LA LUCHA POR UN SALUDO

«No te mezcles en política; no te ocupes de asuntos ajenos». le repetía desde el principio María Teresa a su hija; advertencia realmente innecesaria, pues para la joven María Antonieta nada hay en la tierra más importance que su placer. Todas las cosas que exigen meditación profunda o atención sistemática aburren indeciblemente a esta mujer joven, enamorada de sí misma. y, en realidad, es literalmente contra su voluntad el que ya desde los primeros años se vea envuelta y arrastrada por aquella mezquina y pequeña guerra de intrigas que en la corte de Luis XV sustituye a la elevada política de Estado de su predecesor. Ya a su llegada encuentra Versalles dividido en dos partidos. Hace tiempo que ha muerto la reina, y, por tanto, el primer puesto femenino, con todas sus prerrogativas, corresponde legítimamente a las tres hijas del rey. Pero, torpes. simplonas y comineras, estas tres señoras, devotas a intrigantes, no saben aprovechar su posición más que para sentarse en el primer lugar en la misa y tener primacía en las recepciones.

Aburridas y desagradables solteronas, no ejercen la menor influencia sobre su regio padre, el cual únicamente quiere su placer, y. a la verdad, en bajas formas sensuales, y hasta en las más groseras. Como no tienen ningún poder, ninguna influencia; como no confieren ningún destino, ni una sola vez el más insignificante cortesano se molesta por lograr su favor; todo el brillo, todos los honores, van hacia aquella que tiene muy poco que ver con el honor: hacia la última maîtresse del rey, hacia madame Du Barry.

Procedente de la hez popular, de un pasado oscuro, y, si se quiere conceder crédito a los rumores públicos, habiendo lle gado al dormitorio regio por el rodeo de una casa pública, para captar una apariencia de derecho a tener acceso a la corte ha obtenido de la debilidad de carácter de su amante que le compre un noble esposo, el conde Du Barry, un caballero en extremo complaciente como marido, el cual, el mismo día de la boda, una vez firmados los papeles. desaparece para siempre. Pero, en todo caso, su nombre ha dado capacidad para entrar en la corte a la antigua muchacha de la calle. Por segunda vez, ante los ojos de toda Europa, ha tenido lugar la farsa, degradante y ridícula, de que un rey cristianísimo se deje presentar solemnemente, como desconocida dama de la nobleza, a su favorita, de todos conocida, y la introduzca en la corte. Legitimada por esta recepción, la querida del rey habita en el gran palacio, sólo separada por tres habitaciones de las escandalizadas hijas y unida con la cámara del rey por una escalera construida al efecto.

Con su propio y bien experto cuerpo, y con el de algunas lindas y amables muchachas, aún no experimentadas, que lleva al viejo libertino para excitarlo, mantiene por completo bajo su dominio el erotismo senil de Luis XV; la merced del rey no tiene otro camino sino el que pasa por su salón. Naturalmente, como ella tiene conferido el poder, todos los cortesanos se agrupan en torno suyo: los embajadores de todos los soberanos esperan, llenos de respeto, en su antecámara; reyes y príncipes le envían presentes; puede destituir ministros, repartir cargos; puede mandar que le c onstruyan palacios, disponer de todos los tesoros regios: pesados collares de brillantes centellean sobre su lascivo cuello; gigantescos anillos resplandecen en sus manos, besadas respetuosamente por todas las eminencias de la Iglesia, príncipes y solicitantes, y la diadema regia centellea, invisible, sobre su espesa y oscura cabellera.

Toda la luz del favor real cae dilatadamente sobre esta ilegítima soberana de alcoba; todas las adulaciones y homenajes son para esta osada manceba, que se pavonea por Versalles con mayor arrogancia de lo que jamás lo haya hecho reina alguna.

Escondidamente, en sus habitaciones de segundo orden, se mantienen, mientras tanto, las despechadas hijas del rey, y gimen y se lamentan por culpa de aquella desvergonzada moza, que deshonra a toda la corte, cubre de ridículo a su padre, hace ineficaz el gobierno a imposible toda cristiana vida de familia. Con todo el odio de su virtud a la fuerza, de otra parte su único mérito -pues no poseen ni gracia, ni espíritu. ni dignidad-. las tres hijas aborrecen a esta ramera de Babilonia, que goza aquí, en el lugar de la difunta madre de las princesas, honores de reina, y de la mañana a la noche no tienen otro pensamiento sino el de mofarse de ella, despreciarla y hacerle daño.

Entonces, por una dichosa casualidad, aparece en la corte esta archiduquesa extranjera, María Antonieta; cierto que de quince años solamente, pero que, por la dignidad que le conceden sus derechos de futura reina, es la primera dama de la corte; servirse de ella contra la Du Barry es una dichosa ocupación para las tres solteronas, y desde el primer momento trabajan en preparar agudamente para tal tarea a esta muchacha irreflexiva a inconsciente. Ella debe ser la que dé la cara (mientras las tías permanecen en la oscuridad) para ayudarlas a derrotar a la bestia impura. De este modo, con fingida ternura, atraen a su círculo a la princesita. Y, sin sospecharlo siquiera, al cabo de pocas semanas, María Antonieta se alza en el centro de una encarnizada contienda.

A su llegada, María Antonieta no sabía nada ni de la existencia ni de la singular situación de una madame Du Barry; en la severidad de costumbres de la corte de María Teresa, la idea de una maîtresse era desconocida plenamente. Sólo en la primera cena, entre las otras señoras de la corte, ve a una dama de abultado pecho, brillantemente vestida y con magníficas alhajas, la cual la mira curiosamente, y oye que, al hablar, le dicen «condesa», condesa Du Barry. Pero las tías, que al instante toman afectuosamente a su cuidado a la inexperta niña, le explican el caso fundamental a intencionadamente, pues, pocas semanas más tarde, María Antonieta le escribe ya a su madre acerca de la

«sotte et impertinente créature». En voz alta, e irreflexivamente, la delfina repite en sus charlas todas las observaciones, ruines y malignas, que las queridas tías ponen en sus traviesos labios, y de repente la corte, que se aburre y está siempre ávida de tales sensaciones, encuentra una chanza magnífica, porque a María Antonieta se le ha puesto en la cabeza, o más bien las tías le han puesto en la cabeza, el herir del modo más profundo a esa arrogance intrusa que en el palacio real hace la rueda como un pavo.

Según la ley de bronce de la etiqueta, en la corte de Versalles jamás a una dama de catego ría inferior le es lícito dirigir la palabra a una de categoría supe rior, sino que tiene que esperar respetuosamente a que la de categoría superior se la dirija. Ya se comprende que la delfina, en ausencia de una reina, es la dama de calidad más alta, y María Antonieta hace abundante use de su derecho. Fría, sonriente y provocativa, deja que la condesa Du Barry espere tiempo y tiempo su saludo; durante semanas, durante meses, hace que la impaciente se perezca por una sola palabra de sus labios. Naturalmente, los chismosos y los aduladores advierten pronto el caso; encuentran en este duelo una alegria infernal; toda la corte se calienta placenteramente al fuego atizado por las tías con el mayor cuidado. Todos observan, llenos de expectación, a la Du Barry, la cual ocupa su asiento entre todas las damas de la corte y tiene que contemplar con mal contenida furia cómo aquella petulante rubia de quince años charla y charla alegremente, y quizá con estudiada alegría, con todas las damas de la corte; sólo ante ella María Antonieta frunce siempre un poco su labio habsburgués, levemente saledizo, no dice palabra y parece mirar, como a través de un vidrio, lo que hay detrás de la condesa, resplandeciente de brillantes.

Ahora bien, la Du Barry no es realmente una persona malintencionada. Como auténtica y legítima mujer del pueblo, tiene todas las cualidades de las clases inferiores: cierta benevolencia de advenediza, jovialidad y camaradería hacia todo aquel que no le quiere mal. Por vanidad, es fácilmente amable con todo el que la adula: indolente y generosa, da con gusto a quien le pida algo; no es en absoluto ninguna mujer mala o envidiosa. Pero como ha ascendido desde lo más bajo con una velocidad tan vertiginosa, la Du Barry no se contenta con una apariencia de poder; quiere gozar de él real y ostensiblemente; quiere asolearse vana y lozanamente con un esplendor que no le corresponde, y sobre todo quiere que se le reconozca derecho a todo ello. Quiere ocupar el primer puesto entre las damas de la corte: quiere llevar los más preciosos brillantes, poseer los trajes más magníficos, los más hermosos carruajes. los caballos más lige ros. Todo esto lo obtiene sin trabajo del hombre débil de voluntad. absolutamente sometido a ella sexualmente; nada le es negado. Pero -¡tragicomedia de todo poder ilegítimo que alcanza hasta al propio Napoleón!- su última suprema ambición es ser reconocida por el poder legítimo.

De modo que la condesa Du Barry, aunque está galantemente cercada por todos los príncipes, mimada por todos los cortesanos, después de satisfechos todos sus deseos, aún conserva uno: ser reconocida como existente por la primera mujer de la corte, ser recibida cordial v amablemente por la archiduquesa de la Casa de Habsburgo. Pero no sólo esta petite rousse (así llama a María Antonieta en su impotente furor), no sólo esta gansa de dieciséis años, que ni siquiera puede hablar aún correctamente el francés, que no logra realizar la ridícula pequeñez de que su propio marido rinda auténticos servicios conyugales, esta virgen a pesar suyo. frunce siempre los labios ante ella y la ofende delante de toda la corte, sino que, además, tiene el descaro de burlarse a su costa, públicamente y con toda imprudencia, siendo ella la mujer más poderosa de la corte... Y

¡eso no. eso no se lo consiente ella!

