Capítulo XIII

 

—¡Las clases han concluido!

—¡Ahora podremos jugar!…

Así cantaban Bab y Betty al regresar a su casa aquel último día de junio, al mismo tiempo que cerraban los libros como si no fueran a abrirlos nunca más.

La maestra, agotada, les había dado ocho semanas de vacaciones que ella aprovecharía para descansar. Se cerró la escuelita, las lecciones tocaron a su fin, las vacaciones comenzaron finalmente. La tranquila ciudad se llenó súbitamente de niños tan bulliciosos que las madres comenzaron a pensar cómo aquietarlos e impedirles cometer peligrosas travesuras, en tanto que los padres, siempre prácticos, se las, ingeniaban para utilizar esas pequeñas manos ociosas y las ponían a juntar bayas o a rastrillar el heno, mientras los ancianos, no obstante amar mucho a los niños, bendecían secretamente al inventor de las escuelas.

Lo primero que hicieron las niñas fue planear y realizar «pic-nics» y pronto los campos, sobre los que esparcían sus sombreros, parecieron cubrirse de grandes hongos, y las colinas florecieron por doquier, como si los vestidos de alegres colores fueran flores que se iban de paseo; y los bosques se llenaron de pájaros sin plumas que piaban tan alegremente como los tordos, los petirrojos y los reyezuelos.

Los muchachos se entregaron al «baseball» como pato que se echa al agua, y grandes batallas de mucho ruido pero poca sangre sacudieron las praderas. A los profanos en estas cosas debía parecerles que estos jovencitos habían perdido el juicio, pues, sin preocuparse por el calor que hiciese, ellos estaban siempre allí, sin saco, arremangados, arrojando al aire gorras de todo tipo, dando golpes sobre pelotas de cuero muy gastadas, arrojándolas al aire y corriendo luego tras ellas como si sus vidas dependieran de eso.

Todos hablaban con aspereza, chillaban a voz en cuello, disputaban sobre cualquier incidente del juego y, no obstante el calor, el polvo, la gritería y el inminente peligro de perder en cualquier momento un ojo o un diente parecían muy contentos.

Thorny era un jugador excelente, pero, como no estaba lo bastante fuerte como para demostrar su destreza, Ben lo sustituyó. Aquél, sentado sobre una cerca, actuaba de árbitro con gran alegría de su parte. Ben prometía ser un buen discípulo, pues hizo rápidos progresos; sus ojos, pies y manos que fueran otrora tan bien adiestrados, le prestaron un excelente servicio y Brown fue considerado casi en seguida un «catcher» de primera clase.

Sancho se distinguió por su habilidad en encontrar las pelotas extraviadas y cuando era necesario, cuidaba los sacos esparcidos sobre la hierba con el aire respetuoso que tiene la guardia que está junto a la tumba de Napoleón. Bab hubiera deseado unirse al juego de los muchachos que prefería a los aburridos «picnics» o a los paseos con las muñecas; pero sus héroes no, la querían a ningún precio y ella tuvo que conformarse y sentarse junto a Thorny a observar con ansioso interés los altibajos del juego de «nuestro equipo».

Para el 4 de Julio, los muchachos proyectaron jugar un importante partido; pero cuando el club se reunió para organizarlo las circunstancias se mostraron poco propicias. Thorny se había ido con su hermana a la ciudad a pasar el día, dos de los mejores jugadores no aparecieron y los demás estaban completamente exhaustos a consecuencia de las fiestas que habían comenzado al alba. Se tendieron entonces perezosamente sobre el césped bajo los grandes álamos a comentar sus decepciones y desilusiones.

—Es el 4 de Julio más pobre que he visto en mi vida. Ni cohetes ha habido esta vez a causa de un caballo que por ellos se espantó el año pasado —rezongó Sam Kitteridge, disgustado con el severo edicto que prohibía a los ciudadanos quemar cuanta pólvora les viniese en ganas como lo hacían años anteriores.

—El año pasado Jimmy perdió un brazo cuando hicieron las salvas con el viejo cañón. ¿No resultó entretenido ir a visitarlo al hospital y luego acompañarlo de regreso a su casa? —comentó otro niño, a quien había defraudado la falta de accidentes, una de las partes más interesantes del programa de festejos.

