Capítulo X

 

—¡Gracias, señorita! Es un hermoso libro sobre todo por las láminas, pero algunas de éstas me hacen sufrir —y Ben señaló las que representaban a un grupo de caballos en un campo de batalla. Algunos, yacían muertos en el suelo y otros levantaban la cabeza como si quisieran dirigir un postrer adiós a sus compañeros que se perdían a lo lejos entre una nube de polvo.

—Deberían detenerse a prestarles auxilio —comentó el muchacho volviendo precipitadamente la hoja para fijarse en otra lámina que mostraba a tres caballos que, muy felices hundían las patas en el pasto alto que bordeaba el arroyo adonde se acercaban a beber.

—Ese caballo negro es muy hermoso. Me parece que veo sus crines flotando al viento, y que lo oigo relinchar llamando al pequeño, de cara colorada; o que lo contemplo corriendo y saltando obstáculos para llegar pronto a la nieta y poder descansar.

—¡Cómo me gustaría montar uno de esos caballos y galopar por la pradera! —exclamó Ben hamacándose en la silla como si estuviera sentado en una montura.

—Un día de estos puedes montar a Lita a ir a dar una vuelta por el campo. A ella le gustará el paseo. Podrás ensillarla con la montura de Thorny que estará aquí la semana próxima —dijo la señorita Celia contenta de que al niño le hubiese agradado el libro y de que demostrara simpatía por esos animales que ella tanto quería.

—No necesito esperar la montura. Me gusta montar en pelo. ¡Ah!… dígame, señorita: ¿era en este libro donde dijo usted que los caballos hablaban? —preguntó Ben recordando de pronto algo que la señorita Celia dijera y que lo dejara muy sorprendido.

—No. Atareada con los preparativos para el té olvidé buscarlo. Lo haré esta noche. Recuérdamelo en su oportunidad, Ben.

—¡Oh!… También yo olvidé algo. El señor alcalde me dio esta carta para usted. Me distraje tanto, que no me acordé de dársela.

Confundido y avergonzado Ben extrajo la carta de un bolsillo al mismo tiempo que aseguraba que él no tenía ningún apuro por el libro y qué lo mismo se alegraría si se lo daba cualquier otro día.

Dejando a los niños entretenidos en sus juegos, la señorita Celia se sentó en el «porch» y se puso a leer las cartas, que eras dos. Y mientras las leía su rostro se nubló y luego reflejó tal expresión de tristeza, que, quien la hubiera estado observando, se habría preguntado qué malas noticias podían haber borrado la alegaría de su rostro. Pero nadie presto atención, nadie vio con cuánta pena fijaba ella sus ojos en el rostro radiante de Ben y cómo, haciendo a un lado las cartas, se acercaba a los niños con una expresión de infinita compasión. Ben pensó que nunca había encontrado una mujer más dulce que aquella que se inclinaba junto a él y le ayudaba a armar un rompecabezas sin burlarse de sus errores.

La joven se mostró tan bondadosa con todos, que cuando abandono un momento a los niños para llevar a Thorny a descansar, los tres aprovecharon para hacer sus elogios al mismo tiempo que acomodaban todos los juguetes y se preparaban para partir.

—Se parece al hada buena de los cuentos. Tiene la casa llena de cosas maravillosas —dijo Betty abrazando por última vez a la encantadora muñeca cuyos párpados que se subían y bajaban invitaban a cantar:

Arroró, pequeña, duérmete, mi amor…

Y cerrar los ojos para no echar a perder la ilusión.

—¡Cuánto sabe!… Mucho más que la maestra… Nunca se impacienta, aunque la abrumemos a preguntas. Me gustan las personas que conocen tantas historias —agregó Bab cuya imaginación y sus ansias de saber jamás se saciaban.

—A mí me gusta mucho el niño y creo que él también me quiere, aunque al principio hayamos tenido dificultades para entendernos, Me ha pedido que, cuando pueda volver a sostenerse sobre las piernas, —le enseñé a montar y la señorita Celia me ha autorizado a hacerlo. Ella sabe qué es lo que hace feliz a su hermano—. Y Ben, agradecido, miraba al jefe árabe que le habían regalado y que era, sin duda, el mejor objeto de la colección.

—¿No les parece que llegaremos a divertirnos mucho aquí? La señorita dice que podemos venir todas las tardes a jugar con ella y Thorny.

—Y dejaremos nuestras cosas por acá para tenerlas siempre a mano.

—Yo seré su ayudante y estaré aquí todo el día. Creo que una de las cartas que traje era una recomendación del alcalde.

—Eso es, Ben —afirmó la señorita Celia, reapareciendo en ese momento—. Te aseguro que si no me hubiese decidido antes a tomarte a mi servicio lo habría hecho ahora.

El tono con que la señorita Celia pronunció las últimas palabras al mismo tiempo que apoyaba ambas manos sobre los hombros del niño hizo que éste levantara vivamente hacia ella el rostro que el orgullo había teñido de rubor.

—La mamá de las niñas debe también participar de la fiesta. Tomen algunas de estas cosas y lleven también la muñeca a pasar la noche con ustedes. Está tan dormida que da pena despertarla. Adiós. Hasta mañana, mis pequeñas vecinas —concluyó la señorita Celia despidiendo a las niñas con un beso.

—¿No viene Ben con nosotras? —preguntó Bab mientras Betty caminaba como enajenada llevando en brazos a su enorme y querida amiga, cuya cabeza se balanceaba sobre su hombro.

—Aún no. Tengo muchas cosas que arreglar con mi nuevo ayudante. Díganle a su mamá que Ben irá dentro de un rato.

Partieron las niñas con un plato lleno de dulces y cuando la señorita y el muchacho quedaron solos se sentaron ambos en la amplia escalinata. La señorita Celia sacó las cartas; una ligera sombra se extendió sobre su rostro, tan ligera como esa sombra que, al atardecer, cubre el campo envolviéndolo todo con un manto silencioso y quieto.

—Ben, querido, tengo que decirte algo —comenzó ella lentamente.

Ben la escuchó con serenidad pensando que, desde que Melia muriera, nadie lo había llamado así.

—El alcalde ha tenido noticias de tu padre por intermedio de esta carta que le enviara el señor Smithers

—¡Hurrah!… ¡Por favor!… ¡Dígame en seguida!… ¿Dónde está papá? —gritó el muchacho deseando apoderarse de la carta que la señorita Celia conservaba entre sus manos sin hacer ademán de ofrecérsela. Ella había bajado la cabeza y miraba a Sancho como si quisiera pedirle ayuda.

—Fue en busca de los potros y los envió al este. Pero él no pudo regresar.

—Supongo que habrá seguido viaje… Recuerdo que dijo que iría hasta California y que cuando llegara me mandaría a buscar. Me gustaría ir allá. Dicen que es una hermosa región.

—Tu padre ha ido más lejos aún, a un lugar más hermoso —y los ojos de la señorita Celia se elevaron hacia el cielo, donde comenzaban a aparecer algunas estrellas.

—¿Por que no me ha mandado a buscar? ¿Adónde ha ido? ¿Cuándo volverá? —preguntó Ben ansiosamente, pues había percibido un temblor en la voz de la joven cuyo significado no comprendió pero presintió.

La señorita Celia lo abrazó y le dijo con ternura:

—Querido Ben: si tu papá no volviera más, ¿sufrirías mucho? ¿Te resignarías a ello?

—Tal vez. Pero… ¡Oh!… ¡Señorita!… ¿Acaso quiere usted decir que el… ha muerto? —gritó Ben exhalando un sollozo que partía el corazón y que hizo incorporarse a Sancho y ladrar lastimeramente.

—¡Mi pobre niño!… ¡Bien quisiera poder decirte que no!…

No hubo necesidad de agregar más. Ben comprendió que había quedado huérfano e, instintivamente, buscó a su viejo amigo que tanto lo quería. Se arrojó al suelo, junto al perro, y apretándose contra el cuello del animal, sollozó amargamente.

Lo único que supo hacer el pobre Sancho fue gemir y lamer las lágrimas que humedecían el rostro semioculto mientras que con los ojos doloridos, de expresión casi humana, interrogaba a la buena amiga de ambos. Secando sus propias lágrimas la señorita Celia se inclinó y acarició primero la cabeza blanca y lanuda y luego palmeó la otra, negra, que se apretaba contra el animal. Al momento los sollozos cesaron y Ben susurró sin mirar a la joven:

—Cuénteme todo lo que ocurrió. Prometo portarme juiciosamente.

Entonces, con la mayor delicadeza posible la señorita Celia leyó la breve esquela que con muy pocas palabras daba la mala nueva. El señor Smithers confesaba saber la noticia desde hacía varios meses, y si no se la había hecho conocer al muchacho había sido por temor de que éste no continuara cumpliendo debidamente sus obligaciones. De la muerte de Ben Brown padre había poco que decir. Había sido muerto en un lugar desierto del oeste y un desconocido escribió sobre el particular a la única persona cuyo nombre fue encontrado en un papel en la cartera de Ben. Smithers ofrecía hacerse cargo otra vez del muchacho, ayudarlo, asegurando que su padre deseó siempre que el hijo permaneciera donde él lo había dejado y siguiera el oficio para el que había sido preparado.

—¿Quieres volver allá, Ben? —preguntó la señorita Celia con el objeto de distraer la atención del muchacho al hablarle de otras cosas.

—¡No!… ¡No!… Prefiero dar vueltas por el mundo y aun morirme de hambre. Ese hombre fue muy malo conmigo y con Sancho, y será peor ahora que no está papá. No me mande de regreso… ¡Déjeme quedarme aquí!… ¡Todos son tan buenos conmigo!… ¡Y yo no tengo adónde ir!

La cabeza que Ben había levantado con gesto desesperado volvió a caer sobre el cuello de Sancho como si ya no hubiera otro refugio para él.

—Te quedarás aquí y nadie podrá llevarte contra tu voluntad. Yo te llamaba en broma «mi ayudante»; ahora lo serás en serio. Ésta es tu casa, y Thorny tu hermano. También nosotros somos huérfanos y viviremos juntos hasta que alguien más fuerte venga a cuidar de nosotros —prometió la señorita Celia con una mezcla tal de firmeza y ternura que Ben se sintió confortado, y demostró su agradecimiento apoyando su mejilla sobre el bonito zapato que estaba cerca de él, como si no hallara palabras para expresar lo que sentía por la gentil damita, a quien, desde ese momento, se prometió servir con toda fidelidad y abnegación.

Sancho también se consideró obligado a demostrar sus sentimientos y, gravemente, colocó la pata delantera sobre la rodilla de la señorita Celia mientras gruñía, como si quisiera decir:

—Cuente conmigo, si con algo puedo ayudar a pagar la deuda de mi amo.

La joven apretó cordialmente la pata suplicante y el leal animal se acurrucó a sus pies como un pequeño león, dispuesto a cuidar de la casa y de su dueña contra todo riesgo.

—No permanezcas sentado sobre esa losa fría. Acércate, Ben, que yo procuraré consolarte —dijo ella inclinándose para secar los lagrimones que aún rodaban por las mejillas tostadas del muchacho, medio ocultas entre la falda de su vestido.

Pero Ben se cubrió la cara con ambas manos y sollozó con renovado dolor.

—Usted no podrá consolarme. Usted no conoció a mi padre. ¡Oh, papá!… ¡Padrecito mío!… Si pudiera verte siquiera una vez más…

Nadie podía satisfacer aquella súplica, pero la señorita Celia encontró la manera de tranquilizar al pequeño. Una música muy dulce y muy suave que parecía venir desde el interior de la casa flotó sobre el ambiente. El niño, casi instintivamente, dejó de llorar y se puso a escuchar. Lágrimas menos amargas rodaron entonces por sus mejillas, sentía que su pena se suavizaba y que la sensación de soledad se hacía menos terrible. Algún día él iría a aquel país lejano, más hermoso que la dorada California, a reunirse con su papá…

Nadie podría decir cuánto tiempo estuvo al piano la señorita Celia. Cuando ella se deslizó fuera para ver si Ben estaba aún allí, descubrió que otros buenos amigos habían acogido cariñosamente al niño en su seno. El viento que susurraba entre las lilas le había cantado una suave canción de cuna, y la bondadosa cara de la luna enviaba sus rayos a través del verde arco de las hojas para que besaran y cerrarán los párpados del niño. Y el fiel Sancho permanecía inmóvil junto a su pequeño amo, quien con la cabeza apoyada sobre el brazo dormía profundamente, soñando, feliz, que «papá había vuelto a buscarlo…»

 

 

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