RETRATO DE UNA PAREJA REGIA

En las primeras semanas después de una elevación al trono, siempre y en todas partes tienen las manos llenas de trabajo grabadores, escultores y medalllistas. También en Francia se deja a un lado, con apasionada rapidez, el retrato de Luis XV el rey que desde mucho tiempo atrás no era ya «el bien amado», para sustituirle por la imagen de la nueva pareja soberana, coronada solemnemente: «Le Roi est mort, vive le Roi!».

No necesita mucho arte de adulación un hábil medallista para imprimir un gesto cesariano a la fisonomía de hombre de bien que posee Luis XVI, pues, prescindiendo del corto y robus to cuello, en modo alguno puede decirse que carezca de nobleza la cabeza del nuevo rey: frente huidiza y bien proporcionada, curva nariz fuerte y casi audaz, labios abultados y sensuales, una barbilla camosa pero bien formada, componen, dentro de un tipo rollizo, un perfil augusto y plenamente simpático. Reto ques hermoseadores los necesita, en primer lugar, la mirada, pues el rey, extraordinariamente corto de vista, sin sus anteojos no conoce a nadie a tres pasos de distancia: aquí el cincel del grabador tiene que afinar mucho ya la puntería para prestar alguna autoridad a estos ojos vacunos, pesados de párpados y mortecinos. Mal le va también a Luis, tan tardo y torpe, en lo que se refiere a su figura; presentarlo como realmente erguido y majestuoso con sus trajes de gala procura un duro trabajo a todos los pintores de la corte, pues tempranamente obeso, mazorral y, gracias a su miopía. desmañado hasta la ridiculez, a pesar de tener casi seis pies de altura y ser bien conformado, Luis XVI, en todas las ocasiones oficiales, presenta la más desdichada figura - «la plus mauvaise tournure qu'on peut voir»-. Anda por los brillantes pavimentos de Versalles pesadamente y balanceando los hombros, «como un aldeano detrás de su arado»; no sabe bailar ni jugar a la pelota: cuando quiere marchar aceleradamente. da traspiés, tropezando con su propia espada. Esta torpeza corporal es perfectamente conocida por el pobre hombre, y lo azora; este azoramiento aumenta aún más su tosquedad; de modo que cada cual, en el primer momento, tiene la impresión de tener ante sí, en el rey de Francia, la persona de un desdichado zopenco.

Pero Luis XVI no es en modo alguno tonto ni limitado; sólo que, lo mismo que en lo físico se ve duramente embarazado por su miopía, también en lo moral le paraliza su timidez (la cual, en último resultado, depende probablemente de su incapacidad sexual).

Sostener una conversación significa siempre, para este monarca receloso hasta lo enfermizo, un esfuerzo espiritual, pues, como sabe lo lento y difícil que es su mecanismo de pensar, siente un miedo indecible ante las gentes inteligentes, ingeniosas y discretas, a quienes las palabras les brotan fácilmente de los labios; comparándose con ellas, aquel hombre sincero siente, avergonzado, su propia insuficiencia. Pero si se le deja tiempo para ordenar sus ideas, si no se le exigen rápidas resoluciones y respuestas, sorprende hasta a los interlocutores más escépticos, como a José II o a Pétion, con su buen juicio, cier to que no sobresaliente, pero por lo menos recto, sano y honra do; tan pronto como su timidez nerviosa ha sido felizmente dominada, procede de un modo totalmente normal.

En general, le gusta más leer y escribir que hablar, pues los libros se mantienen tranquilos y no ahogan con prisas; Luis XVI - no es casi creíble- lee mucho y con placer, conoce bien la historia y la geografía, mejora constantemente su inglés y su latín, en lo cual le ayuda una memoria excelente. Sus cuadernos y libros de recuerdos son llevados con un orden perfecto; todas las noches, con su escritura clara, redonda, limpia, casi caligráfica, consigna las insipideces más desdichadas («he matado seis corzos», «me he purgado») en un diario que actúa sobre nosotros de un modo directamente conmovedor por su ciego desconocimiento de todos los sucesos de importancia histórica. En resumidas cuentas, el rey es un tipo de inteligencia mediana, poco independiente, destinado por la naturaleza para ocupar un puesto de celoso funcionario de aduanas o de escribiente de oficina; para cualquier actividad puramente mecánica y subalterna, lejos del campo de los acontecimientos históricos; para cualquier cosa, no importa cuál, menos para monarca.

La verdadera fatalidad en la naturaleza de Luis XVI es que tiene plomo en la sangre.

Algo acorcha do y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar, o simplemente para sentir.

Sus nervios, lo mismo que tiras de goma relajadas no pueden ponerse tensas ni tirantes, no pueden vibrar, no pueden desprender electricidad. Este innato embotamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor (en sentido espiritual lo mismo que en sentido fisiológico), alegría, goce, miedo, dolor, terror, todos estos ele mentos emotivos no logran perforar la piel de elefante de su indiferencia y ni una sola vez inmediatos peligros de muerte consiguen despertarlo de su letargo. Mientras los revolucionarios asaltan las Tullerías, su pulso no late ni un ápice más de prisa, y hasta en la misma noche antes de sec guillotinado no están perturbadas ninguna de las dos columnas de su bienestar: sueño y apetito. Jamás palidecerá este hombre, ni aun con una pistola delante del pecho; jamás la cólera brillará en sus torpes ojos; nada puede espantarle, pero tampoco nada entusiasmarle. Sólo los más rudos esfuerzos, como la cerrajería o la caza, agitan su persona, por lo menos exteriormente; todo lo delicado, fino de espíritu y gracioso, como el arte, la música y la danza, no es, en modo alguno, accesible al orden de su sensibilidad: ninguna musa ni ningún dios, ni siquiera Eros, son capaces de poner en conmoción sus perezosos sentidos. Jamás, durante veinte años, Luis XVI ha deseado otra mujer que la que su abuelo le ha destinado por esposa; permanece feliz y contento con ella, lo mismo que se contenta con todo, en su carencia de necesidades realmente exasperante. Por ello, fue una diábolica maldad del destino ir a exigir a una naturaleza como ésta, tan estancada, roma y elemental, las más importantes determinaciones históricas de todo aquel siglo, y colocar a un ser humano tan absolutamente destinado a una vida pasiva en medio del más espantoso de los universales cataclismos. Porque precisamente a11í donde comienza la acción, donde el resorte de la voluntad debe ponerse en tensión. para actuar o resistir, este hombre, corporalmente robusto, se nos presenta con una debilidad lamentable; toda resolución que adoptar significa siempre para Luis XVI la más espantosa de las perplejidades. Sólo es capaz de ceder; sólo sabe hacer lo que quieren los otros, porque él mismo no quiere otra cosa sino paz. paz y paz.

Acosado y sorprendido, le promete a cada cual lo que desea; y, de un modo igualmente flojo y afable, to contrario al que viene tras él; quien se le acerca to tiene ya vencido. A causa de esta incalificable debilidad, Luis XVI es siempre culpable, aun estando siempre sin culpa, y poco honrado, aun con las mejores intenciones; rey pelanas, sin serenidad ni carácter; pelota con que juegan su mujer y desesperante en las horas en que debería reinar de veras. Si la Revolución. en lugar de hacer caer bajo la cuchilla el corto cuello de este hombre ingenuo y apático, le hubiera concedido, en cualquier sitio, una casita de aldeano con un jardincillo, imponiéndole cualquier insignificante obliga ción, le habría hecho más feliz que el arzobispo de Reims con la corona de Francia, que llevó indiferentemente durante veinte años, sin orgullo, sin placer y sin dignidad.

Si ni el más servil de todos los poetas de corte osó jamás celebrar como gran monarca a este hombre bondadoso y poco viril, en cambio todos los artistas rivalizan en celo para glorificar a la reina en todas las formas y medios de expresión: mármol, terracota, biscuit, pastel, lindas miniaturas de marfil, y en graciosas poesías, pues el semblante de la reina, y sus modos y maneras, reflejan directa y plenamente el ideal de su tiempo. Tierna, esbelta.

graciosa, encantadora, juguetona y coqueta. aquella muchacha de diecinueve años se convierte desde el primer momento en la diosa del rococó, el prototipo de la moda y del gusto dominantes; si una mujer desea pasar por bella y atractiva, se esfuerza por semejarse a la reina. Mas, sin embargo, María Antonieta no tiene realmente un semblante ni muy notable ni muy expresivo; el suave óvalo de la cara. Finamente recortado, con algunas pequeñas incorrecciones atractivas, como el fuerte labio inferior de los Habsburgo y una frente algo plana en demasía, no seduce ni por su expresión espiritual ni por cualquier rasgo fsonómico muy personal. Algo fresco y vacío, como en un esmalte de lisos colores, impresiona en este rostro de muchacha aún poco formada, todavía curiosa de sí mi sma, al cual solamente los venideros años de madurez femenina añadirán cierta majestuosa plenitud y resolución. Únicamente los ojos, dulces y muy mudables de expresión, de los que fácilmente se desborda el llanto, para centellear en ellos inmediatamente después la alegría en juegos y bromas, denotan una viveza de sentimientos, y la miopía presta a su azul frívolo y no muy profundo un carácter vago y conmovedor; pero en ningún lugar la fuerza de voluntad traza una línea dura de carácter en este semblante pálido; sólo se percibe una naturaleza blanda y acomodaticia, que se deja guiar por cada estado de su ánimo y que, de un modo totalmente femenino, sólo sigue siempre las corrientes profundas de su sentimiento. Pero este encanto delicado es lo que todos admiran más en María Antonieta. Verdaderamente hermoso, sólo se nos aparece en esta mujer lo que es esencialmente femenino: la exuberante cabellera, de un color rubio ceniza que centellea con refejos rojizos; la blancura de porcelana y el pulido color de su rostro; la redondeada suavidad de sus formas; la línea acabada de sus brazos, lisos como marfil y delicadamente torneados; la cuidada belleza de sus manos; todo lo que hay de floreciente y fragante en una feminidad aún no del todo desplegada; en todo caso, atractivos harto fugitivos y quientaesenciados para que se los pueda adivinar plenamente a través de unos retratos.

