Capítulo XII

 

Tonos se mostraron muy buenos con Ben cuando conocieron su desgracia. El alcalde escribió al señor Smithers que Ben había encontrado nuevos amigos y que se quedaría donde estaba. La señora Moss lo consoló con afecto maternal y las pequeñas hicieron cuanto estaba al alcance de ellas para ser «amables con el pobrecito Ben». Pero su verdadero consuelo fue la señorita Celia, quien ganó por entero su corazón, no sólo a causa de las amistosas palabras que le dirigía o por las cosas que por él hacía, sino, sobre todo, por la simpatía que le demostraba a toda hora, en los momentos precisos, a través de una mirada, con una caricia o una sonrisa, mucho más eficaces, por cierto, que cualquier palabra de condolencia. Ella lo llamaba «mi hombrecito» y Ben procuraba serlo soportando su dolor con tal entereza que, no obstante ser un niño aún, inspiraba respeto a su amiga; porque Ben era toda una promesa para el futuro.

Por otra parte en aquel entonces, ella se mostraba siempre tan alegre que resultaba imposible para quienes vivían a su lado sentirse tristes, y muy pronto Ben volvió a estar contento, pues escondió su pena y guardó el recuerdo de su padre en un rincón oculto del corazón. No habría sido un verdadero niño si no se hubiera sentido dichoso en ese hermoso lugar donde, por primera vez, experimentaba la sensación de que tenía un hogar.

¡Basta de arrancar malezas!… Sus tareas ya no lo cansaban ni aburrían, pues eran variadas y livianas. Por fin no veía más la cara desagradable del malhumorado Pat, sino que podía contemplar el suave rostro de la señorita Celia, de cuyos labios siempre brotaban palabras de elogio gracias a las cuales cualquier trabajo parecía agradable.

Al principio se creyó que iban a surgir dificultades entre los dos niños, ya que Thorny era autoritario por naturaleza y a causa de la enfermedad que lo había dejado débil y nervioso a veces se mostraba despótico e imperativo. A Ben le habían enseñado a obedecer sin protestar a las personas mayores que él, y si Thorny lo hubiese sido no habría hecho cuestiones, pero resultaba duro tener que obedecer continuamente a un muchacho y, sobre todo, a un muchacho tan caprichoso como aquél.

Sin embargo, una sola palabra de la señorita Celia alejaba de inmediato las tormentas. Por cariño a ella su hermano prometía ser paciente y Ben declaraba que no se enfurecería aunque el señorito Thorny lo molestara. Y así, muy pronto, ambos niños se olvidaban, uno, de que era el amo, y el otro de que era un «hombrecito»; vivían en paz como dos camaradas, se disculpaban mutuamente su mal carácter y encontraban gran placer y provecho en su recíproca amistad.

En el único punto en que jamás lograban ponerse de acuerdo era en el que se refería a las piernas, cosa que provocaba la risa de la señorita Celia, quien los veía discutir esa cuestión con gran seriedad y calor. Thorny insistía en que Ben era patizambo. A Ben le disgustaba el epíteto y manifestaba que las piernas de todo buen jinete debían ser ligeramente curvas, y quienquiera que supiese algo sobre el particular estaría de acuerdo con él y reconocería que eso era una necesidad y un signo de belleza.

Entonces Thorny le replicaba que esas piernas estaban bien arriba del caballo pero que abajo, un hombre parecía un pato caminando. A lo que Ben contestaba que, por su parte, prefería caminar como un pato antes que tambalearse como un caballo mareado. Con eso daba en el blanco, porque el pobre Thorny parecía, en realidad, un débil potrillo cuando intentaba caminar, pero pretendía no tomar en cuenta la alusión y abrumaba a Ben hablándole de los centauros o mencionando a los griegos y a los romanos, quienes habían sido excelentes jinetes y, sin embargo, habían poseído piernas derechas y hermosas. A esas cosas Ben no podía responder, pero hablaba con orgullo de las carreras de caballos en las que él había intervenido y en las que nunca podrían tomar parte jóvenes de piernas débiles. Entonces Thorny observaba que no era propio de un caballero hacer referencia a las desgracias de sus amigos, lo cual movía a Ben a mirarse sus grandes manos con deseos de dar un buen sacudón a su amigo. Pero recordaba en seguida la condición del pobre muchacho y cuánto debía a su señorita y ponía punto final a la controversia con unos ágiles saltos mortales que calmaban su enojo y le ayudaban a recuperar el buen humor. O a veces, cuando Thorny se hallaba sentado en la silla de ruedas, lo empujaba llevándolo con gran velocidad hasta perder el aliento, con lo que quería demostrar que si los ignorantes consideraban que sus piernas no eran buenas él probaría que no las había mejores para correr.