—Y a menos que arda algún granero, tampoco habrá fuegos artificiales —manifestó otro muchacho, el cual en aquella ocasión se había dedicado con tal ardor e imprudencia a la pirotecnia que había asado en sus fuegos la vaca de un vecino.

Yo no daría ni dos céntimos por un lugar tan viejo y aburrido como éste. El 4 de julio del año pasado yo me pasee por las calles de Boston sentado en lo alto de nuestro gran coche y vestido con mis mejores galas. Hacía un calor sofocante, pero divertía poder ver a través de las ventanas altas de las casas y oír los gritos de las mujeres que se asustaban cuando el carricoche se tambaleaba y yo simulaba que me caía —dijo Ben apoyado en un palo con el aire de un hombre que ha recorrido al mundo y que deplora tener que descender desde su alta esfera.

—Si yo me hubiese encontrado en tu lugar nunca hubiera venido aquí —exclamó Sam quien trataba de sostener con el mentón su palo de «base-ball», pero fracasó, y como no pudo mantener el palo en equilibrio, éste cayó y le golpeó la nariz.

—Tienes mucho que aprender, viejo. Te aseguro que la tarea es difícil y no se avendría con tus huesos perezosos. Por otra parte, eres demasiado grande para empezar a aprender. Lo único que podrías hacer en un circo es exhibirte como ejemplar de gordo, siempre que Smithers necesite uno —declaró Ben observando al robusto muchacho con un poco da desprecio.

—Vamos a nadar. Si no podemos jugar no hay nada que hacer aquí —dijo un pelirrojo que deseaba bañarse en el estanque de Sandy.

—Me parece bien. Tampoco yo descubro que otra cosa se puede hacer —suspiró Sam que se incorporó con la misma gracia de un pequeño elefante.

Todos se disponían a seguirlo cuando un agudo «¡chist, muchachos! ¡deténganse! …», hizo que se volvieran a observar a Billy Barton, quien se acercaba corriendo como un potrillo desbocado y agitaba en la mano una gran hoja de papel.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Ben mientras el otro, portador da grandes noticias, se acercaba resoplando y haciendo gestos.

—¡Miren!… ¡Lean esto! ¡Acérquense!… —exclamó Bill poniendo el papel en manos de Sam y observando al grupo con su cara de luna llena resplandeciente de alegría.

—«¡Atención! ¡Gran exhibición!» —leyó Sam—. «Van Amburgh y Compañía. Gran Casa de Ferias, Circo y Coliseo. Se presentará en Barryville el cuatro de julio a las trece y a las diecinueve horas en punto. Cincuenta céntimos la entrada. Los menores pagan media entrada. No olviden al día y la hora de la exhibición. H. Frost, Gerente».

Mientras Sam leía, los otros niños se entretenían mirando las curiosas y atractivas figuras que cubrían el programa. Se veía un carro dorado dentro del cual caballeros con corazas tenían en la mano grandes trompetas; tiraban de la carroza veinticuatro corceles con las cabezas, crines y colas adornadas con plumas; payasos, titiriteros, hombres que levantaban pesas y jinetes que volaban por el aire como si para ellos no existiera la ley de la gravedad.

Pero lo que más les llamó la atención fue el gran conjunto de animales: la jirafa emergía por detrás del elefante, la cebra parecía querer saltar por encima de las focas, el hipopótamo se acercaba como si friese a devorar a una pareja de cocodrilos y unos cuantos leones y tigres saltaban en todas direcciones con las fauces muy abiertas y las colas tan tiesas como la del famoso león de la Casa de Northumberland.

—¡Madre mía!… ¡Cómo me gustaría ver esto!… —exclamó al pequeño Cyrus Fay, quien esperaba que la jaula que encerraba todas esas admirables bestias fuera bien segura.

—Difícilmente lo conseguirás. Eso sólo existe en figuras. En la realidad verás poco más que esto —y Ben, que había parado el oído al oír la palabra «circo», señalo con el dedo la figura de un hombre colgado por la nuca con un niño en cada brazo, otros dos colgados de los pies y un tercero que se apoyaba sobre la cabeza.

—Yo pienso ir —declaró Sam muy decidido, pues aquel desfile de maravillas le había ganado el alma hasta al extremo de hacerle olvidar el peso de su propia gordura.

—¿Cómo se las arreglarán para ir y pagar la entrada? —preguntó Ban, cuyas piernas comenzaron a temblar como le había ocurrido siempre que su padre lo alzaba para arrojarlo a través del aro de fuego.