Pues hasta las escasas obras maestras que hay entre sus imágenes no nos manifiestan tampoco to más esencial de su naturaleza, el eleme nto más personal de su seducción. Los retratos no son capaces casi nunca sino de conservar la fortaleza y rígida pose de un ser humano, y el encanto característico de María Antonieta -acerca de ello coinciden todos los testimoniosconsistía en la gracia inimitable de sus movimientos. Sólo en la animada manera de mover su cuerpo revela María Antonieta la innata armonía de su natural: cuando, sobre sus finos tobillos, atraviesa, alta y esbelta, por en medio de las filas de cortesanos la Galería de los Espejos; cuando, coqueta y deferente, se reclina en un asiento para charlar; cuando, impetuosa, salta de prisa por las escaleras como en un vuelo; cuando, con un ademán naturalmente gracioso, da a besar su mano, deslumbradora mente blanca, o coloca con ternura su brazo en torno al talle de una amiga, sus gestos, sin nada estudiado, brotan de una pura intuición de su ser femenino. «Cuando está en pie -escribe, completamente entusiasmado, el escritor inglés Horacio Walpole, en general tan cauto-, es la estatua de la hermosura; cuando se mueve, la gracia en persona.» Y, realmente, monta a caballo y juega a la pelota como una amazona; en todas partes donde entra en juego su cuerpo flexible, bien formado y rico en dones, sobrepasa a las más bellas damas de su corte no sólo en destreza, sino también en encantos sensuales, y enérgicamente to demuestra el fascinado Walpole cuando, al objetársele que la reina, al bailar, no sigue suflcientemente el compás, responde con la bella frase de que, en ese caso, es la música la que come te la falta. Por un consciente instinto -coda mujer conoce la ley de su belleza-, María Antonieta ama el movimiento. La agitación es su verdadero elemento; por el contrario, permane cer tranquilamente sentada, oír, leer, escuchar, reflexionar, y, en cierto modo, hasta dormir, son para ella insoportables ejercicios de paciencia. Sólo ir y venir, arriba y abajo y de un lado a otro; comenzar algo, siempre cosa distinta, sin terminarlo nunca; estar siempre ocupada, sin, a pesar de ello, aplicarse a nada seriamente; sólo percibir contantemente que el tiempo no se detiene; ir tras él, adelantársele, vencerlo en su camera... Nada de comidas largas; sólo catar algunas golosinas; no dormir mucho, no meditar mucho; nada más que ir siempre adelante y adelante, en ociosidades, en cambio permanente. De este modo, los veinte años de vida de reina de María Antonieta constituyen un eterno torbellino, que gira alrededor de su pro pio ser y que, no dirigiéndose hacia ninguna meta externa o interna, humana o política, se nos presenta como una camera plenamente vacía de sentido.

Esta falta de dominio de sí misma, este no pararse nunca, esta autodilapidación de una fuerza grande pero mal empleada, es lo que en María Antonieta disgusta tanto a su madre; aque lla antigua conocedora de caracteres humanos sabe muy bien que esta muchacha bien dotada por su natural y rica de fuerzas podría obtener cien veces más de sí misma que lo que hoy alcanza. María Antonieta no necesita más sino querer ser lo que en el fondo es, y sólo con ello tendría ya un poder soberano; pero, infaustamente, vive siempre, por comodidad, por debajo de su propio nivel espiritual. Como verdadera austríaca, posee, sin duda, muchas dotes y mucho talento; pero, por desgracia, no tiene ni la voluntad de utilizar seriamente estos dones naturales, ni de profundizar su valer, y aturdidamente disipa sus capacidades para disiparse a sí misma. «Su primer movimiento

-dice José II- es siempre el verdadero, y si perseverase en él, reflexionando un poco más, sería excelente.» Pero precisamente ya esto de reflexionar un poco es una carga para su impetuoso temperamento; todo pensamiento que no sea el que brota de repente significa para ella un esfuerzo, y su naturaleza, caprichosa y nonchalance, odia toda especie de esfuerzo intelectual. No quiere más que juego, sólo facilidad, en lo gene ral, y en lo particular, ninguna molestia, ningún auténtico trabajo. María Antonieta charla exclusivamente con la boca y no con el cerebro. Cuando se le habla, escucha distraída y con intermitencias; en la conversación, en la cual cautiva con su encantadora amabilidad y su volubilidad centelleante, deja que se pierda toda idea apenas expresada; no dice nada, no piensa nada, no lee nada hasta el final, no aprisiona firmemente cosa alguna para extraer de ella un sentido y auténtica experiencia. Por eso no le gusta ningún libro, ningún asunto de Estado, nada serio que exija paciencia y atención, y sólo de mala gana, con una letra gamapateada a ilegible, despacha las cartas más indispensables; hasta en las dirigidas a su madre se nota claramente con frecuencia el deseo de acabar pronto. No complicarse la vida; nada que pueda producir tristeza, melancolía o aburrimiento. Quien lisonjee más su pereza de pensamiento, pasa a sus ojos por el hombre más sabio; quien requiera de ella un esfuerzo, por un enfadoso pedante. y, como de un salto, se aparta de todos los consejeros razonables, para unirse a sus gentiles hombres y a las damas que opinan como ella. Sólo se trata de gozar, sólo de no ser perturbada por reflexiones y cuentas y economías: así piensa la reina, y así piensan todos los de su círculo. Vivir sólo para los sentidos y no pensar en nada; moral de toda una estirpe; moral de este siglo XVIII cuyo destino, como reina, representa María Antonieta simbólicamente, en forma tal que, de modo bien visible, vive con él y con él muere.

Una más extraña oposición de caracteres que la de una pareja altamente desigual no podría imaginarla ningún poeta; hasta en los últimos nervios de su cuerpo, hasta en el ritmo de la sangre, hasta en las vibraciones más exteriores de su temperamento, María Antonieta y Luis XVI, en todas sus facul tades y caracteres, representan un modelo de antítesis. Él, pesado; ella, ligera; él, torpe; ella, ágil; él, tibio; ella, desbordante; él, apático; ella, con nervios como llamas. Y más adentro, en el terreno espiritual: él, indeciso; ella, resuelta, con excesiva rapidez; discurre él lentamente; tiene siempre ella en la boca un «sí» y un «no» espontáneos; él, severamente devoto; ella, sólo feliz entre mundanidades; él, modesto y humilde; ella, cons cientemente coqueta; él, metódico: ella, inconstante; él, aho rrativo, ella, dilapidadora; él, demasiado serio; ella. desmedida mente juguetona; él, oscuras profundidades con corrientes densas; ella, todo espuma y cabrillear de olas. Él se siente a gusto en la soledad; ella, en el puro estrépito de una reunión; a él, con una especie de oscura satisfacción animal, le gusta comer mucho y beber vinos fuertes; ella no cata el vino y come poco y con ligereza. El elemento del rey es el sueño; el de la reina, la danza: el mundo del esposo es el día; el de la mujer. la noche; así, las agujas del reloj de su vida están siempre en oposición, como el sol y la luna. A las doce de la noche, cuando Luis XVI se echa a dormir, es cuando María Antonieta comienza a brillar realmente: hoy en una sala de juego, mañana en un baile, siempre en distintos lugares; cuando, por la mañana, hace ya horas enteras que cabalga él cazando, apenas comienza ella a levantarse de la cama. En ningún sitio, en ningún punto, coinciden sus costumbres, sus inclinaciones, su distribución del tiempo: en realidad, María Antonieta y Luis XVI, durante gran parte de su existencia, hacen vie à part, lo mismo que, con gran pesar de María Teresa, font lit à part la mayor parte del tiempo.

Por tanto, ¿un mal matrimonio, regañón, irritado, difícilmente mantenido? ¡En modo alguno! Por el contrario, un matrimonio absolutamente plácido y satisfecho y, si no hubiese sido por la carenc ia de virilidad del principio, con sus conocidas consecuencias penosas, hasta un matrimonio completamente feliz. Porque para que se produzcan tiranteces es necesario que haya en ambos lados cierta fuerza de carácter; la voluntad tiene que chocar contra otra voluntad; la dureza contra la dureza. Pero estos dos, María Antonieta y Luis XVI, esquivan todo roce y tirantez; él, por dejadez corporal: ella, por dejadez espiritual. «Mis gustos no son iguales a los del rey -confiesa traviesamente en una carta María Antonieta-; no se interesa él por otra cosa sino por la caza y los trabajos mecánicos... Me concederá usted que mi puesto en una fragua no tendría ninguna gracia especial; no sería allí ningún Vulcano, y el papel de Venus acaso desagradara aún más a mi esposo que todas mis otras aficiones.» Luis XVI, por su parte, no encuentra a su gus to, en modo alguno, la vertiginosa y turbulenta manera de divertirse de la reina, pero el desmazalado esposo no tiene voluntad ni fuerzas para intervenir enérgicamente en ello; bonachona mente, se sonríe de sus excesos, y, en el fondo, está orgulloso de tener una mujer tan charmante y universalmente admirada. Hasta el punto en que su lánguida sensibilidad es capaz de una vibración. este hombre honrado se muestra a su manera

-torpe y sinceramente. por tanto- plena y voluntariamente sometido a su hermosa mujer, superior a él en inteligencia, y se echa a un lado, consciente de su inferioridad, para no quitarle la luz. A su vez. ella sonríe algún tanto de este marido cómodo, pero lo hace sin malignidad, pues también ella lo quiere en cierta indulgente forma, algo así como a un grande y lanudo perro de San Bernardo, a quien se le rasca la piel y acaricia de cuando en cuando, porque jamás gruñe ni regaña y obedece dócil y tiernamente a la más pequeña indicación; a la larga, la reina no puede querer mal a este buen animal doméstico, aunque no sea más que por agradecimiento, pues la deja regirse y gobernarse según su capricho; se retira delicadamente cuando siente que no es deseada su presencia; no penetra jamás sin anunciarse en la cámara de su esposa; marido ideal que, a pesar de su espíritu ahorrativo, vuelve siempre a pagar las deudas de la reina, le consiente todo, y, a la postre, hasta un amante. Cuanto más tiempo vive con Luis XVI, tanto más crece en ella la estimación por el carácter de su esposo, altamente merecedor de respeto, a pesar de todas sus debilidades. Del matrimonio concertado diplomáticamente se origina, poco a poco, una auténtica camaradería, una mansa vida en común afectuosa; más afectuosa, en todo caso, que la mayor parte de los matrimonios regios de aquel tiempo.