A Thorny le gustaba aquello, de modo que se olvidaba de la enojosa discusión y se ponía a hablar de cosas más agradables. Y así la amenazadora pelea terminaba en carcajadas que festejaban alguna ocurrencia y, por tácito acuerdo, evitaban el asunto «piernas» hasta que algún accidente lo traía a colación nuevamente.

El sentimiento de rivalidad existe hasta en los mejores de nosotros y es un sentimiento inspirador y provechoso si sabemos hacer buen uso de él. La señorita Celia sabía eso y se valía de ello para que los niños pudieran beneficiarse mutuamente. Impedía que hicieran comparaciones desagradables, pero los impulsaba a que imitaran y tomaran las cosas buenas y hermosas dondequiera las hallaran. Thorny admiraba la destreza de Ben, su actividad e independencia; Ben envidiaba los conocimientos ele Thorny, sus buenos modales y la comodidad en que vivía, y cuando una palabra autorizada ponía cada cosa en su lugar, ambos quedaban tranquilos y contentos, seguros de que había una cierta igualdad entre ellos, ya que el dinero no podía comprar la salud, y el conocimiento práctico demostraba ser tan útil como cualquier conocimiento aprendido en los libros. De tal manera que intercambiaban sus experiencias, emociones y saber y así se sentían los dos mejores y más felices. Solamente de ese modo puede llegar a amarse al prójimo cono a uno mismo y a extraer la verdadera dulzura de la vida.

No tenían nunca fin las innumerables cosas agradables que Ben debía hacer: mantener bien cuidados los senderos y canteros de flores, dar de comer a los animales, hacer los mandados, atender a Thorny y representar el papel de hombre de confianza de la señorita Celia. En la vieja casona ocupaba una habitación que acababan de empapelar con escenas de caballería que Ben no se cansaba de admirar. En el armario colgaban varios trajes usados de Thorny, arreglados, para que pudiera usarlos su pequeño valet. Pero lo que más le gustaba a Ben era un par de botas bien lustradas que usaba en las grandes ocasiones, cuando montaba, por ejemplo, a las que agregaba una espuela que encontrara en la bohardilla y que, bien lustrada, sólo le servía para completar su atavío, ya que nunca la usaría para espolear a Lita.

Muchas láminas y fotografías de carreras, pájaros y toda clase de animales colgaban de las paredes, con lo que la pieza había adquirido un aspecto de circo. Eso era lo que había hecho que su dueño se sintiera en ella como en su propio hogar. Dueño de todas esas cosas, Ben se consideraba inmensamente rico y respetable, casi le parecía que era un empresario retirado que recordaba con placer pasados éxitos sin dejar por eso de sentirse feliz con su nueva vida más tranquila.

En un cajón de su curiosa cómoda guardaba los recuerdos de su padre; pocos y pobres, de interés sólo para él. Las cartas que contaban su muerte, una cadena de reloj bastante usada y una fotografía del señor José Montebello con su pequeño encaramado sobre la cabeza, ataviados ambos con ligeras vestiduras, sonrientes, con esa expresión tranquila y suficiente que usan en público los hombres de su profesión. Los otros tesoros le fueron robados a Ben junto con su lío de ropas, pero todas las noches, antes de acostarse, contemplaba con amor los que le quedaban mientras pensaba cómo sería el cielo; si era, en verdad, más hermoso que California, y generalmente se dormía con una expresión soñadora que debía parecerse a la que pusiera Colón cuando descubrió esa hermosa tierra donde crecían vistosas flores y altos árboles de hojas y frutos nunca vistos. Por aquel extraordinario país debía cabalgar su padre montado en un bonito y blanco caballo alado, parecido al que viera en una lámina que tenía la señorita Celia.

