REFUGIO EN LA GUERRA

Receta antiquísima: cuando los Estados y gobiernos no saben ya cómo dominar una crisis interna, tratan de desviar la atención hacia fuera; conforme con esta ley permanente, los directores de la Revolución, para librarse de la inevitable guerra civil, exigen desde meses atrás la guerra con Austria. Al aceptar la Constitución, es cierto que Luis XVI ha disminuido su categoría regia, pero la ha asegurado. La Revolución debía estar ahora terminada para siempre -y los espíritus cándidos como La Fayette así lo creen-, mas el partido de los girondinos, que domina en la recién elegida Asamblea Nacional, es republicano de corazón. Quiere suprimir la monarquía, y para ello no hay mejor medio que una guerra, la cual, inevitable mente, tiene que poner a la familia real en conflicto con la nación, pues la vanguardia de los ejércitos extranjeros la forman los dos bulliciosos hermanos del rey y el Estado Mayor enemigo está sometido al herma no de la reina.

Que una guerra no ayudará a sus asuntos, sino que puede dañarlos, lo sabe muy bien María Antonieta. Cualquiera que sea su desenlace militar, tiene que ser perjudicial para ellos. Si los ejércitos de la Revolución alcanzan la victoria contra los emi grados, los emperadores y los reyes, es indudable que Francia no continuará soportando un «tirano».

Si, de otra parte, las tropas nacionales son vencidas por los parientes del rey y de la reina, es indudable que el populacho de París, excitado espontáneamente o por elementos interesados, hará responsables a los prisioneros de las Tullerías. Si vence Francia, perderán el trono; si vencen las potencias extranjeras, perderán la vida. Por este motivo, ha conjurado María Antonieta, en innumerables camas, a su hennano Leopoldo y a los emigrados para que se mantengan tranquilos, y aquel soberano, prudente, vacilante, que calcula con frialdad y es íntimamente enemigo de la guerra, se ha sacudido literalmente de sobre sí a los príncipes y emigrantes, que ha cen sonar sus sables, evitando todo to que pudiera significar una provocación.

Pero hace mucho tiempo que se ha oscurecido la buena estrella de María Antonieta.

Todo lo que tiene preparado el destino en cuanto a sorpresas se vuelve contra ella.

Precisamente ahora, el 1º de marzo de 1792, una enfermedad repentina arre bata la vida de su hermano Leopoldo, el mantenedor de la paz, y quince días más tarde, el pistoletazo de un conspirador da muerte al mejor defensor de la idea monárquica entre los sobe ranos europeos, a Gustavo de Suecia. Con ello ha llegado a ser inevitable la guerra. Pues el sucesor de Gustavo no piensa ya en sostener la causa monárquica, y el sucesor de Leopoldo II no se preocupa de su pariente consanguínea, sino que exclusiva mente presta atención a sus propios intereses. En este emperador Francisco II, de veinticinco años, limitado, frío, totalmente sin corazón, en cuya alma no brilla ya ninguna chispa del espíritu de María Teresa, no encuentra María Antonieta ni inteligencia ni voluntad de comprensión. Recibe secamente sus mensajes y con indiferencia sus cartas; aunque su familiar se encuentre en el más espantoso de los dilemas, aunque las medidas que el emperador adopta pongan en peligro la vida de la reina, nada de ello le preocupa. Ve sólo la coyuntura de aumentar su potencia y rechaza todos los deseos y solicitudes de la Asamblea Nacional fría y provocativamente.

Ahora son los girondinos los que han vencido. El 20 de abril, después de una larga resistencia -y, según se afirma, con lágrimas en los ojos-, se ve obligado Luis XVI a declarar la guerra al «rey de Hungría». Los ejércitos se ponen en movimiento y toma su rumbo el destino.

