La yernocracia

Leopoldo Alas Clarín

Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.

Y me decía Aurelio Marco:

-Es verdad; estamos hace algún tiempo en

plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba

tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres

; me gusta la sinceridad en los afectos, en la

conducta; me entusiasma el entusiasmo verda-

dero, sentido realmente; y en cambio, me re-

pugnan el pathos falso, la piedad y la virtud

fingidas. Creo que el hombre camina muy poco

a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual,

instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo.

Fuera de las rarísimas excepciones de unas

cuantas docenas de santos, se me antoja que

hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría

que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del

menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo

que tiene de egoísta; ya por lo que en él va en-

vuelto de nuestra propia conveniencia, ya de

nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la

gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la

autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo

que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca

la adoración de los demás: que el mundo entero

le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es de-

leznable... claro, como que es contra naturaleza,

una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en

aras del propio egoísmo.

Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino

canto; creo en el progreso; lo que niego es que

hayamos llegado, así, en masa, como obra so-

cial, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como

se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la políti-

ca, tal como la entendemos ahora. No, no

hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía,

como quieras llamarlo, convenimos todos en

que cuando hablamos de sacrificios por amor al

país... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no

mentimos acaso, pero no decimos la verdad.

-Pero... entonces -interrumpí- ¿dónde está el

progreso?

-A ello voy. La evolución del amor humano

no ha llegado todavía más que a dar el primer

paso sobre el abismo moral insondable del

amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un moribundo que ve

cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene

gran valor espiritual el esfuerzo de amar de

veras a lo que no es yo mismo!

-¡Qué lenguaje, Aurelio!

-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo

ha dado parte de la humanidad, no de un salto,

sino por el camino... del cordón umbilical... las

madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se

llama amar. Los padres dignos de ser madres,

los padres-madres, hemos llegado también, por

la misteriosa unión de la sangre, a amar de ve-

ras a los hijos. El amor familiares el único pro-

greso serio, grande, real, que ha hecho hasta

ahora la sociología positiva. Para los demás

círculos sociales la coacción, la pena, el conven-

cionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fór-mulas, las hipocresías necesarias, la razón de

Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en

sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la

argamasa que puede emir las piedras- para los

cimientos del edificio social futuro. Repara có-

mo nadie es utopista ni revolucionario en su

casa; es decir, nadie que haya llegado al amor

real de la familia; porque fuera de este amor

quedan los solterones empedernidos y los mu-chísimos mal casados y los no pocos padres

descastados. No; en la familia buena nadie

habla de corregir los defectos domésticos con

ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miem-bros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy

la pena de muerte, y puedes decir que no hay

familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.

¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en

este punto, no se ha comprendido bien todavía!

-Pero... ¿y la yernocracia?

-Ahora vamos. La yernocracia ha venido

después del nepotismo, debiendo haber venido

antes; lo cual prueba que el nepotismo era un

falso progreso, por venir fuera de su sitio; un

egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y

todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido sim-

pático, por lo que se parecía al verdadero amor

familiar; simpático del todo cuando, en efecto,

se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de

los Papas, acaso principalmente, fue por esto

una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del

lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepo-

tismo significaría la influencia política del amor

a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latini-dad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran cate-goría, y había que compensarle con otros hono-

res.

Nuestra hipocresía social no consiente la

filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia... que es el go-bierno de la hija, matriz sublime del amor pa-

ternal.

¡La hija, mi Rosina!

Share on Twitter Share on Facebook