Capítulo XV

 

Grande fue el duelo causado por la pérdida de Sancho, porque tanto sus virtudes como sus habilidades eran queridas y admiradas por todos. La señorita Celia puso avisos reclamándolo y Thorny ofreció una gratificación a quien lo devolviese, y hasta el rudo Pat dirigió miradas inquisidoras a cuanto perro lanudo encontraba en el camino cuando iba al mercado. Pero ni rastros del animal se veían por ninguna parte. Ben estaba inconsolable y muy enojado, le dijo a Bab que bien merecido tenía lo que le ocurría cuando ésta comenzó a sentir los efectos del venenoso cornejo en las manos y la cara. La pobre Bab también lo pensó así y no se atrevió a esperar compasión de nadie, aunque Thorny, muy diligente, se había apresurado a recomendarles fomentos con hojas le llantén, y Betty, compungida, le ponía las hojas mojadas sobre las ronchas. Este tratamiento fue tan eficaz que bien pronto la paciente volvió a ocupar, como antes, su puesto en las reuniones. Pero para el mal de Ben no había remedio y el muchacho sufría inmensamente.

—No parece que este bien esto de que yo deba soportar tantas perdidas. Primero papá y ahora Sancho. Si no fuera por la señorita Celia y por Lita, no sé si podría soportarlo —dijo cierto día, en un acceso de desesperación, una semana después de que hubiera ocurrido el triste suceso.

—¡Oh!… ¡Vamos!… ¡No te pongas así!… Si vive aún lo encontraremos, y si no, yo te conseguiré otro tan bueno como él —prometió Thorny, dándole un amistoso golpecito en el hombro, mientras Ben se sentaba entre las plantas de habas por donde había estado carpiendo la tierra.

—¡Como si hubiera algún otro perro que se pudiera comparar con él, aunque sea medianamente!… —exclamó Ben indignado—. ¡O como si yo fuera capaz de reemplazarlo por otro perro por más hermoso que sea y por bien que mueva la cola!… ¡No, señor!… ¡Hay un solo Sancho en el mundo, y si ése no vuelve, yo no quiero ningún otro perro!…

—Busca otro animal, entonces. Elige el que prefieras. Te celo uno de los míos. Allí tienes los pavos reales… ofreció Thorny lleno de infantil simpatía y buenos propósitos hacia su amigo.

—Son muy hermosos, pero yo no los quiero. Gracias —replicó el triste niño.

—Entonces toma un conejo. Tómalos todos…

—Eso era un importante ofrecimiento, pues había, por lo menos, una docena de conejitos.

—No son fieles como los perros y sólo se ocupan de escarbar entre los desperdicios y rumiar todo el día. Me disgustan los conejos…

—No era difícil que Ben estuviera cansado de ellos porque había tenido que cuidarlos desde su llegada y cualquier niño que haya criado conejos alguna vez sabe el trabajo que dan.

—Tampoco a mí me gustan. ¿Qué te parece si hacemos un remate y los vendemos? Y Jack, ¿no te consolaría? Si fuera así, es tuyo. Yo me encuentro tan bien que puedo caminar o montar cualquier caballo —agregó Thorny en un nuevo arranque de generosidad.

—Jack no podría estar siempre conmigo como lo hacía Sancho ni dormir a mi lado.

Ben procuraba mostrarse agradecido pero nada, a excepción de Lita, habría podido calmar su aflicción, y ella no pertenecía a Thorny, de lo contrario y con toda seguridad el muchacho se la habría ofrecido a su desconsolado amigo.