Sólo que el amor, esa grande y santa palabra, es mejor que no se le haga figurar en esta ocasión. Para un verdadero amor falta energía de corazón en este Luis poco viril; el cariño de María Antonieta contiene, por otra parte, demasiada compasión, demasiada condescendencia, demasiada tolerancia, para que sea lícito llamar amor a esta tibia mixtura. Corporalmente, esta mujer fina de nervios y delicada, por sentimiento del deber y por razón de Estado, podía y tenía que entregarse a su espo so, pero admitir que ese comodón y regalón marido perezoso de sentimientos, ese Falstaff sea capaz de suscitar o satisfacer el raudal de tensiones eróticas de aquella lozana esposa, sería sencillamente absurdo. «Amor no siente ninguno hacia él», comunica clara y tiernamente a Viena José II durante su estancia en París, con una serena afirmación de la verdad objetiva de las cosas, y cuando ella, por su parte, le escribe a su madre que de los tres hermanos es, en todo caso, preferido aquel a quien Dios le ha concedido por esposo, este «en todo caso» , introducido traidoramente en la mitad de la frase, dice más de lo que cons cientemente querría ella expresar; algo así como : ya que no puedo recibir mejor marido, «en todo caso», este hombre bueno y decente es la más aceptable de las sustituciones. Esta sola frase expresa toda la tibieza de sus relaciones. María Teresa, en resumidas cuentas -sabe cosas mucho peores de su hija de Parma-, se contentaría con esta clásica concepción del matrimonio sólo con que María Antonieta mostrara un arte de disimulo algo mayor y tacto espiritual en su conducta; supiera simplemente ocultar mejor ante el público que, desde el punto de vista viril, considera como un cero, como una quantité négligeable, a su regio esposo. Pero Maria Antonieta -y esto no se lo dispensa María Teresa- se olvida de guardar las formas, y, con ello, el honor de su consorte; por fortuna, es la madre la que, bastante a tiempo, impide circular una de las aturdidas frases de la reina. Uno de los confidentes de la emperatriz, el conde de Rosenberg, había ido a pasar una temporada a Versalles, y María Antonieta le había cobrado tanto afecto y depositado tanta confianza en el fino y galante anciano caballero, que le escribió a Viena una carta, ligera y jocosa, en la que le contaba cómo se había burlado ocultamente de su marido cuando el duque de Choiseul le pidió una audiencia. «Me creerá usted fácilmente si le digo que no lo he visto sin cono cimiento del rey; pero no podrá usted sospechar qué astucia hube de emplear para no suscitar la idea de que pedía permiso para ello. Le dije a mi marido que me gustaría ver al señor Choiseul y que sólo me tenía perpleja la elección del día; y lo hice tan bien que el pobre hombre (" le pauvre homme") dispuso la hora más cómoda para que yo le viera. En mi opinión, en este asunto no hice otra cosa sino aprovechar valientemente mis derechos de mujer.» Muy naturalmente fluye de la pluma de María Antonieta la frase «pauvre homme»; sin preocupación alguna cierra la carta, pues no cree haber contado sino una divertida anécdota, y la expresión «pauvre homme», en el lenguaje de su corazón, no significa, leal y bondadosamente, sino el «buen muchacho». Pero en Viena se interpreta de otro modo esta frase mezcla de simpatía, de compasión y de desprecio. María Teresa reconoce al instante qué peligrosa falta de tacto hay en que la reina de Francia llame abiertamente «pauvre homme» al rey de Francia, el soberano más grande de la cristiandad. no respetando ni honrando al monarca en el esposo. ¡En qué tono se expresará de viva voz aquella cabeza de viento en sus fiestas campestres y en sus redoutes, con sus amigas, la Lamballe y la Polignac, y con sus jóvene s cortesanos, al burlarse del soberano de Francia! Al punto tiene lugar en Viena un seve ro consejo, y se escribe a María Antonieta una carta tan enérgica, que durante largos decenios, el archivo imperial no ha permitido su publicación. «No puedo ocultar te - la vitupera la anciana emperatriz a la hija olvidadiza de sus deberes- que tu carta al conde de Rosenberg me ha consternado extremadamente. ¡Qué términos de expresión, qué ligereza! ¿Dónde está el ccorazón de la archiduquesa María Antonieta, tan bueno, tan delicado, tan lleno de abnegación? No veo en la carta más que intriga, odios menudos, mofa y malignidad, una intriga en la cual una Pompadour, una Du Barry, hubieran podido desempeñar un papel, pero no una princesa, y menos una gran princesa de la Casa de Habsburgo-Lorena, llena de bondad y tacto. Siempre me han hecho temblar tus rápidos éxitos y todo lo que te rodea aduladoramente desde aquel invierno en que te lanzaste a los placeres y a las modas y adornos más ridículos. Esta carrera de diversión en diversión sin el rey, aunque sabes no es agradable para él y que sólo por pura condescendencia te acompaña o consiente que vayas, todo eso me hizo manifestarte en mis cartas anteriores mi justa inquietud. Pero todo lo veo confirmado por esta carta. ¡Qué lenguaje! ( «Le pauvre homme!») ¿Dónde está el respeto y el agradecimiento por todas sus complacencias?

Acerca de ello, te abandono a tus propias reflexiones y no te digo más, aunque aún habría mucho que decir... Pero si sigo observando tales inconveniencias, no podré callar, porque te quiero demasiado y preveo grandes daños, por desgracia aún mayores que antes, ya sé que eres ligera. violenta a incapaz de reflexionar. Tu felicidad puede acabar demasiado pronto y trocarse en las mayores desgracias a causa de tu propia culpa, y todo por esa espantosa ansia de placeres que no permite ninguna ocupación seria. ¿Qué libros lees? Y

sin eso, ¿osas mezclarte en todo, en los asuntos más importantes y en la elección de ministros...? Parece que el abate y Mercy han llegado a ser desagradables para ti, porque no imitan a esos bajos aduladores y porque te quieren para hacerte feliz, y no pura mente para divertirse y aprovecharse de tus debilidades. Algún día lo reconocerás así, pero demasiado tarde. Espero no tener que presenciar tal momento, y suplico a Dios que ponga término a mis días lo antes posible, porque ya no puedo ser útil para ti y porque no podría soportar el perder y ver desgraciada a la querida hija a quien amaré tiernamente hasta mi último suspiro.»

¿No exagera la emperatriz, no saca demasiado pronto la caja de los truenos a causa sólo de ese pauvre homme, frase empleada en broma, aunque algo insolentemente? Es que María Teresa no se refiere sólo en este caso a la frase nacida del azar, sino que la cons idera como síntoma. Esta expresión le aclara de repente, como con un relámpago, el poco respeto de que goza Luis XVI en su propio matrimonio y en todo el círculo de la corte. Su alma se intranquiliza. Si en un Estado el des precio hacia el monarca socava sus más firmes fundamentos, y lo mismo en la propia familia, ¿cómo pueden quedar en pie los otros pilares y sostenes si llega una tormenta? ¿Cómo hará frente a los peligros que la amenazan una monarquía sin monarca, un trono ocupado por meros figurantes, que no tienen la realeza en el pensamiento ni en la sangre, ni en el corazón ni en el cerebro? Un hombre flaco y sin voluntad y una mundana; demasiado tímido de pensamiento el uno, demasiado irreflexiva la otra, ¿cómo pueden estos seres tan superficiales afirmar su dinastía contra las amenazas de toda una época? La vieja emperatriz no está. en realidad, enojada con su hija. Sólo llena de temor por ella.

Y, verdaderamente, ¿cómo encolerizarse con estos dos seres, cómo condenarlos? Hasta a la misma Convención, su acusadora, se le hizo difícil representar como tirano y criminal a aquel «pobre hombre»; en el último fondo, no había ni un grano de maldad en ninguno de los dos, y, como en general sucede con la mayor parte de los caracteres de medianía, ni dureza, ni crueldad, ni siquiera ansia de honores o grosera vanidad. No obstante, por desgracia, tampoco sus buenas cualidades iban más a11á del burgués término medio: honrada bondad natural, despreocupada tolerancia, tibia benevolencia.

Nacidos en unos tiempos tan mediocres como ellos mismos, habrían subsistido con honor y hecho una figura aceptable. Pero afrontar una época de ascendente dramatismo mediante una interna transformación y una elevación de los corazones igual a la del medio ambiente, no supieron hacerlo ni María Antonieta ni Luis XVI; más bien supieron morir con dignidad que vivir fuerte y heroicamente. A cada cual sólo le hiere el destino del que no supo hacerse dueño; toda derrota encierra en sí una significación y una culpa.

El caso de María Antonieta y Luis XVI lo ha medido Goethe con sabia sentencia:

¿Por qué, pues, como con la escoba

es expulsado un soberano?

Si hubiesen sido tales reyes

aún estarían hoy sin daño.

LA REINA DEL ROCOCÓ

En el momento en que María Antonieta, la hija de su antigua adversaria María Teresa, asciende al trono de Francia, se intranquiliza Federico el Grande, el enemigo tradicional de Austria. Envía carta tras carta al embajador prusiano para que indague cuidadosamente los planes políticos de la reina. En realidad, el peligro para él es muy grande. María Antonieta no necesita más que quererlo, tomarse una pequeñísima molestia, y todos los hilos de la diplomacia francesa correrían únicamente por sus manos. Europa estaría dominada por tres mujeres: por María Teresa, María Antonieta y Catalina de Rusia. Pero por suerte para Prusia y por desdicha para ella misma, María Antonieta no se siente en modo alguno atraída por una magní fica a histórica tarea; no aspira a comprender el tiempo, sino únicamente a matarlo: con negligencia, coge la corona como si fuese un juguete. En vez de utilizar el poder que le ha caído en suerte, sólo quiere gozar de él.

Fue éste, desde el comienzo, el error fatal de María Antonieta: quería triunfar como mujer, en vez de hacerlo como reina; sus pequeños triunfos femeninos eran más importantes para ella que los grandes y trascendentales de la Historia Universal; y como su frívolo corazón no sabía dar a la idea de la realeza ningún contenido espiritual, sino sólo una forma perfecta, se le empequeñeció entre las manos una gran misión, se le convirtió en un juego pasajero: un gran destino en un papel de teatro. Ser reina, para la María Antonieta de diecinueve irreflexivos años, significa exclusivamente ser la mujer más elegante, más coque ta, la mejor vestida, la más adulada, y ante todo la más divertida de toda la corte; ser el arbiter elegantiarum, la mundana que imprime el tono a aquella sociedad distinguida y ultrarrefinada, que vale, a sus ojos, por el mundo entero. Durante veinte años represent a comedias en su escenario particular de Versalles, el cual, como una senda de flores japonesas, se alza sobre un abismo; enamorada de sí misma, representa, con gracia y buen estilo, los papeles de prima donna, de perfecta reina del rococó. Mas ¡qué pobre es siempre el repertorio de este teatro de salón! Un par de menudas coqueterías efímeras, algunas tenues intrigas, muy poco espíritu y mucha danza.

En el curso de estos jue gos y pasatiempos, no tiene ningún auténtico compañero como rey a su lado, ningún verdadero héroe como pareja en la representación; sólo un auditorio, siempre el mismo, esnob y aburrido, mientras por fuera de la adorada puerta de la verja un pue blo de millones de hombres confía en su soberana. Pero aquella ciega mujer no sale jamás de su papel; no se cansa de aturdir constantemente, con nuevas naderías, a su alocado corazón; hasta cuando del lado de París retumban ya, amenazadores, los truenos sobre los jardines de Versalles, no cesa ella en su juego. Sólo en el momento en que la Revolución la arranca violentamente de esta angosta escena rococó, para arrojarla en el grande y trágico escenario de la Historia Universal, reconoce la reina el tremendo error de haber escogido, durante veinte años un insignificante papel de soubrette, de dama de salón, mientras que el destino le había proporcionado fuerzas y energía espiritual para desempeñar uno de heroína. Tarde advierte el error, pero no demasiado tarde, pues precisamente en la hora en que no tiene ya que vivir representando su papel de reina, sino que morir según él, en el trágico eplogo de esta comedia pastoril, alcanza la medida real de sus fuerzas. Sólo cuando el juego se convierte en cosa seria y cuando le quitan la corona, es cuando María Antonieta llega a tener un corazón de reina.

