* * *

Una noche entró en el cuarto de la Serrano el

crítico a quien Juana, a sus solas, consideraba

como el único que sabía comprender y sentir lo

bueno y mirar su oficio con toda la honradez

escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Ba-

luarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno

de los pocos ídolos literarios a quien Juana tri-

butaba culto secreto, tan secreto, que ni siquiera

sabía de él su marido. Juana había descubierto

en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que

consiste en identificar nuestra moralidad con

nuestra pluma, gracia suprema que supone el

verdadero dominio del arte, cuando este es

reflexivo, o un candor primitivo, que sólo tuvo

la poesía cuando todavía no era cosa de litera-

tura. No escandalizar jamás, no mentir jamás,

no engañarse ni engañar a los demás, tenía que

ser el lema de aquella sinceridad literaria que

tan pocos consiguen y que los más ni siquiera

procuran. Baluarte, con tales condiciones, que

Juana había adivinado a fuerza de admiración,

tenía pocos amigos verdaderos, aunque sí mu-

chos admiradores, no pocos envidiosos e infini-

tos partidarios, por temor a su imparcialidad

terrible. Aquella imparcialidad había sido ne-

gada, combatida, hasta vituperada, pero se

había ido imponiendo; en el fondo, todos creían

en ella y la acataban de grado o por fuerza: esta

era la gran ventaja de Baluarte; otros le habían

superado en ciencia, en habilidad de estilo, en

amenidad y original inventiva; pero los juicios

de D. Ramón continuaban siendo los definiti-

vos. Aparentemente se le hacía poco caso; no

era académico, ni figuraba en la lista de emi-

nencias que suelen tener estereotipadas los pe-

riódicos, y a pesar de todo, su voto era el de

más calidad para todos.

Iba poco a los teatros, y rara vez entraba en

los saloncillos y en los cuartos de los cómicos.

No le gustaban cierta clase de intimidades, que

haría dificilísima su tarea infalible de justiciero.

Todo esto encantaba a Juana, que le oía como a

un oráculo, que devoraba sus artículos... y que

nunca había hablado con él, de miedo; por no

encontrar nada digno de que lo oyera aquel

señor. Baluarte, que visitaba a la Serrano más

que a otros artistas, porque era una de las pocas

eminencias del teatro a quien tenía en mucho y a

quien elogiaba con la conciencia tranquila, Ba-

luarte jamás se había fijado en aquella joven

que oía, siempre callada, desde un rincón del

cuarto, ocupando el menor espacio posible.

La noche de que se trata, D. Ramón entró

muy alegre, más decidor que otras veces, y

apretó con efusión la mano que Petra, radiante

de expresión y alegría, le tendió en busca de

una enhorabuena que iba a estimar mucho más

que todos los regalos que tenía esparcidos so-

bre las mesas de la sala contigua.

-Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien.

Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es

naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida; muy

bien.

No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Pe-

tra no veía su imagen en el espejo, de puro or-

gullo; de orgullo no, de vanidad, casi converti-

da de vicio en virtud por el agradecimiento. No

había que esperar más elogios; D. Ramón no se

repetía; pero la Serrano se puso a rumiar des-

pacio lo que había oído.

A poco rato, D. Ramón añadió:

-¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola

quien está de enhorabuena: he visto ahí un mu-

chacho, uno pequeño, muy modesto, el que

tiene con usted aquella escena incidental de la limosna...

-Pepito, Pepe Noval...

-No sé cómo se llama. Ha estado admirable.

Me ha hecho ver todo un teatro como debía

haberlo y no lo hay... El chico tal vez no sabrá

lo que hizo... pero estuvo de veras inspirado. Se

le aplaudió, pero fue poco. ¡Oh! Cosa soberbia.

Como no le echen a perder con elogios tontos y

malos ejemplos, ese chico tal vez sea una mara-

villa... Petra, a quien la alegría deslumbraba de

modo que la hacía buena y no la dejaba sentir

la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón

de Juana, que estaba como la grana, con la mi-

rada extática, fija en D. Ramón Baluarte.

-Ya lo oyes, Juana; y cuenta que el señor Ba-

luarte no adula.

-¿Esta señorita?...

-Esta señora es la esposa de Pepito Noval, a quien usted tan justamente elogia. Don Ramón

se puso algo encarnado, temeroso de que se

creyera en un ardid suyo para halagar vanida-

des. Miró a Juana, y dijo con voz algo seca:

-He dicho la pura verdad.

Juana sintió mucho, después, no haber po-

dido dar las gracias.

Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había

convertido en afonía.

No le salía la voz de la garganta. Pensó, de

puro agradecida y entusiasmada, algo así como

aquello de «Hágase en mí según tu palabra»;

pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso

pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae

del diván... Murmuró no se sabe qué gorjeos

roncos... pero lo que se llama hablar, ni pizca.

¡Su D. Ramón, el de sus idolatrías solitarias de

lectora, admirando a su Pepe, a su marido de

su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No,

no la había.

Baluarte, en noches posteriores, reparó va-

rias veces en un joven que entre bastidores le

saludaba y sonreía como adorándole era Pepe

Noval, a quien su mujer se lo había contado

todo. El chico sintió el mismo placer que su

esposa, más el incomunicable del amor propio

satisfecho; pero tampoco dio las gracias al críti-

co, porque le pareció una impertinencia. ¡Buena

falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi agrade-

cimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle,

adorarle al paso, bien; pero hablarle, ¡quiá!

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