En su habitación, Ben vivía momentos muy felices hojeando sus libros —muy pronto tuvo sus propios libros—, pero sus favoritos eran «Los Animales», de Hamerton y «Nuestros amigos mudos», ambos llenos de ilustraciones y anécdotas de las que gustan a los niños. Aún más felices eran aquellos momentos que dedicaba a los trabajos de la casa, y ayudaba a poner todas las cosas en orden. Pero lo que indudablemente prefería eran los paseos diarios que, siempre que el tiempo lo permitía, realizaba con la señorita Celia y Thorny, o bien sus solitarios viajes a la ciudad, que emprendía aún bajo una lluvia torrencial, ya que había que llevar o ir a buscar ciertas cartas que no admitían demora fuera cual fuese el estado del tiempo. Los vecinos se acostumbraron pronto a «las rarezas del muchacho», pero Ben sabía que llamaba la atención cuando a toda carrera bajaba por la calle principal en tal forma que hacía gritar a los viejos y asomarse a la gente a las ventanas para verlo pasar. Al principio creían que era alguien que huía llevándose algo.

Lita disfrutaba tanto como él con esos juegos y aparentaba querer lanzarlo por encima de la cabeza, pues había aprendido a obedecer las indicaciones que el muchacho le hacía con la mano o el pie o con una palabra.

Estas hazañas hacían que los muchachos miraran a Ben Brown con gran admiración, y las niñas con tímida reverencia, a excepción de Bab, quien procuraba imitarlo en la primera oportunidad que se le presentaba para desesperación del pobre Jack, pues sólo en ese sufrido y paciente animal le era permitido montar. Por fortuna, ni ella ni Betty disponían de mucho tiempo para juegos, pues como las clases iban a terminar muy pronto todos estudiaban con ahínco, para poder gozar luego, sin preocupaciones, las largas vacaciones. De modo que las reuniones «bajo las lilas», como ellos las llamaban, fueron diferidas para más adelante, y los muchachos tuvieron que entretenerse solos, aunque siempre bajo la vigilancia y los consejos de la señorita Celia.

Mucho tiempo necesito Thorny para ordenar sus cosas, ya que únicamente contaba con la ayuda le Ben para vaciar sus valijas. Mientras trabajaba, éste no dejaba de admirar todas esas maravillas y tesoros que veía por primera vez. La pequeña prensa le produjo una gran impresión, y Thorny, dejando lo demás a un lado y en completo desorden, le enseño a manejarla al mismo tiempo que se le ocurría fundar un periódico local del cual él sería el editor, Ben el impresor, su hermana el principal suscriptor, Bab el mensajero y Betty la oficinista.

Entre las cosas, apareció luego un álbum de estampillas y una tarde lluviosa se entretuvieron pegando una nueva colección le sellos en sus correspondientes lugares, y Thorny dio a su amigo amplias explicaciones. Ben no demostró mayor interés por eso, en cambio se entusiasmó cuando descubrió un libro que traía dibujadas las banderas le todas las naciones. Se apoderó del libro, pues quiso copiar las banderas para saber cómo debía adornar la casa en ciertas y especiales ocasiones. Al advertir que eso divertía a su hermano, la señorita Celia, generosamente, les abrió sus cajones de retazos, y como éstos no dieran abasto, les compró géneros de tonos llamativos y papeles de colores y provoco el asombro del vendedor pidiéndole varios frascos de goma le pegar. A Bab y Betty se las invitó a coser las brillantes tiras o las estrellas y, aunque se pinchaban continuamente los dedos, encontraron esa labor mucho más interesante que unir cubrecamas.

Todo ese despliegue de tijeras y engrudo, la costura, llenaba la gran habitación de atrás que se les había destinado, y ese despliegue de banderas y pendones que pronto decoraron las paredes habrían hecho resplandecer de alegría, o por lo menos de admiración, la mirada del más triste. Por supuesto las estrellas y los galones estaban algo bien, y el león inglés brincaba sobre el estandarte real; después colgaba una galería de cuadros: el águila rusa, de dos cabezas, el dragón negro de la China, el león alado de Venecia y el par trenzado sobre la bandera roja, blanca y azul de Holanda. Las llaves y la mitra de los dominios del Papa dieron un poco le trabajo, pero por fin se les dio término, y a su lado quedaron la amarilla bandera turca y la roja luna llena del Japón; debajo pendía la hermosa bandera azul y blanca de Grecia y encima, la cruz de la libre Suiza. Si los materiales hubieran alcanzado, habrían hecho las banderas de todas las naciones americanas, pero la goma y la paciencia se terminaron y los laboriosos obreros tuvieron tiempo para descansar antes de que llegara el día en que «se agitaran con la brisa sus banderas».