La idea de María Antonieta, o más bien su falta de idea al creer que casi durante veinte años se puede sacrificar lo esencial a lo insignificante, el deber al goce, lo difícil a lo fácil, Francia al pequeño Versalles, el mundo real a su mundo de juguete, esta falta histórica es casi inconcebible. Para comprender plásticamente su falta de sentido, lo mejor es echar mano de un mapa de Francia y trazar a11í el estrecho campo de acción dentro del cual consumió María Antonieta los veinte años de su reinado. El resultado es asombroso, pues este círculo es tan pequeño que, en medio del mapa, apenas es más que un puntito. Entre Versalles, Trianón, Marly, Fontainebleau, SaintCloud, Rambouillet, seis palacios dentro de un espacio ridículamente pequeño, a pocas horas de camino unos de otros, gira incansablemente, de uno a otro lado, la dorada peonza del inquieto aburrimiento de la reina. Ni una sola vez sintió María Antonieta en lo espacial, como tampoco en to espiritual, la necesidad de franquear este polígono en que la mantiene encerrada el más estúpido de todos los demonios: el demonio del placer. Ni una sola vez, en casi la quinta parte de un siglo, satisfizo la soberana de Francia el deseo de conocer su propio reino, de ver las provincias cuya reina es; el mar que baña sus costas, las montañas, las fortalezas, las ciudades y catedrales, el país vasto y diverso. Ni una sola vez le roba una hora de tiempo a su ociosidad para visitar a uno de sus súbditos, o, por lo menos, para pensar en ellos; ni una sola ve z pisa los umbrales de una casa burguesa; todo este mundo verdadero, ajeno a su círculo aristocrático, era de hecho, para ella, como no existente. Que todo alrededor de la ópera de París se tienda una ciudad gigantesca, densamente llena de miseria y descontento; que detrás de los estanques de Trianón, con sus patos chinos, sus bien cebados cisnes y sus pavos reales; detrás de la limpia y adornada aldea de decoración de teatro, proyectada por el arquitecto de la corte, el hameau, caigan en ruina las verdaderas casas de aldeanos y estén vacíos los graneros; que al otro lado de las doradas verjas de su parque millones de hombres del pueblo trabajen y pasen hambre, pero siempre esperando, María Antonieta no lo ha sabido jamás. Acaso sólo esta ignorancia y esta volun tad de ignorar todo lo trágico y triste del mundo podía dar al rococó aquella gracia seductora, aquel encanto leve y despreocupado; sólo quien desconoce la gravedad del mundo puede jugar tan dichosamente. Pero una reina que se olvida de su pue blo, se atreve a jugar con gran riesgo. Una sola pregunta le hubiera revelado a María Antonieta cómo era el mundo; pero no quería preguntar. Una sola ojeada al carácter de la época, y lo hubiera comprendido: pero no quería comprender.

Quería permanecer en su aislamiento alegre, juvenil y sin ser importunada. Dirigida por un fuego fatuo, gira incansablemente a la redonda, y con sus marionettes de corte, en medio de una cultura artificial, consume los años decisivos, y que no pueden recuperarse, de su vida.

Ésta es su culpa, su innegable culpa: haberse acercado a la tarea más recia en la Historia con una frivolidad sin igual; haber entrado en el conflicto más duro de aquel siglo con blando corazón. Innegable culpa, y, sin embargo, venial, porque comprensiblemente, dada la magnitud de la tentación, hasta un carácter mucho más fuerte apenas hubiera podido resistirlo. Llevada del cuarto de los niños al lecho nupcial; llamada de la noche a la mañana, y como en un sueño, de las habitaciones interiores de un palacio al poder supremo; aún no acabada de formar, aún no despierta espiritualmente, esta alma sin malicia, no muy fuerte, no muy lúcida, se siente de repente, a manera de un sol, rodeada por la danza de planetas de la admiración. ¡Y qué miserablemente bien ejercitada está esta gente del dix-huitième para seducir a una mujer joven! ¡Qué astutamente enseñada para mezclar los venenos de la fina adulación! ¡Qué ingeniosa en la habilidad de encantar con nonadas! ¡Qué magistral en la alta escuela de la galantería y en el arte de los feacios de tomar la vida a la ligera! Expertos y más que expertos en todas las seducciones y debilidades del alma, los cortesanos atraen, ya desde el principio, a su mágico círculo a este cándido corazón de muchacha, curioso aún de sí mismo. Desde el primer día de su reinado, María Antonieta flota en lo alto de la nube de incienso de una ilimitada idolatría.

Lo que dice pasa por sabio; lo que hace, por ley; lo que desea es cumplido. Si tiene un capricho, a la mañana siguiente está convertido ya en una moda. Si hace una tontería, toda la corte la imita entusiasmada. Su presencia es el sol de esta muchedumbre vana y ambiciosa; su mirada es un regalo; su sonrisa, una ventura; su llegada, una fiesta. Cuando tiene una recepción, todas las dama s, las más viejas como las más jóvenes, las más distinguidas como las que acaban de ser presentadas en la corte, hacen los esfuerzos más convulsos, los más divertidos, los más ridículos, los más bobos, para atraer sobre su persona, aunque no sea más que por un segundo, la atención de la reina; para pillar una amabilidad, una palabra, y si no puede ser esto, por lo menos para ser notada y no pasar sin ser vista. En la calle, una y otra vez la aclama el pueblo, que confía en ella, agolpándose en tropel a su paso; en el teatro, se levanta para saludarla la totalidad del auditorio, desde la primera localidad hasta la última, y cuando pasa por la Galería de los Espejos ve en ellos, magníficamente vestida y ele vada en las alas de su propio triunfo, a una mujer joven y linda, despreocupada y feliz, más hermosa que la más hermosa de la corte, y con ello -ya que confunde aquella corte con el mun do- la más hermosa de la tierra. ¿Cómo con un corazón infantil, con una energía mediana, defenderse contra la bebida embriagadora y adormecedora de la felicidad, bebida que está formada con las más picantes y dulces esencias del sentimiento, con la mirada adoradora de los hombres, con la envidia admirativa de las mujeres, con el rendimiento del pueblo y con su propio personal orgullo? ¿Cómo no convertirse en ligera donde todo es tan ligero, donde el dinero surge constantemente de siempre renovados pedacitos de papel y donde una palabra, la palabra payez, escrita apresuradamente en un pliego, hace brotar millares de ducados y surgir, como por encanto, piedras preciosas, jardines y palacios; donde el suave aliento de la dicha adormece los nervios de un modo tan dulce y fascinador?

¿Cómo no ser despreocupada y frívola cuando hay unas alas que, caídas del cielo, se implantan en vuestras juveniles espaldas relucientes? ¿Cómo no perder el suelo bajo los pies al ser arrebatado por tales seducciones?

Esta frivolidad en la concepción de la vida, que, considerada en un aspecto histórico, es, indudablemente, una falta de la reina, era, al mismo tiempo, la falta de toda su generación; precisamente por su perfecta adhesión al espíritu de su tiempo ha llegado a ser Mana Antonieta la representación típica del siglo XVIII. El rococó, esta quintaesencia y sutil floración de una civilización muy antigua, del siglo de las manos finas y ociosas, del espíritu mimado y dilapidador, quería, antes de perecer encarnarse en una figura.

Ningún rey, ningún varón hubiera podido representar a este siglo de las damas en el libro de imágenes de la Historia; sólo en la figura de una mujer, de una reina, podía representarse visiblemente, y esta reina del rococó lo ha sido, en forma simbólica, María Antonieta. La más despreocupada de las despreocupadas, la más derrochadora entre las derrochadoras, y entre las mujeres elegantes y coquetas la más lindamente elegante y la más consciente coqueta, vino a expresar en su propia persona, de un modo inolvidable y con una precisión verdaderamente documentaria, las costumbres y la artística forma de vivir del dix-huitième. «Es imposible -dice de ella madame de Staël- poner más gracia y bondad en la cortesía. Posee una especie de sociabilidad que nunca le per mite olvidar que es reina, y siempre hace como si lo olvídara.» María Antonieta jugaba con su vida como con un instrumento muy delicado y frágil. En lugar de ser humanamente grande para todos los tiempos, se hizo de este modo la expresión característica de su época, y mientras descuidaba insensatamente su fuerza interior, dio, sin embargo, una significación a su vida; en ella culmina y termina el siglo XVIII.

¿Cuál es el primer cuidado de la reina del rococó cuando se despierta por las mañanas en su palacio de Versalles? ¿Las noticias de la ciudad y del Estado? ¿Las cartas de los embajadores, el saber si han vencido los ejércitos o si se le ha declarado la guerra a Inglaterra? En modo alguno; María Antonieta, como de costumbre, no ha regresado a casa hasta las cuatro o las cinco de la madrugada; ha dormido pocas horas; su inquietud no necesita de mucha quietud. El día comienza ahora con una importante ceremonia. La camarera principal, que tiene a su cargo el guardarropa de la reina, penetra en la cámara con algunas camisas, pañuelos y toallas para la toilette matinal, llevando a su lado a la primera doncella. Ésta se inclina y tiende a la reina un libro en folio, en el cual están colocadas, sujetas con alfileres, una muestrecilla de cada uno de los trajes existentes en el guardarropa. María Antonieta tiene que decidir qué traje desea ponerse aquel día.

elección dificultosa y rica en responsabilidades, porque para cada estación están prescritos doce nuevos trajes de gala, doce vestidos de fantasía, doce trajes d ceremonia, sin contar los otros cientos que son adquirido todos los años (¡piénsese en la deshonra que sería para un reina de la moda el llevar varías veces el mismo vestido!) Además, las batas de casa, los corsés, las pañoletas de encaje y los fichúes, las cofias, abrigos, cinturones, guantes, medias y enaguas procedentes del invisible arsenal del cual se ocupa todo un ejército de costureras y doncellas. Habitualmente, la elección dura largo tiempo; por último son señaladas, por medio de alfileres, las muestras de las toilettes que María Antonieta desea ponerse aquel día: el traje de corte para la recepción, el desha billé para la tarde, el traje de sociedad para la noche. La primera preocupaciön está ya despachada, y llevan fuera el libro con las muestras de tela y traen, en su original. los trajes elegidos.

No es milagro, con toda la importancia de la toilette, que la modista principal, la divina mademoiselle Bertin, alcance ma yor influjo sobre María Antonieta que todos los ministros; a éstos se les puede sustituir por docenas; aquélla es incomparable y única.

Cierto que por su origen no es más que una vulgar costurera, procedente de la más baja clase del pueblo; ruda. orgullosa de su valer, sabiendo usar los codos para subir y más bien ordinaria que de maneras finas, esta maestra de la haute couture tiene a la reina completamente en su poder. A causa de ella, dieciocho años antes de la verdadera Revolución, se fra gua en Versalles un revolución palaciega: mademoiselle Bertin salta por encima de las prescripciones de la etiqueta que prohíbe a una persona burguesa la entrada en los petits cabinets de la reina; esta artista, en su género, alcanza lo que Voltaire y todos los poetas y pintores del tiempo no lograron jamás: ser recibida a solas por la reina. Cuando aparece, dos veces por semana. con sus dibujos. María Antoníeta abandona a sus nobles damas de ho nor y se encierra, para un consejo secreto, con la venerada artista en lo más recogido de sus habitaciones privadas. para lanzar con ella una nueva moda, aún más disparatada que la anterior. Ya se comprende que la modista, como buena mujer de negocios, co nvierte valientemente en ingresos para su caja cada uno de tales triunfos. Después de haber impe lido a María Antonieta hacia el más dispendioso gasto, pone a contribución a toda la corte y la nobleza; con letras gigantescas hace poner sobre su tienda de la Rue Saint-Honoré su título de proveedora de la reina, y, altiva, y negligente, les explica a las parroquianas a quienes ha hecho esperar: «Precisamente vengo ahora de trabajar con Su Majestad». Pronto tiene a sus órdenes todo un regimiento de costureras y bordadoras, porque cuanto más elegance se viste la reina, tanto más impetuosamente se esfuerzan las otras damas por no quedar atrás. Algunas sobornan a la infiel hechicera, con muy buenas monedas de oro, para que les haga un modelo que la reina no ha llevado todavía: el lujo en la toilette se contagia como una enfermedad en torno a ella. La inquietud en el país, las cuestiones con el Parlamento, la guerra con Inglaterra, no agitan, ni con mucho, tanto a aque lla sociedad cortesana como el nuevo color pulga que mademoiselle Bertin pone a la moda, que un corte atrevidamente sesgado de la falda à paniers o un nuevo matiz de seda por primera vez producido en Lyon.