En esta homérica querella de precedencia, la razón, en sentido literal, está indiscutiblemente de parte de María Antonieta. Es de más alta categoría, no tiene para qué hablar de esa dame la cual, como condesa, está colocada muy por debajo de la heredera del trono aunque en su pecho centelleen siete millones de diamantes. Pero la Du Barry tiene detrás de sí el poder efectivo: tiene al rey plenamente en sus manos. Cercano ya el grado ínfimo de su decadencia moral, siéndole plenamente indiferente el Estado, la familia, los súbditos y el mundo, cínico altivo - «aprés moi le déluge»-, Luis XV no quiere otra cosa sino su tranquilidad y sus goces. Deja que las cosas vayan como quieran; no se preocupa de la disciplina y costumbres de su corte, sabiendo bien que de hacerlo, tendría que comenzar por sí mismo. Está harto ya de gobernar: quiere vivir a gusto sus últimos años, vivir sólo para sí, aunque todo se venga abajo en torno suyo y a su espalda.

Por ello, esta repentina guerra femenina turba enojosamente su paz. De acuerdo con sus principios epicúreos, preferiría no intervenir en ella. Pero la Du Barry le rompe a diario los oídos diciéndole que no se dejará humillar por aquella criatura, que no dejará que la ponga en ridículo delante de toda la corte; el rey tiene que defenderla, guardar el honor de la condesa, al mismo tiempo que el suyo propio. Por último, estas escenas y estos llantos importunan al rey, y hace llamar a la primera dama de honor de María Antonieta, madame de Noalles, a fin de que finalmente se sepa cuál es el viento que sopla en las alturas. Al pronto no dice más que amabilidades respecto a la esposa de su nieto. Pero poco a poco va entremezclando toda suerte de observaciones: encuentra que la delfina se la permite hablar un poco libremente sobre lo que ve, y sería conveniente llamarle la atención para que supiera que tal conducta tiene que producir mal efecto en el círculo íntimo de la familia. La dama de honor -como se había calculado- transmite al instante la advertencia a María Antonieta, la cual se la refiere a las tías y a Vermond, y éste, por último, la comunica a Mercy, el embajador de Austria, el cual, naturalmente, se queda muy espantado -¡la alianza, la alianza!- y, por correo urgente, relata todo el asunto a la emperatriz en Viena.

¡Dolorosa situación para la pía, para la beata María Teresa! Ella, que en Viena, por medio de su famosa Comisión de Costumbres, hace azotar implacablemente y conducir al establecimiento correccional a las damas de aquella clase, ¿va a tener que prescribir a su propia hija que se muestre amable con una de tales criaturas? Pero por otra parte, ¿puede ponerse enfrente del rey? Como madre, como estricta católica y como política. se halla ante el más penoso de, los conflictos. Por último, se zafa del asunto, como antigua y hábil diplomática, atribuyendo la cuestión a la cancillería de Estado. No es ella misma quien escribe a su hija, sino que hace que su ministro de Estado Kaunitz, redacte un rescripto dirigido a Mercy, con la comisión de exponer a María Antonieta este «excurso» político.

De esta manera se conserva la posición moral y, no obstante, la pequeña queda advertida de cómo debe conducirse, pues Kaunitz explica: «Cometer faltas de cortesía hacia las personas a quienes el rey ha admitido en su círculo es ofender a ese mismo círculo, y todos tienen que respetar en tales personas el que el monarca mismo las considere dignas de su confianza, y a nadie le es lícito permitirse examinar si lo ha hecho con razón o sin ella. La elección del príncipe, del monarca mismo, tiene que ser estimada como indiscutible».

Está claro, hasta quizá sobradamente claro. Pero María Antonieta se halla sometida a la acción incitadora de sus tías. Cuando le leen la carta, le dice a Mercy, con su abandonada manera habitual, un negligente «sí, sí» y un «está bien», mas piensa para sí que la vieja peluca de Kaunitz puede charlar y charlar lo que quiera, pero que en los asuntos particulares suyos no tiene para qué meterse ningún canciller. Desde que ha observado lo espantosamente que se enoja aquella tonta, aque lla sotte créature, la escaramuza proporciona doblado placer a la orgullosa muchachilla; como si nada hubiese ocurrido, persevera, con maliciosa alegría, en su silencio ostensible. Cada día encuentra a la favorita en bailes, fiestas, partidas de juego y hasta en la mesa del rey, y observa como la otra espera su saludo, mira con el rabillo del ojo y tiembla de emoción cuando la delfina se le acerca. Pero ¡que espere, que espere hasta el día del Juicio! Siempre vuelve a fruncir despreciativamente los labios cada vez que su mirada toma casualmente aquella dirección, y pasa, glacial, a su lado; la frase apetecida y anhelada por la Du Barry, por el rey, por Kaunitz, por Mercy y hasta en secreto por María Teresa no es nunca pronunciada.

La guerra está ahora abiertamente declarada. Como en una lucha de gallos, se agrupan los cortesanos en torno a las dos mujeres, que guardan resuelto silencio: la una, con lágrimas de impotente furor en los ojos; la otra, con una despreciativa sonrisita de superioridad en los labios. Todos quieren ver y saber, y hasta se cruzan apuestas sobre cuál de las dos soberanas de Francia impondrá su voluntad, si la legítima o la ilegítima.

Versalles, desde hace años y años, no ha tenido espectáculo más divertido.

Pero ahora el rey se enoja más a fondo. Acostumbrado a que en el palacio todos obedezcan bizantinamente sólo con que él mueva una ceja, a que cada cual corra servilmente en la dirección que él quiera aun antes de que lo haya expresado con cla ridad, por primera vez tropieza ahora con una oposición el cris tianísimo rey de Francia: una mozuela aún a medio desarrollar osa menospreciar en público sus mandatos. Lo más sencillo, naturalmente, sería llamar a su presencia a es ta arrogante testaruda y echarle una enérgica reprimenda; mas en este hombre depravado y totalmente cínico se conserva aún una última timidez: es para él enojoso ordenar a la adulta esposa de su nieto que tenga una conversación con la maîtresse del señor abuelo. De este modo, Luis XV, en su perplejidad hace exactamente lo mismo que María Teresa en la suya: convierte un asunto particular en asunto de Estado. Con gran sorpresa suya, el embajador austríaco, Mercy, se ve convocado a una confe rencia por el ministro francés de Asuntos Extranjeros, y no en la sala de audiencias, sino en las habitaciones de la condesa Du Barry. Al punto comienza a sospechar toda suerte de cosas, por esta singular elección de lugar, y ocurre exactamente to que él ha esperado: apenas ha hablado algunas palabras con el ministro cuando entra la condesa Du Barry, le saluda cordialmente y le refiere al detalle lo injusto que se es con ella si se le atribuyen sentimientos hostiles hacia la delfina; al contrario, es ella la que viene siendo calumniada. Para el buen embajador Mercy es enojoso convertirse tan de repente de representante de la empe ratriz en confidente de la Du Barry, y habla con diplomacia una y otra vez. Pero entonces se abre silenciosamente la secreta puerta en la tapicería y Luis XV interviene, con toda su majestad, en la delicada conversación. «Hasta ahora ha sido usted -le dice a Mercy- el embajador de la emperatriz; sea usted ahora embajador mío por algún tiempo, se lo ruego.» Después se expresa muy francamente sobre María Antonieta. La encuentra encantadora: pero siendo como es muy joven y excesivamente llena de vida, y además casada con un esposo que no sabe dirigirla, cae en toda suerte de intrigas y se deja dar malos conse jos por otras personas (alude a las tías, sus propias hijas). Ruega por eso a Mercy que emplee toda su influencia para que la delfina modifique su conducta. Mercy comprende al instante que el asunto se ha convertido en político; está en presencia de una orden clara y manifiesta que tiene que ser ejecutada; el rey exige una capitulación completa. Bien se comprende que Mercy, con toda celeridad, informa a Viena de la situación, y, para suavizar hasta aquí lo penoso de su cometido, ponga algún amistoso afeite en el retrato de la Du Barry; no es tan mala como parece, y todo su deseo consiste en una pequeñez: que la delfina, una sola vez, le dirija públicamente la palabra. Al mismo tiempo, visita a María Antonieta, insiste a insiste, y no vacila en emplear las armas más afiladas. La intimida aludiendo vagamente a venenos con los cuales, en la corte francesa, ha sido suprimida más de una persona altamente situada, y, con fuerza de persuasión muy especial, le describe la discordia que puede producirse entre Habsburgos y Borbones. Éste es el naipe mejor de su juego: echar sobre María Antonieta todas las culpas para el caso de que la alianza, la obra maestra de su madre, llegue a ser rota a causa de su conducta.

Y en efecto, la artillería gruesa comienza a hacer su obra: María Antonieta se deja atemorizar. Con lágrimas de cólera en los ojos promete al embajador que un día determinado, en una partida de juego, dirigirá la palabra a la Du Barry. Mercy respira profundamente. ¡Gracias a Dios! La alianza está salvada.

Una función de gala de primera categoría espera ahora a los íntimos de la corte. De boca en boca pasa la misteriosa notifi cación: hoy, por la noche, la delfina dirigirá al fin por primera vez, la palabra a la Du Barry. La escena está dispuesta con todo cuidado y la réplica convenida anticipadament e. Por la noche, en el salón de juego -así está acordado entre el embajador y María Antonieta-, al final de una partida, Mercy se acercará a la condesa Du Barry a iniciará con ella una pequeña conversa ción. Entonces, siempre como por casualidad, pasará por a11í la delfina, se acercará al embajador, lo saludará y, en esta ocasión, dirá también algunas palabras a la favorita. Todo está excelentemente planeado.