—Por supuesto que no puedes llevar a Jack a dormir contigo ni guardarlo en tu habitación y me temo, además, que él nunca aprendería a hacer algo con destreza. Quisiera poseer algo que te gustara y que yo amase para ofrecértelo…

Habló Thorny con tanta dulzura y se mostró tan bondadoso que Ben levantó los ojos y al mirarlo comprendió que el niño le había dado una de las cosas más hermosas que tiene la vida: amistad. Quiso manifestar lo que sentía, pero no supo cómo hacerlo, de modo que volvió a tomar el rastrillo y se puso a trabajar diciendo con una voz que permitió a Thorny entender lo que verdaderamente significaban sus palabras:

—Eres muy bueno conmigo. Le prometo no atormentarme más. Aunque considero que esta desgracia ha seguido muy de cerca a la otra…

Calló, y una lágrima ardiente rodó hasta las hojas de una planta de habas. Ben la vis y movió rápidamente la planta para que nadie más pudiera advertirla.

—¡Por Júpiter!… ¡Yo encontraré a ese perro aunque tenga que buscarlo bajo la tierra!… ¡Anímate, ando mío, y no dudes de que volveremos a tener a nuestro antiguo camarada entre nosotros!…

Y después de esa profética exclamación, Thorny se puso a hacer trabajar su cerebro para hallar la manera de resolver aquel asunto.

Media hora más tarde, la música de un organillo que venía desde la avenida le hizo levantarse del mullido césped sobre el que se había recostado a pensar en el problema. Asomándose a la pared Thorny dirigió una mirada de inspección, y como encontrara buena la música, de aspecto simpático al italiano que hacía de organillero y gracioso al monito, hizo entrar a todos como una nueva y delicada prueba de atención hacia Ben, ya que pensaba que la música y los bailes del mono traerían gratos recuerdos al muchacho y le harían olvidar un poco su pena.

Entraron por el pabellón escoltados por Bab y Betty todo alborozadas, pues rara vez se veían organilleros por esos contornos y a las niñas les gustaban mucho. Sonriente, mostrando sus clientes que resplandecían de blancos que eran y haciendo centellear sus ojos negros, el hombre tocó el organillo mientras el mono hacía serios saludos y recogía las monedas que Thorny le arrojara.

—Hace calor y usted parece cansado. Siéntese, que ordenaré que traigan algunos bocados —dijo el joven señorito indicándole el asiento que estaba junto al gran portón.

Después de dar las gracias en un mal inglés el hombre obedeció de muy buena gana, y Ben pidió que también dejaran que Jacko, el mono, se pusiera cómodo. Según explicó, él conocía cuáles eran los gustos y las costumbres de esos animales. Así, pues, quitaron al pobre bicho su sombrero de candil y su uniforme, y lo alimentaron con pan y manteca y hasta le permitieron tirarse sobre el césped fresco a dormir una siesta. Mostraba tal parecido con un pequeño hombrecito cubierto con un abrigo de piel que los niños no se cansaban de mirarlo.

Entretanto, la señorita Celia, que también había aparecido, se puso a hablar en italiano con Giácomo, con lo que puso un poco de alegría en el nostálgico corazón del organillero. Ella había estado en Nápoles y comprendía los sentimientos del hombre por la ciudad que le viera nacer. Sostuvieron una larga conversación en ese musical idioma y el organillero se sintió tan agradecido que se puso a tocar el organito para que los niños bailaran hasta que el cansancio los rindiera. Y cuando se detuvo, pareció que lamentaba tener que volver a deambular, solitario, por esos polvorientos caminos.

—Me gustaría irme con él y andar rumbo por lo menos una semana. Podría vivir fácilmente si también tuviera mi perro para exhibirlo —dijo Ben mientras trataba de convencer a Jacko para que se dejara poner el traje que el animal detestaba.

—¿Vendrás conmigo? ¿Sí? —preguntó el hombre sacudiendo la cabeza y sonriendo contento ante la perspectiva de tener compañía.

Por otra parte, su ojo avezado y lo que había visto y oído decir a los niños le convenció de que Ben no era uno de ellos.

—Si tuviese mi perro, sin duda alguna —contestó con vehemencia el triste Ben y en seguida relató la historia de la pérdida de su amigo, pues su pensamiento no se apartaba de eso un solo instante.