Toda dama que se considere en algo se siente obligada a seguir paso a paso estas monerías de la extravagancia, y un marido se queja, suspirando: «Jamás las mujeres de Francia han gastado tanto dinero para ponerse en ridículo» .

Pero ser reina en esta esfera lo considera María Antonieta como el primero de sus deberes. Al cabo de un trimestre de reinado, la princesita ha ascendido ya a la categoría de muñeca a la moda del mundo elegante, como modelo de todos los trajes y peinados; por todos los salones, por todas las cortes, resuenan sus triunfos. A la verdad, llegan también hasta Viena, donde producen un eco poco alegre. María Teresa, que querría para su hija más dignas tareas, le devuelve con enojo al embajador un retrato que muestra a su hija adornada a la moda y con exage rado lujo, diciendo que será el retrato de una cómica y no el de una reina de Francia. Enojada amonesta a su hija, aunque, a la verdad, siempre en vano: « Ya sabes que siempre fui de opinión que se deben seguir moderadamente las modas, pero sin exa gerarlas jamás. Una mujer joven y bonita, una reina llena de gracia, no necesita de esas locuras; al contrario, la sencillez del vestido le sienta mejor y es más digna de la categoría de una reina. Como es ella la que da el tono, todo el mundo se esforzará por seguirla hasta en estos pequeños malos pasos. Pero yo, que quiero a mi reinecita y observo cada una de sus acciones, no debo vacilar en llamar su atención sobre esta pequeña frivolidad».

Segundo cuidado de cada mañana: el peinado. Dichosamente, se dispone también aquí de un alto artista, el señor Léonard, el inagotable a insuperado Fígaro del rococó. Como un gran señor, se traslada todas las mañanas, en carroza de seis caba llos, de París a Versalles, para demostrarle a la reina, con el peine, lociones para el cabello y pomadas, su siempre noble y diariamente renovado arte. Lo mis mo que Mansart, el gran arquitecto, levanta sobre las casas los ingeniosos tejados que llevan su nombre, también el señor Léonard edifica sobre la frente de toda dama de categoría que se respete verdaderas torres de cabellos y decora estas altas edificacio nes con simbólicos ornamentos. Con gigantescas agujas y un enérgico empleo de pomada se encaraman primeramente los cabellos, desde su raíz, sobre la frente, rectos como cirios, hasta una altura aproximadamente doble de la de una gorra de granadero prusiano; después, en este espacio aéreo, a medio metro por encima de las cejas, comienza realmente el imperio plástico del artista. No sólo paisajes completos y panoramas, con frutas, jardines, casas y navíos en movidos mares, toda una visión multicolor del universo, modelado con el peine sobre esos poufs o ques-à-quo (así se llaman, según un libelo de Beaumarchais), sino que también, para hacer la moda más rica en cambios, estas construcciones representan simbólicamente los acontecimientos del día. Todo lo que ocupa a aquellos cerebros de colibrí, lo que llena aquellas cabezas de mujer, en general vacías, tiene que ser anunciado por el peinado. ¿Produce sensación la ópera de Gluck? Al instante inventa Léonard una coiffure à la lphigénie con negras cintas de luto y la media luna de Diana. ¿Es vacunado el rey contra la viruela? Pronto aparece representado este acontecimiento emocionante por medio de los pouf de l’inoculation. Llega la insurrección americana a ponerse a la moda, y al punto es la vencedora del día la coiffure de la libertad; y, cosa aún más vil y estúpida, cuando son saque adas las panaderías de París, durante la crisis del hambre, esta frívola sociedad de cortesanos no sabe hacer nada más importante que mostrar este suceso en los bonnets de la révolte. Estas edificaciones artificiales sobre las huecas cabezas ascienden cada vez más locamente. Poco a poco, las torres capilares, gracias a ocultos refuerzos y a postizos mechones, se hacen tan altas, que las damas que las llevan ya no pueden sentarse en sus carrozas, sino que tienen que ir de rodillas, levantándose las faldas, pues en otro caso el precioso edificio capilar tropezaría con el techo del carruaje.

En los palacios se hacen más altos los dinteles de las puertas, a fin de que las damas en gran toilette no necesiten siempre inclinarse al pasar por ellas; en los palcos de los teatros se aboveda el techo. El especial tormento que estos moños ultraterrestres constituyen para los amantes de tales damas es cosa sobre la cual se encuentran pasajes divertidos en las sátiras contemporáneas. Pero cuando se trata de una moda, las mujeres, según se sabe, están siempre dispuestas a todo sacrificio, y, por su parte, la reina se imaginaría, sin duda alguna, no ser realmente tal si no introdujera o sobrepasara todas estas locuras.

De nuevo resuena el eco en Viena: «No puedo impedirme de tocar un punto que, con mucha frecuencia, encuentro repe tido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que, desde la raíz del pelo, tienen treinta y seis pulgadas de alto, y encima aún hay plumas y lazadas». Evasivamente responde la hija a la chére maman que, aquí, en Versalles, están ya los ojos tan acostumbrados a eso, que todo el mundo -por todo el mundo entiende siempre María Antonieta el centenar de damas de la corte- no encuentra en ello nada sorprendente. Y maese Léonard continúa edificando cada vez a mayor altura, hasta que al todopoderoso se le ocurre cortar aquella moda, y al año siguiente son demolidas las torres, cierto que para ceder el puesto a una moda aún más costosa: la de las plumas de avestruz.

Tercer cuidado: ¿puede cambiarse siempre de vestido sin hacer lo mismo con las alhajas correspondientes? No, una reina necesita mayores diamantes, perlas mucho más gruesas que las de todas las otras damas. Necesita más anillos, sortijas, pulseras y diademas, cordones de piedras finas para los cabellos, más hebillas para el calzado o guarniciones de diamantes para los abanicos pintados por Fragonard, que las que ostentan las mujeres de los hermanos más jóvenes del rey y las otras señoras de la corte. Verdad que tiene ya los ricos diamantes recibidos de Viena, como dote, y toda una arquilla con joyas de familia que Luis XV le regaló cuando la boda. Mas ¿para qué sería reina sino para comprar piedras preciosas siempre nuevas, más bellas y caras? María Antonieta, lo sabe todo el mundo en Versalles -y ha de mostrarse pronto que no es bueno que todo el mundo hable y cuchichee acerca de ello-, está loca por las alhajas. Jamás puede resistir cuando esos joyeros ast utos y suaves, esos judíos venidos de Alemania, esos Boehmer y Bassenge, le muestran, en estuches de terciopelo, sus últimas obras de arte: hechiceros pendientes, anillos y broches. Fuera de eso, estas buenas gentes nunca le presentan dificultades para sus compras. Saben honrar a la reina de Francia, cierto que cobrándole doble precio, pero abriéndole crédito, y, en todo caso, admitiéndole como pago antiguos diamantes, aunque a mitad de su valor; sin notar lo que hay de degradante en tales nego -

cios de usurero, María Antonieta contrae deudas por todas partes; claro que en caso de necesidad sabe que contribuirá al pago el ahorrativo esposo.

Mas ahora las advertencias de Viena se hacen ya más duras: «Todas las noticias de París coinciden en que de nuevo has comprado brazaletes por un valor de doscientas cincuenta mil libras. con lo cual has llevado el desorden a tus ingresos y contraído deudas, y hasta se dice que, para contribuir al pago, has vendido por un precio ínfimo tus diamantes... Tales noticias me destrozan el corazón, especialmente si pienso en el porvenir. ¿Cuándo vas a llegar a ser tú misma? -exclama la madre con desesperación-.

Una soberana se rebaja adornándose de ese modo, y se rebaja aún más si, precisamente en estos tiempos, se deja arrastr ar a gastos tan considerables. Conozco demasia do ese espíritu de prodigalidad que lo posee y no puedo guardar silencio sobre él, porque te quiero por ti misma y no para adularte. Cuida de no perder con tales frivolidades el ascendiente que has ganado al principio de tu reinado. Se sabe por todas partes que el rey es muy modesto; por tanto, todas las culpas caen exclusivamente sobre ti. De tal transformación, de tal ruina, querría no llegar a ser testigo».

Los diamantes cuestan dinero, las toilettes cuestan dinero, y aunque el bondadoso esposo, en el momento de ascender al trono, ha duplicado el apanage de su mujer, este cofrecillo, ricamente henchido, debe tener un agujero por alguna parte, pues siempre reina en él un espantoso vacío.

¿Cómo procurarse el dinero? Para los aturdidos, el demonio ha inventado felizmente un paraíso: el juego. Antes de María Antonieta, el juego en la corte real era aún una distracción inocente; algo como el billar o la danza: se jugaba al nada peli groso lansquenet con apuestas insignificantes. María Antonieta descubre, para sí y para los otros, el famoso faraón, que cono cemos por Casanova como el campo de caza elegido por todos los trapaceros y estafadores. El que una orden del rey, expresamente renovada, haya prohibido bajo pena de multa todo juego de azar, es indiferente a estos puntos: la Policía no tiene acceso a los salones de la reina. Y que el rey mismo no pueda soportar esas mesas de juego cargadas de oro, no preocupa ni un comino a esta frívola pandilla: se sigue jugando, hasta a espaldas suyas, y los camareros tienen el encargo, caso de que venga el rey, de dar inmediatamente la señal de alarma. Entonces, como por encanto, desaparecen las cartas debajo de la mesa, no se hace más que charlar, todos se ríen del buen hombre y continúa la partida. Para animar el negocio y aumentar la circula ción de capitales, la reina consiente gustosa, a cualquiera que trae dinero, que se aproxime a su mesa con tapete verde; ganchos y gorrones fluyen a11í, y no pasa mucho tiempo sin que circule por la ciudad la vergonzosa noticia de que se hacen trampas en el círculo de la reina. Sólo una persona no sabe nada de ello, Maria Antonieta, porque, deslumbrada por su placer, no quiere aprender otra cosa. Desde el momento en que entra en calor, nadie puede detenerla: día tras día, juega hasta las tres, las cuatro o las cinco de la mañana, y hasta una vez, con escándalo de la corte, la víspera de Todos los Santos, está jugando la noche entera.

Y de nuevo resuena el eco de Viena: «El juego es induda blemente una de las diversiones más peligrosas, pues atrae malas compañías y peores conversaciones...

