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María Blumengold, en la capilla del Papa, ante la Virgen, de rodillas, sin levantar la mira- da del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las pal- mas, apretadas al pecho.

En la iglesia de San Mauricio y de Santa Ma- ría Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro ( gemacht vonn golde, dice un antiguo código) regalo de León X ( Herr Leo... der zehnde Babst dess nahamens... ). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen. Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededo- res de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. Ma-ría, al verle embebecido contemplándola, be- sándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o co- mo las tenía casi siempre el mismo Papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias.

¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera aban- donarle? y esto no podía ser. Se hubiera muer- to. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura aca- bó por notar una herejía. Todos ellos se opusie- ron a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por ser ella obedien- te, él, despechado, huyó del pueblo, aborre- ciendo a los que le impedían arrodillarse delan- te de su ídolo, y jurando profanarlo todos pues- to que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores. Pasó a Bohemia (7), donde la casua- lidad le hizo tropezar con otros aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los chales por cau-sas mezcladas de religión y política se subleva- ban contra las autoridades y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que su hija ga- naba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas, en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, don- de en otro tiempo mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña, próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es esta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y es- trecha.

-No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vio dentro... una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo tam- bién. Una piedra de aquellas estaba casi des- prendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infe- liz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, aña- día, ella carecía de algo, si la necesidad la apu- raba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir... «Pero si la necesi- dad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor». Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria preci- pitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se me- neaba sobre el pétalo de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo... Pero María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras ricas, allí no eran riqueza, no eran más que una señal del amor. Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusa- lén, donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que acosado por mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que aquella rosa de oro era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Gui- llermo, que encontró a ese ladrón, cuando iba por el mundo buscando una ofrenda para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al Se- ñor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación austera, a dejar la rosa de oro en poder del Padre Santo para que otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituye- ra, si lo creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena. -Mientras viviera mi padre enfermo, la pere- grinación era imposible. Yo no podía abando- narle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi pre- sencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físi- co, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puer- ta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no com- praría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consue- los, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas.

«-Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no ten- drás con qué. . o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas». Dejar a mi padre morir pade- ciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra que por sí sola se desprendía, de la rosa de oro... Me acordé de mi virtud... de mi pure- za, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condena- do, sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...

-Y... ¿qué hiciste? -preguntó el Papa incli- nando la cabeza sobre María Blumengold-. Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un sacrilegio?

-Le di un beso al demonio.

-Sí... sería el demonio.

Hubo un silencio. El Papa volvió la mirada a la Virgen del altar suspirando y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su con- fesión se hubiese librado de un peso la purísi- ma frente, ahora miraba al Papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.

-Un beso -dijo el sucesor de Pedro-. Pero... ¿qué es... un beso? ¡Habla claro!

-Nada más que un beso.

-Entonces... no era el diablo.

El Papa dio a besar su mano a María, la ben- dijo, y al despedirla, habló así:

-Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebas-tián a recoger la rosa de oro... y a llevarte el viáti-co necesario para que vuelvas a tu tierra. Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico?

-Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar como antes.

-Bueno. Pensaremos también en tu padre. Al día siguiente el Papa tenía en su poder la rosa de oro de la iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María Blumengold vol- vía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice.

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