—Recuerdo haber visto un perro muy gracioso en Nueva York. Hacía trampas con las cartas, bailaba y andaba con la cabeza y hacía mil gracias más… —manifestó el hombre después de haber oído el relato de las proezas de Sancho.

—¿Quién era el dueño? —preguntó Thorny movido por un súbito interés.

—Un hombre a quien no conozco. Mal tipo, ese… Castigaba al perro cuando acomodaba mal las letras.

—¿Escribía su nombre? —gritó Ben conteniendo la respiración.

—No, por eso el hombre lo castigaba. Se llamaba General, pero el animal se empeñaba en escribir «Sancho» y aullaba cuando su amo lo castigaba con el látigo… ¿Su verdadero nombre sería Sancho en vez de General? —se preguntó el hombre moviendo la cabeza y contagiado de la inquietud de los niños.

—¡Es Sancho!… ¡Vamos en seguida a buscarlo!… —exclamó Ben, quien hubiera deseado partir al instante.

—¡Hay cien millas hasta allí!… Además, apenas si tenemos un indicio. Conviene esperar un poquito y estar seguros antes de partir —aconsejó la señorita Celia, quien estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, pero no se dejaba convencer tan fácilmente como los niños.

—¿Qué clase de perro era? ¿Grande, de pelo blando y lanudo, y una cola rara? —preguntó a Giácomo.

—No, señorita… Nada de pelo lanudo blanco. Negro, lacio y una cola muy pequeñita, chiquitita así… —y el hombre levanto un dedo bronceado haciendo un gesto que representaba una cola muy corta.

—¿Oyes? ¿Comprendes cuán equivocado estabas? A menudo se encuentran perros de nombre Sancho especialmente ese tipo de perros españoles. Porque la raza de Sancho es de origen español. Pero ese perro no es el tuyo. Lo siento, muchacho…

Los niños quedaron con la cara larga, desilusionados al ver sus esperanzas frustradas, mas Ben no se dio por vencido. Para él no podía haber sino un Sancho en el mundo y acuciado por su afecto y su inteligencia hizo una objeción que sólo a él podía habérsele ocurrido:

—Puede muy bien ser mi perro pintado de la misma manera como nosotros solíamos pintar a los caballos. Ya les dije que era un perro de valor y quienes lo robaron debieron hacerlo así. De otro modo, ¿de qué les hubiera servido su robo si no lo ocultaban? Cualquiera podría haberlo reconocido, ¿no se dan cuenta?

—Pero el perro negro no tenía cola… —comenzó a decir Thorny, quien deseaba ser convencido, pero aún conservaba muchas dudas.

Ben tembló como si le doliera en carne propia lo que iba a decir:

—Pueden haberle cortado la cola…

—¡Oh, no!… ¡No habrán sido capaces de cometer tal villanía!

—¿Cómo puede haber alguien tal malvado? —gritaron Bab y Betty al mismo tiempo, horrorizadas.

—Ustedes no saben lo que son capaces de hacer esos hombres para disimular un robo y poder usar luego los animales de los cuales se apoderan —explicó Ben olvidando que alguna vez también él había pensado recurrir a esos medios para ganarse la vida.

—¿No es tu perro, entonces?… ¡Lástima!… —lamentó el italiano—. Adiós, señorita. Gracias, señorita. ¡Buenos días, buenos días!… —Y cargando al hombro organillo y mono el hombre se preparó para partir.

La señorita Celia lo detuvo un momento, el tiempo necesario para darle su dirección y rogarle le hiciese saber si encontraba al pobre Sancho en alguno de sus viajes; porque los artistas ambulantes a menudo se cruzan por los caminos. Ben y Thorny caminaron con él y lo acompañaron hasta la esquina de la escuela, pues querían obtener más informes acerca del perro negro y su dueño. Ninguno de los dos se resignaba a dejar de lado tan pronto ese asunto.

Esa misma tarde, Thorny escribió a un primo suyo que vivía en Nueva York y suministrándole todos los antecedentes del caso, le rogó tratara de dar caza al hombre y lo vigilase. Averiguara de quién era el perro y luego diera cuenta a la policía. Algo más tranquilo después de haber enviado la carta los niños se dedicaron a aguardar ansiosamente la respuesta. Pero cuando ésta llego por fin, poco hallaron en ella que pudiera servirles de pista. El primo Horacio había cumplido sus deberes como un perfecto caballero, pero sospechaba que su contestación no iba a darles ninguna luz. El dueño del perro lanudo era considerado un individuo sospechoso, pero había contado una historia que parecía verídica acerca de cómo había adquirido el perro a un desconocido, luego lo había exhibido con todo éxito hasta que le fue robado. No sabía nada más del animal y el hombre aseguraba que estaba muy apenado porque el perro era extraordinariamente inteligente.

«… Le he pedido a mi veterinario que lo busque, pero el opina que deben haberlo matado junto con otros perros. Por eso creo que no hay más remedio que poner punto final al asunto y lamento que mis gestiones hayan terminado con este fracaso», concluía la carta del primo de Thorny.

—¡Buen muchacho Horacio!… Ya decía yo que él se ocuparía del asunto hasta darle fin —comentó Thorny cuando hubo leído el último párrafo de la interesante epístola.

—Puede ser que ese haya sido el fin de aquel perro; pero no lo habrá sido del mío. Yo juraría que se escapó, y si era Sancho volverá a casa. Ya verán si no tengo razón —exclamó Ben que se negaba a aceptar que todo hubiera concluido así.

—¿Crees que será capaz de recorrer cien millas? No obstante su inteligencia no podrá hacerlo, ni encontrarle sin ayuda —comentó Thorny incrédulo.

Ben se sintió nuevamente descorazonado, pero la señorita Celia levantó su ánimo, diciendo:

—Sí que sería capaz… Mi padre tenía un amigo que abandonó a su perro en París y el pobre animal lo siguió hasta Milán donde, por fin, lo halló aunque murió al día siguiente de fatiga. ¡Fue algo maravilloso!… Por eso no dudo que Sancho volverá si vive. Seamos optimistas y aguardemos.

—¡Así lo haremos!… —exclamaron los niños, y a partir del día siguiente, los dos muchachos se dedicaron a esperar la vuelta del ausente para quien guardaban un buen hueso en el sitio de costumbre por si el perro llegaba de noche y sacudían su camastro para que estuviera mullido y ofreciera su buen descanso a sus huesos fatigados. Pero los días pasaron y siguieron sin tener noticias de Sancho.

Sin embargo, ocurrió algo tan serio por ese entonces que el asunto de Sancho paso a segundo plano por un tiempo. Y Ben tuvo oportunidad de pagar, en parte, la deuda de gratitud que tenía con su mejor amiga.

La señorita Celia salió cierta tarde a dar un paseo a caballo y una hora después, mientras Ben se hallaba sentado en el «porch» entregado a la lectura vio a Lita lanzarse dentro del patio con las riendas colgando a los costados de las patas, la montura dada vuelta y un costado del cuerpo muy embarrado, lo que mostraba bien a las claras que el animal había rodado. Por un instante, el corazón de Ben pareció detenerse; luego arrojo su libro, corrió en dirección al caballo y se dio cuenta al momento por los flancos hinchados, las narices dilatadas y el cuerpo cubierto de sudor que el animal venía de lejos y a toda carrera.

—Lita ha rodado, pero no parece estar lastimada ni muy asustada —pensó el muchacho mientras el hermoso animal frotaba la nariz sobre su hombro y mordisqueaba el freno como si quisiera darle noticias del desastre.

—Lita, ¿dónde está la señorita Celia? —le preguntó mirándola fijamente a los ojos que, aunque inquietos, no parecían espantados.

Lita levanto la cabeza y relincho con fuerza, como si llamara a su ama y se lamentara de que no la hubiese retenido fuertemente por las riendas.

—Bien, bien… Ya la encontraremos… —Y arrancándole la montura destrozada arrojo lejos sus zapatos, ajusto con firmeza el sombrero y monto de un salto. Ben sintió como un hormigueo que le recorría todo el cuerpo y experimentaba una sensación de seguridad y poder al apretar con sus rodillas el cuerpo del animal, mientras que en los ojos de Lita también se reflejaba una mirada de alegría.

—¡Oiga usted, señora Moss!… Algo le ha ocurrido a la señorita Celia y yo salgo en su busca. Thorny duerme: dele la noticia con cuidado. Yo volveré en cuanto la encuentre.

Luego, aflojando las riendas a Lita partió sin dar tiempo a la asustada mujer más que para que se retorciera las manos y gritara:

—¡Ve en busca del alcalde!… ¿Qué haremos?

Como si supiera lo que esperaban de ella, Lita hizo el camino y a recorrido, según Ben pudo comprobar por las huellas aún frescas que se veían en el sendero por donde el animal había venido en busca de ayuda. Anduvieron más de una milla hasta que se detuvieron frente a unas barreras bajas para permitir el paso de unos pesados carros que iban hacia los lejanos campos donde se recogía el heno. Volvieron en seguida a emprender la marcha a galope tendido y atravesaron campos recién segados hasta llegar al arroyo por el que, evidentemente, la yegua había pasado antes. Porque del otro lado, hacia un sitio donde los animales solían acercarse a beber, se veían, sobre el barro, señas de una caída.

—Fuiste una tonta al saltar por aquí, pero ¿dónde está la señorita Celia? —preguntó Ben, quien se dirigía a los animales como si fueran personas y era entendido por ellos mucho más de lo que puede imaginar el que no está acostumbrado a tratar con animales.

Pero Lita parecía haber perdido el rastro y bajaba la cabeza como si esperara encontrar a su dueña donde la había dejado, tirada sobre el barro. Ben llamo, pero no obtuvo respuesta. Siguió entonces a lo largo del arroyuelo mirando ansiosamente en todas direcciones.

—Tal vez no se haya herido y haya, en cambio, buscado refugio en aquella casa —pensó el muchacho deteniéndose a echar un último vistazo y abarcando con la mirada todo el campo bañado por el sol sobre el cual sólo podía verse una enorme piedra que se levantaba junto a una de las orillas del arroyo. Ben se fijó y entonces le pareció que algo oscuro se movía detrás de la piedra; tal vez fuera una falda con cuyos pliegues jugaba el viento o una pierna que se extendía. Hacia allí condujo a Lita y hallo a la señorita Celia tendida a la sombra de la piedra, tan pálida e inmóvil que Ben temió que estuviera muerta. Saltó a tierra, la toco y hablo, y como no recibiera respuesta corrió al arroyo para traer un poco de agua en su sombrero de trapo y humedecerle el rostro, como lo había visto hacer en el circo cuando alguno de los jinetes sufría un accidente o se desmayaba a consecuencia del cansancio, después de haber trabajado sin descanso cumpliendo el lema «trabajar o morir».

Al instante, los ojos azules se abrieron y la joven reconoció el rostro ansioso que se inclinaba sobre ella y acariciándolo dijo débilmente:

—Mi bueno y fiel Ben… Yo sabía que me encontrarías… Por eso mandé a Lita… Me lastimé tanto que no pude volver a montar…

—¿Donde, donde se ha herido? ¿Qué hacer? ¿Será mejor que regrese a casa de un galope en busca de auxilio? —preguntó Ben contento de haberla encontrado, pero afligido de haberla hallado en aquel estado, pues sabía muy bien, por haberlo visto y por experiencia propia lo peligrosas que eran aquellas caídas.

—Estoy muy dolorida y tenlo que se me haya roto un brazo. Lita resbalo y ambas rodamos. Yo me arrastré hasta la sombra y creo que después me desvanecí. Busca a alguien que te ayude y llévame a casa.

Cerro los ojos y volvió a ponerse tan pálida que Ben se apuró a correr en busca de auxilio. Según la señora Paine, quien estaba tejiendo tranquilamente cuando Ben, llego, éste la sobresalto «como una tormenta que se desatara de pronto».

—No hay un solo hombre aquí. Todos están allá, junto a la gran parva recolectando heno —fue la respuesta que dio la señora cuando el muchacho, jadeando, solicito en frases entrecortadas:

—… que vayan todos a auxiliar a la señorita Celia.

Ben, que se había arrojado del caballo antes de que el animal se detuviera, volvió a montar, pero la anciana, dejando su tejido, le hizo, unas tras otra, más de media docena de preguntas:

—¿Quién es esa señorita? ¿Qué se ha roto? ¿Cómo se cayó?

—¿Dónde está? ¿Por qué no vino ella hasta aquí? ¿Se ha insolado?

Ben contestó rápidamente a todas las preguntas para poder pegar la vuelta de inmediato pero la mujer lo detuvo para darle indicaciones, expresar su compasión y ofrecer hospitalidad, todo ello en un discurso bastante incoherente:

—¡Dios mío!… ¡Pobre querida!… La traeremos aquí… ¡Lidia! ¡Busca el alcohol! ¡Y tú, Melisa, prepara una cama para acostarla!… Las caídas son cosa peligrosa. No quiero ni pensar que se pueda haber roto la columna vertebral. Papá está allá abajo, y él y Bijah irán en su busca. Vete a llamarlos que yo haré sonar el cuerno para advertirlos. Dile a tu señorita que con gusto la auxiliaremos y que no tema causarnos molestia alguna.

Ben no se detuvo a oír ni una palabra más, y cuando la señora Paine se volvió a tomar el cuerno de latón, él fustigó a su cabalgadura y partió.

Varios y largos trompetazos parecieron azuzar más a Lita que ya galopaba por el sendero, pues el sonido de un cuerno siempre excita a los caballos de raza, y «papá» y Bijah alarmados por el llamado del cuerno, inesperado a esa hora, se apoyaron en sus rastrillos para mirar más extrañados aún la curiosa figura del pequeño jinete que se aproximaba envuelto en una nube de polvo.

—Tal vez el abuelo ha tenido otro ataque… Le avisé que podía repetirse —manifestó el campesino con toda calma.

—Esperemos que no se haya declarado un incendio… —murmuró un peón buscando en el cielo alguna nube de humo.

Pero en lugar de adelantarse e ir al encuentro del jinete todos permanecieron rígidos como estatuas y aguardaron a que el muchacho llegara junto a ellos y les comunicase lo que ocurría.

—¡Oh!… ¡Malo, malo!… —comentó el granjero cuando se enteró de lo sucedido.

—Ese arroyo siempre fue un lugar peligroso —agregó Bijah.

Después los dos hombres se pusieron rápidamente en movimiento: el primero corrió hacia el lugar donde se encontraba la señorita Celia, mientras que el segundo trajo un carro e improvisó un lecho de heno para colocarla allí.

—Ahora tú, muchacho, ye en busca del médico. Mi gente cuidará a la señorita y será mejor para ella quedar quieta en casa hasta saber que es lo que tiene —dijo el granjero después que hubieron transportado a la pálida niña, con mucho cuidado, cuatro poderosos brazos hasta el carro.

—¡Monta ya!… —exclamó el granjero—. Tendrás que ir hasta Benyville. El doctor Mills es un maestro para componer huesos rotos. No hay más que tres millas desde aquí hasta su casa y será mejor que yayas en su busca no sea que se produzcan más inconvenientes por esperar.

—¡No mates a Lita!… —rogó la señorita Celia desde el carro y cuando éste comenzaba a ponerse en movimiento.

Pero Ben no la oyó, porque ya estaba muy lejos, cabalgando otra vez a través de los campos como si de su rapidez dependiera la vida o la muerte de alguien.

—¡Ese muchacho se romperá la cabeza!… —dijo el señor Paine al ver cómo, caballo y jinete, saltaban una tapia.

—No teman por Ben. Él sabe montar, y Lita está acostumbrada a saltar cualquier clase de obstáculos —advirtióles la señorita Celia al mismo tiempo que se dejaba caer sobre el colchón de heno con un pequeño quejido. Involuntariamente había levantado la cabeza para mirar a su fiel escudero y el movimiento le hizo mal.

—Espero que tenga usted razón. Sería un buen «jockey» ese muchacho. Jamás he visto nada mejor. Ni en las pistas de carrera —aclaró el granjero Paine mientras caminaba junto al carro sin dejar de mirar la figura ecuestre que atravesaba el puente haciéndolo retumbar, trepaba una colina y luego se perdía de vista dejando tras de sí una nube de polvo.

Una vez que hubo dejado a su señorita a salvo, Ben podía entregarse al placer de aquella carrera. Y lo mismo parecía ocurrirle a la yegua haya. Lita era un animal de pura sangre y así lo demostró ese día recorriendo las tres millas en un tiempo verdaderamente récord. La gente que iba sacudiéndose en carros y coches a lo largo del camino miraban con curiosidad y asombro a la temeraria pareja que los dejaba atrás. Las mujeres que plácidamente cosían asomadas a las ventanas dejaban caer la aguja y lanzaban exclamaciones de alarma seguras de que era un malhechor que huía; los niños que juraban a la orilla del camino se dispersaban como polluelos cuando se acerca el gavilán, mientras Ben pasaba profiriendo un gritó de advertencia para que le dejaran libre la senda.

Pero cuando entró a la población y los cascos del caballo repiquetearon sobre las piedras, a la vista de aquel niño descalzo montado en un sudoroso caballo, media docena de voces preguntaron:

—¿Quién se ha matado?

Ben pudo llegar hasta la casa del médico, pero éste no estaba.

—Acaba de salir por allí. El niño de la señora Flynn ha tenido un nuevo ataque —indicó una robusta señora desde el «porch» sin dejar de hamacarse en su sillón. Era la esposa del médico y estaba acostumbrada a que llegaran agitados mensajeros de todas partes y a todas horas del día y de la noche.

Ben, sin dignarse a contestar ninguna de las preguntas que se le hicieron, siguió su camino deseando tener que salvar un abismo, escalar un precipicio o vadear un torrente agitado para probar así su devoción a la señorita Celia y también, ¿por qué no?, su habilidad como jinete.

Pero no encontró nada de eso en su camino y muy pronto halló al médico detenido para descansar y dar de beber a su cabalgadura precisamente en el mismo sitio donde Bab y Sancho habían sido descubiertos aquella memorable jornada.

Ben relató lo ocurrido, y después de escucharlo y prometer que iría para allá tan pronto como pudiese, el doctor Mills siguió viaje rumbo a la casa de los Flynn para calmar el ataque del niño, el cual se había descompuesto por haber ingerido un trozo de jabón y varios botones durante un almuerzo que él mismo se habría preparado mientras su madre se hallaba lavando.

Ben agradeció una vez más a su buena estrella saber hacer ciertas cosas. Por ejemplo, cuidar a un caballo cansado y sudoroso. Se detuvo junto al improvisado bebedero el tiempo suficiente para refrescar a Lita y calmar su sed pasándole un manojo de hierbas húmedas por la boca y el cuello, dejándola luego que bebiera un poco de agua. Regresaron luego lentamente, atravesando la rumorosa fronda y Ben no dejaba de palmear el cuello de Lita alabando la inteligencia y velocidad del buen animal. Lita sabía que se había portado bien y sacudía la cabeza con orgullo, arqueaba el lomo y trotaba con elegancia con la consciente coquetería de una jovencita. Se daba vuelta a mirar a su jinete y devolvía los cumplidos con miradas cariñosas, con alegres relinchos y pasando su hocico de terciopelo por los pies desnudos del muchacho.

La mujer y las hijas del granjero habían colocado confortablemente en una cama a la señorita Celia, y cuando el medico llegó soportó con mucha entereza que le arreglaran el brazo. Fuera de eso, lo demás no era de cuidado. Las magulladuras poco a poco dejaron de dolerle y Ben fue enviado de regreso a llevar noticias a Thorny y a pedir al alcalde que enviara su coche al día siguiente para transportar a la señorita Celia, siempre que ella pudiera moverse.

La señora Moss había sido lo suficientemente discreta como para no decir nada, pero había preparado varias cosas que pensó podrían necesitarse y quedó aguardando noticias. Bab y Betty salieron al campo a juntar bellotas, de modo que nadie molestó a Thorny y éste durmió su larga siesta tranquilamente. Fue una siesta particularmente larga, debido a la quietud que reinaba con la ausencia de todos los niños. Cuando despertó se quedó tendido en la cama leyendo hasta que se le ocurrió ponerse a pensar dónde se hallarían los demás. Salió de la casa y encontró a Ben y a Lita descansando uno al lado del otro sobre la paja en el amplio «box» que en la cochera habían instalado para la yegua. Los cepillos, el balde y las esponjas esparcidos alrededor decían bien claramente que el animal había sido bañado y cepillado y su devoto cuidador yacía semidormido a su lado.

—Bueno, de todos los muchachos raros que yo he conocido ninguno te gana a ti. ¡Mira que pasarte una tarde tan calurosa galopando con Lita por el solo placer de hacerlo!… —exclamó Thorny mirando a Ben muy divertido.

—Si supieras lo que hemos tenido que hacer no hablarías así y comprenderías que ambos tenemos derecho a descansar —contestó el muchacho levantándose vivamente, como movido por un resorte. Ansiaba contar la emocionante historia tan pronto como fuera posible, y gran esfuerzo tuvo que hacer para no correr en busca de Thorny no bien llegó.

Hizo un rápido pero detallado relato de todo lo ocurrido y quedó muy complacido con el efecto que produjo. Pues su oyente se mostró sucesivamente sobresaltado, aliviado, nervioso y por fin tranquilo, aunque tuvo que sentarse en un cajón y suspirar profundamente para descargar la emoción que oprimía su pecho. Entonces exclamó:

—¡Ben Brown!… ¡Jamás olvidaré lo que has hecho hoy por Celia!… Y no volveré a decirte «piernas torcidas» mientras viva.

—¡Por San Jorge!… Me parecía que tenía seis piernas cuando íbamos a todo galope. Lita y yo parecíamos un solo ser e hicimos una buena carrera, ¿no es así, mi linda? —Y Ben rio mientras apretaba la cabeza de Lita contra su pecho. La yegua le contestó con un relincho que casi lo voltea.

—Te pareces al mensajero que llevó las buenas nuevas desde Cante hasta Aix —dijo Thorny observando a la pareja con gran admiración.

—¿A qué mensajero? —preguntó Ben, imaginando que se refería a Sheridan, de cuyo viaje él había oído hablar.

—¿No conoces esos versos? Yo los solía decir en la escuela. Te los recitaré ahora.

Y alegre de haber encontrado un desahogo para su nerviosidad, Thorny trepó a un cajón y con una voz muy aguda recitó la conmovedora balada con tal entusiasmo que Lita paró las orejas y Ben lanzó un admirativo «bravo» después de oír el último verso.

Y todo lo que recuerdo son amigos congregados,

Mientras sobre mis rodillas lo tenían reclinado,

Y sus voces ensalzaban a mi Rolando divino.

En tanto yo le escanciaba nuestro último odre de vino,

Que (votaron los burgueses en un acuerdo brillante) …

Se merecía quien trajo las buenas nuevas de Gante.

 

 

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