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Una tarde de Abril se paseaba el Papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo por- que en muchos años de trato no le había encon- trado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día.

El jardinero, de las flores que daba la esta- ción, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el Papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.

-Tarde te presentas hoy, Bernardino -dijo el Pontífice al tomar las flores.

-¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santi- dad... porque... tal vez he pecado!

-¿Qué es ello?

-Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo... he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le con- templa, y yo creo que le adora, llorando en si- lencio.

-¡Una mujer aquí!

-Pidiome el secreto, pero no quiero dos pe- cados; confieso el primero; descargo mi con- ciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...

-Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme... de otra ma- nera?

-Sí; pero es el caso. . que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada me- nos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; más la niña no se atreve con vuestra presencia, segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar, Beatísimo Padre, sin falta.

«Yo me vuelvo a mi tierra -me dijo- sin osar mirarle cara a cara, sin osar hablarle, ni oírle... sin implorar mi perdón... Pero lo que es de le- jos... a hurtadillas... no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu». -Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona.

Y el jardinero se puso de rodillas, imploran- do el perdón de su imprudencia.

No le vio siquiera el Papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: «Ve, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura.

A poco, una doncella rubia y pálida, disfra- zando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía.

Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el Papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia:

-Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.

-Señor, traigo una rosa de oro.

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