—Iremos caminando con Billy. Son sólo cuatro millas y tenemos bastante tiempo, de modo que podremos hacer el viaje con toda tranquilidad. Mamá no se inquietará ni pondrá inconvenientes si le avisamos —explicó Sam al mismo tiempo que sacaba del bolsillo medio dólar con la desenvoltura de quien está acostumbrado a manejar semejante suma.

—Vamos, Brown… Tú eres un buen camarada y nos explicarás todas las triquiñuelas da la función —agregó Billy.

—Hum… Ni sé que hacer —murmuró Ben, quien deseaba ir, pero temía un rotundo «no» de la señora Moss si iba a pedirle permiso.

—¡Tiene miedo!… —se mofó un muchacho de cara colorada que se acababa de sentar en el suelo y ciaba así rienda suelta a toda su amargura ya que para él no había esperanzas de poder ir.

—¡Repite eso y te arrancare la cabeza!… —y Ben miró a su alrededor con tal expresión de furia que el atrevido se dio rápidamente a la fuga.

—Será tal vez que no tiene dinero… —sugirió un muchacho andrajoso que nunca tuvo en los bolsillos nada más que un par de manos sucias.

Con toda calma Ben mostró un billete de un dólar y lo sacudió ante las narices del incrédulo diciéndole con dignidad:

—Tengo dinero suficiente como para llevarlos a todos ustedes, si quisiera, peso no pienso hacerlo.

—Pues entonces ven y diviértete con Sam y conmigo. Compraremos algo pasa comes y haremos el viaje sin advertirlo —dijo Billy con tono conciliador al mismo tiempo que le daba unos golpecitos en la espalda y le sonreía de tal manera que a Ben le fue imposible negarse.

—¿Por qué se demoran? —preguntó Sam—. Yo ya estoy preparado pasa partir.

—No sé qué haces con Sancho. Se perderá o me lo robarán si lo dejo y ustedes están muy apurados para darme tiempo de llevarlo a casa —comenzó a decir Ben que quería convencerse de que ésa era la causa de su vacilación.

—Dile a Cy que te lo lleve. Él lo hará por unos pocos céntimos, ¿no es verdad, Cy? —preguntó Billy, esforzándose por vencer todos los inconvenientes, pues quería a Ben y sabía que el muchacho deseaba ir.

—No, yo no se lo llevaré. No me gusta ese perro. Gruñe siempre que me le acerco —exclamó el travieso Cy de quien con justa sazón desconfiaba el pobre Sancho.

—Allí está Bab; ella lo llevará. Corre, amiguita, Ben te necesita —llamó Sam haciendo señas a la pequeña figura trepada en la cerca.

Esta salto y corrió emocionada y orgullosa de que la hubiera llamado el capitán del equipo.

—Quiero que lleves a Sancho a casa, le digas a tu mamá que me voy a caminas y que tal vez no vuelva hasta el anochecer. La señorita Celia me dio permiso pasa que hiciera lo que quisiese durante el día. ¿Recuerdas?

Ben hablo sin levantas la vista y simuló estar muy ocupado arreglando la correa del perro. Es que el muchacho y el perro rara vez se separaban porque eso no le gustaba a ninguno de los dos. Pero Ben cometió un error, pues mientras él se demoraba ajustando la correa, Bab tuvo tiempo de enterarse de lo que decía el papel que Sam sostenía aún entre las manos, con lo que se confirmaron las sospechas que despertaran en ella las cosas de los muchachos.

—¿Adónde van? Mamá querrá saberlo —preguntó dominada por una gran curiosidad,

—Eso no te importa a ti. Las niñas no tienen por qué saberlo todo. Toma la correa y vete a casa. Deja a Sancho atado durante una hora y dile a tu mamá que estoy bien —contestó Ben que quiso hacer gala de su autoridad varonil delante de sus camaradas.

—Va al circo —susurro Fay deseando provocar una pelea.

—¿Al circo?… ¡Oh!, ¡Ben!… ¡Llévame!… —gritó Bab muy excitada al oís hablas de semejante maravilla.

—No podrás hacer cuatro millas a pie… —comenzó a decir Ben.

—Podré caminarlas como cualquiera de ustedes.

