Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.
Y me decía Aurelio Marco:
-Es verdad; estamos hace algún tiempo en
plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba
tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres
; me gusta la sinceridad en los afectos, en la
conducta; me entusiasma el entusiasmo verda-
dero, sentido realmente; y en cambio, me re-
pugnan el pathos falso, la piedad y la virtud
fingidas. Creo que el hombre camina muy poco
a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual,
instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo.
Fuera de las rarísimas excepciones de unas
cuantas docenas de santos, se me antoja que
hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría
que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del
menosprecio que nos inspira.
El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo
que tiene de egoísta; ya por lo que en él va en-
vuelto de nuestra propia conveniencia, ya de
nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la
gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la
autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo
que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca
la adoración de los demás: que el mundo entero
le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es de-
leznable... claro, como que es contra naturaleza,
una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en
aras del propio egoísmo.
Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino
canto; creo en el progreso; lo que niego es que
hayamos llegado, así, en masa, como obra so-
cial, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como
se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la políti-
ca, tal como la entendemos ahora. No, no
hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía,
como quieras llamarlo, convenimos todos en
que cuando hablamos de sacrificios por amor al
país... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no
mentimos acaso, pero no decimos la verdad.
-Pero... entonces -interrumpí- ¿dónde está el
progreso?
-A ello voy. La evolución del amor humano
no ha llegado todavía más que a dar el primer
paso sobre el abismo moral insondable del
amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un moribundo que ve
cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene
gran valor espiritual el esfuerzo de amar de
veras a lo que no es yo mismo!
-¡Qué lenguaje, Aurelio!
-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo
ha dado parte de la humanidad, no de un salto,
sino por el camino... del cordón umbilical... las
madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se
llama amar. Los padres dignos de ser madres,
los padres-madres, hemos llegado también, por
la misteriosa unión de la sangre, a amar de ve-
ras a los hijos. El amor familiares el único pro-
greso serio, grande, real, que ha hecho hasta
ahora la sociología positiva. Para los demás
círculos sociales la coacción, la pena, el conven-
cionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fór-mulas, las hipocresías necesarias, la razón de
Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en
sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la
argamasa que puede emir las piedras- para los
cimientos del edificio social futuro. Repara có-
mo nadie es utopista ni revolucionario en su
casa; es decir, nadie que haya llegado al amor
real de la familia; porque fuera de este amor
quedan los solterones empedernidos y los mu-chísimos mal casados y los no pocos padres
descastados. No; en la familia buena nadie
habla de corregir los defectos domésticos con
ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miem-bros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy
la pena de muerte, y puedes decir que no hay
familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.
¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en
este punto, no se ha comprendido bien todavía!
-Pero... ¿y la yernocracia?
-Ahora vamos. La yernocracia ha venido
después del nepotismo, debiendo haber venido
antes; lo cual prueba que el nepotismo era un
falso progreso, por venir fuera de su sitio; un
egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y
todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido sim-
pático, por lo que se parecía al verdadero amor
familiar; simpático del todo cuando, en efecto,
se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de
los Papas, acaso principalmente, fue por esto
una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del
lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepo-
tismo significaría la influencia política del amor
a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latini-dad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran cate-goría, y había que compensarle con otros hono-
res.
Nuestra hipocresía social no consiente la
filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia... que es el go-bierno de la hija, matriz sublime del amor pa-
ternal.
¡La hija, mi Rosina!