La tarde de mi cuento era solemne para aquel
señor; por primera vez en su vida el azar le
había puesto en un palco codo con codo, junto a
Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfe-
ra de su perfume. Elisa estaba con su madre y
otras señoras, que habían saludado al entrar a
alguno de los caballeros que acompañaban al
otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel
hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y destrozar el alma con lo que
dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas
que no sentía, despreciando lo digno de amor...
en fin, como otras veces. Tenía una vaga con-
ciencia, que la humillaba, de que hablando
formalmente no podría decir nada digno de la
Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza.
Sabía que era él un artista, un soñador, un hom-
bre de imaginación, de lectura, de reflexión...
que ella, a pesar de todo, hablaba como las demás, punto más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y tampoco
creía digno de aquellos oídos nada de cuanto
pudiera decir en tal ocasión él, que había sabi-
do callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca
del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el
grupo que formaban Elisa y su adorador, tan
cerca uno de otro por la primera vez en la vida.
A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los unía
tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la
paz que simboliza el arco iris. El hombre no
pensó más que en esto, en la luz; la mujer pen-
só, además, en seguida, en el color verde. Y se
dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un
salto gracioso salió de la brillante aureola y se
sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel
señor no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz
echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de
la orquesta y no era discreto hablar mucho ni
en voz alta. A las bromas de sus compañeros el
enamorado caballero no contestó más que son-
riendo. Pero las damas que acompañaban a
Elisa notaron también la extraña apariencia que
la luz verde daba al caballero aquel.
La de Rojas sintió una tentación invencible,
que después reputó criminal, de decir, en voz
bastante alta para que su adorador pudiera
oírla, un chiste, un retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para
él tenía más alcance que para los demás.
Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica
en los labios, al infeliz caballero que se moría
por ella... y dijo, como para los de su palco solo,
pero segura de ser oída por él:
-Ahí tenéis lo que se llama... un viejo verde.
Las amigas celebraron el chiste con risitas y
miradas de inteligencia.
El viejo verde, que se había oído bautizar, no
salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió
del rayo de luz y entró en la obscuridad para
no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a verle.