Pasaron años y años; la de Rojas se casó con
cualquiera, con la mejor proporción de las mu-
chas que se le ofrecieron. Pero antes y después
del matrimonio sus ensueños, sus melancolías y
aun sus remordimientos fueron en busca del
amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho
en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al prin-
cipio sintió su ausencia más que un rey destro-
nado la corona perdida, como un ídolo pudiera
sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa
como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada, des-preciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos
siempre fieles, como si fueran los de un amante
verdadero, los ojos amados. «¡ Aquel señor sí que me quería, aquél sí que me adoraba!».
Una noche de luna, en primavera, Elisa Ro-
jas, con unas amigas inglesas, visitaba el ce-
menterio civil, que también sirve para los pro-
testantes, en cierta ciudad marítima del Medio-día de España. Está aquel jardín, que yo llama-
ré santo, como le llamaría religioso el derecho
romano, en el declive de una loma que muere
en el mar. La luz de la luna besaba el mármol
de las tumbas, todas pulcras, las más con ins-
cripciones de letra gótica, en inglés o en ale-
mán.
En un modesto pero elegante sarcófago, de-
trás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más
luz que aquella de la noche clara, al rayo de la
luna llena, sobre el mármol negro del nicho,
una breve y extraña inscripción, en relieve, con
letras de serpentina. Estaba en español y decía:
« Un viejo verde».
De repente sintió la seguridad absoluta de
que aquel viejo verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su
remordimiento, le estalló en la cabeza el re-
cuerdo de que una de las poquísimas veces que
aquel señor la había oído hablar, había sido en
ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había visto otra vez, siendo
niña, y que la había impresionado mucho.
«¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano!
Como lo que era, pues yo fui su diosa».
Sin que nadie la viera, mientras sus amigas
inglesas admiraban los efectos de luna en aque-
lla soledad de los muertos, se quitó un pendien-
te, y con el brillante que lo adornaba, sobre el
cristal de aquella urna, detrás del que se leía
«Un viejo verde», escribió a tientas y temblan-
do: «Mis amores».
Me parece que el cuento no puede ser más
romántico, más imposible...