La rosa de oro

Leopoldo Alas Clarín

Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladí- simos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábi- to en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizan- tino. Como un santo bizantino en pintura, lle- vaba la vida este Papa esmaltada moro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hierá- ticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la san- tidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.

Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio. Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humil- dad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles po- ner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engaña- dos a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.

Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.

Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol; por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incen- sarios, casullas, capas pluviales, mitras, palios del altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profa- nas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.

El Papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cam- biarlos por caridad y sin moneda.

La moneda debía fundirse, llevarse en arro- yo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que este lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amari- llos el templo y sus imágenes y sus ministros. «Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la cari- dad», predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuación, por la solicitud en procurar las do- naciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y conver-tirlo en cosa sagrada.

Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos pre- ciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presi- dido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.

Al comenzar el año, enviaba a los altos dig- natarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Laetare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro, también, dirigía, con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres; a las iglesias pre-dilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con ri- quísimos destellos de oro, las armas de la Igle- sia y las del Papa, la efigie de algún santo.

La única pena que tenía el Papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro.

¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba pensando que las grande- zas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro.

«¡En fin, la diplomacia...!» exclamaba el Pa- pa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.

Y a sus solas, con cierta comezón en la con- ciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta:

«¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!».

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