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Calló Aurelio Marco, conmovido por sus

recuerdos, por las imágenes que le traía la aso-

ciación de ideas.

Cuando volvió a hablar, noté que en cierto

modo había perdido el hilo, o por lo menos,

volvía a tomarlo de atrás, porque dijo:

-El nepotismo es generalmente, cuando se

trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio,

la familia imposición; algo como el dinero para

el avaro viejo; una mano a que nos agarramos

en el trance de caducar y morir. El sobrino imi-

ta la familia real que no tuvimos o que perdi-

mos; el sobrino finge amor en los días de deca-

dencia; el sobrino puede imponerse a la debili-

dad senil. Esto no es el verdadero amor fami-

liar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser egoísmo, o miedo, o precaución, o

pago de servicios: egoísmo.

Sin embargo, es claro que hay casos intere-

santes, que enternecen, en el nepotismo. El

ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre inte-

gérrimo, independiente, que echaba al rey-sol

en cara sus manchas morales, no pudo en los

días tristes de su vejez extrema abstenerse de

solicitar el favor cortesano. Sufría, dice un his-

toriador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que,

seguía él decía, «sus parientes no se aprovecha-

rían de los bienes de la Iglesia», no cesaban de

torturarle, obligándole continuamente a trasla-

darse de Meaux a la corte para implorar favores

de todas clases; y el grande hombre tenía que

hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los

cortesanos; hasta que en uno de estos tristes

viajes de pretendiente murió en París en 1704.

Ese es un caso de nepotismo que da pena y que

hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos.

-Pero... ¿y la yernocracia?

-A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina

de Saba de tres años y medio, el sol a domicilio;

parece un gran juguete de lujo... con alma. Sa-

cude la cabellera de oro, con aire imperial, co-

mo Júpiter maneja el rayo; de su vocecita de mil

tonos y registros hace una gama de edictos,

decretos y rescriptos, y si me mira airada, sien-

to sobre mí la excomunión de un ángel. Es car-

ne de mi carne, ungida con el óleo sagrado y

misterioso de la inocencia amorosa; no tiene,

por ahora, rudimentos de buena crianza, y su

madre y yo, grandes pecadores, pasamos la

vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero

aún no nos hemos decidido ni a perforarle las

orejitas para engancharle pendientes, ni a per-

forarle la voluntad para engancharle los grillos

de la educación a los dos años se erguía en su

silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba

jamás en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en so-lemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa,

como si fuera un charco. Deplorable educación...

pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que

crecer, no la educaba; y pasaría la vida metien-

do los pies en el caldo! Más que a su madre,

más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a

Maolito, su novio, un vecino de siete años, ma-cho más hermoso que yo y sin barbas que pi-

quen al besarle.

Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina

le sienta junto a sí, y entre cucharada y cucha-

rada le admira, le adora... y le palpa, untándole

la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda;

mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel,

de Maolito.

Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su

tono más imperativo y más apasionado y elo-

cuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a

que siempre me rindo...

-Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo

dice muy claro) y que haga ministo y general a

Maolito, que quere a mí...

-No, tonta -interrumpió Maolito, que tiene la

precocidad de todos los españoles-; tu papá no

puede ser rey; di tú que quieres que sea minis-

tro y que me haga a mí subsecretario.

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