Capítulo IX

 

A las seis menos cinco en punto los invitados llegaron de gran gala. Bah y Betty lucían sus mejores vestidos y llevaban cintas en el cabello. Ben se había puesto zapatos y blusa azul nueva, como si vistiera de etiqueta, y a Sancho le habían cepillado prolijamente de modo que su pelo brillaba.

Nadie los esperaba aún, pero la mesita enana ya estaba colocada en medio del sendero con cuatro sillas y un banquito alrededor. El hermoso juego blanco y verde de porcelana china provocó la admiración de las niñas que miraron embelesadas las tazas y platos, en tanto que Ben observaba todo con ansiedad y Sancho debía dominarse para no repetir su primera hazaña. No era extraño que el perro levantara el hocico para olfatear ni que los niños sonrieran, pues delante de ellos había un gran despliegue de postres, bizcochos y emparedados, una bonita lechera en forma de cala blanca parecía emerger de sus verdes hojas, y una graciosa y sonora tetera colocada sobre un pequeño calentador, cantaba alegremente.

—¡Qué hermoso es todo esto!… —murmuró Betty, quien jamás había visto nada semejante.

—Quisiera que Sally nos viese ahora —comentó Bab, que no olvidaba a su rival.

—Y yo desearía saber dónde está el niño —agregó Ben, cuyo corazón rebosaba bondad y amor, aunque trataba de disimularlo, temeroso de lo que los demás pudieran pensar de él.

De pronto, un rumor que llegaba desde el fondo del jardín, hizo que los invitados miraran hacia allí. Entonces vieron aparecer a la señorita Celia empujando una silla de ruedas y, sentado en ella, a su hermano. Una manta liviana cubría sus largas piernas, un sombrero de alas anchas escondía casi por completo sus grandes ojos y la expresión de descontento de su rostro delgado era tan desagradable como el tono irritado y áspero de su voz que se quejaba:

—Me iré en cuanto comiencen a hacer ruido. No comprendo para qué los invitaste.

—Para entretenerte, querido. Ellos lo harán si tú procuras serles grato —susurró su hermana al mismo tiempo que sonreía y saludaba con la cabeza por sobre el respaldo de la silla para agregar luego en alta voz—: ¡Qué invitados puntuales!… En seguida nos sentaremos a tomar el té. Éste es mi hermano Thorton, del que espero se harán buenos amigos. Y éste es el perro del cual te hablé, Thorny. ¿No te parece gracioso y simpático?

Pero, no obstante las amables palabras de la señorita Celia, como Ben había oído lo que el otro muchacho dijera decidió que no iba a simpatizar con él; en tanto que Thorny tenía resuelto de antemano no jugar con un vagabundo aunque éste supiera hacer toda clase de piruetas. Por eso, ambos muchachos se miraron con frialdad e indiferencia cuando la señorita Celia los presento. Pero Sancho, que tenía mejores maneras y carecía de orgullo, les dio una buena lección aproximándose a la silla, agitando la cola como bandera que pide tregua, y ofreciendo su pata delantera en señal de amistoso saludo.

Thorny no pudo mostrarse indiferente ante ese gesto cordial. Palmeó la cabeza blanca y mientras acariciaba y miraba amistosamente los afectuosos ojos del perro, dijo a su hermana:

—¡Qué animal inteligente!… Si hasta parece que hablara…

—Pues, ¡naturalmente que habla! —exclamó Ben, quien, ablandado por la expresión de admiración que vio en el rostro de Thorny, ordenó—: ¡Sancho!… Di «¿cómo está usted?»

Y Sancho, sentándose sobre las patas traseras se tocó la cabeza con una de las delanteras como si fuera a quitarse el sombrero y ladro suavemente:

—¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

Thorny se rio a pesar suyo, y la señorita Celia, comprendiendo que el hielo estaba roto, empujo la silla del niño hasta colocarlo junto a uno de los extremos de la mesa. Luego ubico a las niñas a un lado y a Ben y a Sancho al otro; en seguida se sentó ella a la cabecera e indico a sus invitados que comenzasen a servirse.

Muy pronto, Bab y Betty conversaban animadamente con su nueva amiga como si la conociesen desde mucho tiempo atrás. Los niños, en cambio, no habían perdido la timidez, y Sancho hacía de intermediario. El excelente animal se comportaba con toda corrección y se había sentado sobre su almohadón con tanta seriedad, que hasta parecía que era una falta de respeto ofrecerle algo de comer. Habían preparado especialmente para él un plato de «sandwiches» y cuando Ben, de tanto en tanto, le ponía uno delante, afectaba completa indiferencia hasta el momento en que recibía la orden de comerlo. Entonces lo devoraba de un solo bocado, e inmediatamente volvía a absorberse en sus profundos pensamientos.

Pero en cuanto hubo probado aquel delicioso manjar, penoso le fue reprimir sus deseos, y a despecho de los esfuerzos que hacía por quedarse quieto, el hocico le temblaba, los ojos mantenían una estrecha vigilancia sobre el plato y la cola se movía inquieta y golpeaba impaciente el rojo almohadón. Por último, llego un momento en que la tentación fue más fuerte que él. Ben escuchaba lo que decía la señorita Celia; encima del plato quedaba un indefenso pastel. Sancho miro a Thorny y como éste, que no apartaba la vista del animal, hiciera un gesto de aprobación con la cabeza, se engullo de un solo golpe el pastel y en seguida clavo sus ojos pensativos en un gorrión que se balanceaba sobre una rama.

La astucia del pícaro perro divirtió tanto al niño, que echando atrás el sombrero golpeo las manos y rompió a reír como hacía mucho tiempo no reía. Los demás se volvieron a mirar, sorprendidos y entonces Sancho, sin abandonar su aire de inocencia, los observo con una expresión que parecía querer decir:

«¿A que se debe todo este alboroto, amigos míos?»

Después de aquello, Thorny olvido su tristeza y timidez y, súbitamente, comenzó también él a hablar. A Ben le halago el interés que el niño demostraba por su perro. Dio entonces rienda suelta a su buen humor y entretuvo a la concurrencia relatando sus aventuras en el circo. Recién en ese momento la señorita Celia pudo sentirse satisfecha y tranquila. Todo continuo muy bien y en especial la comida, pues los platos vacíos eran reemplazados inmediatamente por otros llenos, la tetera tuvo que ser llenada dos veces, y llego un momento en que la dueña de casa creyó que iba a ser necesario poner un límite al voraz apetito de sus invitados. Pero ocurrió algo que libro a la joven de realizar tan ingrata tarea.

Imprevistamente descubrieron a un niño que, de pie, detrás de ellos, en medio del sendero, observaba todo con gran atención. Era un hermoso niño de unos seis años de edad, bien vestido, de pelo negro recortado sobre la frente, carita sonrosada y unas piernas regordetas que las medias caídas sobre los zapatos polvorientos dejaban al desnudo. El sombrero de paja colgaba a su espalda, la mano derecha apretaba con fuerza una pequeña tortuga y la izquierda sostenía una variada colección de pajitas. Antes de que la señorita Celia hablara, el recién llegado anuncio sus propósitos con toda calma:

—He venido a ver los pavos reales.

—Antes me dirás… —comenzó a decir la joven. Pero no pudo continuar porque el niño la interrumpió al mismo tiempo que daba unos pasos hacia adelante:

—Y los conejos.

—¿No quieres primero?…

—Y el perro —concluyo con su suave vocecita el resuelto personaje…

—Aquí lo tienes.

Una pausa, una larga mirada; en seguida otro pedido hecho con el mismo solemne tono seguido de un nuevo avance.

—Quiero oír rebuznar al burro.

—Si él quiere, nosotros no tenemos inconveniente.

—Y oír cómo gritan los pavos reales.

—¿Algo más, señor?

Como a esta altura de la conversación el pequeño y exigente muchacho había llegado junto a la mesa, descubrió su superficie arrasada. Esto le indujo a señalar con su dedo gordezuelo un último trozo de pastel olvidado quién sabe cómo y a exigir dejando de lado los buenos modales:

—¿Quiero un trozo de eso!…

—Sírvete y siéntate en ese escalón a comerlo. Pero, entretanto, dime quién eres —pidió la señorita Celia a quien había divertido extraordinariamente la descarada actitud del niño.

Dejando las pajitas en el suelo el pequeño tomó el trozo de torta, y acomodándose en el escalón, con la boca llena, contestó:

—Soy el hijo de mi padre. Él hace un diario y yo le ayudo mucho.

—¿Cómo se llama?

—Señor Barlow. Nosotros vivimos en Springfield —aclaró el visitante por propia voluntad, más locuaz gracias a la dulzura de la torta.

—¿Tienes mamá, querido?

—Está durmiendo la siesta. Yo aprovecho para salir a dar una vuelta.

—Sospecho que sin permiso. ¿No tienes hermanos o hermanas que te acompañen? —inquirió la señorita Celia al mismo tiempo que pensaba a quién pertenecería el pequeño vagabundo.

—Tengo dos hermanos: Thomas Merton Barlow y Harry Sanford Barlow. Yo soy Alfred Tennyson Barlow. No hay niñas en nuestra casa; sólo tenemos a Bridget.

—¿No vas al colegio?

—Mis hermanos van. Yo no estudio griego ni latín todavía. Juego en la arena, leo y hago poesía para mi madre.

—¿No podrías hacer alguna para mí? A mí me gustan mucho las poesías —propuso la señorita Celia al comprobar que la charla divertía a los niños.

—No creo que pueda componer una ahora. Le diré la que compuse esta mañana.

Y cruzando sus cortas piernas, el pequeño e inspirado poeta en parte recitó y en parte cantó el siguiente poema:

Dulces son las flores de la vida

que adornan los días de mi hogar;

dulces son las flores de la vida

que engalanan mi niñez bendecida.

Dulces son las flores de la vida

que con mi madre y mi padre comparto;

dulces son las flores de la vida

de los niños que juegan en

la paterna casa querida.

Dulces son las flores de la vida

cuando del hogar las lámparas iluminan la noche;

dulces son las flores de la vida

cuando con el verano llega la estación florida.

Dulces son las flores de la vida,

que la nieve del invierno mata;

dulces son las flores

a las que la Primavera devuelve sus colores

—Éste es un poema. Hice otro mientras buscaba la tortuga. Se lo recitaré también. Es muy bonito —afirmó el poeta con encantadora sencillez. Respiró profundamente y volviendo a templar su lira comenzó:

Gratos transcurren los días,

en mi feliz hogar,

cruzando con sus raudas alas el valle de la vida.

Fríos son los días cuando vuelve el invierno.

Cuando pasaba los días placenteros en mi feliz hogar,

eran gratos los días a la verde orilla del arroyuelo;

eran gratos los días curando leía los libros de mi padre;

eran gratos los días del invierno, cuando ardía brillante el fuero.

—¿Bendito niño!… ¿De dónde sacará todo eso? —exclamó la señorita Celia asombrada, mientras los niños reían porque vieron que el pequeño Tennyson en lugar de darle un mordisco a la torta se lo había dado a la tortuga. Entonces, para descartar futuros errores, metió al pobre animal en un diminuto bolsillo con la mayor tranquilidad.

—Los saco de mi cabeza y hago versos a montones —explicó imperturbable.

—Aquí vienen los pavos reales a comer —interrumpió Bab cuando las elegantes aves hicieron su aparición, exhibiendo su brillante plumaje a la luz del sol.

El joven Barlow se incorporó para admirarlos; pero su sed de conocimientos no quedo saciada con eso, e iba a pedir inspiración a Juno y a Júpiter, cuando el viejo Jack, deseoso de compañía, asomo su cabeza por encima de la tapia del jardín y lanzo un tremendo rebuzno.

El inesperado sonido sobresalto al curioso indiscreto y lo saco de sus casillas; durante un momento, sus firmes piernecitas temblaron, perdió su solemne compostura y susurro asombrado:

—¿Así gritan los payos reales?

Los niños rompieron a reír como locos y la señorita Celia apenas logro hacerse entender del grupo al contestar alegremente:

—No, querido; ése es el burro que pide lo yayas a ver. ¿Quieres ir?

—No puedo quedarme un momento más aquí. Quizá mamá me necesite.

Y sin agregar otra palabra, el desconcertado poeta se retiró precipitadamente dejando olvidadas sus preciosas pajitas.

Ben corrió detrás del niño para cuidar que no le ocurriera nada. En seguida regreso y dijo que un sirviente se había hecho cargo del pequeño, el cual, mientras se alejaba, iba recitando un nuevo poema en el que se mezclaban payos reales, burros y «flores de la vida».

—Ahora les mostraré mis juguetes y nos divertiremos hasta que llegue la hora de hacer entrar a Thorny en casa —dijo la señorita Celia al mismo tiempo que Randa se ocupaba de retirar de la mesa el servicio de té y traía una enorme bandeja llena de libros ilustrados, mapas juegos de prendas, figuras de animales y en medio de todo eso, una muñeca muy grande vestida como si fuera una criatura.

Apenas la vio, Betty extendió los brazos para recibirla en ellos con un gritó de placer. Bab se apodero de los juegos de prendas y Ben quedo extasiado contemplando un pequeño jefe árabe que saltaba sobre un caballo blanco enjaezado y preparado para la lucha. Thorny revolvió todo hasta encontrar un curioso rompecabezas que armo sin equivocarse luego de un largo estudio. Hasta Sancho encontró algo que le intereso y, sentado sobre sus patas traseras, metió la cabeza entre los niños y se puso a mover con la pata unas letras rojas y azules que aparecían sobre unos cartones.

—Parecería que las reconociera —dijo Thorny, divertido con los movimientos y esfuerzos del perro.

—¡Es claro que las conoce!… Escribe tu nombre, Sancho. —Y Ben colocó en el suelo todas las letras mientras el perro, moviendo la cola, aguardaba la orden de su amo. Cuando todo el alfabeto estuvo extendido delante de él, movió las letras hasta que separó seis que ordenó ayudándose con la pata y el hocico hasta que la palabra «Sancho» apareció correctamente escrita.

—¡Qué inteligencia extraordinaria!… ¿Sabe hacer algo más? —exclamó Thorny encantado.

—Infinidad de cosas. Así ganaba Sancho su sustento y el mío —contestó Ben. Y orgullosamente ordenó al animal que exhibiera todas sus habilidades lo cual hizo con tanta maestría, que hasta la señorita Celia quedo maravillada.

—Está muy bien amaestrado. ¿Sabes cómo le hicieron aprender todas esas cosas? —preguntó la joven cuando Sancho se echó a descansar entre los niños.

—No, señorita. Papá lo educo cuando yo era aún muy niño, y nunca me dijo como lo hizo. Yo sólo le ayudé a enseñarle a bailar, tarea muy sencilla porque Sancho es muy inteligente. Papá aseguraba que el mejor momento para darle lecciones era a la medianoche. A esa hora todo estaba tranquilo, nadie molestaba a Sancho ni le hacía equivocarse. Pero yo ignoro muchas de sus habilidades, que aprenderé cuando papá regrese. Él me dijo que me enseñaría todo eso cuando yo fuera más grande.

—Tengo un libro sobre animales muy interesante. Hay en él un ameno relato acerca de dos perritos amaestrados que hacían cosas extraordinarias. ¿Les agradaría escucharlo mientras ordenan los juguetes? —preguntó la señorita Celia contenta de que su hermano hubiera hecho amistad, por lo menos, con su invitado de cuatro patas.

—¡Sí, señorita! ¡Sí!… —replicaron los niños.

Entonces la joven, tomando el libro, leyó el bonito relato que acortaba o simplificaba donde creyera conveniente para adaptarlo a su auditorio.

—Invité a dos perros a comer y a pasar la tarde. Vinieron con su amo, que era francés. Éste había sido maestro en una escuela de sordomudos, e imaginó que podía aplicar el mismo método para educar a sus perros. Había sido también malabarista, pero en esos momentos era mantenido por Blanche y su hija Lyda. Durante el almuerzo, los dos perritos se comportaron como cualquier otro animal; pero cuando le alcancé a Blanche un trozo de queso y le pregunté si sabía cómo se llamaba eso, su amo respondió que sí, que sabría escribirlo. De modo que en seguida prepararon la mesa, trajeron la lámpara y colocaron las letras de colores del abecedario sobre unos cartones. Planche aguardó hasta que su señor le indicó que escribiera la palabra «queso», lo que ella realizó de inmediato, pero en francés —FROMAGE—. Luego tradujo la palabra haciendo demostración de su gran inteligencia. Alguien escribió en una pizarra la palabra Pferd, que en alemán quiere decir caballo. Blanche miró y pretendió leerla aproximándose a la pizarra.

—Tradúcela al francés —ordenó el hombre, y ella en seguida escribió «CHEVAL».

—Ahora, como estás en casa de un señor inglés, escríbela en inglés. La perra reunió las letras y claramente se leyó: «CABALLO». Luego, uno u otro, escribió distintas palabras con algunos errores que la perra corrigió sin vacilar. Pero el animal parecía cansado, pues comenzó a gemir y gruñir y sólo se quedó tranquila cuando le permitieron retirarse a un rincón a comer un trozo de pastel, premio a su habilidad.

Entonces Lyda ocupó su lugar e hizo sumas con unos números de cartón y ejercicios mentales de aritmética.

Ahora, Lyda —pidió su maestro— quiero comprobar si has aprendido la división. Suponte que tienes diez terrones de azúcar y encuentras diez perros prusianos. ¿Cuántos terrones de azúcar le darás tú, un perro francés, a cada uno de los perros prusianos?

Lyda, sin vacilar, contestó eligiendo el cartón que tenía escrito el número cero.

—Supón ahora que tienes que dividir el azúcar conmigo. Lyda buscó el número cinco y, cortésmente, se lo ofreció a su amo.

—¡Qué animal más listo!… Sancho no sabría hacer eso —exclamó Ben quien, aun contra su voluntad debía aceptar que el perrito francés era más hábil que el suyo—. ¿Cree usted que es demasiado viejo para aprender?

—¿Continúo? —preguntó la señorita Celia al observar cuánto interesaba el relato a los niños aunque Betty no hubiera dejado en ningún momento la muñeca y Bab siguiera armando un rompecabezas.

—¡Oh, sí… ¿Qué más hicieron las dos perritas?

«Jugaron al dominó sentadas en sendas sillas una frente a la otra. Tocaban las piezas que querían jugar mientras el hombre las movía y comentaba el juego en alta voz. Lyda fue vencida y, avergonzada y abatida, fue a esconderse bajo un sofá. Entonces su orno rodeó a Blanche de un círculo de cartas y él se quedó con otro mazo igual en la mano. Nos hacía elegir una, luego preguntaba a la perra que carta habíamos escogido y ésta nos traía entre los dientes la misma carta. Me pidieron después que, en la habitación contigua colocara una lámpara en el suelo rodeada, de cartas. En seguida, alguno de nosotros debía susurrar en el oído del animal la carta que queríamos nos trajese. Blanche iba inmediatamente a la pieza vecina y nos traía la carta demostrándonos que había entendido muy bien lo que le dijéramos. Lyda hizo también infinidad de pruebas con los números y algunas de ellas eran tan difíciles que dudo que otro perro pueda hacerlas. Lo que no logre descubrir fue cómo dirigía el hombre a sus animales. Quizá por el tono de la voz, ya que en, ningún momento movía las manos ni la cabeza» … «Se necesitaría una hora diaria durante más de ocho meses para amaestrar así a un perro. Poco después de esta exhibición el dueño de los perros murió y los maravillosos animales fueron vendidos, aunque nadie supo después hacerles lucir sus habilidades».

—¡Cómo me hubiera gustado haberlos visto y saber cómo los amaestraban!… Sancho: tendrás que estudiar mucho porque no quiero que te derrote ningún perro francés —dijo Ben moviendo el índice con tanta severidad que el perro se arrastró a sus pies y se llevó ambas patas a los ojos como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—¿Hay alguna lámina o fotografía de esos inteligentes perros? —preguntó Ben echando una mirada al libro que la señorita Celia había dejado abierto sobre su falda.

—De ellos ninguna, pero sí de otros animales. Hay también anécdotas en las que intervienen caballos que no dudo te interesarán mucho. —Y la joven hizo volver rápidamente las hojas del libro sin imaginar cuánto consuelo irían a prodigar aquellas páginas al muchacho a quien, muy pronto afligiría una profunda pena.

 

 

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