La ronca

Leopoldo Alas Clarín

Juana González era otra dama joven en la compañía de Petra Serrano, pero además era otra doncella de Petra, aunque de más categoría que la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativamente estipulados, obligaba a Juana, en ciertos servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.

Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana, conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los que- haceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por seguir a su mujer.

El tiempo que Juana tenía que estar separada de su marido, procuraba estar al lado de la Serrano. En el teatro, en el cuarto de la primera dama, se veía casi siempre a su humilde compañera y casi criada, la González. La última mano al tocado de Petra siempre la daba Juana; y en cuanto no se la necesitaba iba a sentarse, casi acurrucada, en un rincón de un diván, a oír y callar, a observar, sobre todo; que era su pasión aprender en el mundo y en los libros todo lo que podía. Leía mucho, juzgaba a su manera, sentía mucho y bien; pero de todas estas gracias sólo sabía Pepe Noval, su marido, su confidente, único ser del mundo ante el cual no le daba a ella mucha vergüenza ser una mujer ingeniosa, instruida, elocuente y soñadora. A solas, en casa, se lucían el uno ante el otro; porque también Noval tenía sus habilidades: era un gran trágico y un gran cómico; pero delante del público y de los compañeros no se atrevía a desenvolver sus facultades, que eran extrañas, que chocaban con la rutina dominante. Profesaba Noval, sin grandes teorías, una escuela de naturalidad escénica, de sinceridad patética, de jovialidad artística, que exigía, para ser apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en el gusto y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y de los críticos. Ni el marido de Juana tenía la pretensión de sacar a relucir su arte recóndito, ni Juana mostraba interés en que la gente se enterase de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir y ver rancho. Las pocas veces que Noval había ensayado representar a su manera, separándose de la rutina, en que se le tenía por un galán cómico muy aceptable, había recogido sendos desengaños: ni el público ni los compañeros apreciaban ni entendían aquella clase de naturalidad en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a su concha, a su humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el Otelo de su invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había ideado. Ella también era mejor cómica en casa que en las tablas. En el teatro y ante el mando entero, menos ante su marido, a solas, tenía un defecto que venía a hacer de ella una lisiada del arte, una sacerdotisa irregular de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a varias personas que se dignaban callar para escucharla, a Juana se le ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal, velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular, que tenía una especie de gracia inexplicable, para muy pocos, y que el público en general sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces el papel, en determinados momentos, se amoldaba al defecto fonético de la González, y en la sala había un rumor de sorpresa, de agrado, que el público no se quería confesar, y que despertaba leve murmullo de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga, que daba a Juana más pena que alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía siendo una discreta actriz de las más modestas, excelente amiga, nada envidiosa, servicial, agradecida, pero casi, casi imposibilitada para medrar y llamar la atención de veras. Juana por sí, por sus pobres habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel menosprecio compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la González sentía como una espina la ceguera del público, que, por rutina, era injusto con Noval; por no ser lince.

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