Encadena demasiado por la pasión de la ganancia, y, se calcula rectamente, siempre es uno el engañado, pues, a la larga, no se puede ganar si se juega decentemente. Por tanto, te lo suplico, hija mía que rida, nada de condescendencia; hay que romper de repente con una pasión como ésa».

Pero los trajes, el adorno y el juego no llenan más que la mitad del día y la mitad de la noche. Otro cuidado traza la aguja del reloj en el doble círculo de las horas. ¿Cómo divertirse? Sa len a caballo, cazan, primitivo placer de príncipes; en todo caso, la reina, al hacerlo, se acompaña pocas veces del propio esposo (¡es tan mortalmente aburrido!), sino que prefiere elegir al alegre cuñado D'Artois y a otros cortesanos. A veces, por broma, cabalgan también en burros, cosa que, a la verdad, no es tan distinguida; pero, en cambio, si una de tales grises cabalgaduras se encabrita, puede una caer de la manera más encanta dora y mostrar a la corte los dessous de encajes y las bien forma das piernas de una reina. En invierno, con buenos abrigos, se dan paseos en trineo; en verano se divierte uno, por la noche, con fuegos de artificio y bailes campestres, lo mismo que con conciertos nocturnos en el parque. Se bajan algunos escalones de la terraza. y ya se está en medio de la escogida sociedad y totalmente protegido por las sombras; a11í se puede charlar y bromean.. sin faltar al honor, naturalmente, pero jugando con el peligro lo mismo que con todas las otras cosas de la vida. Que después cualquier malicioso cortesano escriba una brochure en verso sobre las aventuras nocturnas de la reina, Le Lever de l'Aurore, ¿qué importancia tiene? El rey, el indulgente esposo, no se encoleriza por tales alfilerazos, y se ha divertido una mucho. El caso es no estar sola, no pasar una velada en casa, con un libro, con el marido propio, sino siempre agitar anima damente a los otros y ser agitada por ellos. Desde que aparece una moda nueva, María Antonieta es la primera en prestarle acatamiento; apenas el conde D'Artois trae de Inglaterra las carreras de caballos -su única iniciativa en favor de Francia -, cuando ya se ve a la reina en las tribunas, rodeada por docenas de fatuos jóvenes anglómanos, apostando, jugando y apasiona damente excitada por esta nueva manera de poner en tensión los nervios.

Habitualmente, no duran mucho tiempo las fogatas de paja de los entusiasmos de la reina; en general, le aburre ya mañana lo que aún ayer le encantaba; sólo un perpetuo cambio de diversiones puede engañar su nerviosa inquietud, fundada, no hay duda alguna en ello, en aquel secreto de su alcoba. Su diversión favorita, entre cien otras que van cambiando, la única que permanece ciegamente encantada largo tiempo, es aquella que, en todo caso, pudiera ser la más peligrosa para su reputación: las redoutes de máscaras. Llegan a constituir la pernanente pasión de María Antonieta, pues en ellas puede gozar doblemente del placer de ser reina y, gracias al oscuro antifaz. del otro placer de no ser reconocida como tal; atreverse a llegar asta el borde de una aventura tierna, y, por tanto, no ya poner en juego su dinero, sino también a sí misma como mujer. Disfrazada de Artemisa o con un coquetón dominó, se puede escender desde las glaciales alturas de la etiqueta hasta la anónima y cálida muchedumbre, sentir el aliento de la ternura, la proximidad de la seducción, estremecerse hasta el tuétano con idea del peligro en que ya se está a medias caído; bajo la protección de la máscara se puede, durante una media hora, coger del brazo de algún joven y elegante gentleman, o mostrar, con algunas atrevidas palabras, al embelesador caballero sueco Hans Axel von Fersen, con cuánto agrado le ve la mujer. la cual, ¡ay y mil veces ay!, está, como reina, inexpugnablemente obligada a la virtud. Que estas pequeñas bromas. al punto convertidas en groseramente eróticas por los rumores de Ver salles, recorran todos los salones; que, como quiera que una vez se rompiera en el camino una rueda de la carroza de la corte y María Antonieta tuviera que tomar un fiacre de alquiler para recorrer los veinte pasos que la separaban de la ópera, los periódicos secretos conviertan esta tontería en una galante aventura, eso no lo sabe María Anto nieta.

o no quiere saberlo. En vano la exhorta su madre: «Si aún fuera en compañía del rey, guardaría silencio, pero ¡siempre sin él!, y siempre con lo peor y más joven de la gente de París, siendo la encantadora reina la de más edad de toda esa tropa. La s gacetas, las hojas sueltas, que labraban antes mi bienestar porque celebraban la magnanimidad y bondad del corazón de mi hija, han cambiado de repente. Ya no se oye hablar más que de carreras de caballos, juegos de azar y noches en vela, de modo que yo no quiero ya ni verlas; pero, no obstante, no puedo evitar que todo el mundo, que conoce mi amor y ternura hacia mi hija, hable de ello y me lo refiera. A menudo, hasta evito el concurrir a una reunión, a fin de no enterarme de nada».

Pero todas estas reflexiones no ejercen ninguna influencia sobre la insensata, llegada ya tan adelante en el camino de sus locuras que no comprende que no se la comprenda. ¿Por qué no gozar de la vida? No tiene ningún otro sentido sino ése. Y con conmovedora franqueza responde a las advertencias maternas que le comunica el embajador Mercy:

«¿Qué quiere? Tengo miedo de aburrirme».

«Tengo miedo de aburrirme.» Con esa frase ha pronunciado María Antonieta la palabra definidora de su tiempo y de toda su sociedad. El siglo XVIII toca a su fin, ha realizado su sentido. El reino está fundado, Versalles construido; la etiqueta es perfecta; la corte ahora, no tiene en realidad ya nada más que hacer; los mariscales como no hay guerra, se han convertido en puros títeres de uniforme: los obispos, como aquella generación ya no cree en Dios, son unos galantes señores con sotana violeta; la reina, como no tiene al lado un verdadero rey, ni un heredero del trono que educar, se ha trocado en una alegre mundana. Aburridos y sin comprender, se alzan todos ellos ante las poderosas mareas de la época, y si a veces se sumergen en ellas con curiosas manos, sólo es para extraer algunas pie drecillas brillantes; sonriendo como los niños, al ver lo fácilmente que relumbran entre sus dedos, juegan con el monstruoso elemento. Pero nadie, entre ellos, sospecha el crecimiento cada vez más rápido del nivel de las aguas; y cuando por fin advierten el peligro, la huida es ya inútil, el juego está perdido y su vida amenazada.

TRIANÓN

Con mano ligera y juguetona, María Antonieta coge la corona como un inesperado regalo; es todavía demasiado joven para saber que la vida no da nada de balde y que todo lo que se recibe del destino tiene señalado secretamente su precio. Este precio, María Antonieta piensa no paga rlo. Sólo toma a su cargo los derechos de la realeza y deja a deber sus obligaciones. Quiere reunir dos cosas que no son humanamente compatibles: quiere reinar y al mismo tiempo gozar. Como reina, quiere que todo sirva a sus deseos, cediendo sin vacilar ella misma a cada uno de sus caprichos; quiere la plenitud de poderes de la soberana y la libertad de la mujer; por tanto, gozar doblemente de su vida, juvenil y fogosa, poniéndola dos veces en tensión.

Pero en Versalles no es posible la libertad. En medio d aquellas claras Galerías de Espejos no hay paso alguno qu. quede oculto. Todo movimiento está reglamentado, cada palabra es transportada más lejos por un viento traidor. Aquí no hay soledad posible ni fácil coloquio entre dos personas; no hay descanso ni reposo; el rey es el centro de un gigantesco reloj que señala, con implacable regularidad, cada uno de los actos de la vida, desde el nacimiento a la muerte, desde el levantarse hasta el irse a la cama; las mismas horas de amor se convierten en una cuestión de Estado. El soberano, a quien todo pertenece, pertenece él a su vez a todo y no a sí mismo. Pero María Antonieta odia toda vigilancia; de este modo, apenas llega a ser reina, cuando ya le pide a su siempre condescendiente esposo un escondrijo donde no tenga que serlo. Y Luis XVI, mitad por debilidad, mitad por galantería, le regala, como donación nup cial, el palacete estival de Trianón, un segundo reino chiquito, pero propiedad particular de la reina, en medio del poderoso reino de Francia.

En sí mismo, no es ningún gran regalo el que María Antonieta recibe de su esposo al darle Trianón, pero es juguete que debe ocupar y encantar su ociosidad durante más de diez años.

Su constructor no había pensado jamás este palacete como residencia permanente para la familia real, sino sólo como maison de plaisir como «buen retiro», como apeadero, y en el sentido de secreto nido de amor, había sido abundantemente utilizado por Luis XV

con su Du Barry y otras damas de ocasión. Un hábil mecánico había inventado, para los soupers galantes del rey, una mesa que se hundía en el suelo, de modo que, con gran discreción, surgía en el comedor, servida y dispuesta, ascendiendo de los locales subterráneos de cocina, y ningún sirviente podía acechar las escenas de la mesa; por este acrecenta miento de las comodidades eróticas, el excelente Leporello recibió una recompensa especial de doce mil libras, aparte las setecientas treinta y seis mil que había costado a la caja del Estado la construcción de esta casa de placer. Cálido aún de estas lascivas escenas, se posesiona María Antonieta de este apartado palacete del parque de Versalles. Tiene ahora la reina su juguete, y, a la verdad, uno de los más encantadores que ha inventado jamás el gusto francés; delicado en sus líneas, perfecto en sus proporciones, verdadero estuche para una reina joven y elegante. Edificado con una arquitectura simple, leve mente arcaizante, de un blanco reluciente en medio del lindo verde de los jardines; plenamente aislado y, sin embargo, inmediato a Versalles, este palacio de una favorita, y ahora de una reina, no es mayor que una casa de una familia de hoy día, y apenas más cómodo o más lujoso; siete a ocho habitaciones en conjunto, vestíbulo, comedor, un pequeño salón y uno grande, dormitorio, baño, una biblioteca en miniatura ( lucus a non lucendo, pues, según unánimes testimonios, María Antonieta jamás abrió un libro en toda su vida, aparte de algunas novelas rápidamente hojeadas). En el interior de este palacete, la reina, en todos aquellos años, no cambia gran cosa en la decoración; con seguro gusto no introduce nada llamativo, nada pomposo, nada groseramente caro, en aquel recinto totalmente destinado a la intimidad; por el contrario, no lleva allí nada que no sea delicado, claro y discreto, en aquel nuevo estilo, al cual se llama Luis XVI, con tan escaso motivo como a América por el nombre de Américo Vespucio. Tendría que llevar el nombre de la reina, el nombre de esta delicada, inquieta y elegante mujer; tendría que llamarse estilo María Antonieta, pues nada, en sus formas frágiles y graciosas, recuerda al hombre gordo y macizo que era Luis XVI y a sus toscas aficiones, sino que todo hace pensar en la leve y linda figura de mujer cuya imagen adorna todavía hoy aquellos recintos; formando una unidad desde el lecho hasta la polvera, desde el clavicordio hasta el abanico de marfil, desde la chaise-longue hasta la miniatura, utilizando sólo los materiales más escogidos en las formas menos llamativas, aparentemente frágil y, sin embargo, duradero, uniendo la línea clásica a la gracia francesa, este estilo, aún comprensible hoy para nosotros, anuncia, como ningún otro, el señorío victorioso de la mujer, el dominio de Francia por damas cultas y llenas de buen gusto y trasmuda la pompa dramática de los Luis XIV y Luis XV en intimidad y musicali dad. El saloncito en que se condensa y se divierte la sociedad de un modo tierno y ligero llega a ser el punto principal de la casa, en lugar de las orgullosas y resonadoras salas de recep ción; revestimientos de madera, tallados y dorados, sustituyen al severo mármol; blancas y relucientes sedas, al incómodo terciopelo y al pesado brocado. Los matices tiernos y pálidos, el créme apagado, el rosa de melocotón, el azul primaveral, inician su suave reinado; este ar te se apoya en la mujer y en la primavera, en fétes galantes a indolentes reuniones; no se aspira provocativamente a nada magnífco, a nada teatral a imponente, sino a to discreto y amortiguado; aquí no debe poner su acento el poder de la reina, sino que todas las cosas que la rodean deben reflejar tiernamente la gracia de la joven mujer. Sólo en el interior de este marco precioso y coquetón alcanzan su auténtica y verdadera medida las deliciosas estatuillas de Clodion, los cuadros de Watteau y de Pater, la música de plata de Boccherini y todas las otras selectas creaciones del dix-huitième: este incomparable arte de jugar con las cosas, esta dichosa despreocupación, casi en la víspera de las grandes preocupaciones, ningún otro lugar produce en nosotros un efecto tan directo y auténtico. Para siempre sigue siendo Trianón el vaso más fino, más delicado, y, sin embargo, irrompible, de aquella floración exquisitamente lograda; aquí, el culto del go ce refinado se nos revela por completo como un arte en una morada y una figura de mujer. Y, cenit y nadir del rococó, al mismo tiempo su florecimiento y su agonía, su duración es medida aún hoy de modo más exacto por el relojito de la chimenea de mármol de la habitación de María Antonieta.

