Capítulo XIV

 

Olvidando las preocupaciones, el grupo de chiquillos bajó corriendo la loma seguido por el inquieto perro que saltaba alrededor de ellos, y poco después pudieron ver de cerca la gran carpa del circo. Pero como ya la gente comenzaba a entrar, no pudieron demorarse mucho en la puerta de acceso.

Ben tuvo de inmediato la sensación de que pisaba terreno conocido, y con tal indiferencia y tranquilidad arrojo su dólar en la taquilla, recogió el vuelto y echo luego a andar en dirección a la puerta de entrada con las manos en los bolsillos, que hasta el grandote de Sam domino su impaciencia y siguió humildemente al cabecilla que los conducía de un linar a otro como si fuera el dueño de todo aquello y tuviera que hacerle los honores a sus invitados. Bab, que se había asido fuertemente a los faldones de la chaqueta de su amigo, miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos y escuchaba profiriendo grandes exclamaciones de asombro y alegría al oír el rugido de los tigres y los leones, el chillido de los monos, los quejidos de los camellos y la música de la banda ubicada en el alto palco rojo.

Cinco elefantes comían su heno dentro de las jaulas y Billy sintió que se le aflojaban las piernas cuando vio esas enormes bestias de largas trompas y ojos pequeños pero muy vivos. A Sam lo divertía tanto el ruido que hacían los monos, que sus compañeros lo dejaron frente a la jaula de esos animales y ellos, se fueron a ver la cebra.

—… rayada como el vestido de gasa de mamá —observó Bab.

Pero en cuanto descubrió a los «ponnies» con sus crías se olvidó por completo de aquélla. Sobre todo le llamo la atención un caballito muy pequeño que dormía sobre un colchón de heno, tan igualito a su madre, tan pequeñito que parecía mentira que fuera un animal de verdad.

—¡Oh, Ben!… ¡Yo quiero acariciar a ese caballito!… —dijo Bab. Y pasó las sogas para tocar suavemente con la mano al hermoso caballito mientras la madre la vigilaba con ojo atento, husmeaba el sombrero marrón de la niña y el caballito entreabría perezosamente los ojos para ver qué sucedía.

—¡Sal de allí!… ¡Eso no se debe hacer!… —ordenó Ben que aunque deseaba hacer lo mismo sabía respetar la propiedad y su propia dignidad.

De mala gana Bah se dejó arrastrar adonde estaban los cachorros de leones parecidos a grandes perros y los tigres que se lavaban la cara igual que los gatos.

—¿Se enojarán si los acaricio? —preguntó Bab dispuesta a pasar su mano a través de los barrotes dándole a Ben tiempo justo para que le pegara un tirón de la falda y le impidiera así cometer esa locura.

—No se te ocurra acercarte porque te arrancarán la mano. Los tigres ronronean cuando están satisfechos y contentos, pero nunca son mansos y gruñen constantemente —explicó Ben. Luego se abrió paso en dirección al sitio donde los gibosos camellos con una expresión triste en los ojos que parecía indicar cuánto añoraban el amplio desierto, rumiaban pacíficamente.

Apoyado contra las sogas, mordiendo con displicencia una paja Ben parecía el empresario de aquel circo. Pero el agudo relincho de un caballo lo saco de aquella posición y le recordó que adentro los aguardaban maravillas superiores.

—Es mejor que nos apuremos a entrar para conseguir buena ubicación. La gente comienza a amontonarse. Quiero estar cerca de la entrada de los artistas para ver si descubro a alguno de los hombres de Smithers.

—Yo prefiero no sentarme por allí porque no se ve bien y además el tambor hace tanto ruido que no nos dejará oír nada —dijo Sam cuando se les reunió.

Puestos por fin de acuerdo, se ubicaron en un sitio desde el cual podían ver y oír cuanto ocurría en la pista y hasta alcanzaban a divisar a los caballos blancos de arneses de colores y el brillo de los yelmos que se encontraban del otro lado del sucio cortinado rojo. Ben compro maníes y maíz frito para Bab y adoptó una actitud de padre indulgente mientras la niña sentada entre él y Billy, murmuraba con la boca llena de palabras de agradecimiento.

Sancho, por su parte, se excitaba con todas aquellas escenas y ruidos familiares y su pobre mente de animal no alcanzaba a comprender la actitud de su amo; porque él consideraba que debían estar dentro del escenario, con la ropa de trabajo y aguardando su turno para actuar. Miraba con ansiedad a Ben y mordisqueaba la correa como si quisiera indicarle que en lugar de ella un moño rojo tenía que adornarle el cuello; y luego separaba con la pata las cáscaras de maníes como si buscara las letras para escribir.

—Te comprendo muy bien, amigo mío, pero nosotros no tenemos nada que hacer allí. Hemos renunciado a ese trabajo v ahora no somos más une simples espectadores. Por eso, a quedarse quieto y a portarse bien —musito Ben acomodando al perro bajo su asiento y dando unos golpecitos a la cabeza que asomaba entre sus pies.

—¿Quiere salir al escenario a trabajar? —preguntó Billy y agregó:

—¿Y tú también? ¡Me gustaría verlos!… ¿No sería divertido que Ben se presentara en el escenario?

—A mí me daría miedo verlo montado sobre un elefante o dando saltos a través de los arcos como lo hacen los acróbatas… —respondió Bah que se puso a estudiar su programa.

—¡Bah!… Yo he hecho eso infinidad de veces y me gustaría demostrarles de qué soy capaz. No creo que tengan un muchacho en la compañía y no sería extraño que me tomaran si llegara a ofrecerme —dijo Ben, quien se movía inquieto en su asiento y dirigía ansiosas miradas en dirección al interior de la carpa donde sin duda se habría hallado más en su ambiente que allí, en medio de la platea.

—He oído decir a unos señores que la ley prohíbe trabajar a los niños porque es peligroso y no le conviene esa clase de trabajos. Si eso es verdad, tú no tienes nada que hacer aquí, Ben —observo Sam con aire de persona entendida y sin olvidar las alusiones que Ben había hecho con respecto a «los niños gordos».

—No creo que eso sea verdad y te aseguro que si Sancho y yo nos presentáramos seríamos contratados al instante. Formamos un número muy interesante y me están entrando ganas de demostrárselo a todos —dijo Ben comenzando a ponerse nervioso y un poco petulante.

—¡Oh!… ¡Ya comienza la función!… Vienen carruajes dorados, hermosos caballos, banderas, elefantes… —gritó Bab y dio un tirón al brazo de Ben en el momento en que toda la comparsa hacía su aparición encabezada por la banda de música cuyos músicos soplaban con tantas ganas en sus instrumentos que sus caras se ponían rojas como sus uniformes.

Dieron varias vueltas alrededor de la pista para que la concurrencia pudiera verlos a todos. Luego los jinetes, con las plumas de sus sombreros agitadas por el viento, quedaron haciendo caracolean a los caballos que piafaban ruidosamente, y los acróbatas se sentaron con desgano sobre la arena como si fueran a echarse a dormir allí no más.

—¡Qué hermosura!… —exclamó Bab cuando vio como saltaban los jinetes sin esperar que se detuvieran sus cabalgaduras.

—Eso no es nada. Aguarda a que monten en pelo y hagan saltos acrobáticos… —dijo Ben luego de dirigir una nueva mirada al programa y con la entonación de quien conoce todo perfectamente y ya nada puede sorprenderlo.

—¿Qué son saltos acrobáticos? —preguntó Billy que ansiaba toda clase de informaciones.

—Saltar muy alto haciendo pruebas. Pero mira qué hermoso caballo… —Y Ben olvido todo lo demás y sólo tuvo ojos para contemplar el espléndido animal que se acercaba con paso de danza, tumbaba sillas y las volvía a colocar, derechas, en su lugar, se arrodillaba, saludaba, realizaba varias pruebas y concluía dando un rápido galope mientras su jinete se abanicaba con ambas piernas cómodamente cruzadas sobre el cuello del caballo—. ¡Eso sí que es maravilloso!… —Y tos ojos de Ben brillaban de admiración y envidia mientras seguían a la pareja que desapareció tras el telón.

Dando saltos, la pareja de acróbatas vestidos de rojo y plata entraron a la pista. Esta parte del programa entusiasmo a los niños, y no era para menos, ya que la fuerza y la agilidad, atributos varoniles que los niños admiran, eran poseídos en alto grado por los saltimbanquis que volaban por el aire como pelotas de goma rivalizando en destreza hasta culminar con el doble salto mortal que dio el jefe del grupo pasando por encima de cinco elefantes.

—¿Qué me dicen, amigos? ¿Qué les parecen esos saltos? —preguntó Ben restregando satisfecho las manos mientras sus amigos aplaudían hasta no poder más.

—Cuando volvamos a casa instalaremos un trampolín y procuraremos imitarlos —dijo Billy loco de entusiasmo.

—¿De dónde sacarás los elefantes? —preguntó Sam despectivamente, pues a él las acrobacias no le entusiasmaban.

—Tú harás el papel de uno de ellos —replico Ben, y Billy y Bab se echaron a reír con tantas ganas que un hombre que estaba sentado detrás de ellos y que había seguido toda la conversación dijo que eran unos niños muy divertidos y no apartó la mirada de Sancho, que comenzaba a insubordinarse.