¿De qué lado está el corazón de la reina en esta guerra? ¿Con su antigua o con su nueva patria? ¿Con los ejércitos franceses o con los extranjeros? Los historiadores realistas, sus incondicionales defensores y panegiristas, han dado angustiosamente vueltas en torno a esta cuestión capital y hasta han llegado a introducir, falsificándolos, pasajes enteros en memorias y cartas para oscurecer el hecho, claro a indudable, de que María Antonieta, en esta guerra, ha anhelado con toda su alma el triunfo de las tropas de los soberanos aliados y la derrota de los franceses. Es innegable esta posición; quien la silenc ia comete un fraude. Negarla es mentir. Porque hay aún más: María Antonieta, que ante todo se siente reina y, sólo después, reina de Francia, no sólo está contra aquellos que han limitado su poder real y a favor de los que quieren fortalecerla en sentido dinástico, sino que llega a hacer todo lo permitido y no permitido para acelerar la derrota francesa y promover la victoria del extranjero. «Dios quiera que algún día queden vengadas todas las provocaciones que hemos recibido en este país», escribe a Fersen, y aunque hace mucho tiempo que ha olvidado su lengua materna y se ve obligada a hacer que le traduzcan las cartas escritas en alemán, escribe de este modo: «Más que nunca me siento ahora orgullosa de haber nacido alemana». Cuatro días antes de que sea declarada la guerra transmite al embajador austríaco -es decir, traidoramente- los planes de campaña del ejército revolucionario, hasta el punto en que son cono cidos por ella. Su situación es perfectamente clara: para María Antonieta, las banderas aus tríaca y prusiana no son nunca ene migas, y la francesa tricolor sí lo es.

Indudablemente - la palabra viene al instante a los labios-, ésta es una manifiesta traición a la patria, y los tribunales de todos los países calificarían hoy de criminal tal conduc ta. Pero no hay que olvidar que el concepto de lo nacional y de la nación no estaba todavía formado en el siglo XVIII sólo la Re volución francesa comienza a darle forma en Europa. El siglo XVIII, a cuyas concepciones está indisolublemente unida María Antonieta, no conoce todavía ningún otro punto de vista que el puramente dinástico; el país pertenece al rey; allí donde esté el rey, está el derecho; quien lucha por el rey y la monarquía, combate indudablemente por la causa justa. Quien se alza contra la monarquía es un insurgente, un rebelde, aun cuando combata por su propio país. La absoluta falta de desenvolvi miento de la idea de patria produce, sorprendentemente, en esta guerra una disposición antipatriótica en la sensibilidad del campo adversario; lo s mejores alemanes: Klopstock, Schiller, Fichte, Hölderlin, por la idea de la libertad anhelan la derrota de las tropas alemanas, que todavía no son tropas del pueblo, sino los ejércitos de la causa del despotismo. Celebran la retirada de las fuerzas prusianas, mientras que, a su vez, en Francia, el rey y la reina saludan la derrota de sus propias tropas como una ventaja personal. A un lado y otro, la guerra no se hace por intereses del país, sino por una idea, la de la soberanía o de la libertad. Y nada caracteriza mejor la notable confusión entre las concepciones del antiguo y del nuevo siglo como el hecho de que el caudillo de los ejércitos aliados alemanes, el duque de Brunswick, un mes antes de la declaración de guerra, delibere aún seriamente sobre si no será preferible para él tomar el mando de las tropas francesas contra las alemanas. Se ve bien que los conceptos de patria y nación no estaban todavía bien claros en 1791, en el espíritu del siglo XVIII.

Sólo esta guerra, creando los ejércitos nacionales y la conciencia nacional, y con ello las espantosas luchas fratricidas entre naciones enteras, producirá la idea del patriotismo nacional que ha de heredar el siglo siguiente.

De que María Antonieta desee la victoria de las potencias extranjeras, lo mismo que del hecho de su traición al país, no se tiene en París ninguna prueba. Pero si el pueblo, como masa, no piensa nunca lógicamente y conforme a un plan, tiene sin embargo una facultad para el husmeo más elemental y animal que la del individuo aislado; en lugar de actuar reflexivamente, lo hace por instinto, y este instinto es casi siempre infalible. Desde el primer momento siente el pueblo francés en la atmósfera la hostilidad de las Tullerías; sin que tenga de ello puntos externos de referencia, ventea la traición militar, realmente ocurrida, de María Antonieta a su ejército y a su causa; y a cien pasos del palacio real, en la Asamblea Nacional, uno de los girondinos, Vegniaud, lleva abiertamente la acusación a la sala de sesiones. «Desde esta tribuna de donde os hablo se descubre el palacio donde unos consejeros perversos extravían y enga ñan al rey que la Constitución nos ha dado, forjan las cadenas con que quieren prendemos y preparan las maniobras que deben entregarnos a la Casa de Austria. Veo las ventanas del palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se combinan los medios de volver a sumimos otra vez en los horrores de la esclavitud.» Y a fin de que se reconozca claramente a María Antonieta como la verdadera instigadora de esta conjuración, añade amenazadoramente: «Que todos los habitantes sepan que nuestra Constitución no concede inviolabilidad más que al rey.