Este Trianón es un mundo en miniatura y de juguete: tiene un valor simbólico el que desde sus ventanas no se pueda lanzar ninguna mirada hacia el mundo viviente, hacia la ciudad, hacia París, o siquiera hacia el campo. En diez minutos están recorridas sus escasas brazas de terreno, y, sin embargo, este ridículo rincón era más importante y significativo en la vida de Ma ría Antonieta que toda Francia, con sus veinte millones de súbditos. Pues aquí no se sentía sometida a cosa alguna, ni a las ceremonias, ni a la etiqueta, ni apenas a las buenas costumbres. Para dar a conocer claramente que, en aquellos reducidos terro nes, sólo ella y nadie más que ella manda, dispone la reina, con gran enojo de la corte, que acata severamente la Ley Sálica, que todas las disposiciones sean dadas no en nombre de su esposo, sino en el suyo propio, de par la reine; los sirvientes no llevan la librea real, roja, blanca y azul, sino la suya propia, rojo y plata.

Hasta el propio marido no aparece a11í más que como huésped, un huésped lleno de tacto y cómodo por demás, que nunca se presenta sin ser invitado o a hora inoportuna, sino que respeta severamente los usos domésticos de su esposa. Pero aquel hombre sencillo viene muy gustoso, porque se pasa aquí el tiempo de modo mucho más agradable que en el gran palacio; par ordre de la reine está abolida toda severidad y afectación; no se hace vida de corte, sino que, sin sombrero y con sueltos y ligeros vestidos, se sientan en el verde campo; desaparecen las categorías jerárquicas en la libertad de la ale gre reunión, desaparece todo engallamiento, y, a veces también, la dignidad. Aquí se encuentra a gusto la reina, y pronto se ha acostumbrado de tal modo a esta laxa forma de vida, que, por la noche, se le hace más pesado regresar a Versalles. Cada vez se le hace más extraña la corte después que ha probado esta libertad campestre; cada vez la aburren más los deberes de su cargo, y, probablemente, también los conyugales: con creciente frecuencia se retira, durante el día entero, a su divertido palomar. Lo que más le gustaría sería permanecer siempre en su Trianón. Y como María Antonieta hace siempre lo que quiere, se traslada, en efecto, totalmente a su palacio de verano. Se dispone un dormitorio, cierto que con un lecho para un solo durmiente, en el cual el vo luminoso rey apenas habría tenido cabida. Como todo lo demás, desde ahora también la intimidad conyugal no está sometida al deseo del rey, sino que, lo mismo que la reina de Saba a Salomón, María Antonieta sólo visita a su buen esposo cuando se le antoja (y la madre da voces muy violentamente contra el lit à part ). En el lecho de su mujer, ni una sola vez es huésped el rey de Francia, pues Trianón es para María Antonieta el imperio, dichosamente intacto, sólo consagrado a Citerea, sólo a los placeres, y jamás ha contado ella entre sus placeres sus obligaciones, por lo menos las conyugales. Aquí quiere vivir por sí misma, sin estorbos; no ser otra cosa sino la mujer joven, desmesuradamente adulada y adorada, que, en medio de mil superfluas ocupaciones, se olvida de todo, del reino, del esposo, de la corte, del tiempo, y a veces - y éstos son acaso sus minutos más dichosos- hasta de sí misma.

Con Trianón, este espíritu desocupado ha encontrado por fin una ocupación, un juego, que se renueva constantemente. Lo mismo que a la modista vestido tras vestido, lo mismo que al joyero de la corte alhajas siempre distintas, también tiene María Antonieta que encargar siempre algo nuevo para adornar su pequeño reino; al lado de la modista, del joyero, del director de balle ts, del profesor de música y del maestro de baile, ahora el arquitecto, el constructor de jardines, el pintor, el decorador, todos estos nuevos ministros de su reino en miniatura, le llenan largas horas, ¡ay!, tan espantosamente largas, vaciando al mismo tiempo del modo más intenso el bolso del Estado. La principal preocupación de María Antonieta es su jardín, el cual, naturalmente, no debe semejarse en nada a los históricos jardines de Vèrsalles; tiene que ser el más moderno, el más a la moda, el más original, el más coquetón de toda aquella época, un verdadero y auténtico jardín rococó.

De nuevo, María Antonieta, sabiéndolo o no sabiéndolo, sigue con este deseo el transformado gusto de su tiempo. Pues la gente ya está harta de los campos de césped, llanos y trazados a cordel por el general de jardinería Le Nôtre; de los setos recortados como con una navaja de afeitar, de sus geométricos adornos fríamente calculados en la mesa de dibujo, todo lo cual debía mostrar ostentosamente que Luis XIV, el Rey Sol, no sólo obligó al Estado, a la nobleza, a las clases sociales, a la nación entera, a adoptar la forma exigida por él, sino también al paisaje. La gente ha contemplado hasta hartarse esta verde geometría; está fatigada de esta massacre de la naturaleza; lo mismo que en todo el malestar cultural de la época, también en este punto vuelve a ser el enemigo de la

«sociedad» Jean-Jacques Rousseau, el que pro nuncia la palabra salvadora al exigir en La nueva Eloísa un «parque natural» .

Cierto que, indudablemente, María Antonieta no ha leído jamás La nueva Eloísa. A Jean-Jacques Rousseau lo conoce, en el mejor de los casos, como compositor de ese rústico musical que se llama Le devin du village. Pero las concepciones de Jean-Jacques Rousseau flotan entonces en el aire. Marqueses y duques tienen los ojos llenos de lágrimas cuando se les habla de este noble defensor de la inocencia ( homo perversissimus en su vida privada). Le están agradecidos porque, después de haber agotado ellos todos los procedimientos para excitar sus nervios, les ha revelado dichosamente un último incentivo: el juego con la ingenuidad, la perversión de la inocencia, el dis fraz de lo natural. Claro que también María Antonieta quiere tener ahora un jardín «natural», un paisaje «inocente»; a la verdad, el más natural de todos los jardines naturales de última moda. Y para ello reúne a los mejores y más refinados artistas del tiempo, a fin de que, del modo más artificial, le creen, a fuerza de sutileza, el jardín más ultranatural.

Porque-¡moda del tiempo!-se pretende en estos jardines «anglochinescos» no sólo representar a la naturaleza, sino la totalidad de la naturaleza; en el microcosmos de un par de kilóme tros cuadrados figurar, en un resumen de juguete, el universo entero. Todo debe estar reunido en este minúsculo terreno: ár boles franceses, indios y africanos, tulipanes de Holanda, magnolias del mediodía, un lago y un riachuelo, una montaña y una gruta, románticas ruinas y casas de aldea, templos griegos y perspectivas orientales, molinos de viento holandeses, el norte y el sur, el este y el oeste, lo más natural y lo más extraño, todo artificial y todo que parezca auténtico, hasta un volcán arrojando fuego y una pagoda china quiso primitivamente el arquitecto estilizar en aquel trozo de terreno, grande como la manor felizmente pareció que su proyecto resultaba demasiado caro.

Impulsados por la impaciencia de la reina, centenares de obreros comienzan a hacer surgir como por encanto siguiendo los planes del constructor y del pintor, en medio del paisaje real, otro paisaje lo más pintoresco posible a intencionadamente tierno y natural.

Primeramente se traza un suave y líricamente murmurador arroyuelo, imprescindible accesorio de todo auténtico idilio pastoril, que come entre las praderas; cierto que el agua tiene que ser conducida desde Marly por una tubería de dos mil pies de largo, con la cual.

al mismo tiempo, corre también mucho dinero por aquellos tubos; pero, y esto es lo principal, los meandros de su curso tienen un delicioso aspecto natural. Susurrando suavemente, desemboca el arroyo en el lago artificial, con islas no menos artificiales; se inclina amablemente para pasar bajo los lindos puentes, sostiene graciosamente el deslumbrante plumaje blanco de los cisnes. Como brotando de unos versos anacreónticos, se lanza un peñasco artificial con musgo. una disimulada y artificial gruta de amor y un romántico belvedere; nada permite sospechar que este paisaje. tan conmovedoramente ingenuo, haya sido dibujado, antes de nacer. en innumerables pliegos de colores y que de toda su traza fueran hechos primero veinte modelos de yeso, en los cuales el lago y el arroyuelo estaban representados con trozos de espejo recortados, y las praderas y árboles, lo mismo que en un «nacimiento», por medio de musgo teñido y pegado. Pero adelante.

Cada año tiene la reina un nuevo antojo; instalaciones cada vez más selectas y

«naturales» deben hermosear su imperio; no quiere esperar hasta que estén pagadas las antiguas cuentas; tiene ahora su juguete y quiere seguir jugando con él. Como esparcidas a la casualidad y, sin embargo, bien calcula do el sitio en que se alzan por el romántico arquitecto de la reina, se colocan en el jardín, para aumentar sus encantos, pequeñas preciosidades. Un templecillo consagrado al dios de aquella época, el templo del Amor, se levanta sobre una colinita, y su rotonda, abierta a la antigua, muestra de una de las más hermosas esculturas de Bouchardon, un amor que se cons truye un arco de mayor alcance con un trozo de la maza de Hércules. Una gruta, la gruta del amor, está tallada con tal habilidad en la roca, que la pareja que a11í juguetee descubre a tiempo a los que se aproximen para no dejarse sorprender en sus ternezas. A través del bosquecillo serpentean senderos que se entrela zan; las praderas están bordadas con raras especies de flores; pronto, en medio de la cortina de verde follaje, reluce un pequeño pabellón de música, construcción octogonal de un blanco deslumbrante, y con todo ello, puestas en relación con gusto tan perfecto, unas cosas junto a otras y dentro de otras que, en realidad, en medio de esta gracia, ya no se conoce el artificio estudiado y rebuscado.