A la furia de confeccionar banderas siguió la de construir embarcaciones y aparejos, y Thorny, que se consideraba demasiado grande para tales juegos, hizo una flota completa para «los niños» y acepto su dirección entregándoles luego todo, a excepción del barco le guerra que con su velamen desplegado y el oficial rojo, que sobre el alcázar movía la espada, continuó adornando su habitación.

Estos preparativos los realizaban al aire libre, pues tenían que hacer un embalse en el arroyo para convertirlo en un océano donde el barco pirata de Ben, el «Rover Rojo», con la bandera negra al tope pudiera dar caza y capturar a la elegante fragata de Bab, «La Reina», mientras el «Intrépido», cargado de maderas, hacía sin tropiezos el viaje desde Kennebunleport hasta la bahía le Massachusetts. Desde su asiento, Thorny, que hacía de ingeniero jefe, dirigía su cuadrilla compuesta de un solo hombre a quien hacía cavar el foso, levantar el dique y, por fin, dejar entrar el agua hasta llenar el pretendido océano; después había que regular la pequeña compuerta para que no se rebalsara e hiciese zozobrar la bonita escuadra compuesta le barcos, botes, canoas y balsas que pronto anclaría en una de sus costas.

Cavar y chapotear en el barro y en el agua entretenía a los muchachos que continuaron en esa tarea hasta que con una serie de ruedas, molinos y cataratas artificiales transformaron lo que fuera una vez tranquilo arroyuelo en algo completamente distinto, y una ciudad industrial parecía levantarse en el pacífico rincón donde antes estaban las mojarritas y donde las ranas habían podido ensayar serenatas sin que nadie las molestara.

La señorita Celia aprobaba aquel juego le los niños, porque le gustaba que Thorny se distrajera al aire libre, ya que lo permitía la suave temperatura del mes de junio, y cuando la novelad de ese entretenimiento se hubo disipado, ella misma planeó una serie de excursiones de exploración que llenaron de alegría las almas infantiles. Como uno de ellos conocía muy bien el paraje, revistió gran interés salir una gloriosa mañana de sol con un lío de mantas y almohadones, una canasta con comida, libros e implementos para pintar, acomodados dentro del coche, partir sin rumbo fijo por las umbrosas praderas y detenerse dónde y cuándo les placía. Hicieron descubrimientos maravillosos, bautizaron muchos lugares y tuvieron, los peregrinos, toda clase de alegres aventuras.

Todos los días acampaban en un sitio distinto, y mientras Lita mordisqueaba a su gusto la hierba fresca, la señorita Celia tomaba apuntes bajo una enorme sombrilla, Thorny leía a sus anchas o dormitaba sobre una colchoneta de goma, y Ben trataba de ser útil a todos. Descargaba el coche, llenaba la botella del agua, acomodaba los almohadones del inválido, preparaba las cosas de la merienda, corría de un lado a otro en procura de una flor o tras una mariposa, trepaba a un árbol desde donde describía el paisaje, leía, conversaba o jugaba con Sancho; realizaba, incansablemente, toda clase de actividades; la vida al aire libre gustaba a Ben y era su medio natural.

—¡Ben!… Necesito un amanuense —dijo Thorny, cierto día arrojando cuaderno y lápiz, luego de un momento de silencio, interrumpido solamente por el murmullo de las hojas que llegaba desde lo alto y por el suave sonido de la corriente del arroyuelo cercano.

—¿Un qué? —preguntó Ben echando hacia atrás el sombrero con tal aire de asombro que Thorny preguntó casi a gritos:

—¿No sabes qué es un amanuense?

—A decir verdad, ¡no!… A no ser que se trate de algo parecido a una anaconda. ¿Será eso lo que quieres?

Thorny no pudo contener una ruidosa carcajada que obligó a su hermana, quien hacía un croquis de un viejo portón, a levantar la cabeza para observarlo.

—No necesitas reírte así de mí. Tú no supiste decirme qué era un amanuense cuando te lo pregunté y yo no me eché a reír a los gritos por eso.

—La idea de que pudiera necesitar una anaconda me hizo tanta gracia que no conseguí dominarme. Estoy seguro que si hubiera sido eso lo que te pedía, tú me la habrías traído. Eres un muchacho tan servicial…

—Naturalmente. No sería extraño que se te antojara una cualquier día de éstos. Pides cosas tan raras… —respondió Ben apaciguado por el cumplido de su amigo.

—Por ahora sólo te pido que seas mi amanuense. Para eso hasta que escribas por mí; me cansa hacerlo sin tener una mesa en donde apoyarme. Tú escribes muy bien ya y te será útil, además, adquirir algunos conocimientos de botánica. Quiero instruirte, Ben —manifestó Thorny, como si pensara que le confería un gran favor.

—Eso parece algo muy difícil —murmuró Ben, dirigiendo una triste mirada al libro que yacía sobre un lecho de hojas y flores deshechas.

—No, no es difícil. Muy por el contrario: resulta realmente entretenido y podrás prestarme gran ayuda en cuando adquieras algunos conocimientos. Veamos… Supón que te diga: tráeme un «ranunculus bulbosus». ¿Cómo sabrías qué es lo que quiero? —preguntó Thorny moviendo el microscopio que tenía a su lado con aire doctoral.

—Me sería imposible saberlo…

—Hay muchas a nuestro alrededor y yo quiero estudiar una.

—Trata de adivinar.

Ben recorrió cielo y tierra con la mirada y estaba por darse por vencido cuando cayó una vellorita a sus pies al mismo tiempo que los ojos de la señorita Celia le sonreían detrás del otro niño, quien no había visto la flor.

—Tal vez sea ésta la que quieres. Yo no la llamo «ranunculus bulbosus», por eso no estoy muy seguro de que sea ésta la flor a la cual te refieres. —Y Ben presentó la vellorita como si conociera todas sus particularidades.

—Perfectamente. Acertaste. Ahora tráeme un «leonton taraxacum» —pidió Thorny—, encantado por la rapidez con que aprendía su alumno y halagado de que se le permitiera hacer gala de sus conocimientos.

Ben volvió a mirar a su alrededor, pero el campo estaba lleno de flores de toda clase, y si no hubiera sido porque un largo lápiz le señaló un diente de león que tenía cerca no habría sabido cuál escoger.

—Aquí lo tiene, señor —ofreció con una risita ahogada, y esta vez le tocó asombrarse a Thorny.

—¿Cómo diablos lo supiste?

—Prueba otra vez y quizás lo descubras —rio Ben.

Thorny hojeó su libro y pidió un «frifolium platense». El inteligente lápiz señaló hacia una dirección determinada y Ben recogió un trébol. Gozaba enormemente con aquella burla mientras pensaba que la clase de botánica no era del todo aburrida.

—Mira aquí. ¡Nada de tonterías!… —Y Thorny se volvió para investigar aquel misterio. Tan rápidamente lo hizo que su hermana no tuyo tiempo de componerse—. ¡Ah!… ¡Te descubrí!… Haces mal al decirle, Celia. Ahora Ben, tendrás que aprender todo cuanto se refiere a esta vellorita ocre como castigo por el engaño.

—Muy bien, señor. Traiga su «rinoceronsis» —contestó Ben, quien no podía dejar de imitar a su viejo amigo el payaso cuando se sentía verdaderamente contento.

—Siéntate y escucha bien lo que voy a decirte —ordenó Thorny con la gravedad de un severo maestro de escuela.

Encaramándose sobre un musgoso tronco, Ben, obediente, se sumergió en el laberinto del siguiente análisis, tropezando con palabras desconocidas que apenas podía deletrear mientras pensaba perplejo cómo saldría de todo eso.

—Phaenogamus. Exogenous. Angrosperm. Polypetalus. Stameus, más de diez. Stameus en el receptáculo. Pistilo, más de uno y separados. Hojas sin estípulas. Familia de las ranúnculas. Ranúnculas Genus. Nombre científico: «ranunculus bulbosus».

—¡Por Dios!… ¡Qué flor… Pistolas y oxígeno! Y Polly que pone su pata sobre ellas y qué sé yo cuántas cosas más… Si esto es la botánica te la devuelvo: no me gusta —dijo Ben, mientras resollaba rojo y sudoroso como si acabara de correr una larga carrera.

—Tiene que gustarte. Aprenderás todo eso de memoria: Luego te daré un diente de león para que lo estudies y te lo haré ver a través de mi lente. No te imaginas lo interesante que es eso y la cantidad de cosas bonitas que observarás —exclamó Thorny, quien había descubierto los encantos de ese estudio y conocía las satisfacciones que proporcionaba, sobre todo a él, a quien habían prohibido distracciones más activas.

—Pero después de todo, ¿qué utilidad tiene esto? —preguntó Ben, quien hubiera preferido segar todo el campo antes que continuar con el estudio que le imponían.

—Eso te lo explicará muy bien mi libro, esta «Botánica de Gray para jóvenes» como reza su título. Pero yo puedo decirte qué importancia tiene para nosotros —prosiguió Thorny cruzando las piernas en el aire, apoyándose en la espalda y preparándose para atacar el tema. Somos de la Sociedad Científica de Exploradores y debemos llevar un cómputo de todas las plantas, animales, minerales, etc., que descubrimos. Supongamos que nos perdemos y debemos juntar plantas y cazar animales para alimentarnos. ¿Cómo sabremos cuáles son inocuos y cuáles no? Oye, ¿conoces la diferencia que hay entre un hongo venenoso y uno que no lo es?

—No.

—Pues bien: te la enseñaré un día de éstos. Hay también gladiolos ponzoñosos y toda clase de bayas malignas y conviene que observes bien dónde caminas cuando vas por el bosque o tropezarás con alguna hiedra que te hará pasar un mal rato. Ya yes que conviene conocer botánica.

—Thorny aprendió todo esto a través de una triste experiencia: conviene que tú atiendas sus consejos —dijo la señorita Celia, recordando los incontables accidentes que había padecido el muchacho antes que se apoderara de él la manía por la botánica.

—Por cierto que no me hizo mucha gracia tener que andar durante una semana con hojas de plátano y cremas en la cara. Acércate a un cornejo, Ben, y comprobarás que tu cara se pone roja como un cangrejo y los ojos se te salen de las órbitas. Acércate y ponte a estudiar al momento; ello impedirá que te veas en dificultades como le ocurre a muchos.

Impresionado por esta advertencia y atraído por el entusiasmo de Thorny, Ben se tiró sobre la colchoneta y por espacio de una hora las dos cabezas se movieron del microscopio al libro; el maestro hacía gala de sus conocimientos y el alumno se interesaba más y más con aquellas novedades que veía y oía. Aunque debemos confesar que Ben prefería observar las hormigas, escarabajos, lombrices y moscas de alas transparentes en lugar de dedicarse a las plantas de nombres largos. Sin embargo, no se atrevió a decirlo. Pero cuando Thorny preguntó si no le parecía un agradable entretenimiento, eludió la respuesta con toda astucia y propuso que juntaran flores para la señorita, prometiendo estudiar las especies venenosas siempre que le dieran tiempo para dedicarse con toda atención a tan interesante ciencia.

Como Thorny estaba ya ronco de tanto explicar se apresuró a dar término a la lección v los dos muchachos se dedicaron a pescar la botella de leche que dejaran en el arroyuelo. El recreo se prolongó hasta el día siguiente. Pero ambos niños habían encontrado gran placer en este nuevo pasatiempo; el activo Ben recorría el bosque y los campos provisto de una caja de latón que llevaba sobre el hombro en tanto que a Thorny, que poco se podía mover, le destinaron una bonita habitación adecuada a su nueva ocupación, donde se entretenía pegando flores secas en sus cuadernos, hierbas y hojas en las paredes, donde tenía botellas, probetas, bandejas y recipientes de distintas clases y podía hacer todo el desorden que quería.

Pronto Ben trajo tal variedad de ejemplares que arrancaba de verdes escondrijos, de las orillas de los arroyos donde crecían azulados helechos, de los sitios donde las pajarillas danzaban como sonrosados duendes alrededor de las piedras, o de los árboles sobre cuyas ramas los pájaros hacen sus nidos, las ardillas conversan y las marmotas construyen sus madrigueras, que Thorny experimentó un vehemente deseo de ver con sus propios ojos todas esas maravillas. Por eso ensillaron a Jack y éste salió diligente moviendo su viejo cuerpo al trepar por los hermosos parajes para traer de vuelta a su jinete más fuerte y tostado que antes.

Estas cosas complacían a la señorita Celia quien, muy contenta, los miraba partir mientras ella se quedaba tranquilamente en casa y se dedicaba a coser algunas prendas delicadas o a escribir cartas voluminosas o a soñar con otras cartas tan largas como las suyas, meciéndose en su sillón hamaca bajo las lilas.

 

 

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