Que sepan que la ley alcanzará a11í, sin distinción, a los culpables y que no habrá ni una sola cabeza a la cual se le pruebe culpabilidad que pueda librarse de la cuchilla» . La Revolución comienza a comprender que sólo puede vencer al enemigo exterior librándose igualmente del de dentro de casa. A fin de poder ganar la gran partida ante el mundo, tiene que haber dado jaque mate al rey en sus influencias. Todos los verdaderos revolucionarios intervienen ahora enérgicamente en este conflicto; de nuevo marchan en vanguardia los periódicos y exigen la destitución del rey; nuevas ediciones del famoso escrito La vie scandaleuse de Marie-Antoniette son repartidas por las calles, a fin de reanimar con nueva energía el antiguo odio. En la Asamblea Nacional son presentadas intencionadamente proposiciones con las cuales se espera llevar al rey a tener que hacer use de su constitucional derecho de veto; ante todo, aquellas a las que Luis XVI, como católico ferviente, no puede nunca dar su aprobación, como la de desterrar violentamente a los clérigos que se han negado a prestar juramento a la Constitución: se procura provocar un rompimiento oficial. Y, en efecto, el rey saca por primera vez fuerzas de flaqueza y opone su veto. Mientras fue fuerte, jamás había hecho use de sus derechos; ahora, a un palmo de la ruina, este hombre desdichado, en uno de los momentos más inoportunos y contraproducentes, intenta mostrar por primera vez su valor. Pero el pueblo no quiere sufrir ya la oposición de este títere. Este veto, debe ser la última palabra del rey contra su pueblo.

Para dar al rey una buena lección, y más a aquella inflexible y orgullosa austríaca, eligen los jacobinos, tropa de asalto de la Revolución, la simbólica fecha del 20 de junio.

En este día, tres años antes, se reunieron por primera vez, en el Juego de Pelota de Versalles, los representantes del pueblo para prestar el solemne juramento de no ceder ante el poder de las bayo netas y dar a Francia, por su propia fuerza, una forma política y legal. En este día rambién, hace un año, se deslizó el rey por la noche, disfrazado de lacayo, por una puertecilla de servicio de su palacio, para escapar a la dictadura del pueblo. En este día de aniversario debe serle hecho saber para siempre que él no es nada y el pueblo lo es todo. Lo mismo que en 1789 el asalto de Versalles, se prepara metódicamente en 1792 el asalto de las Tullerías. Pero entonces aún había que reclutar clandestinamente y fuera de la ley, a favor de la oscuridad, aquel ejército de amazonas; mientras que hoy marchan a la luz del día, bajo el rebato de las campanas, mandados por el cervecero Santerre, quince mil hombres con banderas desplegadas, asistidos por la municipalidad; la Asamblea Nacional les abre sus puertas, y el alcalde Pétion, que hubiera tenido que cuidar del orden públi co, se hace el desentendido para fomentar el completo éxito de esta humillación al rey.

La marcha de la columna revolucionaria comienza como un puro desfile de fiesta por delante de la Asamblea Nacional. En apretadas filas marchan los quince mil hombres, con grandes carteles de «Abajo el veto» y «La libertad o la muerte», al compás de Ça ira, por delante de la Escuelá de Equitación, donde celebra sus sesiones la Asamblea; a las tres y media parece terminada la gran comedia y comienza la retirada. Pero sólo entonces se constituye la auténtica manifestación, pues en lugar de retirarse pacíficamente, la gigantesca masa del pueblo, sin mandato de nadie pero dirigida de modo invisible, se arroja contra la entrada de palacio. Cierto que están a11í los guardias nacionales y los gendarmes con bayonetas caladas, pero la corte, con su habitual indecisió n, no ha dado ninguna orden para este caso, fácil de prever; los soldados no oponen ninguna resistencia, y de un solo golpe se precipitan las masas por el estrecho embudo de la puerta. Tan fuerte es la presión de esta muchedumbre que, por su impulso, los primeros manifestantes son llevados por la escalera arriba hasta el primer piso. Ya no es posible ahora detenerlos; echan abajo las puertas o saltan las cerraduras, y antes de que pueda ser tomada ninguna medida de protección, los que penetraron primero se encuentran ante el rey, a quien sólo un grupo de guardias nacionales protege insuficientemente contra lo más extremo. Ahora Luis XVI tiene que pasar revista al pueblo sublevado, en su propia morada, y sólo su inconmovible flema evita una colisión. Pacientemente, da corteses respuestas a todas las provocaciones; con obediencia se pone el gorro rojo que uno de los sans -culotte se quita de la cabeza. Durante tres horas y media soporta, con un calor abra sador, sin repulsa ni resistencia, la curiosidad y la mofa de estos hostiles huéspedes.

A1 mismo tiempo, otra banda de insurgentes ha penetrado en las habitaciones de la reina; parece que va a repetirse la horrible escena del 5 de octubre de 1789 en Versalles.

Pero como la reina está más expuesta que el rey, los oficiales han llamado rápidamente a los soldados, han llevado a María Antonieta hasta un rincón, colocando delante de ella una gran mesa para que, por lo menos, esté al abrigo de brutalidades materia les; además, se alza delante de la mesa una triple fila de guardias nacionales. Los hombres y mujeres que han penetrado con salvaje ímpetu no pueden llegar hasta el cuerpo de María Antonieta, pero, sin embargo, se aproximan lo suficiente para contemplar provocativamente al monstruo, como a una curiosidad ; lo bastante para que María Antonieta tenga que oír cada uno de sus ultrajes y amenazas. Santenre, que con tales hechos sólo quiere humillar ampliamente a la reina a intimidarla, se esfuerza por protegerla de todo acto real de violencia, ordena a los granaderos que se aparten para que el pueblo cumpla su volun tad y pueda contemplar a su víctima, la vencida reina; al mismo tiempo trata de tranquilizar a María Antonieta: « Madame, está usted siendo engañada; el pueblo no la quiere mal. Si usted lo quisiera, cada cual la amaría tanto como este niño -al mismo tiempo señala al delfín, que, espantado y tembloroso, se aprie ta contra su madre-. Por lo demás, no tenga miedo; no se le hará daño alguno». Pero siempre, cuando uno de los facciosos ofrece su protecció n a la reina, se subleva en ésta el orgullo. «No me han engañado ni extraviado

-responde duramente la reina-, y no tengo ningún miedo. Entre gentes decentes no se necesrta nunca tener temor alguno». Fría y orgullosa afronta las miradas más hostiles y los apóstrofes más descarados. Sólo cuando quieren obligarla a poner a su hijo el gorro rojo se vuelve hacia el oficial y le dice. «Es demasiado; va más allá de toda humana paciencia.» Pero se mantiene firme, sin revelar ni por un segundo miedo o incertidumbre.

Sólo cuando ya no está realmente amenazada por los invasores aparece el alcalde Pétion a invita a la muchedumbre a que se vaya a sus casas «para no dar ocasión de que incriminen sus respetables intenciones». Pero está avanzada ya la noche antes de que quede evacuado el palacio, y sólo entonces siente la reina, la mujer humillada, todo el tormento de su impotencia. Sabe ahora que todo está perdido. «Vivo todavía, pero por milagro -escribe, presurosa, a su confidente Hans Axel de Fersen-. La jomada del día 20

fue espantosa.»

LOS ÚLTIMOS CLAMORES

Desde que ha sentido en su rostro el soplo del odio, desde que ha visto en su propia estancia de las Tullerías las picas de la Revolución y ha sido testigo de la impotencia de la Asamblea Nacional y de la mala voluntad del alcalde de París, sabe María Antonieta que su familia y ella están perdidos sin remedio si no viene velozmente un auxilio de fuera. Sólo una impetuosa victoria de los prusianos y de los austríacos podría aún salvarlos. Cierto que en este momento, en la última de las últimas horas, antiguos amigos y otros recientemente adquiridos se ocupan en preparar una fuga. El general La Fayette quiere llevarse fuera de la ciudad al rey con su familia, yendo él a la cabeza de una división de caballería con sables desenvainados, el 14 de julio, durante las solemnes ceremonias del Campo de Matte. Pero María Antonieta, que todavía ve siempre a La Fayette como causante de todas sus desgracias, prefiere perecer antes de confiar sus hijos, su marido y su propia persona a este hombre excesivamente crédulo.