Pero la moda quiere todavía más autenticidad. Para desna turalizar aún más a fondo la naturaleza, para embadurnar las decoraciones hasta el punto más refinado de viviente verdad, para realce de la manía de la veracidad, son introducidos auténticos figurantes en esta comedia pastoral, la más preciosamente representada de los tiempos; verdaderos aldeanos y verdaderas aldeanas, legítimas vaqueras con legítimas vacas, temeros, cerdos, conejos y ovejas, auténticos segadores y guadañeros, pas tores, cazadores, lavanderas y queseros, para que sieguen, y laven, y estercoleen, y ordeñen, con objeto de que la comedia de flgurillas se continúe alegre a incesantemente. Un nuevo y más profundo zarpazo a la caja del Tesoro, y por orden de Ma ría Antonieta se desembala al lado de Trianón un teatro de muñecos en tamaño natural para aquellos juguetones niños grandes, con cuadras, pajares, graneros, con palomares y nidales de gallinas, el famoso hameau. El gran arquitecto Mique y el pintor Huberto Robert dibujan, bosquejan y construyen ocho grandes chozas campesinas, copiadas con todo cuidado de las usuales en el país, con techumbres de paja, gallineros y estercoleros. A fin de que estas engañosas construcciones, que relumbraban como recién construidas en medio de aquella naturaleza costosamente lograda, por nada del mundo parezcan falsificadas, imítase exteriormente hasta la pobreza y la ruina de las verdaderas chozas de la miseria; a martillazos se producen grietas en los muros; se hacen románticos desconchones en los recove cos; vuelven a ser arrancadas algunas tablillas en los techos. Huberto Robert pinta hendiduras figuradas en la madera, a fin de que todo haga impresión de podrido y antiquísimo; los humeros de las chimeneas son ennegrecidos con humo. Pero por dentro algunas de las casitas aparentemente arruinadas se hallan provistas de todas las comodidades, con espejos y estufas, billares y cómodos canapés. Pues si la reina se aburre alguna vez y tiene gusto en jugar a Jean-Jacques Rousseau, haciendo quizá manteca con sus propias manos, con sus damas de corte, en ningún caso es lícito que, al hacerlo, se ensucie los dedos. Si visita, en su establo, a sus vacas Brunette y Blanchette, naturalmente es pulido antes el suelo como un parqué por una mano invisible; la piel de las vacas, almohazada hasta ser de un blanco de flores y un pardo de caoba; la espumeante leche es servida no en un grotesco cubo de aldeano, sino en vasos de porcelana especialmente hechos en la fábrica de Sèvres. Este hameau, hoy encantador a causa de su ruina, era para María Antonieta un teatro a la luz del día, una comédie champêtre frívola, casi provoca tiva justamente a causa de su frivolidad. Pues mientras ya en toda Francia los aldeanos se amotinan, mientras la verdadera población campesina, abrumada de impuestos. exige tumultuosamente, con desmedida excitación, una mejora en su insostenible situación, en esta aldeíta de teatro a la Potemicine reina un abobado y embustero bienestar. Atadas con cintitas azules, son llevadas al pasto las ovejas; bajo una sombrilla, sostenida por una dama de la corte, contempla la reina cómo las lavanderas aclaran la ropa blanca en el arroyo murmurador: ¡ay!, es tan deliciosa esta sencillez tan moral y tan cómoda; todo es limpio y encantador en este mundo paradisíaco; tan pura y clara es aquí la vida como la leche que brota de la ubre de la vaca. Se ponen vestidos de fina muselina de una sencillez campestre (y se hacen retratar con ellos pagando algunos miles de libras); se entregan a inocentes placeres; rinden homenaje al goût de la nature con toda la frivolidad de los ahí-

tos de todo. Pescan, cogen flores, pasean -rara vez solos- a través de los entrecruzados senderos, corren por las praderas, ven trabajar a los buenos aldeanos falsificados, juegan a la pelota, bailan minués y gavotas sobre campos floridos en lugar de hacerlo sobre pulidas baldosas, cuelgan columpios entre los árboles, construyen un chinesco juego del anillo, se pierden y se encuentran entre las casitas y los caminitos umbrosos, montan a caballo, se divierten y hacen representar comedias en medio de aquel teatro natural y, por último, acaban por repre sentarlas ellos mismos para otros.

Esta pasión teatral es la última que descubre en sí la reina María Antonieta.

Primeramente se mandó construir un peque ño teatrito particular, aún hoy conservado, delicioso en sus lindas proporciones -el capricho no costó más que 141.000 libras-, para que representaran allí comediantes italianos y franceses; pero después, con audaz decisión, salta ella misma, de pronto, sobre la escena. El divertido grupito que la rodea se encanta, igualmente, con hacer comedias; su cuñado el conde D'Artois, la Polignac y sus amigos trabajan gustosos con ella: hasta el mismo rey va alguna vez para admirar a su mujer como actriz, y de este modo el alegre carnaval de Trianón dura todo el año. Hay fiestas, ya en honor del esposo, o del herma no, ya de príncipes extranjeros, huéspedes de Versalles, a quienes María Antonieta quiere mostrar su encantado imperio; fiestas en las cuales millares de lucecitas escondidas, reflejadas por vidrios de colores, centellean en la oscuridad como amatistas, rubíes y topacios, mientras que chisporroteantes garbas de fuego surcan el cielo y una música, que toca invisible en un lugar próximo, se deja oír dulcemente. Se organizan banquetes de centenares de cubiertos; se construyen puestos de feria para bromas y danzas, y el inocente paisaje sirve, obediente, de refinada decoración de fondo a todo aquel lujo. No; no se aburre uno en medio de la «naturaleza». María Antonieta no se ha retirado a Trianón para hacerse reflexiva, sino para divertirse mejor y más libremente.

La cuenta definitiva de los gastos de Trianón sólo fue presentada el 31 de agosto de 1791; asciende a 1.649.529 libras y, en realidad, reunida con otros gastos disimulados, excede de dos millones; en sí mismos, a la verdad, sólo una gota en el tonel de las danaides de los despilfarros reales, pero siempre un gasto excesivo si se considera la arruinada situación financiera y la miseria general. Ante el tribunal revolucionario, la propia «viuda de Capet» tiene que reconocer que «es posible que el Petit Trianón haya costado sumas gigantescas, acaso más de lo que deseaba yo misma. Poco a poco me veía arrastrada a gastos mayores». Pero también, en sentido político, su capricho le cuesta más caro a la reina. Pues al dejar ociosa en Versalles a toda la camarilla de cortesanos, le quita a la corte el sentido de su existencia. La dama que tiene que entregar los guantes a la reina, aquella dama que le aproxima respetuosamente su vaso de noche, las damas de honor y los gentileshombres, los miles de guardias, los servidores y los cortesanos, ¿qué van a hacer ahora sin su cargo? Sin ocupación alguna, permanecen sentados el día entero en el Oeil-de-boeuf, y lo mismo que una máquina, cuando no trabaja, es roída por la herrumbre, así se ve invadida esta corte, desdeñosamente abandonada, de un modo cada vez más peligroso, por la hiel y el veneno. Pronto llegan tan adelante las cosas, que la alta sociedad, como por un pacto secreto, evita el concurrir a las fiestas de la corte: que la orgullosa «austríaca» se divierta en su « petit Schoenbrunn», en su « petite Viena»; para recibir sólo una rápida y fría inclinación de cabeza se considera demasiado buena esta nobleza, que es tan antigua como los Habsburgos. Cada vez más pública y francamente, crece la fronde de la alta aristocracia francesa contra la reina desde que ha abandonado Versalles, y el duque de Lévis describe muy plásticamente la situación: «En la edad de las diversiones y de la frivolidad, en la embriaguez del poder supremo, a la Reina no le gustaba imponerse traba alguna; la etiqueta y las ceremonias eran para ella motivos de impaciencia y de aburrimiento. Le demostraron... que en un siglo tan ilustrado, en el que los hombres se libraban de todos los prejuicios, los soberanos debían librarse de esas molestas ataduras que les imponía la costumbre: en una palabra, que era ridículo pensar que la obediencia de los pueblos depende del número mayor o menor de horas que la familia real pase en un círculo de cortesanos fastidiosos y hastiados... Fuera de algunos favo ritos que debían su elección a un capricho o a una intriga, fue excluida toda la gente de la corte. La alcurnia, los servicios prestados, la dignidad, la alta cuna, no fueron ya títulos para ser admitido en el círculo íntimo de la familia real. Sólo los domingos podían aquellos que habían sido presentados en la corte ver durante algunos momentos a los príncipes. Pero la mayor parte de estas personas perdieron pronto el gusto por esta inú til molestia, que sabían que no les era agradecida en modo alguno; reconocieron, por su parte, que era una tontería venir hasta tan lejos para no ser mejor recibidos, y dejaron de hacerlo... Versalles, el escenario de la magnificencia de Luis XIV, adonde se venía ansiosamente de todos los países de Europa para aprender refinadas formas de vida social y de cortesía, no era ya más que una pequeña ciudad de provincia, a la cual no se iba más que de mala gana y de la cual volvían todos a alejarse lo más rápidamente posible.

También este peligro lo previó desde lejos María Teresa a su debido tiempo: «Yo misma conozco todo el aburrimiento y vacío de las ceremonias de corte, pero, créeme, si se las abandona surgen de ello inconvenientes aún mucho más importantes que estas pequeñas incomodidades, especialmente entre vosotros, con una nación de tan vivo carácter» No obstante, cuando María Antonieta no quiere comprender, no tiene sentido alguno el pretender razonar con ella. ¡Cuántas historias a causa de la media hora de camino separada de Versalles a que vive! Mas, en realidad, estas dos o tres millas le han alejado para el resto de su vida, tanto de la corte como del pueblo. Si María Antonieta hubiese permanecido en Versalles, en medio de la nobleza francesa y siguiendo las costumbres tradiciona les, en la hora del litigio habría tenido a su lado a los príncipes, a los grandes señores y al conjunto de la aristocracia. Por otra parte, si hubiese intentado, lo mismo que su hermano José, acercarse democráticamente al pueblo, los cientos de miles de parisienes, los millones de franceses la habrían idolatrado. Pero María Antonieta, individualista absoluta, nada hace para agradar a la nobleza ni al pueblo; piensa sólo en sí misma, y a causa de este capricho favorito de Trianón es igualmente mal querida tanto del primero como del segundo y del tercer estado; porque quiso estar demasiado sola gozando de su dicha, estará igualmente solitaria en su desdicha, y se ve forzada a pagar un juego infantil con su corona y con su vida.

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