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Cuando llegó la Pascua de aquel año la diplomacia se puso en movimiento, a fin de que la rosa de oro fuera esta vez para una famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina devota, fanática, capaz de que- mar a todos sus vasallos por herejes, si se opo- nían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del Obispo que la confesaba.

Por penuria del tesoro pontificio o por pia- dosa malicia del Papa, aquel año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro era grande; el rey de Occidente, podero- so, se daba por desairado, por injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer?

El Papa, muy asustado, confesó que tenía una rosa de oro, antigua, de origen misterioso.

La reina devota, y lúbrica contó con ella.

Pero llegó el domingo de Laetare y no se bendijo rosa alguna. Porque aquella noche el Papa lo había pensado mejor, y sucediera lo que Dios fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guar- dado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino.

Lo que hizo el Papa fue despertar muy tem- prano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, cansino de Hall, con el en- cargo, no de restituir a la iglesia de San Mauri- cio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro.

Y el Papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza:

-«Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Obla- tas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia».

Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.

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