Por una razón más noble rechaza también otra proposición de la landgravesa de Hesse-Darmstadt para sacarla a ella sola del palacio como a la que está más en peligro, ya que este plan de fuga está pensado sólo para ella. «No, princesa -responde María Antonieta-, aun sintiendo todo el valor de sus ofrecimientos, no puedo aceptarlos. Estoy consagrada por toda la vida a mis deberes y a las personas queridas con las cuales comparto la desgracia y que, dígase lo que se quiera, merecen todo interés por el valor con que sustentan su posición... Ojalá que algún día todo lo que hacemos y sufrimos pueda hacer felices a nuestros hijos; es el único voto que me permito formular. Adiós, princesa. Me lo han quitado todo, menos el corazón, que me quedará siempre para amarla, no lo dude jamás; ésa sería la única desgracia que no sabría soportar.»

Ésta es una de las primeras camas que María Antonieta no escribe pensando en sí misma, sino para la posteridad. En lo más profundo de sí misma sabe que la desgracia no puede ser ya detenida y, por tanto, sólo quiere cumplir aún con su último deber: morir dignamente y con la cabeza erguida. Acaso anhe la ya, inconscientemente, una muerte rápida y, en lo posible, he roica, en lugar de este descenso, de hora en hora más profundo.

El 14 de julio, la fiesta popular de la toma de la Bastilla, cuando tiene que asistir -por última vez- a la gran ceremonia en el Campo de Marte, se niega a ponerse una cota de malla debajo de su vestido, como lleva su precavido esposo; por la noche duer me sola, aunque cierta vez una figura sospechosa haya aparecido en su cuarto. No abandona su morada, pues hace mucho tiempo que no puede pisar su propio jardín sin oír como canta el pueblo:

Madame Veto avait promis

de faire égorger tout Paris.

Se acabó también el sueño por la noche; cada vez que en una torre suena una campana se espantan ya en el palacio, porque podría ser la señal para el asalto de las Tullerías, de largo tiempo atrás definitivamente planeado. Por medio de emisarios y espías está enterada la corte, diariamente y casi a cada hora, de las deliberaciones en los clubes secretos y en las seccio nes de los arrabales, y sabe que sólo es ya cuestión de días, de tres, de ocho, de diez o acaso de quince, el que los jacobinos realicen un violento acto final, y, por otra parte, no es secreto para nadie lo que revelan esos espías. Pues con voz cada vez más retumbante exigen ya la destitución del rey los periódicos de Marat y de Hébert. Sólo un milagro podría salvarlos -María Antonieta lo sabe- o un avance rápido y aniquilador de los ejércitos prusianos y austríacos.

El espanto, el horror y el miedo de estos días de última expectación a impaciente espera se reflejan en las cartas de la reina a su fidelísimo amigo. Realmente, no son ya cartas, sino gritos bárbaros y trémulos clamores de angustia, al mismo tiempo confusos y penetrantes, como los de alguien a quien tienen acorralado y a quien están estrangulando.

Sólo con extremas precauciones y utilizando los más audaces medios es posible aún ahora hacer salir disimuladamente de las Tullerías alguna noticia, pues la servidumbre no es ya de fiar y hay espías delante de las ventanas y detrás de las puertas. Ocultas en paquetitos de chocolate, arrolladas en los forros de los sombreros, escritas con tinta simpática y en cifra (en general ya no de su propia mano), las cartas de María Antonieta están concebidas en tal forma que, en caso de ser sorprendidas, hagan el efecto de ser inocentes por completo. No hablan, en apariencia, más que de diversas cosas generales, de fingidas ocupaciones y nego cios; lo que en realidad quiere decir la reina está, en general, expresado en tercera persona y además cifrado. Rápidos, cada vez más rápidos, se siguen ahora, uno tras otro, estos clamores de extrema angustia; antes del 20 de junio, todavía escribe la reina: «Sus amigos de usted creen imposible la restauración de su fortuna, o por lo menos muy remota. Déles usted, si puede, algún consuelo en este respecto; necesitan de él; su situación se hace más espantosa cada día». El 23 de junio, el aviso se hace ya más perentorio: «Su amigo se halla en el mayor peligro. Su enfermedad hace espantosos progresos. Los médicos no entienden ya nada de ello. Apresúrese, si quiere usted verlo. Comunique su desgraciada situación a sus parientes». Cada vez con mayor ardor asciende la fiebre que marca el termómetro (26 de junio): «Es necesaria una crisis rápida para poder librarlo, y ésta no se anuncia todavía por ningún lado; esto nos desespera. Comunique usted su situación a las personas que tienen negocios con él, a fin de que tomen sus precauciones; el tiempo apremia...». En medio de sus gritos de alarma, se espanta a veces la conturbada mujer, dotada de fina sensibilidad como toda verdadera enamorada, de intranquilizar hasta aquel punto al ser humano a quien quiere por encima de todo; hasta en lo más agudo de sus angustias y apremios, en lugar de acordarse de su propio destino, piensa en primer lugar María Antonieta en los tormentos espirituales que sus clamores de espanto tienen que producir en el amante: «Nuestra situa ción es espantosa; pero no se inquiete usted demasiado; me siento con valor, y hay algo en mí que me dice que muy pronto seremos felices y estaremos salvados. Sólo esta idea me sostiene. ¡Adiós! ¿Cuándo podremos volver a vemos tranquila mente?» (3 de julio). Y otra vez aún: «No se atormente usted demasiado por mí. Crea que el valor se impone siempre... Adiós. Apresure usted, si puede hacerlo, los socorros que se nos prometen para nuestra liberación... Cuídese usted para nosotros y no se inquiete por nuestra suerte».

Pero las cartas se suceden ahora con precipitación: «Mañana llegarán ochocientos hombres de Marsella. Se dice que dentro de ocho días la reunión de fuerzas será bastante para la ejecución del proyec to» (21 de julio). Y tres días más tarde: «Dígale usted al señor De Mercy que los días del rey y la reina están en el mayor peligro; que un aplazamiento de un día puede producir desgracias incalculables... La banda de asesinos crece sin cesar» . Y la última carta, la del 1° de agosto, que al propio tiempo es la última que recibe Fersen de la reina, describe todo el peligro con la clarividencia de la más extrema desesperación: «La vida del rey está evidentemente amenazada, lo mismo que la de la reina. La llegada de unos seiscientos marselleses y de gran número de otros diputados de todos los clubes jacobinos aumenta mucho nuestras inquietudes, por desgracia demasiado bien fundadas. Se toman precauciones de toda suerte para la seguridad de Sus Majestades, pero los asesinos vagan continuamente alrededor de palacio; excitan al pueblo; en una parte de la Guardia Nacional hay mala voluntad, y en la otra debilidad y cobardía... Por el momento, hay que pensar en evitar los puñales y en burlar a los conspiradores que hormiguean alrededor del trono próximo a desaparecer.

Desde hace tiempo, los facciosos no se toman ya ninguna molestia para ocultar su proyecto de aniquilar a la familia real. En las dos últimas asambleas nocturnas, la dife -

rencia no estaba más que en cuanto a los medios que se deben emplear. Ha podido usted apreciar en una carta precedente lo importante que es ganar veinticuatro horas; no haré más que repetírselo hoy, añadiendo que, si no llega pronto ayuda, sólo la providencia podrá salvar al rey y a su familia».

El amante recibe en Bruselas estas cartas de la amada; bien puede pensarse en qué estado de desesperación. Desde la mañana hasta la noche lucha contra la inercia, la indecisión de los reyes, de los jefes de ejército, de los embajadores; escribe carta tras carta, hace visita tras visita a impulsa con todas sus fuerzas, azuzadas por la impaciencia, a una rápida acción militar. Pero el jefe supremo de los ejércitos, el duque de Brunswick, es un militar de aquella antigua escuela que piensa que, en un avance, hay que calcular con meses de anticipación el día que en que ha de comenzar. Lentamente, cuidadosamente, sistemá ticamente, según leyes largo tiempo ha sobrepasadas, aprendidas en el arte militar de Federico el Grande, dispone Brunswick sus tropas, y, con el antiquísimo orgullo de los generales en jefe, no se deja mover por los políticos, ni mucho menos por los ajenos a la cuestión, ni siquiera una pulgada del prescrito plan de movilización. Declara que hasta mitad de agosto no puede pasar la frontera, pero promete que, según sus planes -el paseo militar es el eterno sueño favorito de todos los generales-, llega rá de un solo empujón hasta París.

Pero Fersen, a quien perturban el alma los clamores de angustia de las Tullerías, sabe que no hay tiempo para tanto. Hay que hacer algo para salvar a la reina. En su turbación apasio nada, realiza precisamente el amante lo que debe perder a la amada. Pues justamente con la medida con que pretende detener el ataque del populacho a las Tullerías sólo consigue acelerarlo. Hacía tiempo que María Antonieta había solicitado de los aliados la publicación de un manifiesto. Su razonamiento -muy justo- era que con este manifiesto se debía tratar de separar visiblemente la causa de los republicanos y de los jacobinos de la nación francesa, y, de este modo, infundir valor a los elementos franceses bien pensantes (es decir, bien pensantes desde el punto de vista de la reina) a infundir temor a los gueux, a los «bribones». Ante todo, deseaba que en este manifiesto no se tratara de las cuestiones intemas de Francia y «se evitara hablar demasiado del rey, lo mismo que dar a comprender con excesiva claridad que, en realidad, se pretendía sostenerlo». Soñaba con una declaración de amistad hacia el pueblo francés y, ai mismo riempo, una amenaza contra los terroristas. Pero el desdichado Fersen, con el alma llena de espanto, sa biendo que hasta que haya un verdadero auxilio militar por parte de los aliados pasará todavía una eternidad, pide que aquel manifiesto sea redactado en los términos más duros; él mismo escribe el proyecto, lo hace transcribir por medio de un amigo y, fatalmente, este bosquejo es el que llega a ser aceptado. El famoso manifiesto de las tropas aliadas a las tropas francesas está redactado en una forma tan imperiosa como si ya los ejércitos del duque de Brunswick estuvieran, victoriosos, a las puertas de París; contiene todo lo que, con mejor conocimiento de causa, quería evitar la reina.

Constantemente se habla de la sagrada persona del rey cristianísimo; se acusa a la Asamblea Nacional de haberse apoderado, contra todo derecho, de las riendas del poder, los soldados franceses son invitados a some terse inmediatamente al rey, su legítimo monarca, y la ciudad de París, para el caso de que el palacio de las Tullerías sea tomado por la fuerza, es amenazada con una «venganza ejemplar, memorable por toda la eternidad» , ejecuciones y destrucción total: las ideas de un Tamerlán enunciadas, antes del primer dis paro de fusil, por un general débil de ánimos.

Es espantoso el resultado de esta amenaza en el papel. Hasta los mismos que hasta entonces se habían mantenido leales al rey se vuelven republicanos tan pronto como saben lo querido que es su rey por los enemigos de Francia, tan pronto como conocen que una victoria de las tropas extranjeras aniquilaría todas las conquistas de la Revolución, que la Bastilla habría sido tomada en vano, que habría sido inútil el juramento del Jue go de Pelota y que no sería valedero lo que habían jurado innumerables franceses en el Campo de Marte. La mano de Fersen, la mano del amante, ha prendido el fuego, con esta loca amenaza, a una bomba cargada de metralla. Y con este idiota desafío estalla la cólera de veinte millones de franceses.

En los últimos días de julio es conocido en París el texto del desdichado manifiesto del duque de Brunswick. La amenaza de los aliados de arrasar París si el pueblo asalta las Tullerías es considerada por el pueblo como un desafío, como una provocación al ataque.

Al instante se hacen los preparativos, y si no se actúa inmediatamente es sólo porque se quiere esperar hasta que lleguen las tropas selectas, los seiscientos republicanos escogidos de Marsella. El 6 de agosto desfilan éstos por las ca lles, quemados por el sol del Mediodía, figuras rudas y resueltas, y, guiando el ritmo de su marcha, cantan una canción nue va, cuyos acentos, en pocas semanas, han de arrastrar al país entero, La Marsellesa, el himno de la Revolución, que, en una hora de inspiración, fue compuesto por un oficial totalmente des conocido. Todo está dispuesto ahora para el último golpe contra la podrida monarquía. Puede comenzar el ataque. «Allons, enfants de la patrie...»

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