Mas por desgracia fracasa la representación, porque las tías no consienten que su aborrecida riva l obtenga este público buen éxito; se conciertan por su parte, para hacer caer anticipadamente el telón de hierro antes de que llegue el turno del dúo de la reconciliación. Con el mejor propósito. María Antonieta se dirige por la noche a la reunión: la escena está preparada: Mercy. según el programa, toma a su cargo el comienzo. Como por casualidad, se acerca a madame Du Barry y traba con ella una conversación. Mientras tanto, precisamente como fue convenido, María Antonieta comienza a dar la vuelta al salón. Charla con esta dama. ahora con la siguiente, luego con la que viene tras ésta, prolongando quizás un poco este último coloquio, por miedo, por excitación y por enojo; ahora sólo queda todavía una dama, la última, entre ella y la Du Barry; dos minutos, un minuto, y tiene ya que haber llegado junto a Mercy y la favorita.

Pero en este momento decisivo, madame Adelaida, la principal azuzadora entre las tres tías, ejecuta su gran coup. Se dirige severamente a María Antonieta y le dice imperativamente: «Es hora de que nos retiremos. ¡Ven! Tenemos que esperar al rey en la habitación de mi hermana Victoria». María Antonieta, cogida de improviso, sorprendida, pierde los ánimos; espantada como está, no osa decir que no, y por otra parte, no tiene bastante prese ncia de ánimo para dirigir a toda prisa cualquier frase indiferente a la Du Barry, que sigue esperando. Se ruboriza, se embrolla, y se aleja de a11í corriendo más bien que andando, con lo cual el anhela do saludo, el saludo de encargo, obtenido diplomáticamente y comprometido entre cuatro, no llega a ser pronunciado. Todo el mundo se queda de una pieza. La totalidad de la escena ha sido preparada en vano; en lugar de una reconciliación, no se ha conseguido más que un nuevo escarnio. Los malignos de la corte se frotan de gusto las manos; hasta en los cuartos de la servidumbre se refiere, entre ahogadas risas, cómo la Du Barry ha esperado inútilmente. Pero la Du Barry echa espumarajos, y, lo que es más grave, Luis XV cae en una manifiesta cólera.

«Ya veo, seño r Mercy -le dice rencorosamente al embajador-, que sus consejos no tienen ninguna influencia. Es necesario que arregle el asunto por mí mismo.»

El rey de Francia está iracundo y pronuncia amenazas; madame Du Barry se enfurece en sus habitaciones; vacila toda la alianza franco-austríaca; la paz de Europa está en peligro. Al instante anuncia a Viena el mal giro del asunto. Ahora la empe ratriz tiene que emplear todo el peso de su autoridad. Ahora María Teresa misma tiene que intervenir, porque sólo ella, entre todas las criaturas humanas, tiene el poder sobre aquella niña obstinada. María Teresa está extraordinariamente asustada con los acaecimientos. A1

enviar a su hija a Francia tuvo la honrada intención de evitar a su niña el turbio ejercicio de la política, y desde el principio escribe a su embajador: « Confieso abiertamente que no deseo que mi hija adquiera ninguna influencia decisiva en los asuntos públicos. He aprendido por mí misma qué pesada carga es el gobierno de un gran imperio, y, además, conozco los pocos años y la ligereza de mi hija, unido con su falta de afición a cualquier trabajo serio (y que, además, no tiene todavía conocimiento de nada); todo esto no me permite esperar nada bueno para el gobierno de una monarquía tan decaída como la francesa. Si mi hija no logra que mejore esta situación, o si llega a hacerse peor, prefiero que se culpe de ello a cualquier ministro y no a mi hija. Por ello no puedo decidirme a hablarte de política y asuntos de Estado».

Pero esta vez -¡fatalidad!- la trágica anciana tiene que ser infiel a sí misma, pues María Teresa, desde hace algún tiempo, tiene graves preocupaciones políticas. Un asunto oscuro y no muy limpio se está tramando en Viena. Hace ya meses que, de parte de Federico el Grande, a quien ella od ia como al verdadero emisario de Lucifer sobre la tierra, y de Catalina de Rusia, de quien también desconfía fundamentalmente, se le ha hecho la triste proposición de un reparto en Polonia, y la entusiasta aprobación que esta idea encuentra en Kaunitz y en su corregente José II perturba desde entonces la conciencia de la emperatriz. «Todo reparto es, en el fondo, injusto y dañoso para nosotros. No puedo menos de lamentar esta proposición, y tengo que confesar que me da vergüenza el dejarme ver en público. » Al punto ha reconocido esta idea política como lo que realmente es: como un crimen moral, como un acto de bandidaje contra un pueblo inocente a indefenso. «¿Con qué derecho podemos saquear a un inocente a quien siempre nos hemos ala bado de proteger?» Con grave y pura indignación, declina la oferta, indiferente a que se puedan tomar por debilidad sus escrúpulos morales. «Mejor pasar por débiles que por desleales», dice noble y sabiamente. Pero María Teresa hace mucho que no es soberana única. José II, su hijo y correinante, sólo sueña con guerras, aumento del Imperio y reformas, mientras que ella, que conoce prudentemente la frágil forma artificial del Estado austríaco, sólo piensa en conservar y mantener; para oponerse a la influencia materna, José II sigue tímidamente el camino del hombre belicoso, del más encarnizado enemigo de su madre, de Federico el Grande, y con profunda consternación ve aquella mujer envejecida que su más fiel servidor, Kaunitz, a quien ella ha hecho grande, se inclina hacia la naciente estrella de su hijo. Quebrantada, fatigada y desengañada en todas sus esperanzas como madre y como soberana, lo que habría preferido sería la abdicación.

Pero la detiene la idea de su responsabilidad; presiente con profética certeza -la situación es igual a la de aquel Francisco José que, asimismo cansado, tampoco se desprendía del poder- que el espíritu voluble e inquieto de aquel precipitado reformador que es su hijo extenderá inmediatamente la turbación por todo aquel imperio tan difícilmente gobemable. De este modo, esta mujer piadosa y profundamente íntegra lucha hasta el último instante por lo que es el bien supremo para ella: por el honor. « Reconozco -así escribe- que en todo el tiempo de mi vida jamás me he sentido tan acongojada. Cuando tuve que reivindicar todas mis tierras. me sostenía la idea de mi derecho y el apoyo de Dios. Pero en el caso presente, en el cual no sólo el derecho no está de mi parte, sino que la obligación, la justicia y la equidad luchan contra mí. no me queda ninguna paz, sino más bien inquietud y reproches de un corazón que jamás estuvo acostumbrado a engañar a nadie, ni a sí mismo, o hacer pasar la doblez como sinceridad. La fidelidad y la buena fe están perdidas para siempre, aunque son la mayor joya y la verdadera fortaleza de un monarca frente a los otros.»

Pero Federico el Grande tiene una conciencia robusta y se mofa desde Berlín: «La emperatriz Catalina y yo somos un par de viejos bergantes; pero ¿cómo se las compone con su confe sor la vieja beata?». Insiste el rey de Prusia, y José II amenaza. jurando siempre que es inevitable la guerra si Austria no se une a los otros dos. Finalmente, en medio de lágrimas, lastimada su conciencia y dolorida el alma, María Teresa accede: «No soy lo bastante fuerte para regir sola los asuntos; por consiguiente, les dejo, no sin la mayor aflicción, que sigan el camino por ellos trazado», y firma con la reserva de que lo hace «porque me lo aconsejan todos los hombres prudentes y experimentados». Pero en lo más íntimo de su corazón se reconoce como cómplice y tiembla ante el día en que el tratado secreto y sus consecuencias sean revelados al mundo. ¿Qué dirá Francia?

¿Soportará con indiferencia este bandidesco ataque por sorpresa a Polonia, en consideración a su alianza con Austria, o combatirá unas pretensiones que la propia emperatriz no tiene por legítimas? Con su propia mano ha tachado María Teresa en el decreto de ocupación la palabra «legítima». Todo depende únicamente de la actitud cordial o fría de Luis XV

Entonces. en medio de estas preocupaciones, en este ardiente conflicto de conciencia, se presenta la alarmante carta de Mercy diciendo que el rey está enojado con María Antonieta, que le ha manifestado abiertamente al embajador su disgusto, y eso precisamente cuando en Viena están engañando al ingenuo embajador. al príncipe de Rohan. el cual, en medio de sus diversiones y cacerías, no ve nada de la cuestión polaca.

