumba del muerto). Pero después de veintidós años de tan lastimosa indiferencia, ya no es empresa fácil encontrarlas, pues en aquel mal afamado jardín conventual, cerca de la Madeleine, que ha abonado el Terror con mil cadáveres, el rápido trabajo de los sepultureros no dejaba tiempo para contraseñar ninguna sepultura; acarreaban y amontonaban con toda rapidez, uno junto a otro, lo que la insaciable cuchilla impelía diariamente hacia ellos. Nulla crux, nulla corona, ninguna cruz, ninguna corona, hacían reconocibles los abonados lugares; sólo una cosa se sabía, y era que la Convención había ordenado que los cadáveres reales fueran cubiertos con cal viva. De este modo cavan y cavan. Por fin resuena el pico al tropezar con una capa dura. Y por una liga semipodrida se reco noce que el puñado de pálido polvo que levantan estremecidos de la húmeda tierra es la última huella de aquella figura desaparecida que en su tiempo fue la diosa de la gracia y del buen gusto, y que después fue la reina castigada y elegida de todos los dolores.

FIN

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