—No tienes dinero…

—Peso tienes tú… Vi cuando mostrabas tu dólar. ¿No me puedes prestar? Mamá te lo devolverá luego…

—No podemos aguardar hasta que te vistas…

—Voy como estoy. No importa que tenga puesto el sombrero viejo. —Y Bab se encasqueto más su viejo sombrero de paja.

—Tu madre no querrá que vayas…

—Entonces tampoco querrá que vayas tú…

—Ella no es mi ama ya. La señorita Celia no se enojará cuando lo sepa, de manera que puedo ir.

—¡Por favor!… ¡Llévame, Ben!… ¡Me portaré bien y cuidaré a Sancho durante todo el viaje!… —rogó Bab uniendo las manos y mirando a su alrededor como si quisiera sorprender un poco de piedad en las casas de aquellos muchachos.

—No nos molestes; no queremos tener niñas siempre pegadas a nuestros talones —exclamó Sam que dio media vuelta fastidiado.

—Yo te traeré un paquete de pastillas si nos dejas marchar tranquilos —le susurro por lo bajo el bueno de Billy dándole unos golpecitos en señal de consuelo sobre el vicio sombrero.

—Cuando venga el cisco aquí irás con Betty —manifestó Ben un poco molesto de tener que mentir así.

—¡Nunca vendrá el cisco a un pueblo tan pequeño!… ¡No me engañas!… Pues bien: yo no cuidaré a Sancho. ¡Allí lo tienes… —gritó Bab furiosa y al borde de las lágrimas: ¡tanto era su desconsuelo!

—Supongo que no serás tan mala… —murmuró Billy paseando la mirada de Ben a la niña que pestañeaba pasa disimulas el llanto.

—Me gustaría saber cómo hará para caminas cuatro millas. No me incomoda pagas su entrada. Lo que me preocupa es tener que llevarla hasta allá y traerla de regreso. ¡Las niñas son tan molestas!

—No, Bab. No puedes ir. Vete a casa y no fastidies. Vamos, muchachos. Van a ser las once y no nos conviene tener que ir muy aprisa Ben —habló muy resueltamente y en seguida tomo a Billy del brazo y los tres se alejaron. La pobre Bah y Sancho llorando la una y gruñendo el otro tristemente, los siguieron con la mirada hasta perderlos de vista.

Pero a Ben le pareció que las dos fisuras iban delante suyo a lo largo del hermoso camino. Y la alegría ya no pudo ser completa para él. Pues aunque reía y hablaba sin cesar, cortaba cañas y cantaba como un grillo, no lograba dejar de pensar que debía haber pedido permiso para hacer ese paseo y que debió ser más bondadosa con Bah. Por eso murmuraba rara sí:

—Quizá la señora Moss hubiera arreciado las cosas de modo que pudiéramos ir todos… Me habría gustado llevar a pasear a Bab, ¡ha sido tan buena conmigo!… Pero eso no tiene remedio ahora. Les llevaré algunos caramelos a las niñas y todo terminará bien.

Se aferró a esa idea y así consiguió continuar el camino mí, alegremente. Esperaba que a Sancho no le ocurriera nada durante su ausencia y mientras pensaba eso no dejaba de preguntarse si encontraría a algunos de los hombres que formaban la «troupe» de Smithers y hacía proyectes para divertir a sus compañeros.

El calor apretaba, y al llenar a los alrededores, de la ciudad se detuvieron junto a un manantial de agua para lavarse las caras llenas de polvo y refrescarse antes de sumergirse en el bullicio de la ciudad. Mientras se lavaban llegó junto a ellos, tambaleándose, el carro de un panadero, y Sam propuso que tomaran un liviano refrigerio mientras descansaban. Compraron un pan de jengibre y trepando a una lona cubierta de pasto verde, se tendieron en el suelo bajo un cerezo silvestre; y ni mismo tiempo que devoraban la comida con aran apetito paseaban la mirada por las grandes carpas del circo cuyas banderas flameaban al viento y que fácilmente podían verse desde la colina.

—Cruzaremos el campo. Resultará más corto que ir por el camino y así podremos dar un paseo por los alrededores antes de entrar. Quiero verlo todo y en especial los leones —dijo Sam mientras se engullía el Último bollo.

—Me parece oírlos rugir. —Y Billy se irguió para mirar con sus grandes ojos en dirección a las lonas que el viento hacía ondular y que ocultaban a su vista a los terribles leones.