Porque María Antonieta no quiere hablar con la Du Barry puede originarse. del reparto de Polonia, un mal asunto de Estado. y por último quizás una guerra... María Teresa se espanta. No: donde ella misma, con sus cincuenta y cinco años, tiene que hacer, ante la razón de Estado, un sacrificio tan doloroso de conciencia, no puede serle lícito a su hija, aquella incauta muchacha de dieciséis, querer ser más papista que el papa y de moral más severa que su madre. Por tanto le escribe una carta más enérgica que nunca, para vencer, de una vez para siempre. la obstina ción de la pequeña. Naturalmente, ni una so la palabra acerca de Polonia, nada de razón de Estado, sino que todo el asunto (hacerlo así tuvo que ser muy duro para la anciana emperatriz) es tratado como una bagatela: «¡Ay, tanto miedo y tanta vergüenza para hablarle al rey, el mejor de los padres! ¡O para hacerlo con aquellas gente que te aconsejan que le hables! ¡Vaya un encogimiento para dar solamente los buenos días! ¿Cualquier palabra sobre un traje o sobre cualquier otra peque ñez te cuesta tantos aspavientos? Te has dejado coger en tal esclavitud que, visiblemente, la razón y hasta tu deber no tienen ya fuerza para persuadirte. No puedo guardar silencio por más tiempo. Después de la conversación con Mercy y de su comunicación acerca de lo que el rey desea y lo que tu deber exige, ¿has osado desobedecerle? ¿Qué motivo razonable pue des aducir para ello? Absolutamente ninguno. No tienes que considerar a la Du Barry sino como a todas las restantes damas que en la corte son admitidas en el círculo del rey. Como primer súbdito del rey, tienes que mo strar a toda la corte que ejecutas sin condiciones el deseo de tu soberano. Naturalmente que si te pidiese bajezas o deseara de ti intimidades con ella, entonces ni yo ni ningún otro te lo aconsejaría; pero

¡cualquier palabrilla indiferente, no por la dama misma, sino por tu abue lo, tu soberano y bienhechor!».

Este bombardeo de razones (y no del todo sinceras) que brantan la energía de María Antonieta; aunque indomable, voluntariosa y obstinada, jamás ha osado oponer resistencia ante la autoridad de su madre. La disciplina familiar de la Casa de Habsburgo se acredita. como siempre. victoriosa también en este caso. Aún se resiste un poco María Antonieta. pero por guardar las formas. «No digo que no, ni tampoco que no haya de hablar con ella en una hora y día previamente determinados, para que ella lo anuncie con anticipación y pueda presentarse como triunfadora.» Pero, en realidad, su resistencia está internamente quebrantada y estas palabras son sólo una última escaramuza de retirada: la capitulación está anticipadamente sellada.

El día de año nuevo de 1772 trae por fin la solución de esta guerra femenina heroico-cómica; aporta el triunfo de madame Du Barry y la sumisión de María Antonieta.

La escena está de nuevo teatralmente preparada; otra vez la corte, solemnemente reunida, está llamada a ser testigo y espectadora. Llega por fin la hora de las felicitaciones. Una después de otra, según su categoría, las damas de la corte desfilan por delante de la delfina, y entre ellas la duquesa de Aiguillón, la esposa del ministro, con madame Du Barry.

La delfina dirige algunas palabras a la duquesa de Aiguillón; después vuelve, aproximadamente, la cabeza en dirección a madame Du Barry y dice, no directa mente hacia ella, sino de tal modo que con un poco de buena vo luntad se pueda admitir que le está hablando -todos contienen el aliento para no perder ni una sílaba-, dice las palabras tanto tiempo anheladas, por las cuales se luchó tan fieramente, inauditas y cargadas de fatalidad; le dice de este modo: «Hay hoy mucha gente en Versalles» . Seis palabras, seis palabras con toda precisión contadas, se ha forzado a pronunciar María Antonieta; pero éste es un acontecimiento inmenso en la corte, más importante que la ganancia de una provincia, más emocionante que todas las reformas largo tiempo necesarias... ¡Por fin, por fin la delfina ha hablado con la favorita! María Antonieta se ha rendido, madame Du Barry ha triunfado. Ahora todo vuelve a ser como es debido; todos ven el cielo abierto sobre Versalles. El rey recibe a la delfina con los brazos abiertos, la abraza tiernamente como a una hija perdida que acaba de ser encontrada; Mercy da las gracias todo conmovido, la Du Barry atraviesa las salas como un pavo real; las enojadas tías alborotan furiosas; toda la corte está excitada; se charla y parlotea a grandes voces acerca del suceso desde el desván a los sótanos, y todo ello porque María Antonieta le ha dicho a la Du Barry: «Hay hoy mucha gente en Versalles».

Pero estas seis vulgares palabras llevan en sí un más profundo sentido. Con estas seis palabras se le ha puesto el sello a un gran crimen político; con ellas se ha comprado el tácito consentimiento de Francia al reparto de Polonia. Gracias a estas seis palabras no sólo la Du Barry, sino también Federico el Grande y Catalina de Rusia, han afirmado su voluntad. La humillada no es sólo María Antonieta: todo un país lo es también.

María Antonieta ha sido vencida, lo sabe; su juvenil orguIlo, aún infantilmente indominado, ha recibido un golpe terrible. Por primera vez ha bajado la cabeza, pero no volverá a inclinarla por segunda vez hasta la guillotina. En esta ocasión se ha hecho visible de repente que esta tierna y juguetona criatura, esta «bonne et tendre Antoinette», tan pronto como se toca a su honor saca de sí un alma soberbia a inconmovible. Amar-gamente le dice a Mercy: «Una vez le he hablado, pero estoy decidida a que la cosa quede aquí. Esa mujer no oirá nunca más el tono de mi voz». También a su madre le muestra claramente que, después de esta única condescendencia, no hay que esperar de ella posteriores sacrificios: «Puede usted creer que siempre renunciaré a mis prejuicios y repugnancias, mientras no se me proponga nada que me ponga en evidencia y vaya contra mi honor» . En vano es que la mujer, totalmente indignada por este primer movimiento de independencia de su hija, le responda enérgicamente: «Me haces reír al imaginarte que yo o mi embajador podamos jamás darte un consejo que vaya contra tu honor ni tampoco contra el más mínimo mandamiento del decoro. Tengo miedo por ti cuando veo esa agitación a causa de tan pocas palabras. Y al decirme que no volverás a hacerlo, tal expresión me hace temblar por ti». En vano es que María Teresa vuelva a escribirle una y otra vez: «Tienes que hablar con ella como con cualquier otra señora de la corte del Rey; nos debes eso al rey y a mí». En vano es que Mercy y los otros procuren convencerla sin cesar de que debe mostrarse afectuosa con la Du Barry, asegurándose de este modo el favor del rey; todo se estrella Co ntra la recién adquirida conciencia de sí misma. Los delgados labios habsburgueses de María Antonieta, que una única vez se han abierto contra su voluntad. permanecen cerrados como si fuesen de bronce; ninguna amenaza, ninguna seducción pueden ya romper el sello que los cierra. Seis palabras le ha dicho a la Du Barry, y jamás la odiada mujer llegará a oír la séptima.

Esta única vez, el 1° de enero de 1772, madame Du Barry triunfó sobre la archiduquesa de Austria y de la delfina de Francia. a indudablemente con aliados tan poderosos como un rey Luis de Francia y una emperatriz, María Teresa, la cocotte de la corte podría haber proseguido su lucha contra la futura reina. Pero hay combates tras los cuales el vencedor, recono ciendo la fuerza de su adversario, se espanta de su victoria y considera si no sería más prudente abandonar por su propia voluntad el campo de batalla y concertar la paz.

Madame Du Barry no se siente muy a gusto después de su triunfo. Interna mente, esta bonachona a insignificante criatura no ha cobijado en sí desde el principio ninguna especie de animosidad contra María Antonieta; gravemente ofendida en su orgullo, no quería otra cosa sino esta pequeña satisfacción. Ahora está contenta y no desea más; está avergonzada y asustada de su pública victoria. Pues en todo caso, es lo bastante lista para saber que todo su poder se alza sobre bases inseguras, sobre las gotosas piernas de un hombre que envejece velozmente. Una apoplejía en el protector de sesenta y dos años, y a la mañana siguiente esta petite rousse puede ser ya la reina de Francia; una lettre de cachet, uno de aquellos fatales billetes de viaje a la Bastilla, está pronto firmada. Por ello madame Du Barry, apenas ha triunfado sobre María Antonieta, hace las más vivas, las más leales y sinceras tentativas de reconciliación. Endulza su bilis, sojuzga su orgullo. se presenta una y otra vez en las reuniones de la delfïna y aunque no sea honrada con ninguna palabra más, no se muestra en modo alguno enojada, sino que. por medio de confidencias y emisarios ocasionales, hace saber una y otra vez a la delfina lo cordiales que son sus sentimientos hacia ella. De cien maneras se esfuerza por alcanzar mercedes de su regio amante para su antigua adversaria: fnalmente, hasta llega a emplear el más osado medio: como no puede atra er a María Antonieta con amabilidades, intenta comprar sus favores. Se sabe en la corte - y se sabe, por desgracia, demasiado bien, como lo mostrará más tarde el famoso asunto del collar- que María Antonieta ama desenfrenadamente las joyas magníficas. La Du Barry piensa, por tanto - y es significativo que el cardenal de Rohan haya seguido exactamente el mismo curso de pensamientos diez años más tarde-, que acaso sea posible domesticarla por medio de un regalo. Un gran joyero, el mismo Boehmer del asunto del collar, posee unos pendientes de brillantes que han sido tasados en setecientas mil libras. Probablemente, María Antonieta habrá expresado privada o públicamente su admiración por tal joya, y la Du Barry habrá tenido conocimiento de su antojo. El caso es que un día hace que le sea insinuado en voz baja a la delfina por una de las damas de la corte que si realmente quiere tener los pendientes de brillantes, será un placer para la Du Barry convencer a Luis XV de que debe regalárselos.

Pero María Antonieta no responde ni palabra a esta impúdica proposición, se vuelve despreciativa y continúa mirando glacialmente a su adversaria; ni por todas las piedras preciosas de la tierra esta madame Du Barry, que una vez la humilló públicamente, oirá ninguna palabra de estimación de sus labios. Un nuevo orgullo, un aplomo nuevo, comienza a mostrarse en la muchacha de diecisiete años; no necesita ninguna alhaja debida a la merced y al favor ajenos, pues siente ya sobre sus sienes las proximidades de la diadema de reina.

