Capítulo XI

 

A la mañana siguiente, la señora Moss despertó a Ben con un beso, apretando al huérfano contra su corazón sin hallar mejor manera para demostrar su simpatía. Ben había olvidado sus penas durante el sueño, pero tan pronto como entreabrió los párpados pesados de tanto llorar volvió a recordarlas. No lloró, pero se sintió extrañamente solo, y esa sensación persistió hasta que tuvo a Sancho junto a sí y le hubo contado todo. Delante de la bondadosa señora Moss se mostraba turbado y se alegró de que ella se marchara.

Sancho pareció comprender que su amo estaba preocupado, y escuchó su triste relato con demostraciones de interés, gemidos de condolencia, y cada vez que el muchacho expresaba la palabra «papá», lanzaba fuertes ladridos.

Era tan sólo una bestia, pero su afecto mudo confortaba a Ben más que cualquier palabra; porque Sancho había conocido y amado al padre tanto y tan bien como su propio hijo, y ese sentimiento los unía con más fuerza desde el momento en que habían quedado solos.

—Debemos ponernos luto, viejo amigo. Es lo indicado; nosotros seremos los únicos que rendiremos ese homenaje —dijo Ben mientras se vestía, recordando que toda la compañía había llevado crespones negros durante el funeral de Melia.

Significaba un verdadero sacrificio para su vanidad de muchacho arrancar de su sombrero nuevo la cinta azul con ancas doradas en los extremos y reemplazarla por la cinta gastada del sombrero viejo, pero Ben lo hizo sin titubeos y con gesto sincero, aunque, por supuesto, la vida teatral que llevara hasta hacía poco tiempo influyese en sus actos diferenciándolos de los de cualquier otro niño. Entre su mezquino guardarropa no halló nada que le sirviera para enlutar a Sancho, a excepción de un bolsillo de batista negro. Estaba completamente descosido, destrozado por el peso de las bolitas, piedras y otros objetos semejantes que el muchacho solía guardar en él, de modo que lo arrancó y lo ató al collar del animal exclamando para sí, con un suspiro, mientras ponía a un lado sus tesoros:

—Un bolsillo es suficiente. Hoy no necesito más que un pañuelo.

Por suerte, ya que no tenía más que uno, ese accesorio estaba limpio, y colgándolo ostensiblemente del único bolsillo, el sombrero en la cabeza, los zapatos nuevos crujiendo tristemente, seguido por Sancho que con su moño negro estaba impresionante, salió el único deudo, convencido de que había hecho cuanto debía para mostrar su respeto por el muerto.

Los ojos de la señora Moss se llenaron de lágrimas al ver la rústica cinta negra y comprender por qué la llevaba Ben, pero no pudo evitar una sonrisa al descubrir el simbólico trapo negro que colgaba del cuello del perro. Sin embargo, nada dijo para no afligir al muchacho, a quien aquella demostración de su duelo parecía consolar. Ben salió a cumplir sus tareas, consciente de haberse convertido en el centro de interés de sus amigos, en especial de Bab y Betty, quienes, advertidas de la pérdida experimentada por el niño, lo miraban con una mezcla de piedad y admiración que a aquél le resultaron muy gratas.

—Quisiera que me llevaras a la iglesia. Va a hacer mucho calor y Thorny no está bastante fuerte aún como para aventurarse a salir —dijo la señorita Celia cuando Ben se presentó ante ella, después del desayuno para preguntarle si tenía algo que hacer. Porque consideraba que ella era su ama, aun cuando tuviera que aguardar hasta el día siguiente para hacerse cargo de las nuevas obligaciones que se había impuesto.

—Con mucho gusto, señorita, si usted cree que puedo ir así —contestó Ben contento de que le pidieran algo aunque inquieto también al recordar cómo se vestía la gente en aquellas ocasiones.

—Podrás ir después que yo te haya arreglado un poco. Dios no mira la, ropa. Para Él son tan bien venidos los pobres como los ricos. ¿Tú no has ido nunca a la iglesia? —preguntó la señorita Celia que ansiaba ayudar al niño aunque sin saber cómo hacerlo.

—No, señorita. Nuestra gente iba muy rara vez y papá estaba tan cansado los domingos que los dedicaba al reposo o me llevaba a pasear al bosque.

Un ligero temblor sacudió la voz de Ben. Con un rápido movimiento echo el sombrero hacia adelante para ocultar sus ojos bajo el ala, pues el recuerdo de aquellas horas hermosas que no volvería a vivir fue demasiado doloroso para él.

—Me parece que es ésa una excelente manera de descansar. Yo la he puesto en práctica a menudo. Esta misma tarde iremos también nosotros al bosque. Pero de mañana me agrada ir a la iglesia; tengo la sensación de que eso me ayuda a estar bien durante el resto de la semana. Y si se tiene una pena, es allí adonde se debe ir a buscar consuelo. ¿Quieres venir y comprobar si lo consigues, querido Ben?

—Haré todo lo posible para complacerla —murmuró Ben sin levantar la vista porque, aunque la bondad de la joven le llegaba hasta el fondo del corazón, deseaba que, por un tiempo, nadie hablara de su padre. Era difícil contener las lágrimas y no quería que lo tomaran por un nene.

La señorita Celia pareció comprender porque con tono alegre se apresuró a decir:

—Mira que precioso espectáculo… Cuando era una niña creía que las arañas hilaban las túnicas de las hadas y luego las tendían a secarse al sol.

Ben dejo de cavar el agujero que estaba haciendo en el suelo con el pie y levanto la cabeza. Vio entonces una hermosa tela de araña —un círculo dentro de otro círculo—, que una araña tejía en un ángulo del portón. La luz que atravesaba la tela hacía brillar diminutas gotitas, y una suave brisa la hacía temblar como si fuera a arrancarla.

—Es muy hermosa, pero se desprenderá y perderá como todas. Nunca he visto un ser semejante a las arañas. Hilan diariamente su tela, sin cansarse, aunque se pierda su obra —comentó Ben a quien, como ella imaginara, agrado poder cambiar de tema.

—Así se gana la araña la vida. Teje su tela y espera recibir su pan diario, es decir, la mosca desprevenida que cae en la trampa. Pronto la tendrá llena de insectos, y cuando la señora araña haya hecho sus provisiones ya no lamentará perder la delicada tela.

—Yo conozco a esa señora. Tiene el cuerpo negro y amarillo y vive allí arriba, en ese rincón oscuro. Desaparece en cuanto toco el portón, pero reaparece si me quedo quieto. Me gusta observarla, pero ella debe odiarme porque un día dejé en libertad a una mosca y varias hermosas mariposas.

—¿Has oído alguna vez la historia de Bruce y su araña? Muchos niños la conocen y a todas les gusta —manifestó la señorita Celia advirtiendo el interés de su interlocutor.

—No la conozco señorita. Yo ignoro muchas de las cosas que saben los niños de mi edad —contesto Ben con seriedad, quien, desde que vivía con sus nuevos amigos había descubierto muchas lagunas en sus conocimientos…

—Pero en cambio conoces otras que ellos no saben. La mitad de los muchachos de la ciudad darían lo que no tienen por montar, correr y saltar como tú. Y más de una persona mayor es incapaz de arreglárselas solo como tú. La vida errante que has llevado ha hecho de ti, en muchos aspectos, un hombre, pero en otros te ha perjudicado, ¿no es así? Procuraremos ahora que tú olvides la parte mala y sólo recuerdes la buena mientras aprendes a ser como los demás niños que van al colegio, a la iglesia; y se preparan para ser hombres industriosos y honestos.

Ben había mirado fijamente a la señorita Celia mientras ésta hablaba convencido de la verdad de lo que ella decía, pero convencido también de que él habría sido incapaz de expresar todas aquellas cosas aunque lo hubiese intentado. Cuando ella callo, él exclamó sinceramente:

—Quiero quedarme aquí y llegar a ser un hombre respetable. Desde, que vivo entre ustedes he comprendido que, aunque vayan al circo a divertirse no consideran muy digna a esa gente. Eso no me hubiera importado antes, tampoco pensaba ir al colegio, pero ahora sí. Creo, además, que él preferiría verme aquí que rondando por esos mundos sin amparo ni protección.

—Así debe ser. Probaremos, pues, Benny. Al principio, la tarea será pesada y monótona, sobre todo si la comparas con la vida llena de variaciones que has llevado hasta hoy y que sin duda echarás de menos. Pero aquella vida no era la que te convenía y nosotros te ayudaremos con todos nuestros esfuerzos a que encuentres algo mejor. No te desanimes nunca, y cuando algo te mortifique demasiado acude a mí como lo hace Thorny que yo procuraré aliviar el peso de tu carea. A partir de este momento tengo dos niños y me propongo hacer mucho por ambos.

Antes de que Ben tuviera tiempo para demostrar su agradecimiento, una cabeza despeinada apareció por la ventana del piso superior y una voz somnolienta reclamo:

—¡Celia!… No puedo encontrar el cordón de mi zapato. Quiero que vendas a hacer el nudo de la corbata.

—¡Baja, perezoso, y trae una de tus corbatas negras! Los cordones de les zapatos están en la valija marrón, sobre mi tocador —respondió la señorita Celia, agregando con una carcajada después que la enmarañada cabeza desapareció murmurando aleo acerca de las «molestas valijas»—: Thorny ha sido muy mimado a causa de su enfermedad. No debes hacer caso de sus modales bruscos ni de sus caprichos. Pronto se le pasará y entonces estoy segura de que serán muy buenos amigos.

Ben tenía sus dudas al respecto, pero se propuso hacer cuanto estuviera de su parte para contentar a la joven, de modo que cuando el señorito Thorny apareció y saludo con un indiferente:

—¿Cómo estás, Ben?

El muchacho contesto respetuosamente:

—Muy bien, gracias. —Pero su saludo no era muy reverente, porque considero ene un muchacho que, como él, montaba en pelo y sabía dar un doble salto mortal no debía inclinarse ante ese niño que apenas tenía la fuerza de un gatito.

—Nudo marinero, por favor: dura más —dijo Thorny levantando el mentón para que pudieran ajustarle correctamente la corbata, va que él comenzaba a sentirse un pequeño «dandy».

—Deberías usar la roja hasta que tengas más color, querido —su hermana frotó su mejilla sonrosada contra la pálida del muchacho como si quisiera prestarle sus colores.

—A los hombres no les importa su aspecto físico —exclamó Thorny escapando de su abrazo porque a él no le agradaban esas demostraciones de cariño delante de la gente.

—No, ¿eh? Aquí tenemos a un presumido que se cepilla el cabello doce veces por día y que se acomoda el cuello hasta cansarse —rio la señorita Celia pegándole un tironcito de orejas.

—¿Para quién es esta otra corbata? —preguntó Thorny con un tono muy digno presentando la otra prenda.

—Para mi otro niño. Tiene que venir a la iglesia conmigo. La joven hizo el segundo nudo de corbata al otro joven caballero con una sonrisa tan amable que hasta la cinta negra pareció iluminarse.

—Bueno, yo quiero que… —comenzó Thorny con un tono que no prometía nada bueno.

Una mirada de su hermana le recordó lo que ella le dijera media hora antes y se calló al instante comprendiendo por qué la joven era más buena con el «pequeño vagabundo».

—Yo también, pues tú no puedes conducir aún y yo no quiero estropear mi par de guantes nuevos sujetando a Lita —dijo la señorita Celia con una entonación que irritó un poco al señorito Thorny.

—¿Ben va a limpiar mis botas antes de salir? —preguntó dirigiendo una mirada a sus zapatos nuevos que crujían y le molestaban.

—No, limpiará las mías, si quiere tener esa bondad. Tú no necesitas las botas esta semana, de modo que sería perder tiempo inútilmente. Ben: encontrarás todo lo que necesitas en el cobertizo y a las diez puedes ir en busca de Lita.

Después de eso, la señorita Celia condujo a su hermano al comedor y Ben se retiró a desahogar su ira con el cepillo, y puso tantas energías que las botitas quedaron muy brillosas.

Cuando una hora después vio salir a la joven de la casa se dijo que jamás había visto nada tan bonito. Ataviada por, un chal blanco y un gorrito, sostenía un libro y un lirio del valle entre las manos cubiertas con guantes de color perla que apenas rozaron el coche al subir. Ben había visto en su vida infinidad de damas hermosas, pero todas llamaban la atención por los colores chillones de sus sombreros y vestidos, lucían joyas baratas e infinidad de plumas, cintas y velos. Por eso le asombró que la señorita Celia aparecieran tan bella y elegante vestida con aquel sencillo atavío. No comprendía que el encanto reside en las personas y no en las ropas. Viviendo junto a esa dama adquiriría modales gentiles, buenos principios y pensamientos puros. Él se daba cuenta que era agradable estar bien vestido e ir a la iglesia como un niño serio. La sensación de soledad que lo abrumaba se suavizo mientras rodaban por la avenida, entre campos verdes, bajo el sol de junio que hacía brillar todo a su alrededor: en el aire, flotaba una gran paz, sentada a su lado su buena amiga, silenciosa admirando la belleza del mundo con expresión feliz, expresión que Ben llamó después «cara de domingo», que hacía olvidar el cansancio de la semana y daba fuerzas para comenzar alegremente las tareas cuando el día de fiesta terminara.

—¿En que piensas, muchacho? —le preguntó sorprendiendo una de las muchas tímidas miradas que Ben le dirigiera sin que ella lo advirtiese.

—Pensaba que parecía como si usted…

—¿Cómo si yo qué? Di: no temas —lo animó la joven, pues Ben se había callado y tiraba de las riendas, avergonzado de su imaginación.

—Como si usted estuviera rezando sus plegarias —murmuró apenas deseando que ella no lo oyera.

—Eso hacía, en efecto. ¿No rezas tú cuando te sientes feliz?

—No, señorita. Cuando yo estoy contento no digo nada.

—Tal vez las palabras no sean necesarias, pero, algunas veces, cuando son sinceras y buenas nos ayudan. ¿No has aprendido alguna plegaria, Ben?

—Solamente el Padre Nuestro. Abuela me lo enseñó cuando era muy pequeño.

—Te enseñare otras; una muy hermosa que nos dice todo lo que debemos pedir.

—Nuestra gente no era muy piadosa; creo que les faltaba tiempo.

—Quisiera saber qué entiendes tú por piadoso.

—Pues, ir a la iglesia, leer la Biblia, rezar y cantar los himnos, ¿no es eso?

—Esas cosas forman parte de ello, pero ser bueno y alegre, cumplir con los propios deberes, ayudar al prójimo y amar a Dios es la mejor manera de demostrar nuestra piedad, que tiene así su verdadero sentido.

—Entonces usted lo es —y Ben demostró que a través de los actos de la joven había aprendido mejor que a través de sus palabras.

—Procuro serlo, pero a menudo fracaso. Por eso, todos los domingos formulo nuevos propósitos y durante la semana pongo mi voluntad al servicio de ellos. Eso me sirve de consuelo y de ayuda; tú lo comprenderás cuando lo pongas en práctica.

—¿Cree usted que si, durante la misa, digo ¡no juraré más!, no volveré a hacerlo? —preguntó Ben seriamente, pues en esa época, aquél era su pecado capital.

—Me temo que no sea tan fácil liberarse de nuestros pecados. ¡Ojalá fuera así!… Pero si tú ruegas mucho y cuidas de no decir malas palabras, te curarás de esa fea costumbre antes de lo que imaginas.

—Jamás me había preocupado esa costumbre que tengo de blasfemar, hasta que vine aquí; Bab y Betty se espantan cuando oyen decir «voto a…», y la señora Moss me reprende. Por eso quiero corregirme. Pero me resulta muy difícil contenerme cuando me enojo. «¡Que lo cuelguen!…», no me parece una expresión muy indicada para descargar mi furia…

—Thorny exclama «te confundan…», por cualquier cosa. Yo le aconsejé que silbara en lugar de decir eso, y a veces silba tan súbita y estridentemente que me hace saltar. ¿Por que no pruebas tú también? —propuso la señorita Celia a quien no sorprendían las costumbres del niño, ya que éstas eran consecuencia natural de sus anteriores compañías.

Ben sonrió y prometió hacer como la joven decía y experimentó una traviesa alegría al pensar que también en eso vencería —no le cabía la menor duda— al señorito Thorny. Dominaría a toda costa las palabras groseras que dos o tres veces por día le subían a los labios.

La campana repicaba en el momento que ellos entraban en el pueblo, y mientras ataba a Lita veía llegar, de todas partes, gente que se agrupaba junto a los peldaños de la vieja capilla como las abejas alrededor de la colmena. Acostumbrado a ver que los hombres entraban en las carpas del circo y no se quitaban los sombreros, Ben no se ocupó del suyo, y bajaba ya por la nave con el puesto cuando sintió que una mano suave se lo quitaba y que la señorita Celia le susurrara al entregárselo:

—Éste es un recinto sagrado; recuérdalo y descúbrete siempre al entrar.

Muy avergonzado, Ben la siguió hasta el banco donde pronto se les reunieron el señor alcalde y su esposa.

—Encantado de verlo aquí —dijo el anciano caballero, con un gesto cordial, pues reconoció al muchacho y recordó su duelo.

—Espero que no se moverá durante el oficio —suspiró la señora Allen acomodándose en un rincón con gran ruido de sedas.

—Yo cuidaré de que no la moleste —respondió la señorita Celia empujando un banquito bajo las piernas cortas de la señora y poniendo un abanico de palma al alcance de su mano.

Ben contuvo un profundo suspiro; la perspectiva que se le ofrecía no era muy agradable. A un muchacho inquieto se le hace difícil soportar una hora de cautividad, y él quería portarse bien.

Lo primero que hizo fue cruzar los brazos y sentarse y quedar rígido, como una estatua. Sólo los ojos movía. Los hizo girar de un lado a otro, de arriba a abajo, desde el alto y rojo púlpito hasta los viejos libros de himnos colocados sobre el atril, reconoció dos caritas que asomaban bajo el ala de sendos sombreros adornados con cintas azules, y no pudo resistir la tentación de responder con una mueca al solemne saludo que Betty y Bab le hicieron desde el otro lado de la nave. Al cabo de diez minutos de buen comportamiento experimento necesidad de moverse, de modo que aflojó los brazos y cruzó las piernas con la misma cautela con que el ratón se mueve frente al gato, pues el ojo de la señora Allen no lo perdía de vista, y él conocía por experiencia propia el alcance de esa mirada.

La música que comenzó a oírse le produjo un gran alivio porque pudo sacudir los pies sin que nadie oyera el ruido que hacía. Cuando se pusieron de pie para cantar, tuvo la impresión de que todos los niños lo miraban y se alegró mucho de poder volver a sentarse.

El buen pastor leyó el Capítulo dieciséis del sermón de Samuel y luego pronuncio un largo y monótono sermón. Ben lo escuchaba con toda atención, pues le agradó el «joven pastor pelirrojo de hermosa estampa» que resultó ser el escudero de Saúl. Hubiera querido enterarse del resto de su vida, saber si los malos espíritus volvieron a turbarlo, pero no continuaron relatando su historia; el anciano pastor hablo de otras cosas hasta que llegó un momento en que el pobre Ben comprendió que debía optar entre dormirse como el alcalde o tirar el banquito simulando que lo hacía sin querer para tranquilizarse un poco.

La señora Allen le dio una pastilla de menta y él, obedientemente la comió, pero era tan fuerte que le hizo saltar las lágrimas. Entonces, para desesperación suya, la señora lo abanicó y deshizo el correcto peinado que era todo su orgullo. Por fin, un suspiro de aburrimiento atrajo la atención de la señorita Celia quien, aunque parecía absorta en sus devociones, había dejado que sus pensamientos volaran por encima del mar junto con las tiernas plegarias que ella elevaba por el ser a quien amaba tanto quizá como David a Jonathan. Comprendió de inmediato la inquietud del muchacho y le sonrió; sabía por experiencia que muy pocos soportan un sermón tan largo sin moverse. Escogió un trozo en el libro que había traído consigo, y, poniéndoselo a Ben en las manos susurro:

—Lee esto, si estás aburrido.

Ben tomo el libro y obedeció complacido, pero el título «Escritura Narrativa» no le pareció muy divertido. Sin embargo, atrajo su atención la figura de un delicado joven que le cortaba la cabeza a otro hombre delante de una multitud que lo contemplaba asombrado.

—Jack, el matador del gigante —pensó Ben y dio vuelta la hoja para leer lo que decía: «David y Goliat». Eso basto para que comenzara a leer la historia con gran interés, porque descubrió que el pastor se convertía en héroe. Ceso de moverse, ya no oyó el sermón, el abanico podía agitarse: él no lo advirtió, y cuantos esfuerzos hizo Billy Barton por mostrarle las figuras cómicas que dibujara en el libro de himnos y despertar con ellas su admiración, fueron vanos. Ben estaba profundamente conmovido con la historia del Rey David relatada especialmente para niños e ilustrada con hermosas láminas que despertaron extraordinariamente su interés.

El sermón y la historia finalizaron casi al mismo tiempo. Ben escuchó entonces las plegarias, y mientras lo hacía comprendió lo que la señorita Celia había querido significar al hablar de las palabras que consolaban cuando se pronunciaban con sinceridad y bondad. Muchas de aquellas oraciones traducían exactamente sus sentimientos; las repitió para recordarlas, pues oídas por primera vez y cuando más necesitaba de ellas, lo conmovieron y confortaron en extremo. La señorita Celia descubrió una expresión distinta en el semblante del muchacho y cuando todos se pusieron de pie para salir cantando el Himno de Gracias, oyó un ligero suspiro a su lado.

—¿Te agradó el oficio religioso? —preguntó la joven mientras caminaban.

—Bastante… —respondió Ben con sincero entusiasmo.

—¿También el sermón?

Ben rio y dijo señalando con manifiesto agrado el libro que ella llevaba en la mano:

—No pude comprender el sermón, pero en cambio esa historia me pareció muy hermosa. Hay otras y quisiera leerlas, si fuera posible.

—Me alegra que te haya interesado; reservaremos las otras para los próximos sermones. Thorny también acostumbra leer en esas ocasiones y llama al libro «el libro del banco». Yo no pretendo que entiendas de primera intención todo lo que oyes en la iglesia, pero te conviene ir, y después que hayas leído varias de las historias que contiene el libro te interesará oír hablar de los personajes que aparecen en él.

—Sí, señorita… ¿No cree usted que David fue un gran muchacho? Me gusta todo lo que dicen de él; la historia del trigo y de los diez quesos, la muerte del león y el oso y la del viejo

Goliat a quien mata de un solo golpe. La próxima vez quiero leer algo acerca de Joseph porque vi una lámina con unos ladrones que lo ponían en una cueva y eso parecía muy interesante.

La señorita Celia no pudo dejar de sonreír al oír como hablaba Ben de aquellas cosas, pero le satisfizo mucho que al muchacho le atrajeran la música y los relatos y resolvió que le haría grata la obligación de ir a la iglesia para que se acostumbrara a ella y le gustase.

—Bien, esta mañana me has acompañado y procedido de acuerdo a mis costumbres. Esta tarde serás tú quien dirija y nosotros te seguiremos. Ven a eso de las cuatro para ayudarme a llevar a Thorny hasta la alameda. Pondremos allí una hamaca, pues el aroma de los pinos es bueno para su salud. Ustedes podrán conversar, reír y divertirse a gusto.

—¿Me permite llevar a Sancho? No le gusta que lo deje. Se puso furioso cuando lo encerré para que no me siguiera y fuera a buscarme dentro de la capilla.

—Pues claro que sí. Dejemos que el inteligente animal disfrute como ustedes de este hermoso domingo.

Satisfecho con el programa, Ben se fue a almorzar, lo que hizo muy de prisa para poder contar las mañas de que tuvo que valerse para burlar el aburrimiento que lo invadió durante la lectura del sermón. Pero no dijo nada de la conversación que sostuvo con la señorita Celia porque todavía no estaba muy seguro de que le agradara o no lo que ella le propusiera y prefería meditarlo antes de decidir nada.

Después de almorzar le quedo sobrado tiempo para pensar en sus tristezas; por eso deseo con todas sus fuerzas que llegaran las cuatro de la tarde ya que, ponerse triste le gustaba menos aún que cortar leña.

La señora Moss se fue a hacer la siesta; Bah y Betty se sentaron en dos banquitos a leer sus libros dominicales. A nadie se le permitía jugar, y hasta las gallinas fueron a cobijarse bajo los árboles junto con el gallo que cacareaba somnoliento, como si les estuviera recitando un sermón.

—¡Qué día interminable!… —pensó Ben mientras se refugiaba en el rincón más apartado de su habitación para releer las dos cartas cuyo contenido le parecía una historia muy lejana. Porque pasado el primer choque le resultó imposible aceptar la muerte de su padre, de modo, pues, que decidió no creer en ella. Él era un muchacho sensato y comprendió que sería una tontería considerarse más desgraciado de lo que era en realidad. Por eso hizo a un lado las cartas, quito el bolsillo negro del collar de Sancho y hasta se permitió silbar suavemente mientras guardaba sus tesoros y estar así preparado para mudarse al día siguiente llevando pocas penas y mucho optimismo.

—Thorny… Quiero que seas bueno con Ben esta tarde y lo entretengas sin agitarte demasiado. Yo debo quedarme a esperar a los Morris que han prometido venir, pero ustedes pueden ir a la alameda y divertirse —dijo la señorita Celia a su hermano.

—No alcanzo a imaginar como podré divertirme charlando con ese cuidador de caballos. Me, apena su desgracia, pero no se me ocurre como podré divertirlo —replico Thorny levantándose del sillón en medio de un gran bostezo.

—Tú sabes ser amable cuando quieres y por hoy Ben ya ha estado bastante conmigo. Mañana tendrá que comenzar a trabajar, cosa que estoy segura hará muy bien. Pero hasta entonces debemos hacerle compañía, pues el pobre no sabe qué hacer a colas consigo mismo. Además, es el momento oportuno para influir sobre él. La muerte de su padre lo ha ablandado y estoy segura de que su mayor deseo es ser un buen muchacho. Debemos ayudarlo nosotros entonces, ya que no tiene a nadie más a su lado.

—Bueno, empecemos la obra. ¿Dónde está? —y Thorny dio unos pasos conquistado por la tierna severidad de su hermana aunque dudaba de su éxito con el muchacho de los caballos.

—Esperando con la silla. Randa ya llevo la hamaca. Sé bueno que yo te lo premiaré algún día.

Después de recibir una sonrisa y un beso, Thorny salió con paso vacilante y subió al cochecito; saludó de muy buen talante a su conductor a quien encontró sentado sobre el travesaño trasero con Sancho a sus pies.

—Llévame, Benjamín. No conozco el camino de modo que no sabría cómo ir. Lo único que te pido es que no me tires afuera.

—Muy bien, señor. —Y Ben lo condujo por el largo camino que cruza la huerta y que lleva hasta un bosquecillo, donde crecen siete pinos—. ¡Hermoso lugar! Un suave susurro llenaba el aire y bajo los pies se extendía una oscura alfombra de agujas de pino, y pequeños conos y por encima de los altos helechos que adornaban la loma se divisaban fugazmente la sierra y el valle, las granjas y el río ondulado que, como una cinta de plata, corre entre las profundas y verdes praderas.

—Una casa de verano —dijo Thorny observando el paisaje—. ¿Qué sucede, Randa? ¿No marcha eso? —preguntó a la rolliza doncella quien había dejado caer los brazos resoplando, después de haber intentado vanamente de arrojar la soga de la hamaca por encima de una rama.

—Até la primera muy fácilmente, pero no puedo con la segunda. Las ramas están tan altas que no las alcanzo.

—Yo la ataré. —Ben trepó al pino como una ardilla, hizo un fuerte nudo y bajó antes de que Thorny se hubiera movido de la silla.

—¡Mi Dios!… ¡Qué muchacho ágil!… —exclamó Randa llena de admiración.

—Eso no es nada; me hubiese visto trepando un palo completamente liso —dijo Ben sacándose la resina de las manos y balanceando graciosamente la cabeza.

—Puedes irte, Randa. Alcánzame el almohadón y los libros, Ben; luego, mientras te hablo, puedes sentarte en la silla —ordenó Thorny tumbándose en la hamaca.

—¿Qué me estará por decir? —se preguntó el muchacho al sentarse, en tanto Sancho se acomodaba entre las ruedas del cochecito.

—Ahora, Ben, creo que lo mejor que puedes hacer es aprender un poema. Yo solía hacerlo cuando era pequeño; no hay nada mejor para un día domingo —comenzó a decir el nuevo maestro con tal aire de suficiencia que eso enfadó a su discípulo tanto como el afrentoso «pequeño».

—Probaré… si puedo. —Y Ben silbó para contener un juramento.

—Una persona bien educada no silba cuando está en presencia de otra —advirtió Thorny muy digno.

—La señorita Celia me dijo que lo hiciera. Iba a decir «Dios te confunda»… Si te parece mejor que lo dina —contestó Ben al mismo tiempo que una astuta sonrisa brillaba en sus ojos.

—¡Ah!… Ella te contó algo, ¿no? Bueno, si deseas complacerla en todo debes aprender un cántico religioso en seguida. Acércate. Mi hermana quiere que sea paciente contigo y yo estoy dispuesto a serlo, pero ¿cómo conseguirlo si tú te sulfuras por cualquier cosa?

Thorny empleó un tono sincero que agradó a Ben e hizo que respondiera muy alegre:

—Si no adoptas esa actitud grave yo no me enojaré. Nadie más que la señorita Celia puede darme órdenes, pero si ella lo quiere, yo aprenderé los himnos.

—«En la florida época de tu niñez» es el más indicado para comenzar. Lo aprendí cuando tenía seis años. Es muy hermoso… Toma, léelo tú —y Thorny le ofreció el libro como lo hubiera hecho un patriarca que se dirigiera a un niño.

Ben observó con poco entusiasmo la página amarillenta cuyas grandes «S» en caracteres antiguos despertaron su atención. Cuando hubo concluido de leer no resistió la tentación de recitar las dos últimas líneas:

«La tierra no puede producir más hermosos frutos que una juventud religiosa.»

—Jamás lograría aprender esto. ¿No tienes algo más fácil? —preguntó, volviendo las hojas con ansiedad.

—Mira al final y fíjate si no hay pegada una poesía. Apréndela y verás cómo se alegrará Celia si se la recitas. La escribió ella cuando era una niña; alguien la hizo imprimir para que la leyeran otros niños. Es la poesía que más me gusta.

Contento de matizar con algo divertido las lecturas piadosas, Ben se inclinó sobre el libro y leyó con sumo interés las líneas que la señorita Celia escribiera en su niñez:

MI REINO

Dueña soy de un reino en el que viven

todas mis ideas y pensamientos,

y es ingrata y difícil la tarea

de mantenerlos bajo mi gobierno.

Mi voluntad vacila y se extravía,

perturbada por malignas pasiones,

y el egoísmo sus sombras arroja

sobre mis palabras y mis acciones.

¿Cómo aprender a dominar mis ansias,

a ser la niña buena que debiera?

Honesta y valerosa, incansable

en mi afán de ser siempre la primera…

¿Cómo encender en mi alma la llama

para que alumbre con su luz mi vida?

¿Cómo templar mi pequeño corazón

en una eterna y dulce melodía?

Amado Padre, que tu amor me guíe

y arrojé de mi espíritu el temor.

Y para que sienta que estás a mi lado

llévame hasta ti, sé mi conductor.

Pues ninguna tentación es poca

ni es inadvertida la infantil pena,

para Ti, que con paciencia infinita

a todos reconfortas y consuelas.

No quiero para mí otra corona

que la que todos pueden obtener,

ni aspiro a la conquista de otro mundo

más que aquel que guardo en mi propio ser.

Guía. Tú mis pasos para que llegue

a encontrar en mi espíritu Tu reino,

y conducida por tu tierna mano

logre tomarlo bajo mi gobierno.

—¡Me gusta! —declaró Ben con énfasis cuando concluyó de leer el breve canto. Lo comprendo y lo aprenderé en seguida. No me explico cómo ha hecho para escribir algo tan hermoso y delicado.

—Celia lo puede todo. —Thorny hizo con la mano un amplio gesto que indicaba claramente su fe en los poderes ilimitados de su hermana.

—Hace poco yo compuse una poesía. Bab y Betty la encontraron bonita, pero yo no opino igual —murmuró Ben a quien, el descubrimiento de las habilidades de la señorita Celia lo había predispuesto a las confidencias.

—Dila… —pidió Thorny y agregó inteligentemente—. Yo nunca he podido escribir poesías, pero me gustan.

"¡Chevalita!…

Criatura bonita…

Como a una hermana

la quiero.

Montarla

es mi locura

ya que jamás

muerde o cocea…"

Así recitó Ben con orgullo, y modestia a la vez, esa primera poesía suya que había sido inspirada por un afecto sincero y juzgada «divina» por las admiradas niñas.

—¡Muy bien!… Debes recitársela a Celia. A ella le satisface que alaben a Lita. Tú, ella y el pequeño Barlow deberían optar a un premió como lo hacían los poetas de Atenas. Te hablaré de ellos otro día. Ahora dedícate a aprender el himno.

Halagado por los comentarios de Thorny, Ben se aplicó a la tarea revolviéndose tanto en la silla que parecía que aprender esos versos fuera para él un acto doloroso. Pero era inteligente y a menudo había aprendido canciones cómicas de memoria, de modo que pronto pudo repetir, para satisfacción suya y de Thorny, cuatro versos sin equivocarse.

—Conversemos ahora —invitó, complacido, el preceptor—. Y, uno hamacándose y el otro dando tumbos por la alfombra de agujas de pino comenzaron a relatar sus aventuras. Aunque las de Ben eran más interesantes, las de Thorny no carecían de color, ya que él había vivido mucho tiempo en el extranjero y podía contar toda clase de curiosas anécdotas que tenían por escenario los países que había visitado.

No obstante hallarse muy entretenida con su amiga, la señorita Celia no podía dejar de preguntarse si los muchachos se habrían entendido. Cuando sonó el timbre llamando a tomar el té, aguardó ansiosa la llegada de aquéllos, segura de que, a primera vista, advertiría si se habían divertido.

—Parece que todo marcha bien —se dijo con una sonrisa al verlos aparecer. Ben empujaba la silla y Thorny caminaba a su lado apoyándose en una caña que acababan de cortar. Ambos niños conversaban animadamente y Thorny reía de rato en rato como si la charla de su compañero fuera muy graciosa.

—¡Mira que hermosa caña cortó Ben para mí!… —dijo el mayor de los muchachos blandiendo la caña mientras se acercaba.

—¿Qué han hecho por allá? Están tan contentos que sospecho habrán cometido alguna travesura —manifestó la señorita Celia observándolos desde la escalinata.

—Nos hemos portado como un par de angelitos. Yo no he hecho más que conversar y Ben aprendió un himno que te recitará. Acércate y dilo, amigo mío —invitó Thorny muy alegre.

Quitándose el sombrero Ben obedeció inmediatamente, divertido al descubrir el color que aparecía en las mejillas de la señorita Celia en cuanto ésta comenzó a oír la poesía. Y consideró que su estudio recibía su merecida recompensa cuando, luego de concluir el poema con un saludo, la joven le dirigió una complacida mirada acompañada de las siguientes palabras:

—Me enorgullece que hayas elegido ese poema y advierto que lo dices como si tuviera un significado especial para ti. Lo escribí cuando tenía catorce años, pero me salió del corazón y me hizo un gran bien. Deseo que a ti te ocurra lo mismo.

Ben murmuró que así era, pero no le gustaba decir esas cosas delante de Thorny, de modo que, precipitadamente, retiró la silla y todos entraron a tomar el té. Pero más tarde, al anochecer, mientras la señorita Celia cantaba al piano como un ruiseñor, se apartó de las medio dormidas Bab y Betty y fue a refugiarse juntó a las lilas para poder escuchar con todo su corazón, lleno en esos momentos de buenos propósitos y felices pensamientos. Nunca había gozado de un domingo como aquél… Y al irse a dormir repitió la tercera estrofa del poema de su amiga. Porque esa estrofa era la que más le había emocionado. El padre que tanto amara y que había perdido le hacía experimentar la necesidad de buscar el amor y el apoyo de ese otro Padre al que nunca había visto.

 

 

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