—No seas tonto, Bill. Es una vaca que muge. Cuando oigas el rugido de un león temblarás de pies a cabeza —exclamó Ben, quien en ese momento se ocupaba de hacer secar su pañuelo que había hecho el doble oficio de toalla y servilleta.

—¡Convendría que te apuraras, Sam!… La gente comienza a ir para allá. Lo veo desde aquí… —Billy se movía impaciente. Era la primera vez que él iba a ir a un circo y creía firmemente que vería cuanto anunciaba el programa.

—Aguarda un poco a que beba otro trago de agua. Los bollos son muy secos —manifestó Sam, quien se deslizó hacia la orilla de la barranca para poder descender más fácilmente.

No obstante ello, a punto estuvo de rodar de cabeza, pues al mirar abajo antes de saltar descubrió algo que atrajo poderosamente su mirada durante unos instantes.

En seguida se dio vuelta e hizo una seña a sus compañeras al mismo tiempo que les decía en voz baja pero muy ansiosamente:

—¡Miren rápido, muchachos!…

Ben y Bill se asomaron y con gran esfuerzo lograron contener una exclamación de profundo asombro: allí, abajo, se hallaba Bah aguardando que Sancho concluyera de calmar su sed en el arroyuelo.

Tenían un aspecto cansado y miserable. Bab, con la cara roja como un camarón, surcada de grandes lagrimones, los zapatos blancos de polvo, el delantal desgarrado de cuyo cinturón colgaba algo y uno de los zapatos con el talón afuera como si le lastimara el pie. Sancho, con los ojos cerrados, bebía ansiosamente; el pelo sucio, la cola gacha y el pompón a media asta como si estuviera de duelo por el amo que lo había abandonado. Bab sostenía aún la correa como si fuera a conducir al perro; pero se había perdido y el coraje comenzaba a abandonarla. Miraba sin cesar a ambos lados del camino, pero sin poder descubrir a las tres figuras conocidas a las que había seguido sin perderles pisada como si fuera un pequeño indio que corriera tras los rastros de un enemigo.

—¡Oh, Sancho!… ¿Qué haremos si no los encontramos? Sin embargo, no deben hallarse lejos. Éste parece ser el único camino que conduce al circo…

Bab hablaba como si el perro pudiera entenderla y darle alguna contestación. Y pareció que Sancho iba a hacerlo, porque dejó de beber, paró las orejas y mirando en dirección a la loma se puso a ladrar sospechosamente.

—Debe haber ardillas. No te inquietes y pórtate bien. ¡Estoy tan cansada que no sé qué hacer!… —suspiró Bab, quién echó a caminar y procuró arrastrar al perro tras de sí, ansiosa de poder admirar, aunque más no fuera, la parte exterior del circo.

Pero Sancho había oído un ligero silbido y dando un fuerte tirón cortó la correa, trepo de un salto la barranca y cayó sobre Ben que estaba inclinado espiando. Fue recibido con alegres carcajadas y al encontrar a su amo de tan buen humor, aprovecho para echarse sobre él, lamerle la cara, husmearle el cuello, morderle los botones del saco y ladrar jubilosamente como si fuera la cosa más divertida hacer una caminata de cuatro largas millas para jugar a las escondidas.

Antes de que Ben lograra apaciguarlo, Bab había trepado también la barranca y su rostro sucio e infantil tenía una expresión tan pintoresca mezcla de temor, fatiga, decisión y alivio, que los muchachos no pudieron ser severos como hubieran querido.

—¿Cómo se atrevió a seguirnos, señorita? —preguntó Sam mientras ella echaba una mirada a su alrededor antes de sentarse en el suelo.

—Sancho quiso seguir a Ben. No conseguí llevarlo a casa, de modo que tuve que venir tras él hasta dejarlo seguro aquí donde no podía perderse y evitar así que Ben se enojase.

La inteligente excusa divirtió a los muchachos. Y en tanto que Ben lograba a duras penas esquivar las caricias del perro y se incorporaba, Sam prosiguió su interrogatorio:

—Supongo que ahora pretenderás ir al circo…

—Naturalmente… Ben dijo que a él no le importaría pagarme la entrada si yo no lo molestaba. Así lo haré, y luego me volveré sola a casa. No tengo miedo, Sancho sabrá cuidarme si ustedes no quieren hacerlo —respondió Bab muy resuelta.