LA CONQUISTA DE PARÍS

En las noches oscuras, desde las colinas que rodean Versalles se ve claramente el reluciente halo de luces de París reflejándose en el cielo nuboso, tan cercano de la capital está el palacio; un cabriolé de muelles recorre el camino en dos horas; un peatón apenas necesita seis para ello. Por tanto, ¿qué hubiera sido más natural sino que la nueva heredera del trono hiciese una visita a la capital de su reino dos, tres o cuatro días después de la boda? Pero el verdadero sentido, o más bien la falta de sentido del ceremonial, consiste precisamente en oprimir o torcer lo natural en todas las formas de la vida. Entre Versalles y París se alza para María Antonieta una muralla invisible: la etiqueta. Pues sólo con toda solemnidad, después de un especial anuncio, precedido de un permiso del rey, le es dado al herede ro del trono de Francia entrar por primera vez en la capital con su esposa. Pero justamente esta solemne entrada, la joyeuse entrée de María Antonieta, trata la querida parentela de retrasarla todo lo posible. Aunque entre ellos se aborrezcan mortalmente, las viejas tías beatas, la Du Barry y el par de ambicio sos hermanos, los condes de Provenza y Artois, todos trabajan en común, celosamente, para labrar la valla que cierra el camino de París para María Antonieta; no quieren concederle un triunfo que mostrará de modo harto visible su futura categoría. Cada semana, cada mes, la

«camarilla» encuentra un nuevo impedimento, y pasan así seis meses, doce, veinticuatro, treinta y seis; un año, dos años, tres años, y María Antonieta continúa siempre prisionera detrás de las doradas rejas de Versalles. Por último, en mayo de 1773, pierde María Antonieta la paciencia y pasa abiertamente al ataque. Como los maestros de ceremonias, llenos de preocupación, menean siempre dubitativos sus empolvadas pelucas ante los deseos de la princesa, se hace ésta anunciar en las habitaciones de Luis XV. El rey no encuentra en tal pretensión nada de extraordinario y, débil ante las mujeres bonitas, dice al punto que «sí» y «amén» a la charmante esposa de su nieto, con gran enojo de toda la clique. Y hasta le deja libertad para que escoja ella misma el día de la entrada solemne.

María Antonieta elige el 8 de junio. Pero como el rey ha dado definitivamente su permiso, divierte a la petulante princesa hacerle secretamente una jugarreta al odiado reglamento de palacio, que durante tres años ha tenido cerrado para ella el camino de París. Y así como a veces algunos enamorados novios, sin que la familia lo sospeche, anticipan la noche de bodas antes de la bendición sacerdotal, para añadir a su goce el encanto de lo prohibido, también María Antonieta convence a su esposo y a su cuñado, muy poco antes de la entrada pública en París, para hacer allí una excursión secreta.

Algunas semanas antes de la joyeuse entrée, ya tarde, por la noche, hacen enganchar las carrozas y, disfrazados y con careta, se dirigen al baile de la ópera, en la Meca, en París, la ciudad prohibida. A la mañana siguiente, como se presenta muy como es debido a la primera misa, esta no permitida aventura queda desconocida por completo. No hay ningún escándalo y, sin embargo, María Antonieta ha tomado su primera venganza de la odiada etiqueta.

Después de haber saboreado en secreto el paradisíaco fruto de París, tanto más poderosamente impresiona a la princesa la entrada pública y solemne. Después del rey de Francia, también el rey del cielo da su aprobación solemne: este 8 de junio es un radiante día de verano que atrae, como espectadores, a una muchedumbre que la vista no consigue abarcar. Todo el camino de Versalles a París se transforma en un doble seto humano, ininterrumpido, mugiente, sobre el cual se agitan sombreros, pintorescamente salpicados de banderas y guirnaldas. En la puerta de la ciudad, el mariscal De Brissac, gobernador de la capital, espera la carroza de gala para presentar respetuo samente, en una bandeja de plata, a los pacíficos conquistado res, la llave de la ciudad. Después vienen las placeras del mercado; vestidas con sus mejores galas (¡de qué otro modo darán más tarde la bienvenida a María Antonieta!), presentan las primicias de la estación, frutos y flores, recitando dinásticos versos. Al mismo tiempo retumban los cañones de los Inválidos. del Ayuntamiento y de la Bastilla. La carroza de gala recorre lentamente toda la ciudad; va a lo largo del muelle de las Tullerías hasta Notre-Dame; en todas partes, en la catedral, en los conventos, en la universidad, son recibidos con discursos; pasan a través de un arco de triunfo, erigido expresamente, y por medio de bosques de banderas; pero la acogida más hermosa es la que a los dos les hace el pueblo. Por docenas de miles, por centenares de millares afluyen las gentes por todas las calles de la gigantesca ciudad para ver a la joven pareja, y el espectáculo inesperado de aquella joven esposa, encantadora y encantada, provoca indecible entusiasmo. Aplauden, lanzan exclamaciones, agitan pañuelos y sombreros; mujeres y niños se apretujan para llegar más cerca, y cuando María Antonieta, desde el balcón de las Tullerías, contempla las inmensas oleadas de aquella delirante muchedumbre, dice casi espantada: «¡Dios mío, cuánta gente!», pero entonces el matiscal De Brissac se inclina hacia ella y le responde con una galantería auténticamente francesa: «Señora, que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres ena morados de Vuestra Alteza».

La impresión de este primer encuentro de María Antonieta con el pueblo es inmensa.

De natural poco reflexiva, pero dotada de rápida comprensión, no concibe las cosas sino sólo por una inmediata y personal impresión, por intuitiva labor de sus sentidos y de sus ojos. Sólo en aquellos minutos, cuando la masa anó nima, tan grande que no se puede abarcar con la vista, gigantesca selva viviente con banderas, griterío y agitar de sombreros, asciende mugidora hacia ella en cálidas oleadas, sospecha por primera vez el esplendor y la grandeza de su posición a que el destino la ha elevado. Hasta entonces, en Versalles, le han hablado llamándola Madame la Dauphirie, pero eso no era más que un título entre mil otros, un peldaño superior dentro de la rígida escala interminable de la nobleza, una palabra vacía de sentido, un concepto helado. Ahora, por primera vez, comprende Maria Antonieta plásticamente, el inflamado sentido y la orgullosa promesa que se contienen en estas palabras: «heredera del trono de Francia». Conmovida, le escribe a su madre: « El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado. se sentía transportado de alegría al vernos. En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durance tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento. Antes de retirarnos hemos saludado con la mano al pueblo, lo que causó gran alegría. ¡Qué dicha es, en nuestro alto estado, poder adquirir con tanta facilidad el afecto de las gentes! Y, sin embargo, nada hay tan precioso: lo he comprendido bien y jamás he de olvidarlo».

Son éstas las primeras palabras verdaderamente personales que se encuentran en las cartas de María Antonieta a su madre. Las impresiones fuertes son siempre accesibles a su natural fácilmente emocionable, y la bella conmoción producida en ella por este afecto popular, en modo alguno merecido y, sin embargo, tan violento a impetuoso, provoca en su pecho un magnánimo sentimiento de gratitud. Pero si es rápida en la comprensión.

también lo es en el olvido.

Al cabo de algunas otras excursiones a París, ya recibe estas manifestaciones de júbilo como homenaje debido a su categoría y sit uación y se alegra de ello del modo infantil a inconsciente como recibe todos los dones de la vida. Le parece maravilloso verse envuelta ruidosamente por la ardiente muchedumbre, dejarse amar por ese desconocido pueblo; en adelante sigue disfrutando de este amor de veinte millones de criaturas como de un derecho propio. sin sospechar que el derecho impone también deberes y que el amor más puro acaba por fatigarse si no se siente correspondido.

Ya en su primera visita, María Antonieta ha conquistado París. Pero, al mismo tiempo, también París ha conquistado a María Antonieta. Desde ese día vive entregada a esta ciudad. Con frecuencia, y muy pronto con demasiada frecuencia, se traslada a la seductora capital, inagotable en placeres; ya de día, en un cortejo principesco, con todas las damas de su corte; ya de noche, con un pequeño séquito íntimo, para ir al teatro o a los bailes y entregarse privadamente a extravagancias y caprichos de un género más o menos pernicioso. Sólo ahora, cuando se ha desprendido de la uniforme distribución del tiempo del calendario de la corte, se da cuenta aquella seminiña, aquella indisciplinada mozuela, de lo mortalmente aburrido que es el palacio de Versalles, con sus centenares de ventanas y sus blo ques de piedra y mármol, donde todo son reverencias a intrigas y fiestas con rigidez de almidón; de lo fastidiosas que son aque Ilas criticonas y gruñonas tías, con las cuales tiene que ir a misa por las mañanas y calcetear por la noche.

Fantasmal, momifi cada y artificiosa, comparándola con la torrencial plenitud de vida de París, le parece toda la existencia de la corte, sin alegría ni libertad, con actitudes horriblemente afectadas, eterno minué con iguales eternas figuras, los mismos acompasados movimientos a idéntico espanto ante el más pequeño faux -pas. Es para ella como si se hubiese escapado al aire libre desde un invernadero. Aquí, en la confusión de la gigantesca ciudad, puede uno sumergirse y desaparecer, sustraerse al implacable horario de la distribución del día y jugar con el azar; aquí puede uno vivir su propia vida y gozar de ella, mientras que a11í sólo se vive para la galería. De este modo, con regularidad, rueda ahora una carroza por el camino de Versalles, dos o tres noches por semana, llevando a París unas mujeres contentas y engalanadas que no regresarán hasta que palidezca el cielo del alba.

Pero ¿qué ve de París María Antonieta? En los primeros días examina por curiosidad toda suerte de cosas dignas de ser vistas: los museos, los grandes comercios; asiste a una fiesta popular, y hasta una vez a una exposición de pinturas. Mas con ello queda plenamente satisfecha, para los próximos veinte años, su necesidad de instruirse en París.

En general, se consagra exclusivamente a los lugares de diversión: va con regularidad a la ópera, a la Comedia Francesa, a la Commedia italiana, a bailes, redoutes; visita las salas de juego; por tanto, precisamente el Paris at night, el Paris city of pleasure de las norteamericanas ricas de hoy. Lo que más la atrae son los bailes de la ópera, pues la libertad del disfraz es la única permitida a aquella joven prisionera de su categoría. Con el antifaz sobre el semblante, una mujer puede permitirse algunas bromas que en otro caso habrían sido imposibles a una Madame la Dauphine. Puede tener algunos minutos de lozana conversación con caballeros desconocidos -el aburrido a incapaz esposo se ha quedado a dormir en casa-; puede dirigirle la palabra a un joven seductor, al conde sueco llamado Fersen, y, cubierta por la máscara, charla con él hasta que las damas de honor vuelven a llevarla al palco; puede bailar, esto es, aquietar hasta el cansancio un cuerpo ágil y cálido; aquí es lícito reír sin preocupaciones; ¡ay, en París se puede pasar la vida tan deliciosamente! Pero jamás, en todos aquellos años, penetra en una casa burguesa, jamás asiste a una sesión del Parlamento o de la Academia, jamás visita un hospital, un mercado; ni una sola vez intenta conocer algo de la existencia cotidiana de su pue blo.

María Antonieta permanece siempre, en estas escapadas parisienses, dentro del estrecho círculo centelleante de los placeres mundanos, y piensa haber hecho ya bastante por las buenas gentes, el bon peuple, correspondiendo con una sonrisa indolente a sus entusiastas aclamaciones; y he aquí que la muchedumbre continúa siempre formando muros de vítores a su paso, y lo mismo la ovaciona la nobleza y la rica burguesía cuando, por la noche, aparece en el antepecho del palco. Siempre y en todas partes, la mujer joven siente que se aprueba su alegre ociosidad, sus francas excursiones de placer; por la noche, cuando va a la ciudad y las gentes regresan fatigadas de su trabajo, y lo mismo por la mañana, a las seis, cuando «el pueblo» vuelve a ir a sus labores. ¿Qué púede, pues, haber de indebido en esta arrogancia, en este libre vivir para sí misma?

En la impetuosidad de su alocada juventud, María Antonieta piensa que todo el mundo está contento y sin cuidados, porque ella misma no tiene preocupaciones y es feliz. Pero mientras que en su falta de presentimientos se imagina renunciar a la corte y hacerse popular en París con sus diversiones, pasa realmente en su lujosa carroza de muelles, encristalada y chirriante, durante veinte años, al lado del verdadero pueblo y del París verdadero, sin verlos.

La poderosa impresión del recibimiento de París ha transformado algo en María Antonieta. La admiración ajena fortale ce siempre el sentimiento de confianza en sí mismo; una mujer joven a quien millares de personas han asegurado que es hermosa, se hermosea todavía más con la conciencia de su hermo sura; así le ocurre también a esta muchacha intimidada que hasta entonces se había sentido siempre en Versalles como extranjera y superflua. Pero ahora un juvenil orgullo, asombra do de sí mismo, extingue plenamente en su ser toda inseguridad y recelo; ha desaparecido la muchacha de quince años que, protegida y tutelada por un embajador y el confesor, por tías y parientes, se deslizaba por los salones haciendo una reverencia delante de cada dama de honor. Ahora María Antonieta ha aprendido de repente a guardar el porte debido a su categoría. cosa que tanto tiempo se deseó de ella; se impone tiesura dentro de sí; erguida y con su gracioso paso alado, se desliza por en medio de todas las damas de la corte como entre subordina das. Todo se transforma en ella. La personalidad de la mujer comienza a revelarse; su letra misma de pronto se transforma: hasta entonces desmañada, con gigantescas formas infantiles, se estrecha ahora, en sus lindas esquelas, con un carácter nervioso y femenino. Claro que la impaciencia, la inconstancia, lo desconocido a irreflexivo de su ser no desaparecerán jamás por completo de su escritura; pero, en cambio, comienza a manifestarse en ella cierta independencia. Ahora estaría madura esta muchacha ardiente, totalmente llena de sentimiento de su palpitante juventud, para vivir una vida personal, para amar a alguien. No obstante, la política la ha unido con ese zamborotudo esposo, que ni siquiera es todavía hombre, y como María Antonieta no ha descubierto aún su corazón y a su alrededor no sabe de ningún otro a quien amar, esta muchacha de dieciocho años se enamora de sí misma. El dulce veneno de la adulación se precipita ardiente por sus venas. Cuanto más se la admira, más quiere ser admirada, y antes de ser soberana por la ley quiere como mujer, someter a su dominio, con su gracia, a la corte, la ciudad y el reino. Tan pronto como llega a ser cons ciente de sí misma, siente el afán de ponerse a prueba.

El primer ensayo que hace aquella mujer joven para ver si puede modificar la corte y la ciudad, sometiéndolas a su voluntad, tiene, por suerte, un buen motivo -casi podría decirse: excepcionalmente-. El maestro Gluck ha terminado su Ifigenia y querría verla representada en París. Para la corte de Viena, muy aficionada a la música, su buen éxito es una especie de asunto de honor, y María Teresa, Kaunitz y José II esperan de la delfina que allanará el camino. Ahora bien: la capacidad crítica de María Antonieta, tratándose de valores artísticos, no es en modo alguno sobresaliente ni en música, ni en pintura, ni en literatura. Tiene cierto buen gusto natural, pero no juzga por sí misma, sino que, con perezosa curiosidad. presta obediencia a toda nueva moda y se entusiasma, con breves ardores de fuego de paja, por todo lo que es aprobado por la buena sociedad. Para una profunda comprensión le faltan a María Antonieta, que jamás ha leído un libro hasta el final y sabe evitar toda conversación grave, las indispensables condiciones de carácter de un real discernimiento: seriedad, respeto, esfuerzo y reflexión. El arte nunca fue para ella más que un ornamento de la vida. una diversión entre otras diversiones: conocía sencillamente el goce artístico fácil; por tanto, nunca el valedero. En cuanto a la música.

lo mismo que respecto a todo lo demás, se ocupa de ella negligentemente; las lecciones de piano que le había dado el maestro Gluck en Viena no le han hecho adelantar gran cosa; toca el clavecin como aficionada. lo mismo que, por afición, representa comedias o canta en un círculo íntimo. Comprender. por presentimiento lo nuevo y grandioso que hay en la Ifigenia, de ello es plenamente infantil aquella princesa, que ni siquiera prestó atención al paso por París de su compatriota Mozart. Pero María Teresa le ha recomendado a Gluck, y la delfina experimenta una auténtica y divertida simpatía por aquel hombre achaparrado, aparentemente rabioso, pero jovial en el fondo; fuera de eso, precisamente porque en París las Óperas italiana y francesa combaten contra el «bárbaro»

por medio de las más alevosas intrigas, quiere la princesa aprove char la ocasión para mostrar una vez su potencia. Al instante impone que la ópera de Gluck, que los señores músicos de la corte habían declarado «irrepresentable» , sea admitida en la Ópera y que acto continuo comiencen los ensayos. No le facilita, a la verdad, sus actos de protección aquel hombre intratable, colérico, poseído de la fanática inflexibilidad del gran artista. En los ensayos reprende con tanto enojo a las cantantes más aduladas, que ellas, llorando, corren a quejarse a los príncipes a quienes tienen por amantes; despiadadamente, trae a mal traer a los músicos, no acostumbrados a tamaña precisión, y gobierna la ópera como un tirano; a través de las puertas cerradas se oye retumbar belicosamente su poderosa voz; docenas de veces amenaza con echarlo todo a rodar y volverse a Viena, y sólo el respeto a su protectora la delfina evita más de un escándalo. Finalmente, la fecha de la primera representación es fijada para el 13 de abril de 1774; la corte encarga ya sus localidades, sus carrozas. Entonces se pone enfermo un cantante y debe ser rápidamente sustituido por otro. «¡No -Ordena Gluck-; se aplaza el estreno.» Desesperadamente se le conjura para que ceda, pues la corte ha adoptado ya su distribución de tiempo; a causa de un cantante mejor o peor, no le es lícito a un compositor -hasta vulgar y además extranjero- atreverse a trastornar los altos placeres de la corte, las disposiciones de las más augustas personalidades. «Me es indiferente», refunfuña aquella dura cabeza de aldeano; prefiere arrojar su partitura al fuego que consentir que sea representada de un modo insuficiente; corre furioso hacia su protectora María Antonieta, a la cual divierte aquel hombre silvestre. Toma al instante partido por el bon Gluck; las carrozas de corte reciben contraorden y, con enojo de los príncipes, la primera representación es aplazada hasta el día 19. Además de ello, María Antonieta hace que el teniente de policía tome medidas para impedir que los elevados señores manifiesten con pitos su enojo hacia el poco cortés músico; con toda energía hace públicamente suya la causa de su paisano.

En realidad, el estreno de Ifigenia es un triunfo, pero más para María Antonieta que para Gluck. Los periódicos y el público se muestran más bien esquivos, reconocen que hay en la Opera «algunos pasajes muy buenos junto a otros muy triviales», porque, como ocurre siempre en el arte, las magníficas innovaciones rara vez son comprendidas de primera intención por un auditorio no preparado. No obstante, María Antonieta ha arrastrado a toda la corte al estreno; hasta su esposo, que no sacrificaría sus partidas de caza ni por la música de las esferas y para quien un ciervo muerto es más importante que las nueve musas reunidas, tiene que ser de la partida a su vez. Como el apropiado ambiente no se produce al principio, María Antonieta aplaude ostensiblemente desde su palco después de cada aria; aunque no sea más que por cortesía, los cuñados y cuñadas tienen que aplaudir celosamente con ella, y de este modo, a pesar de todas las cábalas, esta velada llega a ser un acontecimiento en la historia de la música. Gluck ha conquistado París. María Antonieta ha impuesto por primera vez públicamente su voluntad a la ciudad y a la corte: es la primera victoria de su personalidad, la primera manifestación, ante toda Francia, del carácter de aquella mujer joven. Que pasen algunas semanas, y el título de reina fortalecerá un poder alcanza do ya por ella soberanamente, mediante sus propias fuerzas.

«LE ROI EST MORT, VIVE LE ROI !»

El 27 de abril de 1774, el rey Luis XV, encontrándose de caza. es asaltado de súbito desfallecimiento; con intenso dolor de cabeza regresa a Trianón, su palacio favorito. Por la noche, los médicos comprueban que tiene fiebre y lleva a madame Du Barry a su cabecera. A la mañana siguiente, intranquilos, ordenan ya el traslado a Versalles. Hasta la inexorable muerte tiene que someterse a las leyes, aún más inexorables, de la etiqueta: a un rey de Francia no le es lícito estar gravemente enfermo, o morirsé, más que en su lecho regio y solemne. «C'est à Versalles, Sire, qu'il faut étre malade.» Allí rodean inmediatamente el lecho del enfermo seis médicos, cinco cirujanos, tres boticarios, catorce perso nas en total; seis veces por hora, cada uno de ellos toma el pulso al enfermo.

Pero sólo la casualidad establece el diagnóstico; por la noche, al alzar un servidor un cirio, uno de los presentes descubre en el rostro del enfermo las mal afamadas manc has rojas, y al instante Lo sabe toda la corte, Lo sabe todo el palacio, desde el umbral a los caballetes del tejado: ¡las viruelas! Un viento de terror sopla a través de la gigantesca residencia; miedo del contagio, y, en efecto, algunas personas son atacadas del mal en el curso de los días siguientes, y quizá más miedo en los cortesanos, por su situación en caso de que el rey fallezca. Las hijas muestran el valor de las gentes verdaderamente piadosas; durante todo el día no se apartan del rey; por la noche es madame Du Barry la que se sacrifica al pie del lecho del enfermo. A los herederos del trono, por el contrario, al delfín y a la delfina, las leyes de la casa les prohíben que penetren en la habitación del enfermo, a causa del peligro del contagio ; desde hace tres días su vida se ha hecho mucho más preciosa. Y ahora se produce en la corte una profunda división: a la cabecera del lecho de Luis XV vela y tiembla la antigua generación, los poderosos del ayer, las tías y la Du Barry; saben perfectamente que su magnificencia termi na con el último aliento de aquellos febriles labios. En otra estancia se reúne la generación que adviene al poder. el futuro rey Luis XVI, la futura reina María Antonieta y el conde de Provenza. el cual, mientras que su hermano Luis no pueda decidirse a engendrar hijos, se considera también secretamente como futuro heredero del trono. Entre ambas cámaras se alza el destino. A nadie le es permitido entrar en la habitación del enfermo, donde se pone el viejo sol de la soberanía; a nadie, tampoco, en la otra estancia, por donde sale el nuevo sol del poder: entre ellas, en el Oeil-de boeuf , en la antecámara, espera, vacilante y angus tiada, la masa de cortesanos, incierta de adónde debe dirigir sus deseos, hacia el rey moribundo o hacia el que viene, hacia el sol que se pone o hacia el que nace.

Mientras tanto, la enfermedad, con mortal violencia, trabaja el debilitado, desfallecido y agotado cuerpo del rey. Espantosamente hinchado, cubierto de pústulas, aquel cuerpo viviente cae en una horrible descomposición, mientras el enfermo no pierde un solo instante la conciencia. La hijas y madame Du Barry necesitan de abundante valor para resistir, pues a pesar de las ventanas abiertas, una hediondez pestilente llena la cámara regia. Pro nto se apartan los médicos, dando por perdido el cuerpo; ahora comienza la otra batalla, la lucha por el alma pecadora. Pero -¡espanto!- los sacerdotes se niegan ; aproximarse al lecho del enfermo, a proporcionarle confesión y comunión; primero, el rey moribundo que tanto tiempo ha vivido impíamente y sólo para sus placeres debe probar eficazmente su arrepentimiento. Primero tiene que ser alejada la piedra del escándalo, la concubina, que vela desesperada al pie de un lecho que tanto tiempo compartió anticristianamente. Con difcultad se decide el rey, justamente entonces, en aquella hora espantosa de la última soledad, a echar de su lado a la única criatura humana con la cual se siente unido íntimamente. Pero cada vez de un modo más sañudo le aprieta el gaznate el miedo a los fuegos del inferno. Con ahogada voz se despide de madame Du Barry, la cual, al punto, es llevada discretamente en un carruaje al inmediato palacete de Rueil: debe esperar a11í el momento de su vuelta, para el caso de que el rey logre todavía reponerse.

Sólo ahora, después de este patente acto de arrepentimiento, es posible la penitencia y la comunión. Sólo ahora penetra en el dormitorio regio el hombre que durante treinta y ocho años ha sido quien tuvo menos quehacer en toda la corte: el confesor de Su Majestad. A su espalda se cierra la puerta y, con gran desolación, no pueden los curiosos cortesanos de la antecámara oír la lista de pecados del Parque de los Ciervos (¡habría sido tan interesante!). Pero con el reloj en la mano miden cuidadosamente desde afuera el curso de los minutos, para, por lo menos, con su maligna complacencia en el escándalo, saber cuánto tiempo necesita un Luis XV para confesar la totalidad de sus culpas y descarríos. Por fin, al cabo de dieciséis minutos, con toda exactitud contados, se abre de nuevo la puerta y sale el confesor. Pero varias señales indican ya entonces que a Luis XV

no le ha sido dada todavía la definitiva absolución, que la Iglesia exige una humillación aún más profunda que esa secreta confesión por parte de un monarca que durance treinta y ocho años no ha aliviado ni una sola vez con los sacramentos su pecaminoso corazón y que, ante los ojos de sus hijos, ha vivido en la vergüenza de los placeres carnales.

Precisamente porque ha sido el más grande de este mundo y ha creído despreocupadamente hallarse por encima de las leyes eclesiásticas, exige de él la Iglesia que se incline de modo más hondo delante del Todopoderoso. Públicamente, ante todos y a todos, es preciso que el rey pecador dé cuenta de su arrepentimiento por el indigno curso de su vida. Sólo entonces debe serle administrada la comunión.

Magnífica escena a la mañana siguiente: el autócrata más poderoso de la cristiandad tiene que hacer cristiana penitencia ante la muchedumbre reunida de sus propios súbditos.

A lo largo de toda la escalera de palacio se alzan guardias armados; los suizos tienden sus filas desde la capilla hasta la cámara mortuoria; los tambores redoblan sordamente cuando el alto clero, en solemne procesión, se acer ca, llevando la custodia bajo palio.

Cada cual con un cirio encendido en la mano, detrás del arzobispo y de su séquito, avanzan el delfín y sus dos hermanos, los príncipes y las princesas, para acompañar hasta la puerta al Santísimo. Se detienen en el umbral y caen de rodiIlas. Sólo las hijas del Rey y los príncipes no capaces de heredar penetran con el alto clero en la cámara del moribundo.

En medio de un silencio no interrumpido ni por el respirar de los asistente, se oye al cardenal, que pronuncia una plática en voz baja; se le ve, a través de la puerta abierta, cómo administra la sagrada comunión. Después -momento lleno de emoción y de piadosa sorpresa- se acerca al umbral de la antecámara y, elevando la voz, le dice a toda la corte reunida: «Señores, me encarga el rey que les diga que pide perdón a Dios por todas las ofensas que contra Él ha cometido y por el mal ejemplo que ha dado a sus súbditos. Si Dios volviera a darle salud, promete hacer penitencia, proteger la fe y aliviar la suerte del pueblo». Brotando del lecho, se oye un leve quejido. En forma sólo perceptible para los más próximos, murmura el moribundo: «Querría haber tenido fuerzas para decirlo yo mismo».

Lo que viene después no es más que espanto. No es un hombre que se muere: es un cadáver, hinchado y ennegrecido, que se descompone. Pero, como si todas las fuerzas de sus antepasados borbónicos se hubiesen reunido en él, el cuerpo de Luis XV se defiende, con gigantesco esfuerzo, contra el inevitable ani quilamiento. Terribles son estos días para todos. Los sirvientes caen desvanecidos ante el tremendo hedor; las hijas emplean en velar sus últimas fuerzas; hace tiempo que, sin esperanza alguna, se han retirado los médicos; cada vez más impaciente, toda la corte espera la pronta terminación de la espantosa tragedia. Abajo, enganchadas desde hace días, están dispuestas las carrozas, pues, para evitar el contagio, el nuevo Luis, sin perder tiempo, debe trasladarse a Choisy con todo su séquito tan pronto como el viejo rey haya exhalado su último aliento. Los de caballerías tienen ya ensillados sus caballos; los equipajes están hechos; horas y horas esperan abajo los lacayos y cocheros; todos miran atentamente el pequeño cirio encendido que ha sido colocado en la ventana del moribundo y que -signo perceptible para todos- debe ser apagado en el consabido momento. Pero el poderoso cuerpo del viejo Borbón se defiende aún un día entero. Por fin, el martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los mur mullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cáma ra. como ola por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».

María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes.

Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto. viva el rey!».

María Antonieta sale como reina de la habitación donde entró como delfina. Y mientras en la abandonada cámara real, con un suspiro de alivio, colocan rápidamente en el féretro, largo tiempo ha preparado, el irreconocible cadáver de Luis XV, azulado y negruzco, para enterrarlo con la mayor ostentación posible. una carroza conduce a un nuevo rey y a una nueva reina fuera de la dorada verja de la puerta del parque de Versalles. Y en las calles el pueblo los aclama, lleno de júbilo, como si con el viejo rey hubiera terminado la vieja miseria y comenzara con los nuevos soberanos un mundo nuevo.

La vieja charlatana de madame Campan refiere en sus Mémoires, ya dulces como la miel, ya empapadas en llanto, que Luis XVI y María Antonieta, cuando les llevaron la noticia de la muerte de Luis XV, cayeron de rodillas y exclamaron: «Dios mío, guíanos y protégenos: somos jóvenes. demasiado jóvenes para reinar». Es ésta una anécdota muy conmovedora, y bien sabe Dios que digna de figurar en un libro de letras infantiles; sólo es lástima. como ocurre con la mayor parte de las anécdotas sobre María Antonieta, que tenga el pequeño inconveniente de haber sido inventada de un modo harto torpe y altamente desconocedor de la psicología de los personajes. Pues esta piadosa emoción no conviene en modo alguno con la fría sangre de pez de Luis XVI, el cual no tenía ningún motivo pa ra ser así agitado por un acontecimiento que toda la corte, desde ocho días antes estaba esperando, hora por hora, con el reloj en la mano: y menos aún corresponde con el ánimo de María Antonieta, la cual iba al encuentro de este regalo del momento con despreocupado corazón, como recibía todos los otros dones de la vida. No es que estuviera ávida de poder o sintiese ya impaciencia por empuñar las riendas del gobierno; jamás ha soñado Maria Antonieta con ser una Isabel, una Catalina o una Maria Teresa: para ello era demasiado escasa su energía moral, demasiado estrecho el horizonte de su espíritu. demasiado perezoso su ser entero. Sus deseos, como ocurre siempre con un carácter de término medio, no se extienden más a11á de lo que afecta a su propia persona : esta mujer joven no tiene ninguna idea política que quiera imprimir al mundo, ninguna inclinación a oprimir o a humillar a sus semejantes: desde su infancia sólo es característico en ella un fuerte, un obstinado y a menudo pue ril instinto de independe ncia; no quiere dominar, pero tampoco ser dominada o influida por nadie. Ser soberana no es otra cosa para ella sino ser libre. Solamente ahora, después de más de tres años de tutela y vigilancia, se siente por primera vez sin trabas: nadie está ya a11í para decirle que se contenga -pues la severa madre habita a mil leguas de distancia y las tímidas protestas del sumiso esposo las rechaza con una sonrisa de desprecio--. Una vez ascendido este último peldaño decisivo de heredera del trono a reina. se alza tinalmente sobre todos. a nadie sometida sino a su propio humor caprichoso. Ha terminado con los molestos enredos de las tías: ha terminado con tener que pedir al rey su consentimiento para que se le permita ir al baile de la Opera: queda a un lado la arrogancia de su adversaria la Du Barry: mañana le será para siempre impuesto el destierro a esa créature, nunca más centellearán sus brillantes en los soupers regios, jamás se congregarán en su boudoir los príncipes y reyes para besarle la mano. Orgullosa y sin aver gonzarse de su orgullo, María Antonieta coge la corona que le ha tocado en suerte; «aunque ya Dios me hizo venir al mundo en la categoría que hoy poseo - le escribe a su madre-, no puedo menos de admirar la bondad de la Providencia, que me ha escogido a mí, la más joven de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa». Quien en esta declaración no sienta palpitar un alto tono de alegría, tiene duro el oído. Precisamente por sentir sólo la grandeza de su posición, sin advertir al mismo tiempo su responsabilidad, asciende María Antonieta al trono despreocupada y alegre.

Y apenas ha ascendido, cuando llegan ya hasta ella, desde lo profundo del pueblo, mugientes aclamaciones. Aún no han hecho nada, aún no han prometido ni cumplido nada; y, sin embargo, se saluda ya con todo entusiasmo a los jóvenes sobera nos. ¿No comenzará ahora la edad dorada con la que sueña el pueblo, que cree eternamente en milagros, ya que la maîtresse sorbedora de tuétanos está desterrada, el viejo, apático y lascivo Luis XV ha sido sepultado y un rey joven, sencillo, ahorrador, modesto y piadoso y una reina encantadora, deliciosamente joven y bondadosa imperan en Francia? En todos los escaparates lucen los retratos de los nuevos monarcas, amados con una esperanza que todavía no conoce la decepción; ferviente entusiasmo acoge cada uno de sus actos, y hasta en la corte, paralizada por el miedo, comienza a sentirse de nuevo la alegría; vienen de nuevo ahora, con bailes y desfiles, diversiones y una renovada dicha de vivir; la soberanía de la juventud y de la libertad. Un suspiro de alivio saluda la muerte del viejo rey, y las campanas mortuorias, en las tomes de toda Francia, suenan con tanta claridad y alegría como si repicasen convocando a una fiesta.

Verdaderamente conmovida y espantada, por sentirse presa de tétricos presentimientos, sólo una persona en toda Europa lamenta la muerte de Luis XV: la emperatriz María Teresa.

Como monarca, por treinta penosos años, conoce el peso de una corona; como madre, la debilidad y defectos de su hija. Desde el fondo de su corazón habría visto gustosa que el momento de ascender al trono hubiera sido diferido hasta que aquella criatura aturdida y sin freno hubiese ganado mayor madurez y supiera defenderse por sí misma de las tentaciones de sus arrebatos de disipación. La vieja señora siente su cora zón angustiado; lúgubres previsiones parecen oprimirla. «Estoy muy apenada -escribe a su fiel embajador al recibir la noticia-, y aún más preocupada por el destino de mi hija, que tiene que ser magnífico o desdichado. La situación del rey, de los ministros, del Estado, no me muestran cosa alguna que pueda tranquilizar, y ¡mi hija es tan joven! Jamás hubo en su pecho ninguna aspiración hacia algo serio, y no la tendrá nunca o la tendrá muy rara vez.» Melancólicamente responde también a la comunicación, llena de orgullo, que le hace su hija: «No te envío felicitación alguna por tu nueva dignidad, adquirida a muy alto precio y que aún será más cara si no sabes decidirte a llevar la misma vida, tranquila a inocente, que has llevado durante estos tres años, gracias a la bondad y previsión de aquel buen padre, y que ha traído para los dos la aprobación y el amor de vuestra nación. Esto significa una gran ventaja en vuestra situación actual; pero ahora se trata de saber conservar ese favor y emplearlo rectamente para bien del rey y del Estado. Los dos sois aún muy jóvenes y la carga muy grande; por ello estoy preocupada, verdaderamente preocupada... Todo lo que puedo aconsejaros ahora es que no os prec ipitéis en nada; con-sideradlo todo con vuestros propios ojos, no cambiéis cosa alguna, dejad que todo se desenvuelva por sus propias vías; si no, serán infinitos el caos y las intrigas, y vosotros, mis queridos hijos, caeréis en tal turbación que apenas seréis capaces de volver a salir de ella». Desde lejos, desde la altura de tantos decenios de experiencia, la cauta regente domina, en una ojeada de conjunto, con su mirada de Casandra, la insegura situa ción de Francia mucho mejor que los que están demasiado cerca; conjura insistentemente a ambos a que, ante todo, conserven la amistad con Austria y, con ello, la paz universal.

«Nuestras dos monarquías no necesitan más que tranquilidad para poner en orden sus asuntos. Si actuamos en una estrecha inteligenc ia, en adelante nadie perturbará nuestros trabajos y Europa gozará de tranquilidad y de dicha. No sólo serán felices nuestros pueblos, sino que también lo serán todos los otros.» Pero del modo más insistence amonesta a su hija para que se defienda de su li gereza personal, de su tendencia a buscar diversiones: «Temo esto en ti más que todas las demás cosas. Es absolutamente preciso que te ocupes de labores serias y, ante todo, que no te dejes inducir a gastos excesivos.

Todo depende de que este dichoso princ ipio que excede a todas nues tras esperanzas sea duradero y os haga felices a los dos al labrar la dicha de vuestro pueblo».

María Antonieta, conmovida por las preocupaciones de su madre, promete todo lo que se quiere, una y otra vez. Reconoce su falta de fuerza para toda actividad seria y jura enmendarse. Pero las angustias de la vieja señora, conmovida como en presagio, no se quieren apaciguar. No cree en la dicha de aquella monarquía ni en la de su hija. Y

mientras que todo el mundo aclama a María Antonieta y la envidia, la emperatriz escribe a su confidence el embajador este lamento matemal: «Creo que sus mejores días están ya terminados».

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