SECRETO DE ALCOBA

En aquel lecho no ocurre primeramente nada. Y tiene un doble sentido. altamente fatal, el que el joven esposo escribiera a la mañana siguiente en su diario: « Rien». Ni las ceremonias de corte. ni la bendición arzobispal del lecho de los novios han tenido fuerza para vencer un penoso impedimento del organis mo del novio: matrimonium non consummatum est: el matrimonio, en su propio sentido, no ha sido consumado: no lo ha sido hoy, no lo será mañana, ni tampoco en los inmediatos años. María Antonieta ha tropezado con un «nonchalant mari». con un marido negligente, y al principio se piensa que sólo timidez. inexperiencia o nature tardive -hoy diríamos retraso infantil- sean lo que paraliza al joven de dieciséis años junto a aquella muchacha encantadora. Que no se le hostigue. que se le tranquilice a fin de que desaparezca el impedimento psíquico, es opinión de la experimentada madre. y amonesta a Antoinette para que no tome demasiado a mala parte el desengaño conyugal - «point d'humeur là desseus», le escribe en mayo de 1771-, y recomienda a su hija «caresses, cajolis», ternuras. mimos, pero, por otra parte sin abusar de ello: «Trop d'empressement gâterait le tout». Pero como esta situación llegara a durar ya un año, dos, la emperatriz comienza a inquietarse acerca de esta «conduite si étrange» del joven esposo. De su buena voluntad no puede dudarse, pues de mes en mes se muestra el delfín más tiernamente sometido a su linda esposa: renueva incesantemente sus visitas nocturnas, sus inútiles tentativas, pero en la última y decisiva terneza lo paraliza algún «maudit charme», algún maldito hechizo. cierto impedimento fatal y misterioso. La ignorante Antoinette piensa que ello consiste sólo en «maladresse et jeunesse», en torpeza y juventud: en su inexperiencia. la pobre niña llega hasta rechazar resueltamente los «malos rumores que circulan aquí. en el país. sobre incapacidad del delfín». Pero la madre interviene de nuevo. Hace llamar al médico de la corte. Van Swieten. y lo consulta sobre la «froideur extraordinaire du Dauphin». El médico se encoge de hombros. Si una muchacha con tales atractivos no logra inflamar al delfín, quedará sin efecto todo procedimiento medicinal. María Teresa escribe a París carta tras carta, finalmente, el propio Luis XV, con gran experiencia y harto ejercitado en estos terrenos, interroga a su nieto; el médico francés de la corte, Lassone, es iniciado en el secreto; reconocen al triste héroe amoroso, y entonces se pone de manifiesto que esta impotencia del delfín no es producida por ninguna causa espiritual, sino por un insignificante defecto orgánico - una fimosis-. «Quién dice que el frenillo sujeta tanto el prepucio, que no cede a la introducción y causa un dolor vivo en él, por el cual se retrae S. M. del impulso que conviene. Quién supone que dicho prepucio está tan cerrado que no puede explayarse para la dila tación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo cual no llega la erección al punto de elasticidad necesaria.» ( Informe secreto del embajador de España.) Se suceden consultas tras consultas para saber si debe intervenir con su bisturí el cirujano «pour lui rendre la voix», como se murmura cínicamente en las antecámaras. También María Antonieta, instruida mientras tanto por amigas experimentadas, hace todo lo posible para inducir a su esposo a que se someta al tratamiento quirúrgico. ( «Je travaille à le déterminer à la petite operation dont on a déjà parlé et que je crois nécessaire», escribe a su madre en 1775.) Pero Luis XVI -el delfín, entre tanto, ha llegado a rey, pero al cabo de cinco años sigue todavía sin ser esposo- no puede decidir se a ningún acto enérgico, conforme a su carácter vacilante. Lo retrasa y titubea, prueba y vuelve a probar, y esta terrible, repugnante y ridícula situación de eternos ensayos y eternos fracasos, para ignominia de María Antonieta, mofa de toda la corte, rabia de María Teresa y humillación de Luis XVI, se prolonga aún durante otros veinticuatro meses; en total, por tanto, siete espantosos años, hasta que, por último, el emperador José se traslada especialmente a París para convencer a su poco valeroso cuñado de la necesidad de la operación. Sólo entonces logra este triste césar del amor pasar felizmente el Rubicón. Pero el domi nio psíquico que por fin conquista está ya asolado por siete años de ridículas luchas, por estas dos mil noche s en las cuales María Antonieta, como mujer y como esposa, ha sufrido las más extensas humillaciones de su sexo.

¿No hubiera podido evitarse, preguntará quizás alguna alma sensible, tratar de este espinoso y sagrado secreto de alcoba? ¿No hubiera bastado oscurecer hasta hacerlo irreconocible el tema del fracaso real, resbalar discretamente sobre esta trage dia conyugal, aludir figuradamente, en el mejor caso, a la «ausente dicha de la maternidad»?

¿En realidad, insistir sobre estas íntimas particularidades es imprescindible en un estudio de caracteres? Ciertamente lo es, pues todas las tiranteces, dependencias, sujeciones y hostilidades que se van formando, poco a poco, entre el rey y la reina, los candidatos al trono y la corte, y que se extienden muy a lo lejos en el terreno de la Historia Universal, serían incomprensibles si no se buscara resuelta mente su origen verdadero. Más numerosos de lo que en gene ral se cree son los sucesos de valor histórico universal que han tenido sus comienzos en la alcoba de los reyes y bajo el pabellón de su lecho; pero apenas habrá algún otro caso en el cual el lógico encadenamiento entre las causas más secretas y los efectos políticos a históricos sea tan claramente manifiesto como en esta íntima tragicomedia, y no sería honrado un estudio de caracteres que dejara envuelto en sombras un acontecimiento que la misma María Antonieta ha calificado de «article essentiel», punto capital de sus preocupaciones y esperanzas.

Y, además, ¿se descubre realmente un secreto cuando se habla de la dilatada incapacidad conyugal de Luis XVI? Cierto que no. Sólo el siglo XIX, con su enfermiza ética y su pruderie sexual, ha impuesto un noli me tangere a toda libre dilucidación de cuestiones fisiológicas. Mas en el siglo XVIII, al igual que en todos los anteriores, la capacidad sexual o la impotencia de un rey, lo mismo que la fecundidad o esterilidad de una reina, no eran consideradas como asuntos privados. sino asunto político y de Estado, porque de ello dependía la sucesión al trono y el destino de todo el país: el lecho formaba tan manifiestamente parte de la existencia humana como la pila bautismal o el ataúd. En la correspondencia de María Teresa y de María Antonieta, que siempre pasaba por las manos del archivero de Estado y del copista, hablaban entonces una emperatriz de Austria y una reina de Francia con toda libertad de las particularidades de aquella extraña vida conyugal. María Teresa describe elocuentemente a su hija las ventajas del lecho en común y le hace algunas pequeñas indicaciones femeninas para aprovechar hábilmente toda ocasión de unión íntima: la hija informa repetidamente a su madre de si se presentan o no sus molestias mensuales, de los fracasos del esposo, de cada «un petit mieux», y, por último, triunfalmente. de su embarazo. Hasta hay una vez en que al compositor de Ifigenia, al propio Gluck, por partir antes que el correo. se le confía la comunicación de una de tales íntimas novedades: en el siglo XVIII se consideran aún de un modo plenamente natural las cosas naturales.

Mas ¡si fuese sólo la madre la que conociera aquel secreto fracaso! En realidad. charlan de ello todas las camareras, todas las damas de la corte, los caballeros y los oficiales: los servidores lo saben y las lavanderas del palacio de Versalles: hasta en su propia mesa tiene que soportar el rey alguna broma pesada acerca de ello. Como la capacidad de engendrar de un Borbón, en cuanto a la sucesión del trono, constituye un asunto de alta política, todas las cortes extranjeras se mezclan en el asunto del modo más insistente. En los informes de los embajadores de Prusia, Sajonia. Cerdeña, se encuentran detalladas exposiciones del delicado asunto; el más celoso de todos ellos, el embajador español, el conde de Aranda, hasta llega a hacer examinar las sábanas del lecho real por criados sobornados, para seguir del modo más minucioso la posible pista de todo suceso fisiológi co. Por todas partes. en toda Europa, se ríen y bromean príncipes y reyes. por carta y de palabra. acerca de su inhábil colega; no sólo en Versalles, sino en todo París y en Francia entera, la vergüenza conyugal del rey es el secreto de Polichinela. Se habla de ella en todas las calles, vuela de mano en mano en forma de libelos, y cuando Maurepas es nombrado ministro, cir cula, con general alegría. el descarado couplet siguiente: Maurepas était impuissant,

le roi l'a rendu plus puissant,

le ministre reconnaissant

dit: Pour vous. Sire,

ce que je désire

d'en faire autant.

Pero lo que suena a broma tiene, en realidad, una significación funesta y peligrosa, pues aquellos siete años de fracaso determinan el carácter moral del rey y de la reina y conducen a consecuencias políticas que serían incomprensibles sin el conocimiento de estos hechos: el hado de un matrimonio se liga aquí con el destino universal.

Resultaría, ante todo, incomprensible la actividad moral de Luis XVI sin el conocimiento de aquel defecto íntimo. Su habitus humano muestra con claridad absolutamente clínica todos los datos típicos de un sentimiento de inferioridad procedente de una debilidad viril. Lo mismo que en lo privado, también en la vida pública le falta a este «inhibido» la fuerza necesaria para decidirse a actuar. No sabe presentarse en público: no es capaz de mostrar una voluntad, ni mucho menos de imponerla: desmañado, tímido y secretamente avergonzado. huye de toda sociedad en la corte. y especialmente del trato con mujeres. porque este hombre, en el fondo honrado y recto, sabe que su desgracia es conocida de todos en palacio, y la irónica sonrisa del iniciado en su secreto perturba todo su ánimo. A veces intenta imponerse violentamente cierta autoridad, darse una apariencia viril, pero entonces se coloca siempre en un peldaño demasiado alto: se convierte en grosero, brusco y brutal: típico refugiarse en un gesto de fingida fuerza. en la cual no cree nadie. Pero jamás logra presentarse a la gente de un modo libre, natural y consciente de sí mismo. y mucho menos con majestad. Porque no sabe ser hombre en su dormitorio, tampoco logra presentarse ante los otros como rey.

El que sus aficiones personales sean de lo más varonil: la caza y duros ejercicios corporales - instaló para sí un taller de herrero, del cual todavía hoy puede verse el torno-, no contradice en modo alguno el cuadro clínico trazado antes, sino que lo confirma. Pues precisamente el que no es hombre es aquel a quien, inconscientemente, le gusta más representar un papel viril, y a la debilidad secreta le agrada cabalmente triunfar ante los hombres bajo el aspecto de fuerza. Si durante horas enteras galopa en espumeantes caballos a través de los bosques en persecución del jabalí; si agota sus músculos en el yunque hasta la fatiga extrema, compensa en forma grata, con la conciencia de un vigor puramente físico, su debilidad escondida; se siente a gusto haciendo de Vulcano quien desempeña mal el servicio de Venus. Pero apenas Luis se ha puesto su uniforme de gala y se presenta en medio de sus cortesanos, descubre que aquella fuerza es sólo muscular y no del corazón, y al punto se siente turbado. Rara vez se le oye reír, rara vez se le ve realmente feliz y divertido.

Pero este sentimiento caracterológico de secreta debilidad actúa del modo más peligroso en sus relaciones con su mujer. Hay muchas cosas en la conducta de María Antonieta que se oponen al gusto personal del esposo. No le gusta la sociedad que la rodea, le enoja el perpetuo torbellino de sus ruidosas diversiones, su disipación, su frivolidad nada regia. Un hombre verdadero habría sabido poner rápido remedio a todo ello. Pero ¿cómo puede un hombre, con una mujer ante la cual todas las noches se cubre de vergüenza y que le conoce como desvali do y ridículo marrador, desempeñar durante el día papeles de amo y señor? Por su incapacidad viril, Luis XVI aparece ple namente indefenso ante su mujer; y cuanto más tiempo dura aquella vergonzosa situación, tanto más lamentablemente cae en plena dependencia, hasta dar en la servidumbre. La esposa puede exigir de él lo que quiera; siempre lo halla dispuesto a redimir su secreto sentimiento de culpabilidad con una condescendencia sin límites. Para intervenir como señor en la vida de la reina, para impedir sus manifiestas locuras, al esposo le falta fuerza de voluntad, la cual, en último término, no representa sino la expresión espiritual de la potencia corporal. Con desesperación ven los ministros, ve la emperatriz madre, ve toda la corte, cómo por esta trágica flaqueza todo el poder va a caer en manos de una joven aturdida, la cual lo malgasta con la mayor ligereza. Pero una vez establecido en un matrimonio el paralelogramo de las fuerzas, se sabe, por experiencia, que permanece en adelante inconmovible como constelación espiritual. Hasta cuando Luis XVI llegó realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debiera ser el dueño de Francia, continuó siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, sólo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido.

No menos fatalmente influye el fracaso sexual de Luis XVI en el desenvolvimiento espiritual de María Antonieta. Conforme a la oposición de los sexos, una y la misma perturbación provoca manifestaciones totalmente opuestas en el carácter masculino y en el femenino. Cuando un hombre está sometido a perturbaciones en su vigor sexual, se origina en él cierta timi dez a inseguridad en sí mismo; cuando a la mujer no le sirve de nada el estar dispuesta a la pasiva entrega de sí misma, se presenta inevitablemente una sobreexcitación y falta de dominio, con un vivo exceso de vitalidad. Por su natural, María Antonieta es, en realidad, plenamente normal; una mujer muy femenina y tierna, destinada a numerosa matemidad y que probablemente no aspira a otra cosa sino a dejarse dominar por un hombre verdadero. Pero la fatalidad ha querido que precisa mente esta mujer capaz de sentimientos y deseosa de encontrar respuesta a ello vaya a caer en un matrimonio anormal con un hombre que no es hombre. Claro que, en todo caso, la delfina no tiene más que quince años al tiempo de la celebración del matrimonio: para ella no debería manifestarse todavía como carga moral la enfadosa incapacidad de su esposo, pues ¿a quién le sería lícito considerar como un hecho fisiológicamente contranatural el que una muchacha permanezca virgen hasta los veintidós años? Pero lo que en este caso especial provoca la conmoción y la peligrosa sobreexcitación del sistema nervioso es que el marido que le ha sido impuesto por razón de Estado no le deja pasar estos siete años seudomatrimoniales en una castidad despreocupada a intacta. sino que continuamente. durante dos mil noches, un hombre rudo a inhábil se fatiga en vano junto al cuerpo juvenil de la princesa. Durante años, su sexualidad es excitada infructuosamente de esta manera insa tisfactoria, vergonzosa y deprimente, que ni una sola vez sacia sus apetitos. De este modo, no es necesario ser médico neurólogo para dictaminar que aquel su fatídico exceso de vida, aquel perpetuo ir y venir y nunca estar satisfecha, aquella vo luble carrera de placer en placer, son directa consecuencia típicamente clínica de un permanence estado de excitación sexual no satisfecha, producido por su esposo. Porque, en lo profundo de su ser, no ha sentido nunca verdaderas emociones y no ha podido sosegarse, esta mujer. aún no poseída al cabo de siete años de matrimonio, tiene necesidad de movimiento y ruido en torno de sí. y lo que fue una infantil y regocijante afición al juego. se convierte poco a poco en un delirante y enfermizo furor de diversiones, considerado como escandaloso por toda la corte y contra el cual María Teresa y todos los amigos tratan de luchar vanamente. Lo mismo que en el rey la vitalidad insatisfecha se transforma en rudo trabajo de herrero y en pasión por la caza. en oscuro y fatigante esfuerzo muscular, en la reina la falsamente dirigida y desaprovechada fuerza de sentimientos se refugia en tiernas amistades con mujeres, en coqueterías con caballeros jóvenes, en preocupaciones por el adorno de su persona y otras satisfacciones semejantes, insuficientes para su temperamento. Noches y noches huye del lecho conyugal. el triste lugar de su femenina humillación, y mientras su esposo y no esposo duerme profundamente, reposando de las fatigas de la caza, ella se arrastra hasta las cuatro o las cinco de la mañana por redoutes de ópera, salas de juego. cenas con compañías dudosas. excitándose con pasiones ajenas, reina indigna por haber caído en manos de un esposo impotente. Pero muchos momentos de airada melancolía revelan que esta frivo lidad carece realmente de alegría, que es puro medio de adormecer con un exceso de baile y diversiones una decepción interna. Piénsese, sobre todo, en el grito que se le escapa del corazón escribiéndole a su madre cuando su parienta la duque sa de Chartres ha dado a luz, en su primer embarazo, un niño muerto: «Por muy espantoso que tenga que ser eso, quenía por lo menos llegar hasta ahí». ¡Mejor un niño muerto que ninguno! Verse por fin fuera de aquella situación perturbadora e indigna; ser finalmente la verdadera y normal esposa de su marido, y no siempre y siempre conservarse virgen al cabo de siete años de matrimonio. Quien no comprenda la femenina desesperación que se oculta tras la furia de placeres de esta mujer no puede explicar ni comprender la notable transforma ción que se opera en ella cuando María Antonieta llega a ser por fin esposa y madre. De repente, sus nervios se tranquilizan de manera ostensible: aparece una nueva María Antonieta, aquella mujer dominadora y llena de voluntad y audacia que se revela en la segunda mitad de su vida. Pero esta transformación se produce ya demasiado tarde.

A1 igual de lo que ocurre con la infancia, también en cada matrimonio los primeros acontecimientos son los decisivos. Y el curso de los años no puede reparar aquel daño que, en lo más fino a hipersensible del tejido del alma, ha producido una única y diminuta perturbación. Precisamente para estas heridas muy hondas a invisibles de la sensibilidad no hay curación completa.

Todo esto, no obstante, habría sido sólo una tragedia privada, una desdicha como las que también hoy ocurren a diario detrás de las cerradas puertas de la intimidad. En este caso, empero. las funestas consecuencias de tal disgusto conyugal se extienden mucho más allá de la vida privada. Marido y mujer son aquí rey y reina; sin evasión se hallan siempre ante el deformante espejo cóncavo de la atención pública; lo que en otros permanece secreto, alimenta en este caso charlas y murmuraciones. Una corte tan burlona como la francesa no se contenta. naturalmente, con la dolorosa comprobación de la desgracia, sino que husmea sin cesar en torno a la cuestión de cómo se resarcirá María Antonieta del fracaso de su esposo. Ven una encantadora joven, consciente de su valor y coqueta, una criatura de temperamento ardiente, en la que hierve la sangre juvenil, y saben a qué lamentable gorro de dormir le ha ido a caer en suerte esta amante magnífica: desde entonces toda la odiosa banda de chismosos no se preocupa más que de averiguar con quién engañará a su esposo. Justamente por no poder decirse nada preciso, el honor de la reina cae en frívolos coma dreos. Un paseo a caballo con cualquier caballero, un Lauzun o un Coligny, y ya los desocupados charlatanes le han nombrado amante de la reina; una excursión matinal por el parque con damas de la corte y caballeros, y al punto se refieren las orgías más increíbles. Constantemente, el pensamiento de toda la corte está ocupado con la vida amorosa de la desengañada reina: los chismorreos se convierten en canciones, libelos y versos pornográficos. Primero son las damas de la corte las que se pasan de unas a otras, detrás del abanico, esos versillos de cantárida; después salen zumbando procazmente fuera de la real casa, son impresos y tienen gran éxito entre el pueblo. Después, cuando comienza la propaganda revolucionaria, los periodistas jacobinos no necesitan buscar largo tiempo para presentar a María Antonieta como el resumen de toda liviandad, como una desvergonzada delincuente, y el fiscal de la República sólo necesita echar mano de esta caja de Pandora de galantes calumnias para colocar bajo la guillotina la pobre cabeza de la Reina.

Más allá del destino personal, de la torpeza y la desgracia privadas, las consecuencias de una perturbación matrimonial llegan, en este caso, hasta el campo de la Historia Universal: en realidad. la destrucción de la autoridad real no ha comenzado con la toma de la Bastilla, sino en Versalles. Pues el que estas noticias del fracaso conyugal del rey y las maliciosas mentiras sobre la insatisfacción sexual de la reina, brotando del palacio de Versalles, llegaran tan veloz y extensamente a conocimiento de la nación entera no era fruto de la casualidad, sino que había en ello secretas razones de orden familiar y político.

Viven, en efecto. en este palacio cuatro o cinco personas, los más próximos parientes del rey, los cuales tienen interés personal en que no cese la decepción conyugal de María Antonieta. Ante todo, los dos hermanos del rey, para los cuales es extraordina riamente grato que este ridículo defecto anatómico y el temor de Luis XVI al cirujano no sólo perturben la normal vida conyugal del regio matrimonio, sino también el orden normal de la sucesión a la corona, pues ven en ello una probabilidad inespe rada de llegar ellos mismos a sentarse en el trono. El hermano segundo de Luis XVI, el conde de Provenza, es decir, el que fue más tarde Luis XVIII -y alcanzó su meta sabe Dios por qué tortuosos caminos-, no pudo nunca resignarse a permanecer durante toda su vida como segundón detrás del trono, en lugar de llevar el cetro en su propia mano; la carencia de heredero directo le convertía a él en regente, si no en sucesor del rey, y su impaciencia es apenas dominable; pero como también él es un marido dudoso y no tiene hijos, el tercer hermano, el conde de Artois, saca también ventajas de la incapacidad genital de sus hermanos mayores, pues de este modo sus hijos son legítimos herederos del trono. Así ambos hermanos saborean como un caso afortunado lo que constituye la desgracia de María Antonieta, y cuanto más tiempo dura la espantosa situación, tanto más seguros se sienten en su prematura expectativa. De ahí su odio, ilimitado a indominado, cuando, en el séptimo año de matrimonio, María Antonieta realiza por fin el milagro de la repentina transformación viril de su esposo, con lo cual las relaciones matrimoniales entre el rey y la reina llegan a ser totalmente normales. El conde de Provenza no perdona jamás a María Antonieta este golpe terrible que mata de improviso todas sus esperanzas a intenta obtener torcidamente lo que no le resulta por vía directa: desde que Luis XVI llega a ser padre, sus hermanos y parientes se convierten en sus adversarios más peligrosos. La revolución tiene buenos auxiliares en la corte; manos de príncipe le han abierto las puertas de palacio y le han entregado las mejores armas; este episodio de alcoba ha descompuesto y arruinado la autoridad real desde dentro de la corte de modo más fuerte que todos los sucesos exteriores. Casi siempre es un secreto destino el que regula las cosas visibles y públicas; casi todos los acontecimientos universales son reflejos de intemos conflictos personales. Uno de los grandes y asombrosos secretos de la Historia es producir permanentemente incalculables consecuencias con causas del tamaño de microbios, y no será ésta la última vez en que la pasajera perturbación sexual de un solo individuo ponga en agitación al mundo entero; la impotencia de Alejandro de Serbia, su sujeción sexual a su iniciadora Draga Maschin, el asesinato de ambos, el advenimiento de los Karageorgievic, la desavenencia con Austria y la guerra mundial son también una implacable y lógica sucesión de aludes. Porque la Historia teje con hilos de araña las inextricables mallas del destino; en su maravilloso mecanismo de abrir surcos, la más diminuta ruedecilla pone en movimiento fuerzas monstruosas; así también en la existencia de María Antonieta, las naderías se convierten en algo poderoso; los lances aparentemente ridículos de las primeras noches y de los primeros años de la vida conyugal dan forma no sólo al carácter de ambos esposos, sino que determinan la configura ción general del mundo.

Pero ¡qué lejos aún, en lo remoto, se amontonan estos ame nazadores nubarrones! ¡Qué alejadas están aún estas consecuencias y esta trabazón de hechos del infantil espíritu de la muchacha de quince años que bromea, sin sospecha alguna, con su camarada inepto! Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un paribulo lo que se alza al término de su vital carrera.

Pero aquellos destinados desde su origen a una suerte negra no reciben de los dioses ninguna indicación ni advertencia. Les dejan recorrer su camino, despreocupados y sin presentimientos, y, desde el fondo de su propia persona, su destino crece y avanza a su encuentro.

PRESENTACIÓN EN VERSALLES

Aun hoy día, Versalles actúa sobre nosotros como el símbolo más grande de la autocracia; sin ningún aparente motivo, en medio del campo, lejos de la capital, sobre una colina alzada artificialmente se levanta un palacio gigantesco, el cual, por centenares de ventanas, contempla un país despoblado por encima de los canales artificialmente construidos y de los jardines artísticamente recortados. Ningún río favorable al comercio y al tráfico atraviesa por a11í; ningún camino ni ninguna ruta concurren en aquel punto; por pura casualidad, como capricho de piedra de un gran señor, este palacio opone a los asombrados ojos su gigantesco esplendor sin sentido.

Pero justamente eso es lo que ha sido querido por la cesárea voluntad de Luis XIV: erigir un deslumbrante altar a su propia persona, a su inclinación al culto idolátrico de sí mismo. Autócrata resuelto, hombre despótico, había impuesto triunfalmente su voluntad de centralización al país antes dividido, prescrito el orden al Estado, las costumbres a la sociedad, la etiqueta a la corte, la unidad a la fe, la pureza al idioma. De su persona partían los rayos de esta voluntad de unificación, y, por tanto, hacia su persona debía volverse después toda la gloria. «Donde yo estoy, a11í está el Estado: donde yo habito es el punto central de Francia, el ombligo del mundo»: para hacer sensible esta carencia de límites en sus poderes, el Roi-Soleil trasladó con toda su intención su residencia lejos de París. Precisamente, con situar su palacio en completo despoblado, muestra que un rey de Francia no necesita la ciudad, los burgueses, las masas, como soporte o marco de su poder. Basta que extienda su brazo y ordene para que al punto, hasta de las lagunas y arenales, surjan jardines y bosques, cascadas y gr utas en tomo al más bello a imponente de los palacios; desde este punto astronómico que su albedrío ha elegido arbitrariamente.

sale y se pone de ahora en adelante el sol de su Imperio. Versalles ha sido construido para probar simbólicamente a Francia que el pueblo no es nada y el rey lo es todo.

Pero la fuerza creadora no va nunca unida sino a aquel hombre que está lleno de vida; sólo es hereditaria la corona, no la potencia y majestad en ella contenidas. Estrechos de alma, débiles de sentimientos o buscadores de goces, en vez de crea dores, Luis XV y Luis XVI heredan el dilatado palacio, el Es tado fundado sobre tan grandes bases. En to exterior, bajo su dominio todo permanece intacto: las fronteras, el idioma, las costumbres, la religión, el ejército; con demasiada fuerza ha impuesto su forma aquella enérgica mano para que lo hecho por ella pueda ser borrado en cien años; pero pronto a las formas les falta contenido y a la hirviente materia el impulso creador. Bajo Luis XV no cambia nada el aspecto de Versalles, pero sí su significación; aún, como siempre, verbenean con magníficas libreas tres mil o cuatro mil sirvientes por los pasiIlos y patios de palacio; aún, como siempre, hay dos mil caballos en las caballerizas; aún, como siempre, funciona con bien aceitadas chamelas el aparato artificial de la etiqueta en todos los bailes, recepciones, redoutes y mascaradas; aún, como siempre, se pavonean por la Galería de los Espejos y las estancias centelleantes de oro caballeros y señoras con suntuosos trajes de brocado, de seda plisada, cubiertos de piedras preciosas; aún, como siempre, es ésta la más célebre, la más refinada y la más culta de todas las cortes de la Europa de entonces.

Pero lo que había sido expresión de una avasalladora plenitud de poder, hace tiempo que no es más que frivolidad y movimiento desprovisto de alma y de sentido. De nuevo reina un Luis, pero no es ya un dominador soberano, sino un apático esclavo de las mujeres; también éste reúne en torno a sí una come de arzobispos, ministros, mariscales, arquitectos, poetas y músicos; pero, lo mismo que él no es ningún Luis XIV tampoco ellos son ningún Bossuet, ni ningún Turenne, ni Richelieu, ni Mansart. ni Colbert, Racine o Comeille, sino una casta de codiciosos de destinos, aduladores a intrigantes que sólo quieren gozar en vez de crear, vivir parasitariamente sobre lo ya producido. en lugar de infundir sangre nueva a las cosas, con voluntad y espíritu. En este invernáculo de mármol no brota ya ningún osado plan, ninguna reforma decisiva, ninguna obra poética, sino que sólo las plantas palustres de la intriga y la galantería crecen exuberantemente. No son los servicios los que deciden de la suerte de un servidor del Estado, sino la cábala; no el mérito, sino la protección; quien inclina las espaldas en una reverencia más profunda en el lever de la Pompadur o de la Du Barry es el que llega a mayor altura; en lugar de la obra, vale la palabra; en lugar del ser, el parecer. Sólo entre ellos mismos y para ellos mismos, en una escena eternamente igual a sí misma, estos hombres representan sus papeles de rey, de hombre de Estado, de sacerdote o de mariscal con mucha gracia pero sin ningún objeto; todos se han olvidado de Francia, de la rea lidad; sólo piensan en su persona, en su carrera, en sus place res. Versalles, ideado por Luis XIV como el Forum Maximum de Europa, decae bajo Luis XV hasta ser un teatro de sociedad de nobles aficionados; claro que, en todo caso, el más artístico y caro que jamás ha conocido el mundo.

Sobre este magnífico escenario aparece ahora por primera vez, con vacilante paso de débutante, una muchacha de quince años. Al principio no representa más que un pequeño papel secundario: el de delfina, la heredera del trono. Pero los muy nobles espectadores saben muy bien que a esta pequeña y rubia archiduquesa de Austria le está reservado para más tarde en Versalles el papel principal, el de reina, y por eso al punto todas las miradas se dirigen curiosamente a ella desde el instante de su llegada. La primera impresión es excelente: hace mucho tiempo que no se ha visto aparecer allí ninguna muchacha tan encantadora; con su esbelta figurita deliciosa, como el biscuit de Sèvres; su coloración de porcelana pintada, sus alegres ojos azules, su boca, viva y petulante, que sabe reír de la manera más infantil y enfurruñarse del modo más divertido; porte irreprochable, andar de graciosa levedad, deliciosa en la danza, pero al mismo tiempo -no en vano es hija de una emperatriz- un modo seguro de atravesar, rígida y orgullosa, por la Galería de los Espejos, saludando sin cortedad a derecha y a izquierda. Con mal disimulado enojo reconocen las damas, a quienes en ausencia de una prima donna les ha sido dado representar los primeros papeles, una rival victoriosa en aquella aún no desarrollada muchacha estrecha de hombros. Una única falta en su conducta advierte unánimemente la severa sociedad cortesana: aquella niña de quince años tiene la singular pretensión de moverse con infantil libertad, sin ningún envaramiento, por aquellos sacrosantos salones; siendo una bestezuela silvestres por su natural, la joven María Antonieta alborota por todas partes, con revoleo de faldas, jugando con los hermanos más jóvenes de su marido; aún no puede acostumbrarse a la desola da mesura, a la reserva glacial que sin cesar se exige aquí de la esposa de un príncipe real. En las grandes ocasiones sabe conducirse irreprochablemente, pues ha sido educada bajo una etiqueta no menos pomposa, bajo la hispano-habsburguesa. Pero en la Hofburg y en Schoenbrunn no se adoptaban continentes tan solemnes más que en las solemnidades; para las recepciones se sacaba el ceremonial, como un traje de gala, y se deponía, con un suspiro de satisfacción, tan pronto como los haiducos habían cerrado la puerta a espalda de los visitantes. Entonces se esponjaban a su gusto, se convertían en sencillos y familiares, era permitido a los niños alborotar y divertirse alegremente; cierto que en Schoenbrunn se servían de la etiqueta, pero no se la servía como esclavos delante de un dios. En cambio, aquí, en esta corte preciosa y anticuada, no se vive para vivir, sino únicamente para representar, y cuanto más alta la categoría de un personaje, más son las prescripciones que tiene que cumplir. Por tanto,

¡en nombre del cielo!, que jamás ha ya un gesto espontáneo, no cabe mostrarse natural a ningún precio; sería una falta contra las costumbres que nada podría reparar. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana, siempre buen porte, buen porte y buen porte; si no, murmura el implacable público de aduladores, el objeto de cuya existencia es vivir en este teatro y para él.

María Antonieta, ni de niña ni cuando reina, ha querido comprender jamás esta espantosa y solemne severidad, este sagrado ceremonial de Versalles; no concibe la terrible importancia que toda la gente atribuye aquí a una inclinación de cabeza o a una precedencia o primacía, y no la comprenderá jamás. Naturalmente obstinada, terca y, por encima de toda traba, sincera, odia toda especie de restricción; como auténtica austríaca, quiere dejarse llevar por los acontecimientos, vivir a su gusto y no sufrir a cada paso esa insoportable afectación, ese darse importancia y suficiencia. Lo mismo que se libraba de sus deberes escolares en su casa natal, también aquí en toda ocasión procura escabullirse de su severa dama de honor. madame de Noailles, a quien llama burlonamente «Madame Etiqueta»; esta niña, vendida demasiado pronto a la política, quiere tener, inconscientemente, to único de que está privada en medio del fausto de su posic ión: algunos años de verdadera infancia.

Pero una princesa heredera no puede ni debe ser ya una niña; todo se une para traer a su recuerdo la obligación de mantener una inconmovible dignidad. Su alta educación compete, junto con la santurrona dama de honor, a las hijas de Luis XV tres solteronas beatas y malignas, de cuya virtud ni aun la peor lengua calumniadora osaría dudar: madame Adelaida, madame Victoria y madame Sofía; esas tres parcas se ocupan, con aparente cariño, de María Antonieta, abandonada por su esposo; en su escondida madriguera es iniciada la princesa en toda la estrategia de las pequeñas guerras de corte: debe aprender a11í el arte de la maledicencia, de la socarrona malicia, de la intriga subterránea, la técnica de los alfilerazos. Al principio, esta nue va enseñanza divierte a la inexperta María Antonieta. e, inocente. repite los bons mots cargados de especias; pero en el fondo tales malevolencias contradicen a su natural sinceridad. María Antonieta, para su daño, no ha aprendido nunca el disimulo. la ocultación de sus sentimientos de odio o de cariño, y pronto, por su instinto recto. se libera de la tutela de las tías; todo lo apicarado es opuesto a su ingenuo a indomado natural. Igual mala suerte tiene la condesa de Noailles con su discípula; sin cesar. el indisciplinable temperamento de la muchacha de quince o dieciséis años se subleva contra la mesure, contra el empleo del tiempo acompasado y siempre unido a un párrafo de reglamento. Pero nada puede ser cambiado en esto. Ella misma describe así su día: «Me levanto a las nueve y media o diez, me visto y hago mis oraciones matinales. Después me desayuno y voy a ver a las tías, donde, de ordinario, encuentro al rey. Esto dura hasta las diez y media. En seguida, a las once, voy a que me peinen. Luego llaman a toda mi casa, y todo el mundo puede entrar entonces, salvo las gentes sin calidad ni nombre. Me pongo mi colorete y me lavo las manos delante de todos los reunidos; después se retiran los hombres, quedan las damas y me visto delante de ellas. A las doce se va a la iglesia. Si el rey está en Versalles, voy con él a misa, con mi esposo y las tías. Si está ausente, voy sólo con el señor delfín, pero siempre a la misma hora. Después de misa hacemos la pública comida del mediodía, pero a la una y media está ya terminada, porque los dos comemos muy de prisa. De a11í voy a las habitaciones del señor delfín, y cuando está ocupado, me vuelvo a las mías, donde leo, escribo o trabajo, pues estoy haciendo una chupa para el rey, trabajo que ava nza muy lentamente, pero confío en que, con la ayuda de Dios, estará terminado dentro de algunos años. A las tres vuelvo junto a las tías, con las cuales, a esa hora, se encuentra el rey; a las cuatro viene el abate a mi habitación; a las cinco, el maestro de clave o el de canto, hasta las seis de la tarde. A las seis y media vuelvo casi siempre junto a las tías, si no salgo de paseo. Tienes que saber que mi esposo va casi siempre conmigo a las habitaciones de las tías. Se juega de siete a nueve; pero si hace buen tiempo salgo de paseo, y entonces no se juega en mis habitaciones, sino en las de las tías. Cenamos a las nueve, y si no está el rey, las tías cenan con nosotros. Pero si está el rey presente, después de cenar vamos junto a ellas. Esperamos al rey, que, de costumbre, llega a las once menos cuarto. Pero yo, mientras tanto, me echo en un gran canapé y duermo hasta su llegada; pero si no está a11í, vamos a acostamos a las once. Ésta es la distribución de mi día».

En esta distribución de horas no queda mucho tiempo para las diversiones, que es justamente lo que apetece su inquieto corazón. Su sangre, hirviente y juvenil, querría hacer locuras: jugar, reír, alborotar; pero al punto alza su severo dedo «Ma dame Etiqueta». y advierte que esto y aquello, y en resumidas cuentas todo lo que quiere María Antonieta es inconciliable con su posición de princesa heredera. Aún le va peor con el abate Vermond, el antiguo maestro y ahora confesor y lector de la delfina. En realidad, María Antonieta tendría aún muchísimo que aprender, pues su instrucción está muy por debajo de la del término medio: a los quince años ha olvidado bastante el alemán y todavía no ha aprendido por completo el francés; su escritura es lamentablemente desmañada; su estilo, lleno de enormidades y faltas de ortografía; necesita aún que el servicial abate le corrija sus cartas. Fuera de eso, debe leerle todos los días durante una hora y obligarla a que lea ella misma, pues María Teresa le pregunta por sus lecturas en casi todas las cartas. No cree exacta la noticia de que Toinerte lea o escriba todas las tardes. «Trata de amueblarte la cabeza con buenas lecturas -amonéstala la madre-; es para ti más necesario que para cualquier otro. Desde hace dos meses estoy esperando la lista del abate, y temo que no te has ocupado de ello y que los burros y caballos te han quitado el tiempo destinado para los libros. Ahora, en invierno, no abandones esta ocupación, ya que no posees a fondo ninguna otra: ni música, ni dibujo, baile, pintura o cualquier otra arte bella.» Por desgracia, María Teresa tie ne motivos para desconfiar, porque su Toinette, de un modo al mismo tiempo ingenuo y hábil, sabe seducir tan por completo al abate Vermond -¡claro que no se puede obligar a una delfina a que haga alguna cosa o imponerle un castigo!- que la hora de lectura se convierte siempre en una hora de charla; aprende poco, o nada, y su madre, con todas sus apremiantes admoniciones, no consigue dirigirla hacia ningún trabajo serio. Su recto y sano desenvolvimiento ha sido perturbado por su matrimonio, forzado y precoz. Mujer por su título, pero en realidad siempre una niña, María Antonieta debe, por una pane, presentarse ya conforme a su dignidad y categoría mayestáticas, pero. por otra, debería. en un banco de la escuela, aprender los más elementales conocimientos de instrucción primaria: ya se la trata como a una gran dama, ya se la reprende como a una niña. La dama de honor exige de ella el porte de su alcurnia: la, tías, que intrigue: su madre, que se instruya; mas su juvenil corazón no quiere otra cosa sino vivir y ser joven, y en esta contradicción entre la edad y la categoría, entre su propia voluntad y la de los otros, se origina. en este natural aún no evolucionado aunque siempre por completo honrado. aquella irreprimible inquietud y ansia de libertad que más tarde han de determinar, de un modo tan nefasto, el destino de María Antonieta.

María Teresa conoce al detalle esta peligrosa y dañina situación de su hija en la corte extranjera: sabe también que aquella criatura demasiado joven, frívola y ligera, nunca estará en disposición de evitar por su propio instinto todas las trampas de la intriga y las celadas de la política de palacio. Por ello le ha dado como fiel consejero a la mejor persona que posee entre sus diplomáticos, al conde de Mercy. «Temo mucho -había escrito la emperatriz con asombrosa franqueza a su representante- la excesiva juventud de mi hija, la demasía de lisonjas en torno suyo, su pereza y su falta de gusto por toda actividad seria, y recomiendo a usted. ya que tengo en su persona plena confianza, que vigile para que no vaya a caer en malas manos.» La emperatriz no hubiera podido hacer mejor elección. Belga de nacimiento, pero totalmente adicto a su soberana: hombre de corte, pero no servil cortesano: sereno de pensamiento, pero no frío: lúcido, aunque no genial, este solterón, rico y sin ambiciones, que no desea otra cosa en la vida sino servir plenamente a su soberana, toma a su cargo este puesto tutelar con todo el tacto imaginable y la más conmovedora fidelidad. En apariencia. es el embajador de la emperatriz en la corte de Versalles. pero en realidad no es más que el ojo, el oído y la mano protectora de la madre; gracias a sus minuciosos informes. María Teresa puede observar a su hija desde Schoenbrunn como a través de un telescopio. La emperatriz sabe cada palabra que pronuncia su hija. cada libro que lee, o más bien que no lee: conoce cada vestido que se pone; llega a su conocimiento cómo emplea o disipa María Antonieta cada uno de sus días, con quién habla, qué faltas comete, pues Mercy. con gran habilidad, ha tendido estrechamente sus redes en torno a su protegida. «He ganado la confianza de tres personas del servicio personal de la archiduquesa. la hago observar día tras día por Vermond. y sé, por medio de la marquesa de Durfort, hasta la palabra más insignifcante que charla con sus tías. Poseo además, otros me dios y caminos para conocer lo que pasa en la cámara del rey cuando se encuentra a11í la delfïna. Añado a esto mis propias observaciones, en forma que no hay ni una sola hora del día acerca de la cual no pueda decir, con conocimiento, lo que la delfina ha hecho, dicho a oído. Y extiendo siempre tan allá mis investigaciones por si es necesario para tranquilidad de Vuestra Majestad.» Todo lo que oye y acecha este fiel y honrado servidor lo comunica con la más completa veracidad y sin miramiento alguno. Correos especiales, ya que los recíprocos robos de correspondencia representan entonces el arte principal de la diplomacia, transportan estos íntimos informes, exclusivamente destinados para María Teresa, los cuales ni una sola vez son accesibles al canciller de Estado o al emperador José, gracias a la cerrada envoltura con la inscripción: «Tibi soli». Cierto que a veces se asombra la inocente María Antonieta de lo rápida y detalladamente que están informados en Schoenbrunn sobre cada particular de su vida, pero jamás llega a sospechar que aquel canoso señor tan amistosamente paternal sea el espía íntimo de su madre y que las cartas exhortadoras, misteriosamente omniscientes, de la emperatriz estén pedidas a inspiradas por el propio Mercy, pues Mercy no tiene otro medio de influir en la indómita muchacha sino acudiendo a la autoridad materna. Como a embajador de una corte extranjera, aunque sea amigo, no le es permitido dar reglas de conducta moral a la heredera del trono, no puede tener la pretensión de educar a la futura reina de Francia o de querer infuir sobre ella. De este modo, cuando quiere alcanzar algún objeto, encarga siemp re una de aquellas cartas, cariñosamente several, que María Antonieta recibe y abre con corazón palpitante. No sometida a nadie más sobre la tierra, esta niña frívola experimenta siempre un sagrado temor cuando le habla su madre, aunque sólo sea por escrito, a inclina entonces respetuosamente la cabeza, aun ante la más severa censura.

Gracias a esta vigilancia perenne, María Antonieta, durante los primeros años, está a salvo de los peligros exteriores y de sus demasías intemas. Otro espíritu, otro más fue rte, la grande y perspicaz inteligencia de su madre, piensa en lugar de ella; una resuelta severidad vela sobre su aturdimiento. Y la culpa que la emperatriz ha cometido con relación a María Antonieta, sacrificando demasiado pronto su joven vida a la razón de Estado, trata de redimirla la madre con infinitos desvelos.

Afectuosa, cordial y perezosa para reflexionar, la niña que es María Antonieta no siente en realidad ninguna antipatía hacia toda esta gente que la rodea. Quiere mucho a Luis XV, el abuelo político, que la mima amistosamente; soporta pasablemente a las viejas tías solteronas y a «Madame Etiqueta» ; siente confianza hacia su buen confesor Vermond, y una afección infantil y llena de respeto por el sereno y cordial amigo de su madre, el embajado r Mercy. Sin embargo, sin embargo... Todas éstas son personas mayores, todas serias, mesuradas, ceremo niosas, y a ella, la muchacha de quince años, le gustaría amistarse despreocupadamente con alguien; ser alegre y sentir confianza en alguien; querría compañeros de juego y no sólo maestros vigilantes y sermoneadores: su juventud está sedienta de juventud. Pero ¿con quién estar alegre aquí, con quién jugar en esta casa de frío mármol, solemne y cruel? Según la edad, el verdadero compañero de juegos lo tendría realmente a su lado: su propio esposo, sólo un año mayor que ella. Pero regañón, tímido y a menudo grosero por su propia timidez, este lerdo compañero evita toda confianza con su joven esposa; tampoco él ha demostrado jamás el menor deseo de que lo casaran tan pronto, y tiene que pasar bastante tiempo antes de que se decida a ser semicortés con esta muchacha extranjera. De este modo, sólo quedan los hermanos más jóvenes de su marido, los condes de Provenza y Artois; con aquellos mozue los de catorce y trece años, respectivamente, tiene a veces María Antonieta chanzas infantiles, se prestan disfraces y representan comedias en secreto; pero todo tiene que ser escondido rápidamente, tan pronto como se acerca «Madame Etiqueta»; una delfina no debe ser sorprendida jugando. No obstante, esta indisciplinada niña necesita algo para su diversión, para su cariño; una vez se dirige al embajador pidiendo que le envíen de Viena un perro, un chien Mops; otra vez la severa aya des cubre que la sucesora del trono de Francia -¡horror!- ha hecho subir a su habitación a los dos niños pequeños de una sirvienta y, sin cuidarse de su hermoso traje, se arrastra de un lado a otro con ellos por el suelo, en medio de gran alboroto. Desde la primera hasta la última hora lucha en María Antonieta un ser libre y natural contra la artificialidad de aquel ambiente que llega a ser suyo por el matrimonio, contra el preciosista patetismo de aquellas faldas à paniers y aquellos rígidos bus tos encorsetados. Esta ligera y juguetona vienesa se ha sentido siempre como extranjera en el solemne palacio de Versalles, el de las mil ventanas.

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