Un viejo verde

Leopoldo Alas Clarín

2020-10-05T22:00:00+00:00

Año primera publicación: 1893

Edición: Manuel Fernandez y Lasanta, Madrid, 1893

Relato incluido en: "El señor y lo demás, son cuentos"

 

Oid un cuento... ¿Que no le queréis natura-lista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.

Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta

en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron

como convocadas, de una lontananza ideal, las

hadas invisibles de la armonía, las notas miste-

riosas, gnomos del aire, del bronce y de las

cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor

inmortal, poesía eternamente insepulta, como

larva de un héroe muerto y olvidado en el cam-

po de batalla; era el alma de Beethoven lo que

vibraba, llenando los ámbitos del Circo y lle-

nando los espíritus de la ideal melodía, edifi-

cante y seria de su música única; como un con-

tagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico

del arte, iba dominando a los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la sala, su-biendo de las butacas a los palcos y a las galerí-

as, fuese, con su dulzura, con su perfume de

sonidos, infundiendo en todos el suave ador-

mecimiento de la vaga contemplación extática

de la belleza rítmica.

El sol de fiesta de Madrid penetraba disfra-

zado de mil colores por las altas vidrieras rojas,

azules, verdes, moradas y amarillas; y como

polvo de las alas de las mariposas iban los cor-

púsculos iluminados de aquellos haces alegres

y mágicos a jugar con los matices de los gracio-

sos tocados de las damas, sacando lustre azul,

de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa

cabeza desnuda de la morena de un palco, y

más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora

boreal a las flores, a la paja, a los tules de los

sombreros graciosos y pintorescos que anun-

ciaban la primavera como las margaritas de un

prado.

*

* *

Desde un palco del centro oía la música, con

más atención de la que suelen prestar las da-

mas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Mi-

nerva con ojos de esmeralda, frente purísima,

solemne, inmaculada, con la cabeza de armo-

niosas curvas, que, no se sabía por qué, habla-

ban de inteligencia y de pasión, peinada como

por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los

rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las

hojas de los chapiteles jónicos y corintios y es-

taban en dulce armonía con la majestad hieráti-

ca del busto, de contornos y movimientos ca-

nónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni

monotonía, con sencillez y hasta con gracia.

Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba

enamorada del modo de amar de algunos

hombres. Era coqueta como quien es coleccio-

nista. Amaba a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los

ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre

todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia

ajena: para ella un adorador antiguo era un

incunable. A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su

biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más

antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios

se perdían para ella en la noche de los tiempos.

Aquel señor, porque ya era un señor como de

treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí, la

quería, bien segura estaba, desde que Elisa re-

cordaba tener malicia para pensar en tales co-

sas; antes de vestirse ella de largo ya la admira-

ba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se

había puesto la primera vez que la había visto

arrastrando cola, grave y modesta al lado de su

madre. Y ya había llovido desde entonces. Por-

que Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era

niña, y si no empezaba a parecer desairada su

prolongada soltería, era sólo porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a

patadas, a hermosísimas patadas de un pie

cruel y diminuto; pues era cada día más bella y

cada día más rica, gracias esto último a la pros-

peridad de ciertos buenos negocios de la fami-

lia.

Aquel señor tenía para Elisa, además, el méri-

to de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a

punto fijo por qué; con gran discreción y caute-

la había procurado indagar el estado de aquel

misterioso adorador, con quien no había habla-

do unas que dos o tres veces en diez años y

nunca más de algunas docenas de palabras,

entre la multitud, acerca de cosas insignifican-

tes, del momento. Unos decían que era casado y

que su mujer se había vuelto loca y estaba en

un manicomio; otros que era soltero, mas que

estaba ligado a cierta dama por caso de con-

ciencia y ciertos compromisos legales... ello era

que a la de Rojas le constaba que aquel señor no

podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se

lo había dicho en el único papel que se había

atrevido a enviarle en su vida.

Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que

fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados

con miradas intensas, largas, profundas, de las

que a cada amador de los predilectos le tocaba

una cada mes, próximamente. Aquel señor, que

al principio no había sido de los más favoreci-

dos, llegó a fuerza de constancia y de humildad

a merecer el privilegio de una o dos de aquellas

miradas en cada ocasión en que se veían. Una

noche, oyendo música también, Elisa, entrega-

da a la gratitud amorosa y llena de recuerdos

de la contemplación callada, dulce y discreta

del hombre que se iba haciendo viejo adorán-

dola, no pudo resistir la tentación, mitad apa-

sionada, mitad picaresca y maleante, de clavar

los ojos en los del triste caballero y ensayar en

aquella mirada una diabólica experiencia que

parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en

querer decir con la mirada, sólo con la mirada,

todo esto que en aquel momento quiso ella

pensar y sentir con toda seriedad: «Toma mi

alma; te beso el corazón con los ojos en premio

a tu amor verdadero, compañía eterna de mi

vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien,

este mirar es besarte, idealmente, como lo me-

rece tu amor, que sé que es purísimo, noble y

humilde. No seré tuya más que en este instante

y de esta manera; pero ahora toda tuya, entién-

deme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acom-

pañamiento de esa música, toda amores». Y casi

firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy

pálido y, sin que lo notara nadie más que la de

Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la

cabeza en una columna que tenía al lado. En

cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del

teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Eli-

sa recibió, bajo un sobre, estas palabras: «Mi

divino imposible!». Nada más, pero era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía

pretenderla, y si esto por una temporada la

asestó y la obligó a esquivar las miradas ansio-

sas de aquel señor, poco a poco volvió a la acari-ciada costumbre y, con más intensidad y fre-

cuencia que nunca, se dejó adorar y pagó con

los ojos aquella firmeza del que no esperaba

nada. Nada. Llegó la ocasión de ver el persona-

je imposible, pretendientes no mal recibidos al

lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sin-

ceridad y humildad y cordura, compatible con

la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de

encontrar desairada la situación del que la ado-

raba de lejos, sin poder decir palabra, sin poder

defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas

en la resignación necesaria, fatal, del que no

podía en rigor llamar rivales a los que aspira-

ban a lo que él no podía pretender. Lo que no

sabía Elisa era que aquel señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas,

creía no estar en ridículo. Lo que más le iba

preocupando cada mes, cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo

impropia para tales contemplaciones. Cada vez

se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas

comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y

sólo cuando se encontraban por casualidad

aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla,

siempre con discreto disimulo, por no poder otra

cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla.

Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agra-

decida y apasionada, y cada encuentro de aque-

llos lo empleaba ella en acumular amor, locura

de amor, en aquellos pobres ojos que tantos

años había sentido acariciándola con adoración

muda, seria, absoluta, eterna.

Mas era costumbre también en la de Rojas

jugar con fuego, poner en peligro los afectos

que más la importaban, poner en caricatura, sin

pizca de sinceridad, por alarde de paradoja

sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo

que respetaba. Así, cuando veía al amador in-

cunable animarse un poco, poner gesto de satis-facción, de esperanza loca, disparatada, ella,

que no tenía por tan absurdas como él mismo

tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en pro-

barle, como el bronce de un cañón, para lo que

le bastaba una singular sonrisa, fría, semibur-

lesca.

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