—¿Qué te dirá tu madre cuando regreses? —interrogo a su vez Ben en tono de reproche.

—Estoy segura que pensará que tú me has inducido a emprender esta aventura… —Y la astuta chiquilla sacudió la cabeza como si lo desafiara.

—Eso se arreglará a la vuelta. Ahora será mejor que aprovechemos a divertirnos —aconsejó Sam a quien hacía gracia Bab por la sencilla razón de que ninguna de las picardías de la niña lo perjudicaban a él.

—¿Qué habrías hecho si no nos hubieses encontrado? —preguntó Billy cuya impaciencia se trocó en admiración por la resuelta chiquilla.

—Hubiese seguido por el camino hasta encontrar el circo y luego, de regreso a casa, le habría contado todo a Betty —respondió Bab sin vacilar.

—Pero no tienes dinero para la entrada…

—¡Oh!… Le habría pedido a cualquiera que me pagara la entrada. Como soy pequeña el gasto no habría de ser mucho.

—Lo más probable es que nadie te la hubiera pagado y entonces no ibas a tener más remedio que quedarte afuera.

—Pensé en la posibilidad, pero tenía muy bien planeado lo que haría si no hallaba a Ben. Obligaría a Sancho a realizar algunas pruebas y estoy segura de que de ese modo iba a obtener algunas monedas. Y ahora, sigamos viaje… —exclamó Bab muy resuelta y decidida a salvar cualquier obstáculo.

—No dudo de que habrías puesto en práctica lo que dices, Bab. Eres una gran muchacha, y si me alcanza el dinero, yo te pagaré la entrada —concluyo Billy mirándola con afecto.

—No es necesario. Yo me hago cargo de ella. Está muy mal que hayas venido, pero lo hecho, hecho está. Ahora quédate tranquila y no te preocupes por nada. Yo no me separaré de tu lado y te divertirás en grande —manifestó Ben resuelto a cargar él con todas las responsabilidades y dispuesto a ser bueno y condescendiente con su fiel amiga.

—Espero que así sea —murmuró Bab cruzándose de brazos como si lo único que le quedara por hacer, a partir de aquel momento, fuera divertirse.

—¿Tienes hambre? —preguntó Billy buscando en sus bolsillos restos del pan de jengibre.

—Estoy desfalleciente… —Y Bab se comió el trozo de pan con tanta desesperación que Sam, compadecido, le dio una parte de lo que le había quedado. Ben busco un poco de agua límpida en la parte en que el arroyuelo saltaba sobre unas piedras.

—Lávate la cara, arréglate el cabello y enderézate el sombrero. Luego reemprenderemos la marcha —ordenó Ben haciendo señas a Sancho para que se revolcara por el pasto y se limpiara.

Bab se restregó la cara hasta dejarla brillante y cuando levanto el delantal para secarse, dejo caer un montón de tesoros que había encontrado en el camino. Algunas flores mustias, musgo y ramitas verdes cayeron a los pies de Ben y un manojo de hojas anchas y un racimo de bayas blanquecinas atrajeron su atención.

—¿Dónde encontraste esto? —preguntó removiendo las hojas con el pie.

—En un pantano. Sancho vio alzo allí y yo me acerqué creyendo que encontraría una rata almizclera.

—¿Y qué encontraste? —preguntaron los tres muchachos a coro con sumo interés.

—Un gusano. Pero a mí no me gustan los gusanos. En cambio me agradó esa planta por lo verde y bonita. A Thorny también le gustan las hojas raras —recordó Bab concluyendo de peinar sus trenzas.

—Pero éstas no deben gustarles ni a ti ni a él porque son venenosas. ¿No te habrán envenenado ya? Por las dudas, no las vuelvas a tocar. Las plantas que crecen en los pantanos son malas. Así lo aseguró la señorita Celia. —Y Ben comenzó a mirar ansiosamente a su amiguita quien se miraba las manos sucias asustada. Luego preguntó muy preocupada:

—¿Crees tú que me enfermaré antes de ir al circo?

—No. Tengo entendido que el efecto sólo se siente al cabo de dos o tres días. Pero entonces es terrible…

—Poco me importará si antes he conseguido ver esos curiosos animales. Vamos pronto y no bacas caso de malas hierbas —aconsejó Bab más tranquila, pues la felicidad del presente era lo único que conmovía su juvenil y despreocupado corazoncito.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook