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Murió Pepe Noval de viruelas, y su viuda se

retiró del teatro, creyendo que para lo poco que

habría de vivir, faltándole Pepe, le bastaba con sus mezquinos ahorrillos. Pero no fue así; la

vida, aunque tristísima, se prolongaba; el ham-

bre venía, y hubo que volver al trabajo. Pero

¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la sole-

dad, habían impreso en el rostro, en los gestos,

en el ademán, y hasta en toda la figura de aque-

lla mujer, la solemne pátina de la pena moral,

invencible, como fatal, trágica; sus atractivos de

modesta y taciturna, se mezclaban ahora en

graciosa armonía con este reflejo exterior y me-

lancólico de las amarguras de su alma. Parecía,

además, como que todo su talento se había tras-

ladado a la acción; parecía también que había

heredado la habilidad recóndita de su marido.

La voz era la misma de siempre. Por eso el pú-

blico, que al verla ahora al lado de Petra Serra-

no otra vez se fijó más, y desde luego, en Juana

González, empezó a llamarla y aun a alabarla

con este apodo: La Ronca. La Ronca fue en adelante para público, actores y críticos. Aquella

voz velada, en los momentos de pasión concen-

trada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las circunstancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta gracia, pero un defecto. A

la pobre le faltaba el pito, decían los compañe-

ros en la jerga brutal de bastidores.

Don Ramón Baluarte fue desde luego el

principal mantenedor del gran mérito que

había mostrado Juana en su segunda época.

Ella se lo agradeció como él no podía sospe-

char: en el corazón de la sentimental y noble

viuda, la gratitud al hombre admirado, que

había sabido admirar a su vez al pobre Noval,

al adorado esposo perdido, tal gratitud fue en

adelante una especie de monumento que ella

conservaba, y al pie del cual velaba, consa-

grándole al recuerdo del cómico ya olvidado

por el mundo. Juana, en secreto, pagaba a Ba-

luarte el bien que le había hecho leyendo mu-

cho sus obras, pensando sobre ellas, llorando

sobre ellas, viviendo según el espíritu de una

especie de evangelismo estético, que se despren-

día, como un aroma, de las doctrinas y de las frases del crítico artista, del crítico apóstol. Se

Hablaron, se trataron; fueron amigos. La Serra-

no los miraba y se sonreía; estaba enterada;

conocía el entusiasmo de Juana por Baluarte;

un entusiasmo que, en su opinión, iba mucho

más lejos de lo que sospechaba Juana misma...

Si al principio los triunfos de la González la

alarmaron un poco, ella, que también progresa-

ba, que también aprendía, no tardó mucho en

tranquilizarse; y de aquí que, si la envidia había

nacido en su alma, se había secado con un de-

sinfectante prodigioso: el amor propio, la vani-

dad satisfecha; Juana, pensaba Petra, siempre

tendrá la irremediable inferioridad de la voz,

siempre será La Ronca; el capricho, el alambi-

camiento podrán encontrar gracia a ratos en ese

defecto... pero es una placa resquebrajada, sue-

na mal, no me igualará nunca.

En tanto la González procuraba aprender,

progresar; quería subir mucho en el arte, para

desagraviar en su persona a su marido olvida-

do; seguía las huellas de su ejemplo; ponía en

práctica las doctrinas ocultas de Pepe, y además

se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte,

de su ídolo estético; y por agradarle a él lo

hacía todo; y hasta que llegaba la hora de su

juicio, no venía para Juana el momento de la

recompensa que merecían sus esfuerzos y su

talento. En esta vida llegó a sentirse hasta feliz,

con un poco de remordimiento. En su alma

juntaba el amor del muerto, el amor del arte y

el amor del maestro amigo. Verle casi todas las

noches, oírle de tarde en tarde una frase de elo-

gio, de animación, ¡qué dicha!

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