Una noche entró en el cuarto de la Serrano el
crítico a quien Juana, a sus solas, consideraba
como el único que sabía comprender y sentir lo
bueno y mirar su oficio con toda la honradez
escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Ba-
luarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno
de los pocos ídolos literarios a quien Juana tri-
butaba culto secreto, tan secreto, que ni siquiera
sabía de él su marido. Juana había descubierto
en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que
consiste en identificar nuestra moralidad con
nuestra pluma, gracia suprema que supone el
verdadero dominio del arte, cuando este es
reflexivo, o un candor primitivo, que sólo tuvo
la poesía cuando todavía no era cosa de litera-
tura. No escandalizar jamás, no mentir jamás,
no engañarse ni engañar a los demás, tenía que
ser el lema de aquella sinceridad literaria que
tan pocos consiguen y que los más ni siquiera
procuran. Baluarte, con tales condiciones, que
Juana había adivinado a fuerza de admiración,
tenía pocos amigos verdaderos, aunque sí mu-
chos admiradores, no pocos envidiosos e infini-
tos partidarios, por temor a su imparcialidad
terrible. Aquella imparcialidad había sido ne-
gada, combatida, hasta vituperada, pero se
había ido imponiendo; en el fondo, todos creían
en ella y la acataban de grado o por fuerza: esta
era la gran ventaja de Baluarte; otros le habían
superado en ciencia, en habilidad de estilo, en
amenidad y original inventiva; pero los juicios
de D. Ramón continuaban siendo los definiti-
vos. Aparentemente se le hacía poco caso; no
era académico, ni figuraba en la lista de emi-
nencias que suelen tener estereotipadas los pe-
riódicos, y a pesar de todo, su voto era el de
más calidad para todos.
Iba poco a los teatros, y rara vez entraba en
los saloncillos y en los cuartos de los cómicos.
No le gustaban cierta clase de intimidades, que
haría dificilísima su tarea infalible de justiciero.
Todo esto encantaba a Juana, que le oía como a
un oráculo, que devoraba sus artículos... y que
nunca había hablado con él, de miedo; por no
encontrar nada digno de que lo oyera aquel
señor. Baluarte, que visitaba a la Serrano más
que a otros artistas, porque era una de las pocas
eminencias del teatro a quien tenía en mucho y a
quien elogiaba con la conciencia tranquila, Ba-
luarte jamás se había fijado en aquella joven
que oía, siempre callada, desde un rincón del
cuarto, ocupando el menor espacio posible.
La noche de que se trata, D. Ramón entró
muy alegre, más decidor que otras veces, y
apretó con efusión la mano que Petra, radiante
de expresión y alegría, le tendió en busca de
una enhorabuena que iba a estimar mucho más
que todos los regalos que tenía esparcidos so-
bre las mesas de la sala contigua.
-Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien.
Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es
naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida; muy
bien.
No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Pe-
tra no veía su imagen en el espejo, de puro or-
gullo; de orgullo no, de vanidad, casi converti-
da de vicio en virtud por el agradecimiento. No
había que esperar más elogios; D. Ramón no se
repetía; pero la Serrano se puso a rumiar des-
pacio lo que había oído.
A poco rato, D. Ramón añadió:
-¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola
quien está de enhorabuena: he visto ahí un mu-
chacho, uno pequeño, muy modesto, el que
tiene con usted aquella escena incidental de la limosna...
-Pepito, Pepe Noval...
-No sé cómo se llama. Ha estado admirable.
Me ha hecho ver todo un teatro como debía
haberlo y no lo hay... El chico tal vez no sabrá
lo que hizo... pero estuvo de veras inspirado. Se
le aplaudió, pero fue poco. ¡Oh! Cosa soberbia.
Como no le echen a perder con elogios tontos y
malos ejemplos, ese chico tal vez sea una mara-
villa... Petra, a quien la alegría deslumbraba de
modo que la hacía buena y no la dejaba sentir
la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón
de Juana, que estaba como la grana, con la mi-
rada extática, fija en D. Ramón Baluarte.
-Ya lo oyes, Juana; y cuenta que el señor Ba-
luarte no adula.
-¿Esta señorita?...
-Esta señora es la esposa de Pepito Noval, a quien usted tan justamente elogia. Don Ramón
se puso algo encarnado, temeroso de que se
creyera en un ardid suyo para halagar vanida-
des. Miró a Juana, y dijo con voz algo seca:
-He dicho la pura verdad.
Juana sintió mucho, después, no haber po-
dido dar las gracias.
Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había
convertido en afonía.
No le salía la voz de la garganta. Pensó, de
puro agradecida y entusiasmada, algo así como
aquello de «Hágase en mí según tu palabra»;
pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso
pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae
del diván... Murmuró no se sabe qué gorjeos
roncos... pero lo que se llama hablar, ni pizca.
¡Su D. Ramón, el de sus idolatrías solitarias de
lectora, admirando a su Pepe, a su marido de
su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No,
no la había.
Baluarte, en noches posteriores, reparó va-
rias veces en un joven que entre bastidores le
saludaba y sonreía como adorándole era Pepe
Noval, a quien su mujer se lo había contado
todo. El chico sintió el mismo placer que su
esposa, más el incomunicable del amor propio
satisfecho; pero tampoco dio las gracias al críti-
co, porque le pareció una impertinencia. ¡Buena
falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi agrade-
cimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle,
adorarle al paso, bien; pero hablarle, ¡quiá!