REGRESO

Una nave navega más de prisa con mar tranquilo que en medio de una tempestad. En el viaje de París a Varennes había empleado veinte horas la carroza; el regreso durará tres días. Gota a gota y hasta las heces, tienen que beber el rey y la reina el amargo cáliz de la humillación. Agotados, después de dos noches sin sueño; sin poder cambiar de ropa - la camisa del rey está tan sucia de sudor que tiene que tomar otra prestada de un soldado--, van los seis apretujados en el horno abrasador del coche. Despiadadamente, el alto sol de junio cae a plomo sobre el techo, ya abrasador, de la carroza; el aire sabe a polvo ardiente; mofándose rencorosamente, una escolta de pueblo, siempre creciente, rodea el triste regreso de los vencidos. Aquellas seis horas de viaje de Versalles a París fueron paradisíacas al lado de éstas. Palabras groseras, groserísimas, resuenan dentro del co che; cada cual quiere regocijarse con la vergüenza de los forza dos al regreso. Por tanto, es mejor cerrar las ventanas y abotagarse de calor y morirse de sed en el hirviente vaho de aquella caldera ambulante que dejarse herir por la befa de las miradas y ofender por las injurias. Los semblantes de los desgraciados viajeros están ya cubiertos de polvillo gris, como harina; los ojos, inflamados de la vigilia y el polvo; pero no se permite que conserven permanentemente bajas las cortinillas, porque en cada parada cualquier alcaldillo se siente obligado a pronunciar ante el rey una adoctrinante arenga y cada vez tiene que asegurar éste que su intención no había sido abandonar Francia. En tales momentos, la reina, entre todos ellos, es la que conserva mejor su dignidad. Cuando, en una parada, les traen por f¡n algo de comer y bajan ellos las cortinillas para calmar su hambre, alborota fuera el pueblo y exige que se vuelvan a subir. Ya quiere ceder madame Elisabeth, cuando la reina dice que no enérgicamente. Deja con toda tranquilidad que la gente arme estrépito, y sólo al cabo de un cuarto de hora, cuando ya no tiene trazas de obedecer aquella orden. levanta ella misma las cortinillas, arroja fuera los huesos de gallina y dice con firmeza: «¡Hay que guardar la dignidad hasta el final!».

Por fin, una sombra de esperanza: descanso nocturno en Châions. Aguardan allí todos los ciudadanos detrás de un arco de triunfo de piedra, el cual -¡ironía de la historia!- es el mismo que hace veintiún años fue erigido en honor de María Antonieta cuando pasó por allí, en un coche de gala encristala do, aclamada por el pueblo, viniendo de Austria al encuentro de su futuro esposo. Sobre el friso de piedra está grabada esta ins cripción:

«Perstet oeterna ut amor», «Persista eterno como el amor». Pero el amor es más transitorio que el buen mármol y la piedra tallada. Como un sueño le parece ahora a María Antonieta que cierta vez, bajo este mismo arco, haya recibido a la nobleza vestida de gala, que las calles hayan estado sembradas de luces y llenas de gente y que de las fuentes haya manado vino en honor suyo. Ahora sólo la espera una fría cortesía, compasiva en el mejor de los casos, pero que siempre ha ce bien después de tanto descarado, ruidoso a inoportuno odio. Pueden dormir, mudarse de ropa; pero a la siguiente mañana el enemigo sol abrasa de nuevo y tienen que proseguir el camino de su martirio. Cuanto más se acercan a París, tanto más se mues tra hostil la población; suplica el rey que le den una esponja mojada para quitarse del rostro el polvo y la suciedad, y un empleado le responde con escarnio: « Eso es lo que se saca via jando». Vuelve a subir la reina al estribo de la carroza después de breve descanso, cuando detrás de ella oye silbar, como serpiente, una voz femenina: «¡Vamos, pequeña; más negras las pasarás aún!». Un noble que la saluda es arrancado de su caballo y asesinado a tiros y cuchilladas. Sólo ahora comprenden el rey y la reina que no es únicamente París el que ha caído en el

«error» de la Revolución, sino que en todos los campos de su reino ha brotado en fertilísima floración la nueva simiente; pero acaso no conservan ya fuerzas para sentir todo esto; poco a poco, la fatiga los va haciendo plenamente insensibles. En su agotamiento, permanecen en el coche, indiferentes ya a lo que les reserva el destino, cuando, por fin, en el último momento, llegan correos a caballo que anuncian que tres miembros de la Asamblea Nacional salen a su encuentro para proteger el viaje de la familia real. La vida está salvada, pero nada más.

El carruaje se detiene en medio del camino real: los tres delegados: Maubourg, un realista; Barnave, abogado burgués, y Pétion, el jacobino, vienen a su encuentro. La reina abre personalmente la portezuela: «¡Ah, señores! dice excitada, tendiéndoles a los tres rápidamente la mano-. Procuren que ninguna desgracia les ocurra a las gentes que nos han acompañado; que no sean sacrificados, sino que sea respetada su vida». Su tacto infalible en los grandes momentos, le ha hecho encontrar inmediatamente las debidas palabras: una reina no debe pedir protección para sí misma, sino sólo para aquellos que la han servido con fidelidad.

La enérgica altivez de la reina desarma desde el principio la actitud protectora de los delegados; hasta el mismo Pétion, el jacobino, tiene que confesar de mala gana, en sus notas, que estas palabras, dichas con toda vivacidad, hicieron en él fuerte impresión. Al punto ordena a los alborotados que guarden silencio y dice al rey que sería mejor que dos de los delegados de la Asamblea Nacional tomaran asiento en el carruaje, para proteger con su presencia a la familia real de todo incidente de camino. Madame de Tourzel y madame Elisabeth montarían, por tanto, en el otro coche. Pero el rey replica que es también posible estrecharse un poco para hacerles sitio. Rápidamente se establece la siguiente distribución de puestos: Barnave se sienta entre el rey y la reina, la cual coge en su regazo al delfín. Pétion se coloca entre madame de Tourzel y madame Elisabeth, para lo cual madame de Tourzel sostiene a la princesa en sus rodillas. Ocho personas en lugar de seis, pierna contra piema, estrechamente oprimidos; van ahora sentados, en un solo carruaje, los representantes de la monarquía y los del pueblo, y bien puede decirse que nunca estuvieron tan cerca unos de otros, los miembros de la familia real y los diputados de la Asamblea Nacional, como en aquellas horas.

Lo que ocurre después en este coche es tan inesperado como natural. Al principio hay una tensión hostil entre ambos polos, entre los cinco miembros de la familia real y los dos representantes de la Asamblea Nacional, entre los presos y sus carceleros. Ambos partidos están firmemente resueltos a conservar rígidameme su auroridad. María Antonieta, justamente por estar protegida por estos rebeldes y entregada a su merced, aparta, con obstinación, de ambos sus miradas y no despliega los labios: no deben imaginarse que la reina solicita su favor. Por su parte, los delegados no quieren a ningún precio dejar que se confunda la cortesía con el rendimiento: en este viaje hay que darle al rey la lección de que los miembros de la Asamblea Nacional, como hombres libres a incorruptibles que son, llevan de otro modo alta la frente que sus rast reros cortesanos. Por tanto, ¡distancia, distancia, distancia!

En esta situación de ánimo, Pétion, el jacobino, llega hasta realizar un franco ataque.

Ya desde el principio, como a la más orgullosa, quiere administrarle una leccioncilla a la reina para desconcertarla. Declara que está muy bien enterado de que la familia real montó en las proximidades del palacio en un vulgar fiacre, guiado por un sueco llamado..., un sueco llamado... Entonces se detiene Pétion como si no fuera capaz de recordarlo, y pregunta a la reina el nombre del sueco. Es un golpe de puñal envenenado el que asesta a la reina al preguntarle, en presencia del rey, el nombre de su amante. Pero María Antonieta para enérgicamente el ataque: «No suelo preocuparme por el nombre de los cocheros de punto» . Las hostilidades y la tensión crecen en malignidad en el estrecho recinto después de esta escaramuza.

Entonces, un pequeño incidente amortigua la penosa situación. El principito se ha bajado del regazo de su madre. Ambos desconocidos dan mucho que hacer a su curiosidad. Con sus chiquitines dedos coge un botón de cobre del traje de gala de Barnave y deletrea trabajosamente su inscripción: «Vivre libre ou mourir». Divierte mucho naturalmente, a ambos comisarios el que el futuro rey de Francia aprenda precisamente de este mo do el pensamiento fundamental de la Revolución. Poco a poco se traba conversación. Y entonces ocurre lo extraordinario: Pétion, nuevo Balaam, que había salido para maldecir, tiene que bendecir finalmente. Ambos partidos empiezan a encontrarse, uno a otro, mucho más atractivos de lo que podían haber sospechado desde lejos.

Pétion, pequeño burgués y jacobino; Bamave, joven abogado de provincias, se habían imaginado a los «tiranos» en su vida privada como inabordables, hinchados, soberbios, tontos a insolentes, pensando que las nubes de incienso de la corte ahogaban en ellos toda humanidad. Pero ahora el jacobino y el revolucionario burgués se quedan por completo sorprendidos al observar la naturalidad de formas de trato que impera en la familia real.

Hasta Pétion, que pretendía hacer de Catón, tiene que confesarlo: «Advertí un aire de sencillez y familiaridad que me agradaron; no había nada de repre sentación real, existía una naturalidad y bonhomie familiares: la reina llamaba "hermanita" a madame Elisabeth; madame Elisabeth le respondía en el mismo tono. Madame Elisabeth le llamaba

"hermano" al rey, y la reina hacía danzar al príncipe sobre sus rodillas. "Madame", aunque muy reservada, jugaba con su hermano; el rey contemplaba todo esto con aire bastante satisfecho, aunque poco conmovido y poco sensible». Ambos revolucionarios miran con asombro como los niños reales juegan exactamente como los suyos propios en sus casas; llega a herirlos penosamente el ver que ellos mismos est án vestidos de modo mucho más elegante que el soberano de Francia, el cual hasta lleva sucia la ropa blanca.

Cada vez se va haciendo más floja la hostilidad del principio. Cuando el rey bebe, le ofrece cortésmente a Pétion su propio vaso, y llega a parecerle al deslumbrado jacobino un acontecimiento de especie sobrenatural el que el rey de Francia y de Navarra, como quiera que su hijo el delfín manifieste deseos de una pequeña necesidad, desabroche el pantaloncito con sus propias manos augustas y mientras dura la operación sostenga el recipiente de plata. Estos «tiranos», reconoce sorprendido el furibundo revolucionario, son realmente unas criaturas humanas exactamente lo mismo que ellos. Igual sorpresa experimenta la reina. ¡Son realmente gente muy amable y cortés estos malvados, estos monstres de la Asamblea Nacional! Nada sanguinarios ni mal educados, y, sobre todo, nada tontos; muy al contrario, se charla con ellos mucho más discretamente que con el conde de Artois y sus compinches. Aún no hace tres horas que viajan juntos en el coche, cuando ambos partidos, que querían imponerse uno a otro por la dureza y la soberbia

-transformación asombrosa y, sin embargo, profundamente humana-, comienzan a procurar seducirse mutuamente. La reina pone sobre el tapete problemas políticos para probar a los revolucionarios que, en su círculo, no son tan estrechos de cerebro ni de mala voluntad como piensa el pueblo, descarriado por los malos periódicos. Por su parte, ambos diputados se esfuerzan en hacer comprensible para la reina que no debe confundir los propósitos de la Asamblea Nacional con las incultas vociferaciones del señor Marat; y cuando la conversación llega al tema de la república, hasta el mismo Pétion dulcifica prudentemente sus conceptos. Pronto se manifiesta -antiquísima experiencia- que el aire de la corte perturbaba aun a los más enérgicos revolucionarios, y hasta qué grado de locura la proximidad de la majestad hereditaria puede conducir a un hombre vanidoso, apenas puede testimoniarse de modo más divertido que por las descripciones de Pétion.

Al cabo de tres angustiosas noches, de tres mortales días de caluroso viaje en un incómodo carruaje; al cabo de tantas impresiones y humillaciones, es natural que las mujeres y los niños estén espantosamente fatigados. Involuntariamente, se apoya madame Elisabeth, al adormecerse, en su vecino Pétion. A éste se le arrebata al instante la vana sesera hasta la locura de pensar que ha hecho una galante conquista, y por ello escribe en su informe aquellas palabras que durante siglos cubrieron de ridículo al pobre hombre, embriagado por el aire de la corte: «Madame Elisabeth me miraba con ojos enternecidos y con ese aire de languidez que produce la desgracia y que inspira un interés bastante vivo. Nuestros ojos se encontraban a veces en una especie de acuerdo y atracción; cerraba la no che, comenzaba la luna a esparcir su dulce claridad. Madame Elisabeth cogió sobre sus rodillas a la princesa y la colocó en seguida medio sobre su rodilla y medio sobre la mía... La niña se durmió; extendí mi brazo; madame Elisabeth extendió el suyo sobre el mío. Nuestros brazos estaban enlazados. El mío quedaba bajo su axila. Sentí sus precipitados movimientos, un calor que atravesaba sus vestidos; las miradas de madame Elisabeth me parec ían más conmovedoras. Advertí cierto abandono en su posición, sus ojos estaban húmedos, la melancolía se mezclaba con una especie de voluptuosidad.

Puedo engañarme; fácilmente pueden confundirse las muestras de sensibilidad de la desgracia con la sensibilidad del placer; pero pienso que si hubiéramos estado solos; si, como por encanto, hubiese desaparecido todo el mundo, se habría dejado caer en mis brazos, abandonándose a los impulsos de la naturaleza».

Mucho más serio que esta risible fantasía erótica del «bello Pétion» es el efecto del peligroso encanto de la Majestad en su acompañante Barnave. Muy joven, como abogado recién fabricado, venido a Paris desde su ciudad de provincias, este revolucionario idealista se siente del todo deslumbrado cuando una reina, la reina de Francia, se hace explicar modestamente por él los pensamientos fundamentales de la Revolución, las ideas de sus compañeros de club. ¡Qué ocasión, piensa involuntariamente este marqués de Posa, de infundir en la soberana respeto y consideración hacia los sacrosantos principios fundamentales, conquistarla acaso para las ideas constitucionales! El ardiente y joven abogado habla escuchándose, y ve jamás lo hubiera creído- que esta mujer, a quien se juzga superficial (¡sabe Dios cómo ha sido calumniada!), oye, llena de interés y comprensión, y que son totalmente razonables sus objeciones. Con su austríaca amabilidad, con su aparente y solícita adhe sión a las sugestiones de su interlocutor, atrae María Antonieta al ingenuo y crédulo mancebo por completo hacia su bando. «¡Qué injustamente ha sido tratada esta noble mujer, cuán sin razón le han hecho daño! -piensa con sorpresa el diputado-. La reina no desea más que lo mejor, y si hubiese alguien que se lo indicara rectamente, todo podría ir por el mejor camino en Francia.» María Antonieta no le deja en duda alguna de que busca en realidad tal consejero, y también de que le estaría agradecida si en lo futuro quisiera guiar su inexperiencia con las debidas luces.

«¡Sí -se dice-, ésa será en adelante mi misión: dar a conocer a esta mujer, tan sorprendentemente inteligente, los verdaderos deseos del pueblo, y convencer al mismo tiempo a la Asamblea Nacional de la pureza de las disposiciones democráticas de la reina!» En las largas conversaciones en el palacio arzobispal de Meaux, donde se detiene a descansar, hasta tal punto sabe envolver María Antonieta a Barnave en sus redes de amabilidad, que éste se pone a sus órdenes para cualquier servicio; de este modo, la reina

-nadie hubiera podido sospechar tal desenlace- aporta secretamente de su viaje a Varennes una increíble victoria política. Y mientras los otros no hacen más que sudar, comer y fatigarse y tienen que hacer pro mesas, alcanza ella, en este coche carcelario, un último triunfo para la causa monárquica.

El tercero y último día de viaje es el más espantoso. También el cielo de Francia se muestra a favor de la nación y contra el soberano. Sin compasión, desde la mañana hasta la noche, el sol lanza sus rayos sobre el horno con cuatro ruedas que es la carroza, densamente envuelta en polvo y con exceso cargada de gente; ni una sola nube pone transitoriamente, con fresca mano, un minuto de sombra sobre la abrasada cubierta del coche. Por fin, el cortejo se detiene ante la puerta de París, pero como los cientos de miles de personas que quieren ver al rey transportado como un condenado a galeras tienen que lograr su objeto, el rey y la reina no deben ser llevados directa mente por la puerta de Saint-Denis a su palacio, sino que se les impone un gigantesco rodeo por los interminables bulevares. En todo el trayecto no se alza ni un solo grito en honor suyo ni tampoco ninguna palabra injuriosa, pues unos carteles han condenado al desprecio público a quien salude al rey y amenaza con una tanda de palos a quien insulte al prisionero de la na ción. Sin embargo, resuenan aclamaciones sin término en torno al coche que viene detrás del regio: se muestra allí vanidosamente el hombre único a quien debe el pueblo este triunfo, Drouet, el maestro de postas, el osado cazador que con astucia y energía ha abatido la presa real.

El último momento de este viaje es el más peligroso, los dos metros que separan el carruaje de la puerta de palacio. Allí, la familia real está protegida por los diputados, pero la furia popular, que quiere, absolutamente, tener una víctima, se precipita sobre los tres inocentes guardias de corps que ayudaron a «raptar» al Rey. Han sido arrancados ya de su asiento; durante un momento parece como si la reina tuviera que ver otra vez unas sangrientas cabezas balanceándose en lo alto de unas picas, a la entrada de su palacio; pero entonces la Guardia Nacional se arroja en medio y con sus bayonetas deja libre la puerta. Sólo ahora es abierta la portezuela del horno; sucio, sudoroso y fatigado, desciende el rey, en primer lugar, del carruaje, con su pesado paso; detrás de él, la reina.

Al instante se alza un peligro so murmullo contra la «austríaca», pero con rápido paso ha atravesado ella el pequeño trecho entre el carruaje y la puerta, seguida de los niños: ha terminado el cruel viaje.

Dentro esperan los lacayos solemnemente alineados; exactamente como siempre es servida la mesa, conservando el orden jerárquico; los que regresan pueden creer que todo ha sido un sueño. Pero, en realidad, estos cinco días han arruinado más los cimientos de la monarquía que cinco años de reformas, pues los prisioneros no son ya soberanos. Una vez más, el rey ha descendido un peldaño; una vez más, la Revolución lo ha subido.

Pero a aquel hombre fatigado no parece conmoverle mucho tal cosa. Indiferente a todo, también es indiferente hacia su propio destino. Con su letra no alterada por nada, no anota en su diario más que lo que sigue: « Salida de Meaux a las seis y media. Llegada a París a las ocho, sin parada alguna» . Eso es todo lo que un Luis XVI tiene que decir sobre la más profunda vergüenza de su vida. Y Pétion informa igualmente: «Estaba tan tranquilo como si no hubiese ocurrido nada. Podría creerse que el rey regresaba de una partida de caza».

No obstante, María Antonieta sabe, por su parte, que todo está perdido. Todo el tormento de este inútil viaje tiene que haber sido una sacudida casi mortal para su orgullo. Pero, ver dadera mujer y verdadera amante, con todo ei rendimiento de una última pasión tardía a irrevocable, piensa únicamente, en medio de este infierno, en aquel que le ha sido arrebatado; teme que Fersen, el amigo, se inquiete demasiado por ella.

Amenazada por los más espantosos peligros, lo que más la intranquiliza, en sus cuitas, es la pena y la inquietud que sentirá él. «Esté usted tranquilo en cuanto a nosotros - le escribe rápidamente en una hoja de papel-; vivimos.» Y a la mañana siguiente, aún con mayor insistencia y más llena de amor (los pasajes realmente íntimos han sido destruidos por el descendiente de Fersen, pero, sin embargo, se percibe el aliento de ternura en la vibración de las palabras): «Existo..., pero he estado muy inquieta por usted y le compadezco por todo lo que sufre al no tener noticias nuestras. ¿Permitirá el cielo que lleguen a sus manos estas líneas? No me escriba, porque sería exponernos a un peligro, y sobre todo, no vuelva por aquí bajo ningún pretexto. Se sabe que ha sido usted quien nos sacó de aquí, y todo estaría perdido si usted apare ciera. Estamos con guardias a la vista noche y día, pero me es igual... Esté usted tranquilo; no sucederá nada. La Asamblea quiere tratamos con dulzura. Adiós... Ya no podré volver a escribirle».

Y, sin embargo, no puede soportar, justamente ahora, el permanecer sin una palabra de Fersen. Y otra vez, al día siguiente, vuelve a escribirle la carta más tierna y más ardiente, solicitando noticias, palabras tranquilizadoras, amor: « Puedo decirle que le quiero, y sólo tengo tiempo para eso. Me encuentro bien. No esté usted inquie to por mí. Querría saber lo mismo de usted. Escribame una carta cifrada..., haga que ponga la dirección su ayuda de cámara. Dígame a quién debo dirigir las que yo pueda escribirle, porque yo no puedo vivir sin eso. Adiós, el más amante y más amado de todos los hombres. Le abrazo con todo m icorazón».

«Ya no puedo vivir sin eso»; jamás ha sido oído tal grito de pasión de labios de la reina.

Pero ¡qué poco reina ya, hasta qué punto le ha sido quitado el poder de otro tiempo! Sólo le queda, a la mujer, lo que nadie puede arrebatarle: su amor. Y este sentimiento le da fuerzas para defender su vida con grandeza y energía.

EL UNO ENGAÑA AL OTRO

La fuga de Varennes abre un nuevo período en la historia de la Revolución: ese día nace un nuevo partido, el republicano. Hasta entonces, hasta el 21 de junio de 1791, la Asamblea Nacional había sido unánimemente realista, como compuesta exclusivamente de nobles y burgueses; pero ya para las próximas elecciones se agita detrás del tercer Estado, el burgués, un cuarto Estado, el proletariado; la gran masa, tormentosa y elemental, de la cual la burguesía se espanta en la misma forma que el rey se había espantado de la burguesía. Llena de miedo y con tardíos remordimientos, toda la dilatada clase de los poseedores reconoce qué poderes primitivos y demoníacos ha desencadenado, y por tanto rápidamente, por medio de una Constitución, querría limitar, unos frente a otros, los poderes del rey y los del pueblo. Para conseguir que Luis XVI apruebe tal proyecto es indispensable tratar bien, personalmente, al monarca; para ello, los partidos moderados acuerdan que no se le haga al rey ningún reproche por su fuga a Varennes; no abandonó París voluntariamente, no por su propia voluntad, declaran hipócritamente, sino que ha sido « raptado». Y cuando los jacobinos, por el contrario, organizan en el Campo de Marte una manifestación para pedir la destitución del soberano, los jefes de la burguesía, Bailly y La Fayette, hacen, por primera vez, que sea disuelta enérgicamente la muchedumbre por medio de la caballería y con salvas de fusilería. Pero la reina -estrechamente vigilada en su propia morada desde la huida a Varennes: no le es ya permitido cerrar con llave sus puertas y la Guardia Nacional observa cada uno de sus pasos- no se engaña durante mucho tiempo sobre el auténtico valor de tales tardíos intentos de salvación. Con demasiada frecuencia oye ante sus ventanas, en lugar del antiguo grito de « ¡Viva el rey!», el nuevo de « ¡Viva la república!». Y sabe que esta república sólo puede sur gir habiendo antes perecido ella, su marido y sus hijos.

La verdadera fatalidad de la noche de Varennes -también esto no tarda en reconocerlo la reina- no consistió tanto en el fracaso de su propia fuga como en el éxito de la emprendida, al mismo tiempo, por el hermano nacido después de Luis, el conde de Provenza. Apenas llegado a Bruselas, se sacude la subordinación fraternal, tanto tiempo y tan trabajosamente soportada; se declara regente del reino como representante legítimo de la monarquía, mientras el auténtico rey Luis XVI está prisionero en París, y hace en secreto todo lo imaginable para alargar este plazo cuanto sea posible. «Del modo más inconveniente, se ha manifestado aquí la alegría por haber sido hecho prisionero el rey

-informa Fersen desde Br uselas-; el conde de Artois estaba literalmente radiante.» Por fin ahora montan en la silla los que tanto tiempo tuvieron que cabalgar humildemente a la zaga de su hermano; ahora pueden hacer retiñir el sable y lanzar sin ninguna consideración desafíos guerre ros; si con este motivo perecen Luis XVI, María Antonieta y probablemente Luis XVII, tanto mejor para ellos, pues de este modo habrán ascendido de un solo salto dos de las gradas del trono, y finalmente, Monsieur el conde de Provenza podrá lla marse Luis XVIII. De este modo totalmente misterioso, adoptan también los príncipes extranjeros la concepción de que es indiferente, para la idea monárquica, cuál sea el Luis que se siente en el trono de Francia; lo esencial es que se ponga un obstáculo en Europa a la difusión del veneno republicano, que sea ahogada en germen la «epidemia francesa». Con espantosa sangre fría escribe Gustavo III de Suecia: «Por grande que sea el interés que tomo por el destino de la familia real, pesa más en la balanza la dificultad de la situación general del equilibrio europeo, los intereses especiales de Suecia y la causa general de los soberanos. Todo depende de que se pueda restablecer la mo narquía en Francia, y debe semos indiferente el que sea Luis XVI, Luis XVII o Carlos X quien ocupe el trono, con tal que el trono mismo sea restaurado y destrozado el monstruo de la Manège (la Asamblea Nacional)» . Más clara y cínicamente no puede ser dicho. Para los monarcas no hay más que «la causa de los monarcas», es decir, su propio poder no aminorado, «y debe ser indiferente», como dice Gustavo III, qué Luis ocupe el trono francés. En efecto, les es y sigue siéndoles indiferente. Y esta indiferencia les cuesta la vida a María Antonieta y a Luis XVI

Contra este doble peligro interior y exterior, contra el republicanismo del país y los impulsos guerreros de los príncipes en la frontera, debe combatir ahora, al mismo tiempo, María Antonieta: tarea sobrehumana y plenamente insoluble para una mujer solo, débil, aislada y abandonada por todos sus amigos. Sería menester un genio, al mismo tiempo Ulises y Aquiles, astuto y osado; un nuevo Mirabeau; pero, en esta gran necesidad, sólo encuentra al alcance de la mano pequeños auxiliares, y a ellos se dirige la reina. Al regreso de Varennes, María Antonieta ha reconocido, con su rápida mirada, lo fácilmente que el abogadillo provincial Barnave, cuya palabra hace gran papel en la Asamblea, se deja prender por aduladoras palabras tan pronto como habla una reina; decide utilizar ahora esta debilidad.

Por ello, se dirige directamente a Barnave, en una carta secreta, y le dice que «desde su regreso de Varennes ha refle xionado mucho sobre la inteligencia y el talento de aquel con quien ha hablado tanto, y que ha comprendido todo el prove cho que podría obtener continuando con él una especie de conversación por escrito». Puede él contar con su discreción, lo mismo que con su carácter, el cual, cuando se trata del bien general, está siempre dispuesto a someterse a lo que sea necesario. Después de esta introducción, se explica más claramente: «No se puede continuar tal como estamos; es cierto que es preciso hacer algo. Pero ¿qué? Lo ignoro. Es a él a quien me dirijo para saberlo. Debe haber visto en nuestras mismas discusiones cuánta era mi buena fe. Así to será siempre.

Es el único bien que nos queda y que no podrán quitarme jamás. Creo que existe en él el deseo del bien; nosotros también lo tenemos y, dígase lo que se diga, lo hemos tenido siempre. Pónganos él en situación de que lo ejecutemos todos juntos; que encuentre medio para comunicarme sus ideas; responderé con franqueza sobre todo lo que yo podría hacer. Nada será gravoso para mí si veo realmente en ello el bien general».

Barnave les muestra esta carta a sus amigos, que a un mismo tiempo se ale gran y se espantan; pero, por último, deciden que desde entonces transmitirán en común secretos consejos a la reina - Luis XVI no cuenta para nada-. Comienzan por pedir a la reina que procure que regresen los príncipes y que su hermano, el emperador, se incline a reconocer la Constitución francesa. Dócil en apa riencia, acepta la reina todas estas proposiciones.

Le envía a su hermano cartas dictadas por sus consejeros; procede según sus órdenes; sólo se atreve a resistir «en un punto donde están comprometidos el honor y el agradecimiento» . Y creen ya los nue vos maestros políticos haber encontrado en María Antonieta una alumna atenta y agradecida.

No obstante, ¡hasta qué punto se engañan aquellas buenas gentes! En realidad, ni por un momento piensa María Antonieta en entregarse a estos facciosos; todas estas negociaciones no deben servir más que para el antiguo temporizar, para diferir las cosas hasta que su hermano haya convocado aquel deseado «Congreso armado» . Como Penélope, deshace por la noche el tej ido que ha hecho de día con sus nuevos amigos.

Mientras que, por aparentar que cede, envía a su hermano, el emperador Leopoldo, las cartas que le han sido dictadas, le hace saber al mismo tiempo a Mercy: «Le he escrito el 29 una carta que comprenderá fácilmente que no es de mi propio estilo. He creído deber ceder en este punto a los deseos de los jefes de partido que me han dodo ellos mismos el proyecto de carta. He escrito otra vez al emperador ayer, día 30; sería humillante para mí si no esperase que mi hermano comprenderá que, en mi posición, estoy obligada a hacer y escribir todo lo que de mí exijan.» Insiste en «que es esencial que el Emperador esté persuadido de que no hay allí palabra que sea suya ni de su manera de ver las cosas». De este modo, aque lla carta es como una carta de Uría. Si bien, «para ser justa, tengo que confesar que, en mis consejeros, aunque se atenga a sus opiniones, no he visto nunca más que gran franqueza, energía y verdaderos deseos de restablecer el orden y, por tanto, la autoridad real», siempre se niega a seguir por completo a sus auxiliares, pues, «por muy buenas intenciones que muestren, sus ideas son exageradas y no pue den convenimos jamás».

Es un dobee juego sospechoso ei que comienza a emplear María Antonieta con estos desacuerdos, y no muy honroso para ella, porque, por primera vez desde que se dedica a la política, o más bien porque se dedica a la política, se ve obligada a mentir, y lo hace de la manera más audaz. Mientras asegura hipó critamente a sus auxiliares que acompaña sus pasos sin reserva alguna, escribe a Fersen: «No tema usted que me deje sorprender por los fanáticos, y, si veo a algunos de ellos y tengo con ellos relaciones, no es más que para aprovecharlos; me producen demasiado horror para que nunca pueda ir con ellos». En el fondo, ella se da cuenta perfectamente de la indignidad de ese engaño hecho a gentes bienintencionadas que por su culpa perderán la cabeza en el cadalso; comprende con toda evidencia su falta, pero resueltamente atribuye la responsabilidad al tiempo y a las circunstancias, que la han obligado a desempeñar un papel tan desdichado. «A veces

-escribe, desesperada, al fiel Fersen- no me entiendo ya ni a mí misma y me veo obligada a reflexionar para saber si soy realmente yo la que habla; pero ¿qué quiere usted? Todo es necesario, y crea usted que estaríamos más abajo aún de lo que estamos si no hubiese tomado yo inmediatamente este partido; por lo menos, de esta manera ga naremos tiempo, y eso es todo lo que se precisa. ¡Qué dicha si algún día puedo volver a ser lo bastante yo misma para probar a todos estos bribones (geux) que no he sido engañada por ellos!»

Sólo con esto sueña, una y otra vez, su orgullo indomable: poder volver a ser libre, no verse ya obligada a mentir ni diplomátic amente. Y como, en su calidad de reina coronada, tiene la sensación de poseer esta ilimitada libertad como derecho dado por Dios, opina que también tiene el de engañar de la manera más desconsiderada a todos los que quieren poner límites a este privilegio suyo.

Pero no es sólo la reina la que engaña, sino que, en esta crisis decisiva, todos los que participan en el gran juego se engañan mutuamente -en raros casos puede reconocerse de modo más plástico la inmoralidad de toda política llevada secretamente que al examinar la infinita correspondencia cambiada entre los gobiernos de entonces, príncipes, embajadores y ministros-. Todos trabajan subterráneamente contra los otros y sólo en favor de sus privados intereses. Luis XVI miente al dirigirse a la Asamblea Nacional, la cual, por su parte, sólo espera a que la idea republicana haya penetrado suficientemente en el pueblo para deponer al rey. Los constitucionales fingen ante María Antonieta un poder que están muy lejos de poseer, y son burlados por ella de la manera más despreciativa, pues, a espaldas suyas, negocia con su hermano Leopoldo. Éste, a su vez, entretiene con palabras a su hermana, pues está íntima mente decidido a no emplear en el asunto ni un soldado ni un tálero, y pacta, entre tanto, con Rusia y Prusia acerca de un segundo reparto de Polonia. Pero mientras que el rey de Prusia discute con él desde Berlín sobre el «Congreso armado» contra Francia, al mismo tiempo, en París, su propio embajador da fondos a los jacobinos y come a la mesa con Pétion. Los príncipes emigrados incitan a la guerra, pero no para conservar el trono de su hermano Luis XVI, sino para ascender a él ellos mismos to más pronto posible, y, en medio de este torneo de papel, hace grandes aspavientos el Don Quijote de la realeza, Gustavo de Suecia, a quien, en el fondo, no le importa nada todo esto y que sólo querría desempeñar el papel de Gustavo Adolfo, el salvador de Europa. El duque de Brunswick, que debe mandar los ejércitos coligados contra Francia, trata, al mismo tiempo, con los jacobinos, que le ofrecen el trono francés; Danton, a su vez, y Demouriez juegan también un doble juego.

Los príncipes están tan exactamente de acuerdo entre sí como los revolucionarios; el hermano engaña a la hermana; el rey, a su pueblo: la Asamblea Nacional, al rey: un monarca, al otro; todo son mentiras recíprocas, sólo para ganar tiempo en favor de su propia causa. Cada uno querría sacar algo para sí de la general confusión, y aumenta con sus amenazas la inseguridad general. Nadie querría quemarse los dedos, pero todos juegan con el fuego; todos, el emperador, el rey, los príncipes, los revolucionarios, crean, mediante este eterno negociar y engañar, una atmósfera de desconfianza (semejante a la que envenena el mundo en el día de hoy), y por úitimo, sin quererlo realmente, arrastran a veinticinco millones de hombres en la catástrofe de una guerra de veinticinco años.

Mientras tanto, sin preocuparse de estos pequeños manejos, corre agitadamente el tiempo; el compás de la Revolución no armoniza con la «temporización» de la antigua diplomacia. Hay que tomar una determinación. La Asamblea Nacional ha concluido por fin el proyecto de Constitución y se lo somete a Luis XVI para su aceptación. Hay que dar una respuesta. María Antonieta sabe que esta monstrueuse Constitución -como le escribe a la emperatriz Catalina de Rusia- «significa una muerte moral, mil veces peor que la muerte física, que libra de todos los males»; sabe también que en Coblenza y en las cortes extranjeras será censurada la aceptación como una entrega de sí mismo y hasta quizá como una cobardía personal, pero el poder real ha caído ya tan bajo que ella misma, la más orgullo sa, tiene que aconsejar la sumisión.

«Hemos probado suficientemente, con el viaje emprendido hace dos meses -escribe-, que no calculamos lo que les pue de ocurrir a nuestras personas cuando se trata del bien general... Es imposible, vista la situación de aquí, que el rey rechace la aceptación. Crea usted que la cosa tiene que ser verdadera cuando yo la digo. Conoce usted bastante bien mi carácter para creer que se inclinaría más bien a algo noble y lleno de valor; mas no es valeroso arrojarse a correr un peligro más que cierto.» Pero cuando está ya preparada la pluma para firmar la capitulación, comunica María Antonieta a sus confidentes que el rey, en lo más íntimo de su corazón -el uno engaña al otro y es a su vez engañado-, no está en modo alguno dispuesto a mantener la palabra dada al pueblo. «En lo que hace a la aceptación, es imposible que cualquier pensant e no vea que no estamos libres, hagamos lo que hagamos. Pero, acerca de esto, es esencial que no despertemos sospechas en los monstruos que nos rodean... En todo caso, sólo pueden salvarnos las potencias extranjeras. El ejército está perdido, el dinero ya no existe; ningún lazo, ningún freno puede retener al populacho armado por todas partes. Los jefes mismos de la Revolución no son ya escuchados cuando quieren hablar de orden. He aquí el deplo rable estado en que nos encontramos. Añádase a esto que no te nemos ni un amigo, que todo el mundo nos hace traición: los unos por odio, los otros por debilidad o ambición. En fin, estoy reducida a temer el día en que parezca que van a darnos una especie de libertad. Hoy, por lo menos, por estar totalmente invalidado s, no tenemos nada que reprocharnos.» Y

continúa con sinceridad asombrosa: «Ve usted mi alma entera en esta carta, Puedo engañarme, pero éste es el único medio que veo todavía para poder salvarnos. He escuchado cuanto me ha sido posible a gentes de uno y otro bando, y con todas sus opiniones me he formado la mía. No sé si será aceptada. Ya conoce usted a la persona con quien tengo que tratar; en el momento en que se la cree persuadida, una palabra, un razonamiento, la hacen cambiar sin que ella lo sospeche. Por este motivo también es por lo que no pueden ser emprendidas mil cosas. En fin, pase lo que pase, consérveme usted su amistad y su adhesión. Las necesito mucho, y crea usted que cualquiera que sea la desgracia que me persiga, podré ceder a las circunstancias, pero jamás consentiré en hacer nada indigno de mí. En la desgracia es donde más se siente lo que cada cual es. Mi sangre corre por las venas de mi hijo, y espero que algún día se mostrará digno descendiente de María Teresa».

Son éstas unas palabras grandes y conmovedoras, pero no disimulan la vergüenza que experimenta esta mujer sincera y bienintencionada ante los forzosos embustes. Sabe en lo más profundo de su corazón que procede de un modo menos regio con esta poco honrada conducta que si hubiese renunciado al trono voluntariamente. Pero ya no cede la elección.

«Renunciando hubiera sido más noble -escribe a su querido Fersen-, pero era imposible dadas las circunstancias. Hubiera deseado que la aceptación fuera más simple y más leve; pero ésta es la desgracia de no estar rodeados más que de malvados; pero, una vez más, le aseguro que éste es el proyecto menos malo de los que han sido presentados. Las locuras de los príncipes y de los emi grados nos han forzado también a dar este paso; era esencial, al aceptar, quitar toda duda de que no fuera de buena fe.»

Con esta aceptación aparente, desleal y, por tanto, impolítica de la Constitución, la familia real ha ganado un tiempo de respiro; ése es todo el provecho -provecho cruel, como se verá bien pronto- de ese doble juego. Todos se sienten aliviados como si cada uno creyera realidad las mentiras de los otros. Durante un segundo se desgarra la nube tempestuosa y se disipa. Otra vez reluce engañosamente el sol del favor popular sobre las cabezas de los Borbones. Inmediatamente después de que el rey ha comunicado, el 13 de septiembre de 1791, que el día siguiente jurará la Constitución en medio de la Asamblea, son retirados los guardias que hasta entonces habían vigilado el palacio real, abiertos al público los jardines de la Tullerías. Ha terminado la cautividad, y con ella la Revolución

-según piensa la mayoría con excesiva premura-. Por primera vez desde hace innumerables semanas y meses, pero también por vez postrera, oye María Antonieta diez mil voces que gritan el ya totalmente descaecido clamor: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!».

Pero hace ya mucho tiempo que todos, amigos y enemigos, más acá y más allá de las fronteras, se han conjurado para no dejarla vivir más tiempo.

APARECE EL AMIGO POR ÚLTIMA VEZ

Las horas verdaderamente trágicas en el ocaso de María Antonieta no fueron nunca las de gran tempestad, sino los días enga ñadoramente hermosos que lucían fugitivos en medio de ellos. Si la Revolución se hubiese precipitado como una montaña que se desploma aplastando de repente a la monarquía; si su caída hubiera sido como la de un alud, sin dar tiempo para reflexio nar, esperar ni resistir, no habría sido tan terrible para los nervios de la reina como esta lenta agonía. Pero siempre vuelven otra vez a producirse repentinas calmas entre las tempestades; cinco, diez veces, durante la Revolución, ha podido creer la familia real que por fin está ya la paz definitivamente estable cida y terminado el combate. Pero la Revolución es un elemento de la naturaleza lo mismo que el mar; no de un solo salto invade la tierra una marea, sino que, después de cada vigoroso ataque, se retira la ola, aparentemente agotada pero en realidad sólo para cobrar un nuevo impulso aún más aniquilador. Y nunca saben los amenazados por ella si la última ola será o no seguida por otra más fuerte y más peligrosa.

Aceptada la Constitución, parece sobrepasada la crisis. La Revolución se ha convertido en ley; la inquietud ha cuajado en formas duraderas. Vienen algunos días, algunas semanas de ilusorio bienestar, semanas de engañadora euforia; el júbilo llena las calles; entusiasmo en la Asamblea Nacional; los teatros retumban con tempestades de aplausos.

Pero María Antonieta ha perdido desde hace mucho tiempo la ingenua y despreocupada credulidad de su juventud. «¡Qué triste es -le dice suspirando al aya de sus niños, al regresar al palacio des pués de ver la ciudad iluminada solemnemente- que algo tan hermoso sólo pueda producir en nuestros corazones un sentimiento de tristeza a inquietud!» Engañada demasiadas veces, no quiere serlo más. «Todo está bastante tranquilo por el mo mento -escribe a Fersen, el amigo de su corazón-, pero esta tranquilidad no pende más que de un hilo y el pueblo está siempre dispuesto a hacer horrores, como lo estaba antes; nos dicen que ahora está a favor nuestro; nada creo, por lo menos en lo que a mí se refiere. Sé el precio que hay que ponerle a todo esto; la mayoría de las veces está ya pagado, y no nos ama sino en cuanto hacemos lo que él quiere. Es imposible seguir más tiempo de este modo; no hay más seguridad ahora en París que la que había antes, y acaso menos aún, porque se acostumbra vernos envilecidos.» En efecto, la Asamblea Nacional nueva mente elegida trae un desengaño; en opinión de la reina, es «mil veces peor que la otra», y uno de sus primeros decretos es el de arrebatar al rey el título de «Majestad». Al cabo de pocas semanas, la dirección ha pasado a poder de los girondinos, que anuncian abiertamente que sus simpatías van hacia la república, y el sagrado arco iris de la Revolución se disuelve rápidamente detrás del nuevo amontonamiento de nubes. Otra vez comienza el combate.

El rápido empeoramiento de su situación no tienen que atribuirlo el rey y la reina sino, en primer término, a su propia parentela. El conde de Provenza y el conde de Artois han establecido en Coblenza su cuartel general, y desde a11í mueven franca guerra contra las Tullerías. El que el rey, en la más amarga necesidad haya aceptado la Constitución, les sirve excelentemente para hacer escarnecer como cobardes, por periodistas que tienen a sueldo, a María Antonieta y a Luis XVI y ser presentados ellos mismos, que se encuentran en lugar seguro, como los únicos defensores de la idea monárquica: les es indiferente que su hermano responda con su propia vida de los gastos de este juego. En vano Luis XVI requiere y suplica a sus hermanos, y hasta se lo ordena, que vuelvan a entrar en Francia para alejar de este modo la justa desconfianza del pueblo. Los usurpadores afirman pérfidamente que ésta no es la auténtica expresión de la voluntad del monarca prisionero, permanecen en Coblenza. lejos del peligro, y representan sin daño su papel de héroes. María Antonieta tiembla de furor ante la cobardía de los emigrados, «esa despreciable raza de hombres que se dicen sometidos a nosotros y que no nos han hecho más que daño».

lnculpa abiertamente a los parientes de su marido, diciendo que sólo «su conducta es lo que nos ha arrastrado a la situación en que estamos ahora». «Pero -escribe irritada - ¿qué quiere usted? Para no cumplir nuestras voluntades, han adoptado el tono y la manía de decir que no somos libres (cosa que es muy verdad); que, por consiguiente, no podemos decir lo que pensamos y que hay que actuar a la inversa.» En vano suplica al emperador que «contenga a los príncipes y a los franceses que están fuera del país»; el conde de Provenza se adelanta a su emisario, hace pasar todas las órdenes de la reina por «forza -

das», y en todas partes encuentra aprobación entre los partidarios de la guerra. Gustavo de Suecia le devuelve a Luis XVI, sin abrirla, la carta en que éste le participa la aceptación de la Constitución; aún más despreciativamente se mofa Catalina de Rusia de María Antonieta, diciéndole que es triste no tener otra esperanza sino un rosario. El propio hermano de Viena deja que pasen semanas antes de darle una tortuosa respuesta; en el fondo, las potencias esperan hasta que haya una ocasión favo rable para ellas de obtener cualquier ventaja de la situación anárquica de Francia. Nadie ofrece verdadera ayuda a los reyes, nadie hace una clara proposición, nadie pregunta honradamente lo que quieren y desean los oprimidos de las Tullerías; cada vez más acaloradamente, juegan todos su doble juego a expensas de los desdichados prisioneros.

Pero, propiamente, ¿qué es lo que quiere y desea que ocurra la misma María Antonieta?

La Revolución francesa, que, como casi todo movimiento político, siempre sospecha en el adver sario planes profundos y misteriosos, cree que María Antonieta, cree que el

«comité austríaco» prepara en las Tullerías una magna cruzada contra el pueblo francés, y algunos historiadores lo han repetido. En realidad, María Antonieta, diplomática por desesperación, no ha tenido nunca una idea clara ni un auténtico plan. Con admirable espíritu de sacrificio y diligencia sorprendente en ella, escribe carta tras carta para enviar-las a todas direcciones; compone y redacta memorias y pro posiciones. discute y delibera, pero cuanto más escribe, menos comprensible llega a ser realmente cuáles son las ideas políticas que sustenta. Flota inciertamente ante su pensamiento un Congreso armado de las potencias, una serie de semimedidas, no demasiado violentas, no demasiado benignas, que, de una parte, intimiden con su ame naza a los revolucionarios y, de la otra, no sea un desafío al sentimiento nacional francés; pero no está claro para ella misma ni el cuándo ni el cómo; no procede, no piensa lógicamente, sino que sus bruscos movimientos y gritos recuerdan los de quien está ahogándose, que, con todo lo que hace, se hunde en el agua cada vez más profundamente. Una vez declara que el único camino practicable para ella es adquirir la confianza del pueblo, y con el mismo aliento, en la misma carta, escribe: «

Ya no hay ninguna posibilidad de conciliación». No quiere guerra y prevé muy justa y claramente lo que ha de suceder: «De una parte nos veremos obligados a mar char contra ellos, sin que pueda ser de otro modo, y de otra, aun así, seremos acusados aquí de hacerlo de mala fe y de acuerdo con ellos» . Y algunos días más tarde vuelve a escribir:

«Sólo la fuerza armada puede repararlo todo, y nada haremos sin el socorro extranjero» .

Por un lado incita a su hermano el empe rador para que por fin «sienta sus propias injurias. No hay que inquietarse por nuestra seguridad; este mismo país es el que provoca la guerra». Pero después vuelve otra vez a sujetarle el brazo: «Un ataque desde fuera nos costaría la vida» . Finalmente, nadie conoce ya, en realidad, cuáles son sus propósitos.

Las cancillerías diplomáticas, que en modo alguno piensan en prodigar su dinero en un «

Congreso armado» y que si ponen en las fronteras costosos ejércitos es porque quieren tener una guerra verdadera y sangrienta, con anexiones a indemnizacio nes, se encogen de hombros ante la idea de que deben mantener en pie de guerra a sus soldados sólo pour le Roi de France. «¿Qué hay que pensar -le escribe Catalina de Rusia- de una gente que durante todo el tiempo negocia de dos maneras, de las cuales la una es opuesta a la otra?»

Y el mismo Fersen, el fidelísimo, que cree conocer lo más íntimo de los pensamientos de María Antonieta, al final no comprende ya lo que realmente quiere la reina, si la paz o la guerra; si en su fuero interno se ha reconciliado con la Constitución o si sólo entretiene fingidamente a los constitucionalistas; si engaña a la Revolución o a los príncipes, mientras que en realidad la abrumada mujer sólo quiere una cosa: vivir, vivir y vivir y no soportar más humillaciones. En su interior, ella sufre más de lo que sospecha nadie con este doble juego, insostenible para su rectilíneo carácter; una y otra vez su repugnancia ante este obligado papel vuelve a exhalarse en clamores profundamente humanos. «No sé qué gesto adoptar ni qué tono emp lear; todo el mundo me acusa de disimulación, de falsía, y nadie puede creer -con razón- que mi hermano se interesa tan escasamente en la terrible posición de su hermana que la expone al peligro sin cesar y sin decirle nada. Sí, me expone, y mil veces más que si actuase; el odio, la desconfianza y la insolencia son los ties móviles que mueven a este país en este momento. Son insolventes poi exceso de miedo y porque, al mismo tiempo, creen que no se hará nada desde fuera... No hay nada peor que continuar como estamos; ya no hay socorro que esperar del tiempo y del interior de Francia.»

Una única persona comprende, por fin, que todo ese ir y ve nir, estas órdenes y contraórdenes son sólo signo de una perpleja desesperación y que esta mujer no puede salvarse sola. Sabe que no tiene a nadie a su lado, pues Luis XVI no cuenta a causa de su irresolución. Tampoco la cuñada, madame Elisabeth, es por completo la compañera celestial, fiel y providente que alaba la leyenda realista: «Mi hermana hasta tal punto es indiscreta, está tan rodeada de intrigantes y, sobre todo, dominada poi sus hermanos de fuera, que no hay medio de hablar con ella o habría que estar riñendo todo el día». Y más duramente, más bárbaramente, desde lo más alto de su sinceridad: «Nuestra vida de familia es un infierno; no hay medio de decir nada, aun con las mejores intenciones del mundo».

De modo cada vez más claro siente Fersen, desde lejos, que sólo una persona podría servirla ahora de socorro, y que esa persona que posee la confianza de la reina no es su esposo, no es el hermano ni ninguno de los parientes, sino él mismo. Pocas semanas antes le ha enviado ella por una vía secreta, por medio del conde de Esterhazy, un mensaje de inviolable amor: «Si usted le escrbe dígale que muchas leguas y muchos países no pueden separar jamás los corazones. Cada día siento más la verdad de estas palabras» , y una segunda vez: «No sé dónde está; es un espantoso suplicio no tener ninguna noticia y no saber siquiera dónde habitan las gentes a quien uno ama» . Estas últimas y ardientes palabras de amor van acompañadas de un presente, un anillo de oro, en cuyo borde están grabadas tres flores de lis con esta inscripción: «Cobarde quien las deja». Este anillito, según le escribe a Esterhazy, lo ha mandado hacer María Antonieta a la medida de su propio dedo, y lo ha lleva do en su mano durante dos días antes de enviarlo, para que con ello el calor de su sangre todavía viviente penetre en el frío oro. Fersen lleva en su dedo este anillo de la amada, y el anillo con su inscripción: «Cobarde quien las deja» llega a ser una diaria apelación a su conciencia para que se atreva a todo en favor de esta mujer; como el acento de la desesperación brota de modo tan poderoso de sus cartas, como conoce qué ruda confusión comienza a apoderarse de la mujer amada al verse abandonada de todos los hombres, se siente incitado a realizar un verdade ro acto heroico: ya que ambos no pueden comprenderse de modo terminante por sus cartas, resuelve ir al encuentro de María Antonieta en París, en el mismo París de donde está proscrito y donde su presencia significa para él una muerte segura.

María Antonieta se espanta con la noticia. No, no quiere aceptar tan excesivo y verdaderamente heroico sacrificio de parte de su amigo. Como verdadera enamorada, ama más la vida de él que la suya propia, y más también que los inefables consuelos y dichas que puede aportarle su proximidad. Por ello responde precipitadamente el 7 de diciembre: «Es absolutamente imposible que venga usted aquí en este momento; sería arriesgar nuestra dicha; y cuando lo digo puede creerme, porque tengo extremados deseos de verle». Pero Fersen no ceja.

Sabe que «es absolutamente necesario sacarla del estado en que se encuentra». Ha ideado con el rey de Suecia un nuevo proyecto de fuga, y sabe, a pesar de las negativas de la reina, con el claro sentimiento de un corazón que se siente anhelado, cuánto languidece ella por él y cuánto descanso significaría para el alma de esta mujer totalmente aislada, al cabo de tantas cartas llenas de precauciones y disimulos, poder hablarle otra vez, libre y sin trabas. Al principio de febrero de 1792 adopta Fersen la resolución de no esperar más tiempo y trasladarse a Francia junto a María Antonieta.

Esta resolución es realmente suicida. Hay cien probabilidades contra una de que no regrese de este viaje, pues ninguna cabeza está más puesta a precio en aquel tiempo en Francia que la suya propia. Ningún nombre ha sido pronunciado tantas veces ni con tanto odio como el suyo; Fersen está públicamente desterrado de París; la orden de detención contra él está en todas las manos; una sola persona que lo reconozca por el ca mino o en París, y su cadáver yacerá destrozado sobre la calle. Pero Fersen -y esto realza mil veces su heroismo- no quie re ir solamente a París y zambullirse a11í en cualquier rincón escondido, sino ir directamente a la inaccesible cueva del Minotauro, a las Tullerías, guardada día y noche por mil doscientos guardias nacionales; al palacio donde cada lacayo, cada camarera, cada cochero de la gigantesca servidumbre lo conoce personalmente. Pero esta vez o nunca se le ofrece a este noble la ocasión de probar su juramento: «Vivo sólo para servirla». El 11 de febrero cumple esta palabra y lleva a cabo una de las empresas más osadas de toda la historia de la Revolución. Fersen viaja bajo una peluca postiza, con un pasaporte falso, para el cual ha falsificado osadamente la indispensable firma del rey de Suecia; en apariencia, va a Lisboa en una misión diplomática, sólo acompañado de su ayudante, el cual figura como sirviente. Mediante un milagro, ni documentos ni personas son examinados minuciosamente; sin que los molesten lle gan a París el 13 de febrero, a las cinco y media de la tarde. Aunque tiene aquí una amiga absolutamente segura, o, más bien, una querida que está dispuesta a ocultarle aun con peligro de su vida, Fersen se dirige directamente de la silla de posta a las Tullerías. En los meses de invierno, la oscuridad comienza pronto, y su amistoso manto cubre al audaz. La puerta secreta, de la que todavía posee la llave, tampoco esta vez está guardada, por asombrosa y feliz casualidad. llave, fielmente conservada, cumple con su deber; entra Fersen; al cabo de ocho meses de la más cruel separación y de indecibles acaecimientos -todo el mundo se ha transformado desde entonces vuelve a estar el amado junto a la amada; vuelve a encontrarse Fersen, de nuevo y por última vez, al lado de María Antonieta.

Acerca de esta memorable visita existen dos notas diversas de mano de Fersen, que difieren notablemente una de otra: la una oficial y la otra íntima; y su misma divergencia es infinitamente decisiva para conocer la verdadera forma de las relaciones que unían a Fersen con María Antonieta. Pues en la carta oficial informa a su soberano de haber llegado a París el 13 de febrero, a las seis de la tarde, y haber visto a Sus Majestades

-literalmente en plural; por tanto, al rey y a María Antonieta aquella noche misma, habiendo hablado con ellos, y por segunda vez la noche siguiente. Pero esta comunicación destinada al rey de Suecia, a quien Fersen conoce como muy charlatán y a quien no quiere confiar el honor de María Antonieta, se contradice con la nota íntima, muy expresiva, de su Diario. Dice así: «Ido junto a ella; pasado por mi camino habitual; miedo a los guardias nacionales; alcanzado su habitación maravillosamente». Dice de modo terminante, por tanto, «junto a ella» y no «junto a ellos» . Vienen después, en el Diario, otras dos pala bras que más tarde fueron hechas ilegibles, con tinta, por aque lla famosa y melindrosa mano. Pero, felizmente, se logró volver a descubrirlas, y estas dos palabras, cargadas de contenido, dicen de este modo: «resté là» , es decir, «quedado allí»

Con estas dos palabras queda aclarada toda la situación de aquella noche tristanesca: Fersen no fue, según ello, recibido entonces por ambas majestades como le hace creer al rey de Suecia, sino por María Antonieta sola, y pasó aquella noche -sobre esto no cabe duda alguna- en las habitaciones de la reina. Una retirada nocturna, un nuevo ingreso al día siguiente para abandonar otra vez las Tullerías, habría significado aumentar el peligro del modo más absurdo, pues por los pasillos patrulla día y noche la guardia nacional. Mas las habitaciones de María Antonieta, en el piso bajo, no contenían, según se sabe, más que un dormitorio y un tocador minúsculo: no hay, pues, ninguna otra explicación posible sino la tan penosa para los defensores de la virtud de que Fersen pasó escondido aque lla noche y el día siguiente, hasta las doce de la noche, en el dormitorio de la reina, único recinto, dentro de todo el palacio, donde estaba seguro de la vigilancia de la Guardia Nacional y de la mirada de la servidumbre.

Acerca de estas horas de acompañada soledad nada dice Fersen, el cual siempre supo guardar silencio del modo más asombroso hasta en la intimidad de su Diario: concuerda bien con aquellos otros este nobilísimo deber. A nadie puede negársele el derecho de creer que también esta noche haya sido consagrada exclusivamente a una romántica adoración caballeresca y a conversaciones políticas. Pero quien sienta con su corazón y con sus claros sentidos, quien crea en el poder de la sangre como en una ley eterna, para ése es seguro que aun cuando Fersen no hubiera sido desde largo tiempo atrás el amante de María Antonieta, lo habría llegado a ser en esta noche fatal, en esta última noche que no podrá repetirse jamás, lograda con el más extremo riesgo en que puede ponerse el humano valor.

La primera noche pertenece por completo a los amantes; sólo la siguiente, a la política.

A las seis de la tarde, por tanto exactamente veinticuatro horas después de la llegada de Fersen, penetra el discreto esposo en la habitación de la reina para dialogar con el heroico mensajero. El plan de fuga propuesto por Fersen es rechazado por Luis XVI, primero porque lo tiene por prácticamente imposible y después también por un sentimiento de honor, ya que ha prometido públicamente a la Asamblea Nacional que permanecerá en París y no quiere hacer traición a su palabra. (Fersen consigna en su Diario, lleno de respeto: «Pues es un hombre honrado».) De hombre a hombre, en plena confianza, le expone después el rey la situación al amigo seguro. «Estamos aquí solos -dijo-, y podemos hablar. Sé que rne culpan de debilidad a irresolución, pero aún nadie se ha encontrado jamás en la situación en que me encuentro. Sé que he desaprovechado (para la fuga) el verdadero momento, el 14 de julio, y desde entonces no ha vuelto a presentarse ocasión semejante. Todo el mundo me tiene abandonado.» Tanto la reina como el rey no tienen ya esperanza algu na de salvarse por sí mismos. Las potencias deben intentar todo lo imaginable sin preocuparse de sus personas. Pero no deben asombrarse si se ve forzado él a dar su consentimiento para muchas cosas; acaso, en su actual situación, tengan que hacer lo que no les brota del corazón. Ellos, por su parte, sólo pueden ganar tiempo; la salvación misma tiene que venir de fuera.

Fersen permanece en palacio hasta medianoche. Está dicho todo lo que había que decir.

Ahora viene lo más difícil de aque llas treinta horas: tienen que despedirse. Ni uno ni otro quieren creerlo, pero ambos lo presienten de un modo que no engaña: ¡Nunca más!

¡Nunca más en la vida! Para consolar a la emo cionada amiga le promete él que volverá en cuanto en alguna forma pueda serle posible, y se siente dichoso al ver cuánto se ha calmado ella con su presencia. Hasta la puerta, por los pasi llos oscuros y felizmente desiertos, acompaña la reina a Fersen. Todavía no han cambiado las últimas palabras, todavía no se han dado los últimos abrazos, cuando oyen acercarse unos desconocidos pasos: ¡mortal peligro! Fersen, envuelto en su capa, con la peluca calada, se desliza fuera; María Antonieta se vuelve furtivamente a su habitación; por última vez se han visto los amantes.

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