—¡Hola!… ¡Eso no estaba en el programa!… —gritó Ben al ver entrar a un payaso pintarrajeado seguido de media docena de perros.

—¡Qué alegría!… ¡Ahora también Sancho podrá divertirse!… Allí va un perro que podría ser su hermano mellizo. Ese de la cinta azul… —exclamó Bab inclinándose llena de satisfacción a contemplar los perros que ocupaban sus sitios en sillas dispuestas especialmente para ellos.

Sancho demostró que le gustaba mucho esta parte del programa, pues salió de abajo del asiento y se adelantó a saludar a sus congéneres. Pero como no pudo hacerlo, se sentó tan humildemente a los pies de su amo, que Ben no tuvo valor para obligarlo a colocarse nuevamente bajo su asiento. Sancho se quedó quieto un momento, pero cuando el perro negro que hacía de payaso efectuó su gracioso número y todos los aplaudieron, intentó saltar a la pista y vencer a su rival, lo que obligó a Ben a darle un sacudón y ponerle un pie encima para tenerlo quieto, no fuera que el animal provocara algún desorden y por su culpa los obligaran a abandonar el circo.

Sancho estaba demasiado bien educado como para intentar rebelarse nuevamente, de modo que se tendió a meditar sus culpas mientras concluía la representación de los perros. Se abstuvo de hacer demostraciones o de mostrar su interés por las proezas de los animales y con disimulo y de reojo miró a dos pequeños cachorritos que salieron de un cesto y comenzaron a subir y bajar una escalera apoyándose sólo en sus patas delanteras, bailaron luego sobre sus patas traseras y realizaron una serie de cabriolas para gran satisfacción del público infantil.

—Si me dejaran, yo podría hacerlo mejor y dejarlos a todos boquiabiertos… —pensaba Sancho encogiéndose y volviendo la espalda a ese mundo que no lo comprendía.

—Me da pena tenerle que ordenar que se quede quieto, fíjese que él podría trabajar mejor que todos esos perros juntos. Daría cualquier cosa por poder exhibirlo como antes. La gente lo admiraba y yo me sentía orgulloso de él. Ahora está nervioso porque lo he tenido que castigar y no quiere saber nada conmigo —dijo Ben mirando con un poco de remordimiento a su ofendido camarada aunque sin decidirse todavía a pedirle disculpas.

Hubo luego varios números hípicos y Bab miraba conteniendo la respiración a la hábil amazona que conducía cuatro caballos y los obligaba a saltar aros y vallas a tal velocidad y con tanta seguridad y soltura que nadie podía imaginarse hubiera algún peligro en aquellos ejercicios. En seguida, dos niñas se echaron a volar desde un trapecio y bailaron sobre la cuerda floja, con lo que hicieron pensar a Bab que por fin había descubierto su vocación y podría responder a la pregunta que su madre siempre se hacía:

—No sé para qué me servirá esta hija mía. Lo único que sabe hacer son travesuras…

—Cuando vaya a casa me arreglaré un vestido para que se parezca a ésos y le demostraré a mamá lo hermoso que es esto. Puede ser que me permita, entonces, usar pantalones rojos y dorados y trepar y saltar como estas niñas… —comenzó a maquinar el activo cerebro de Bab, muy excitado a raíz de todo lo que había visto durante ese día memorable.

Pero una pirámide de elefantes en cuya cúspide se hallaba sentado un caballero vestido con un brillante atavío, con un turbante rojo sobre la cabeza y altas botas negras consiguió hacerle olvidar ese interesante proyecto. Ese número llamó poderosamente su atención, lo mismo que la aparición de una jaula con tigres de Bengala junto con los cuales estaba encerrado un hombre quien corría el riesgo de ser devorado por las feroces fieras. Justamente en el momento en que los animales salían a la pista con paso pesado se oyó un espantoso trueno que causó gran alarma entre el público. Los hombres que estaban sentados en los asientos más altos se asomaron por entre las lonas y anunciaron que se venía un fuerte aguacero. Algunas madres ansiosas comenzaron a recolectar sus hijos igual que hacen las gallinas al atardecer; algunos graciosos mal intencionados relataron divertidas historias de carpas voladas por el viento, de jaulas que se abrían y dejaban escapar a las fieras.

Muchos huyeron, y los artistas se apresuraron a dar por terminada la función lo antes posible.

—Me voy antes de que empiece a salir toda la gente. De una carrera llegaré luego a casa. He visto a dos o tres conocidos de modo que me marcho con ellos. —Y con unos pocos saltos San desapareció dejando a sus amigos sin más ceremonias.

—Es mejor esperar que pase el chaparrón. Podemos volver a ver los animales y luego regresar a casa sin mojarnos —observó Ben procurando infundir valor a sus compañeros, pues notó que Billy miraba ansioso las lonas que comenzaban a chorrear agua y los postes que se balanceaban y escuchaba las pisadas de los que huían de la tormenta, cosas que bastaban para justificar el miedo de los niños sin necesidad de agregar el melancólico rugido del león que sonaba lúgubremente a través de la penumbra que ya invadía el recinto.

—Por nada del mundo quisiera perderme el número de los tigres. ¡Mira!… ¡Ahora acercan más la jaula y el domador prepara su rifle! ¿Le tirará a alguno de ellos, Ben? —preguntó Bab, acercándose asustada al muchacho, pues temía más el estampido de un rifle que los truenes más terribles.

—¡Pero no, criatura!… Sólo lo carga con pólvora y hace un poco de ruido para atemorizar a las fieras. A pesar de ello, a mí no me gustaría estar en su lugar. Papá decía que no hay que confiar en los tigres como se puede hacerlo en los leones por muy domesticados que aquéllos parezcan. Son taimados como los gatos y un rasguño de sus garras no hace ninguna gracia —explicó Ben moviendo significativamente la cabeza mientras los barrotes de la jaula crujían y las pobres bestias saltaban, hacían pruebas y luego volvían a ponerse en acecho furiosas de que las obligaran a hacer tal despliegue de fuerzas en cautividad.

Bab recogió las piernas y pestañeó rápidamente muy nerviosa al ver cómo «el hombre del brillante uniforme» acariciaba a los enormes felinos que se tendían a sus pies, les abría las grandes fauces, se acostaba entre ellos y los obligaba a saltar sobre su cuerpo moviendo un gran látigo. Cuando el rifle del domador dejó escapar un disparo y los tigres cayeron como muertos, Bah apenas si pudo contener un gritó y se tapó los oídos con las manos. Pero el pobre Billy ni siquiera oyó el estampido porque, pálido y tembloroso, estaba pendiente de la «artillería celeste» que descargaba toda su furia por encima de su cabeza al mismo tiempo que la luz enceguecedora de un relámpago le hizo temer que los palos y las lonas del circo se vinieran abajo. Se cubrió los ojos y deseó con todas sus fuerzas hallarse pronto a salvo en su casa, junto a su madre.

—¿Tienes miedo a los truenos, Bill? —preguntó Ben procurando hablar despreocupadamente aunque el sentido de su propia responsabilidad comenzaba a inquietarlo. ¿Cómo llevaría a Bah a su casa en medio de ese diluvio?

—Las tormentas me enferman. No puedo soportarlas. Desearía no haber venido —suspiró Billy quien, demasiado tarde ya, se daba cuenta que una limonada y unas pastillas no eran alimento suficiente, y que una carpa cerrada no era el sitio apropiado para pasar una calurosa tarde de julio, especialmente si prometía ser tormentosa como ésa.

—Yo no te pedí que vinieras; fuiste tú quien me entusiasmo a mí, de modo que yo no tengo culpa ninguna —dijo Ben, un poco incomodo, mientras la gente se amontonaba para salir sin prestar atención a las canciones cómicas del payaso que seguía cantándolas sin hacer caso de la contusión.

—¡Oh!… Yo estoy tan cansada… —rezongó Bab desperezándose y estirando brazos y piernas.

—Debiste sentirte cansada antes de venir. Nadie te invito a ti tampoco —y Ben miro con expresión contrariada a su alrededor buscando un rostro conocido o tratando de hallar a alguien con más cabeza que él para que le ayudara a salir de aquel atolladero donde se había metido.

—Yo dije que no los molestaría y así será. Me iré a casa enseguidita. No le temo a los truenos y la lluvia no estropeará más de lo que está mi ropa vieja. ¡Vamos!… —gritó Bah muy resuelta y animosa, y decidida a mantener su palabra, aunque una vez concluida la función las cosas ya no parecían tan sencillas.

—Me duele la cabeza atrozmente. ¡Cómo me gustaría que apareciera el viejo Jack y me llevara a casa! —murmuro Billy, a quien una súbita energía lo llevaba a seguir a sus compañeros en desgracia mientras se dejaba oír una nueva y más potente descarga de truenos.

—Sería mejor que desearas que apareciera Lita con el coche para que pudiéramos volver todos juntos —contestó Ben al mismo tiempo que los conducía en dirección a la salida donde se había detenido mucha gente que aguardaba que amainara la tormenta.

—¡Pero si es Billy Barton!… ¡Cómo diablos has llegado hasta aquí?… —gritó alguien con tono de sorpresa mientras un bastón en forma de cayado alcanzaba al muchacho y lo sujetaba por el cuello obligándolo a enfrentarse con un joven granjero quien trataba de abrirse paso seguido de su mujer y varios niños.

—¡Oh!… ¡Tío Eten!… ¡Qué alegría me da que me hayas encontrado!… Tenía que volver caminando a casa, llueve y no me siento bien… ¡Déjame ir contigo, por favor!… —pidió Billy colgándose con desesperación del brazo que lo tenía sujeto.

—No me explico cómo tu madre permitió que vinieras tan lejos convaleciente como estás de la escarlatina. Nosotros somos muchos, como de costumbre, pero te haremos un lugarcito —dijo la bondadosa mujer del tío que se ocupaba de abrigar al pequeñuelo que llevaba en sus brazos y empujaba a otros dos para que no se separaran del padre.

—Pero yo no vine solo. Sam consiguió que alguien lo llevara a grupas en su cabalgadura. Quedan Ben y Bab ¿no podrían hacer un lugar también para ellos? Ninguno de los dos ocupará mucho sitio… —rogó Billy ansioso de ayudar a sus amigos.

—Nos es imposible. De regreso, debemos levantar a mamá en el camino y sólo nos queda lugar para ella. Está aclarando; date prisa. Lucy, y procuremos salir de este atolladero lo más rápido posible… —dijo el tío Eten con impaciencia. Porque eso de ir a un circo con una familia numerosa no es cosa muy sencilla, como lo sabrán muy bien los que han pasado por esa experiencia.

—Siento realmente que no haya un lugar para ti, Ben. Le diré a la mamá de Bab donde están ustedes y quizá ella envíe alguien a buscarlos —explicó Billy apresuradamente, mientras partía apesadumbrado de tener que abandonar a sus compañeros; aunque su compañía no le sirviera a ellos de mucho.

—Vete tranquilo y no te preocupes por nosotros. Yo estoy muy bien y Bab se portará lo mejor posible —fue todo lo que alcanzo a decir Ben antes de que su camarada fuera arrastrado por la muchedumbre que se agolpaba en la puerta de salida abriendo y cerrando paraguas en medio de una gran confusión de muchachos y hombres que aumentaban con sus voces la agitación general.

—No hay necesidad de meterse en esa aglomeración donde correríamos el riesgo de que nos aplastaran. Esperaremos un poco y luego podremos salir cómodamente. Llueve mucho y tú te empaparás antes de llegar a tu casa. Eso no te gustaría, ¿no? —preguntó Ben observando la lluvia que caía incesantemente como si no fuera a parar nunca.

—¡Bah!… Eso no me preocupa… —contestó Bab que se balanceaba sobre una soga con aire satisfecho, pues seguía muy alegre y estaba dispuesta a disfrutar de ese día hasta el fin—. Me gusta el circo con locura y me habría agradado quedarme a vivir aquí. Dormir en uno de esos carros, como lo hacías tú y tener esos lindos potrillitos para poder jugar con ellos.

—No te habría gustado tanto si te hubieras encontrado sola, sin nadie que cuidara de ti —comenzó a decir Ben pensativamente mientras miraba aquellos lugares, familiares para él, donde los hombres daban de comer a las bestias, se acomodaban luego para comer o se tendían a descansar un poco antes de que empezara la función vespertina. De pronto, el muchacho dio un salto y dejando la correa de Sancho en manos de Bah dijo apresuradamente:

—Allí veo un muchacho conocido. Tal vez él pueda decirme algo acerca de papá. No te muevas de aquí hasta que yo regrese.

Salió corriendo y Bab pudo ver como desaparecía persiguiendo a un hombre que terminaba de dar agua a la cebra y se alejaba con un cubo en la mano. Sancho intento seguirlo, pero lo detuvo un enérgico:

—¡No!… ¡Tú no puedes ir!… ¡Qué molesto eres!… ¿Siempre has de correr tras la gente que no te necesita?

Sancho podría haber respondido:

—¿Y tú? —pero como era un perro muy gentil se sentó con expresión resignada y se puso a observar a los potrillos, que, despiertos va, comenzaron a jugar al escondite con sus mamás. Bab disfrutaba en grande de aquel espectáculo y festejaba la gracia de los saltos de los potrillos. Y para acercarse más a ellos, ato a Sancho a un poste y paso por debajo de las cuerdas de modo que le fuera posible acariciar al más pequeño, un caballito de color gris que se arrimó a ella y le dirigió una confiada mirada con sus ojos oscuros y un amable relincho.

¡Ay, desventurada Bab!… ¿Por que te volviste de espaldas? ¡Oh Sancho, animal inteligente!… ¿Por que desataste el nudo con tanta habilidad y, una vez libre, huiste para ir a reunirte con ese despreciable «bull-dog» que, desde la puerta principal, te llamaba agitando cordialmente su corto rabo? ¡Oh infeliz Ben!… ¿Por que demoraste tanto y llegaste cuando ya era demasiado tarde para salvar a tu querido compañero de las garras de aquel mal hombre que puso un pie sobre la soga que arrastraba Sancho y se llevó al perro lejos del tumulto?

—Era Bascum, un antiguo amigo, pero no sabía nada de nada… ¿Dónde está Sancho? —interrogó Ben.

Su voz ansiosa obligo a Bab a darse vuelta. Vio entonces a Ben que miraba a todos con una profunda alarma pintada en el rostro, como si hubiera perdido a un niño.

—Lo até aquí… Debe estar por aquí… Yo…, con los «ponnies»… —tartamudeó Bab consternada al darse cuenta que por ninguna parte se veían rastros del perro.

Ben silbó, llamó y buscó en vano. Por fin, un hombre que andaba por allí le dijo:

—Si buscas un perro grande, lanudo, vete afuera. Yo lo vi salir persiguiendo a otro perro.

Con Bah tras de él, Ben se precipito en dirección al lunar indicado, sin cuidarse de la lluvia. Ambos se daban cuenta que sobre elles se cernía tina gran desgracia. Pero Sancho ya había desaparecido mucho antes, y nadie se había preocupado de los furiosos ladridos que dio cuando lo encerraron en un carro cubierto.

—Si se pierde, no te lo perdonare nunca, ¡nunca!… —y Ben no pudo dominarse y propino varios coscorrones a Bab y le dio dos buenos tirones de trenzas.

—¡Lo siento mucho!… Pero Sancho volverá; tú dijiste que siempre vuelve… —murmuro Bab desconsolada, presa de gran angustia y un poco asustada también del aspecto furioso de Ben, ya que rara vez lo había visto de aquel humor, pues él nunca era rudo con las niñas.

—Si no vuelve no me dirijas la palabra por espacio de un año. Ahora me vuelvo a casa.

Y comprendiendo que sus palabras no alcanzaban a demostrar todo su enojo, se alejó caminando con toda la seriedad que cabe en un muchacho de su edad.

Pero criatura de aspecto más afligido y desconsolado que Bab difícilmente se hubiera podido encontrar. Caminaba salpicándose de barro, pues no se cuidaba de evitar los charcos, y se empapaba de arriba abajo como si con ello quisiera purgar sus pecados. Camino así, trabajosamente pero resuelta, poco más de una milla. Ben iba adelante guardando un solemne silencio que termino por tornarse insoportable. La castigada Bab deseaba con toda su alma una palabra de indulgencia, pero ésta no llegaba, y entonces se puso a pensar muy afligida como haría para soportar la pena si él cumplía la terrible amenaza de no hablarla durante un año entero.

Pero poco a poco fue apoderándose de ella un nuevo malestar. Tenía los pies mojados, fríos y cansados, y como los maníes y el maíz frito no constituyen, en verdad, gran alimento, no era extraño que también se sintiera hambrienta y débil. El deseo de ver un espectáculo desconocido pudo haberla mantenido antes, pero eso ya había pasado y lo único que tenía en esos momentos eran ganas de acostarse y dormir. Hacer un largo camino para ir al circo era muy distinto a hacer el mismo recorrido de regreso a casa, donde espera tan sólo una madre enojada y afligida. El fuerte chaparrón se había transformado en una tupida llovizna; comenzaba a soplar un frío viento del este; el camino que subía y bajaba las lomas parecía alargarse delante de sus cansados pies, mientras la figura muda con traje de franela gris se alejaba con paso cada vez más rápido sin volver la cabeza. Esto hizo que la tristeza y los remordimientos de Bab llegaran al máximo.

Pasaban los carros por el camino, pero todos iban completos y nadie les ofrecía un sitio. Los hombres y los niños los dejaban atrás no sin antes burlarse del pobre aspecto de la solitaria pareja. Pues la lluvia había transformado a los dos niños en unos pequeños vagabundos. Y no tenían al bravo Sancho para que los defendiera e hiciera frente a los impertinentes. Esta idea se les ocurrió a ambos casi simultáneamente cuando vieron pasar a un perro ovejero que pasaba trotando bajo un coche. El buen animal se detuvo para dirigirles una palabra de aliento en su lenguaje mudo. Miró a Bab con sus ojos mansos, metió luego el hocico en la mano de Ben y prosiguió luego su viaje con la cola levantada.

Ben se sobresaltó al sentir el frío contacto del hocico entre sus dedos, luego dio un golpecito en la cabeza del animal y se quedó mirándolo alejarse a través de la niebla que la lluvia y la humedad levantaban. Bah se sintió desfallecer: la mirada del animal le había hecho recordar la de Sancho. Se puso a sollozar suavemente y a mirar hacia atrás deseosa de ver al querido y viejo amigo aparecer saltando por el camino. Ben oyó el dolorido sollozo y miró a la niña rápidamente por sobre el hombro. Ofrecía aquélla un espectáculo tan lastimero que se calmó en parte su enojo y para justificar su rudeza anterior se dijo:

—Bab es una niña traviesa, pero que ya ha sufrido bastante. Cuando lleguemos al señalero volveré a dirigirle la palabra, pero no la perdonaré hasta que Sancho haya regresado.

Pero su naturaleza era más bondadosa que todos sus propósitos. Antes de alcanzar el poste indicador Bab, cegada por las lágrimas, tropezó con la raíz de un árbol y rodó hasta caer sobre un colchón de ortigas. Ben la ayudó a levantarse y trató, aunque vanamente, de consolarla. La niña se sentía tan desamparada que nada lograba calcarla y lloraba a lágrima viva retorciéndose las manos que le ardían y dejando rodar por sus sucias mejillas gruesos lagrimones que corrían igual que los hilos de agua que descendían hasta el camino.

—¡Oh Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡Estoy llena de ronchas y tengo hambre!… ¡Me duelen los pies, tengo frío! —gemía la pobre niña tirada sobre el pasto con un aspecto tan miserable que habría conseguido ablandar el corazón más rudo.

—No llores así, Bab. Me he portado mal contigo. Discúlpame. Te perdonaré y nunca más te castigaré —exclamó Ben quien, como buen hombrecito que era, se olvidó de sus propias aflicciones para tener en cuenta sólo las de ella.

—Pégame otra vez, si quieres. Sé que procedí mal al atar y abandonar luego a Sancho. No lo haré más. Estoy tan arrepentida que no sé qué hacer —respondió Bab completamente vencida por la generosidad y bondad de Ben.

—No te preocupes. Límpiate la cara y sigamos viaje. Le contaremos todo a tu mamá y ella nos dirá qué debemos hacer. Tal vez Sancho haya llegado a casa antes que nosotros.

Así procuraba Ben darse ánimos y alegrar a Bab con la esperanza de encontrar al perro.

—No creo que pueda seguir caminando. Estoy muy cansada, y las piernas se niegan a llevarme. Además, el agua que tengo dentro de los zapatos los hace muy pesados. Quisiera que ese muchacho que viene por allí me llevara un trecho en su carretilla. ¿Crees que se negará? —preguntó Bab levantándose pesadamente al mismo tiempo que aparecía un muchachón alto arrastrando una carretilla desde un corral cercano.

—¡Hola, Joslyn!… —saludó Ben reconociendo al muchacho que era uno «de los amigos de la loma» quien bajaba los sábados al pueblo a jugar o a hacer algún mandado.

—¡Hola, Brown!… —respondió el otro deteniendo la marcha, sorprendido al verlos en tan deplorable estado.

—¿Adónde vas? —preguntó Ben con parquedad.

—Voy a llevar este maldito trasto a casa.

—¿Hacia allá?… —y el muchacho señaló la granja que se veía al pie de la colina.

—Varios para allá. Yo llevaré la carretilla.

—¿Por qué? —preguntó el prudente muchacho desconfiando de tan espontáneo ofrecimiento.

—Bab está cansada y quiere que la lleve. Te dejaré la carretilla en perfecto estado, te lo prometo… —aseguró Ben medio avergonzado pero ansioso de terminar pronto aquel viaje, ya que los contratiempos comenzaban a multiplicarse.

—No podrás llevarla por ese camino. Debe pesar tanto como un saco de arena —se burló el muchacho divertido con esa proposición.

—Soy más fuerte que la mayoría de los muchachos de mi edad. Ya lo verás —y Ben se cuadró e hizo un saludo al que el otro contestó muy amablemente.

—Está bien: veremos si eres capaz de hacerlo.

Bah se dejó caer dentro del nuevo carruaje sin temor alguno, y Ben la condujo a buen paso mientras el muchacho se refugiaba debajo de un granero para observar la marcha de su amigo, muy contento de haberse librado de aquella carga.

Al principio todo anduvo bien, pues el camino era cuesta abajo y la carretilla, chirriando, daba ligeras vueltas. Bah sonreía a su conductor llena de gratitud y Ben proseguía «puesta la voluntad sobre el músculo» como suelen decir.

Pero luego el camino se tornó más barroso y empezó a subir. La carga se hacía paso a paso más y más pesada.

—Ahora puedo bajarme. Me gusta que me lleves, pero me parece que soy demasiado pesada —dijo Bab viendo que el otro que tenía frente a ella se ponía violentamente rojo y la respiración del muchacho se tornaba agitada.

—¡Quédate quieta!… Joslyn dijo que no podría llevarte y yo no voy a permitir que tenga razón. Aún nos está mirando… —jadeó Ben y, la cabeza gacha, los dientes apretados y con todos los músculos de su delgado cuerpo en tensión, empujo la carretilla y subió por el camino que llevaba hasta la puerta del granero de los Batchelor.

—¿Vio alguien cosa parecida? ¡Ah!… ¡Ah!… «Las calles estaban limpias y los senderos eran estrechos. El trajo a su esposa de regreso al hogar en una pequeña carretilla» —canto una voz que obligo a Ben a dejar su carga, echar el sombrero hacia atrás v levantar la cabeza para encontrarse con la roja de Pat que asomaba por encima de la cerca.

Haber sido sorprendido allí por su enemigo y en tal situación fue la gota de hiel que rebaso la copa de amarguras y humillación que bebía el pobre Ben. Un agudo silbido de admiración que llegó desde el otro lado de la colina lo consoló un poco y le dio ánimos para ayudar a Bab a descender de la carretilla con toda calma, aunque tuviera las manos llenas de ampollas y sólo le quedaran Tientos para decir:

—Vete a casa y no te ocupes de él.

—¡Qué lindos niños!… Escapan de casa, dejan a las mujeres afligidas y me obligan a correr en busca de ellos en lugar de dejarme gozar tranquilo mi día franco —rezongó Pat, adelantándose a desatar a Duke, cuya nariz roma ya había reconocido Ben, como asimismo el cómodo coche detenido junto a la puerta.

—¿Billy les dio noticias nuestras? —preguntó Bab, alegre de haber encontrado aquel cómodo refugio.

—Pues así, y el señor alcalde me envió a que los llevara a sus casas sanos y salvos. Ustedes me encontraron justo en el momento en que me detenía a buscar fuego para mi pipa. Arriba los dos, y no me hagan perder más tiempo, que no quiero pasarme la vida corriendo detrás de un granuja a quien de buena gana daría con el látigo —dijo Pat, ásperamente, cuando Ben, que ya había dejado la carretilla en un cobertizo, se adelantaba hacia el coche.

—Ya lo creo que harías eso si pudieras… No necesitas esperarme. Yo me iré cuando quiera —contesto Ben, escabulléndose por detrás del coche, resuelto a demostrar a Pat que no precisaba de él aunque para ello tuviese que pasarse la noche en el camino.

—Haz lo que quieras. Me tiene sin cuidado lo que digas o narras comprobado centro ce unas horas.

Y dicho eso, Pat dio un fuerte rebencazo y arranco antes de que Bab tuviera tiempo de recomendar a Ben que fuese más humilde y aprovechara el viaje en coche. Bab lamentaba dejar a su amigo mientras Pat se reía. Pero ambos olvidaron que Ben era ágil como un mono y por eso no se les ocurrió mirar hacia atrás. No advirtieron entonces que el señorito Ben se había colgado de las correas y los elásticos y hacía gestos burlones a su despreciado enemigo a través de la ventanita trasera del coche.

Al llegar al portón, Ben saltó y pasó corriendo adelante haciendo muecas picarescas, con lo que atrajo a todos a la puerta. Pat tuvo entonces que conformarse con agitar amenazadoramente el puño en dirección al divertido pilluelo, y mientras se alejaba alcanzo a oír la calurosa bienvenida que daban a los fugitivos como si fueran éstos un par de niños modelos.

La señora Moss no había estado, en realidad, muy preocupada, pues Cy le había dicho que Bab iba tras de Ben, y Billy, que trajera las últimas noticias, aseguro que la niña había estado a Salvo entre ellos. Por eso, madre al fin, los seco, abrigo y consoló antes de retarlos. La reprimenda vino después, mas fue poco enérgica. Y cuando ellos se pusieron a relatar las aventuras corridas tan fantásticas les parecieron; produjeron gran asombro entre Su auditorio, que festejo todo con ruidosas carcajadas, especialmente el episodio de la carretilla que Bab se empeñó en relatar ron todo detalle en prueba de su agradecimiento hacia el confundido Ben.

Thorny gritaba de risa y hasta la dulce Betty olvido las lágrimas que le hiciera derramar la noticia de la desaparición del perro para unirse al concierto de carcajadas de la familia cuando Bab imito a Pat recitando el poema de «Mamá Gansa».

—No debemos reír más, de lo contrario estos niños creerán que han realizado una gran hazaña al escaparse sin decir nada —manifestó la señorita Celia cuando las carcajadas se callaron un y agrego:

—Yo no estoy muy contenta, pero no agregare una palabra más porque creo que Ben ya ha recibido suficiente castigo.

—Así es… —murmuró Ben, cuya voz tembló ligeramente al mirar el vacío jergón donde acostumbraba a echarse el lanudo animal y desde donde lo miraba con sus ojos brillantes llenos de simpatía y cariño.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook