Capítulo XIX

 

El primero de septiembre pareció llegar demasiado pronto. Comenzaron las clases. Entre el grupo de niños y niñas que subían en montón hacia «El rincón del saber», como llamaban a la escuela, se encontraba Ben, quien llevaba una pila de libros bajo el brazo. Se sentía algo extraño y muy tímido, pero tomó una actitud resuelta para no dejar traslucir su estado de ánimo. Aunque tenía trece años, era la primera vez que iba a una escuela de verdad. Le señorita Celia había hablado con la maestra y la había enterado de cuál había sido la vida de Ben. Como la maestra era una mujer comprensiva hizo cuanto pudo para facilitarle los comienzos. En lectura y escritura demostró ser bueno y orgullosamente se colocó entre los muchachos de su misma edad; pero cuando llegó el turno de demostrar sus conocimientos en aritmética y geografía tuvo que descender casi hasta la altura de los principiantes, no obstante los esfuerzos que hiciera Thorny para «sacarlo a flote». Esto lo mortificaba enormemente y en algunas ocasiones tuvo que sentarse al lado de la querida Betty, quien se condolía cuando él se equivocaba y sonreía con verdadera alegría cada vez que Ben la aventajaba, coa que fue ocurriendo poco a poco con mayor frecuencia. Ella no era una niña muy inteligente y avanzaba con trabajo, muy por detrás de Bab que ya se destacaba entre las alumnas mayores que ella.

Afortunadamente, Ben era un muchacho bajo e inteligente, de modo que no quedaba muy fuera de lugar entre los niños de diez y once años. Había tomado con tanto empeño sus estudios como en otra época sus entrenamientos para dar un salto en alto o tocarse la cabeza con los talones. Esa clase de ejercicios le habían dado vigorosa elasticidad a su pequeño cuerpo; ahora le tocaba el turno de adiestrar su mente para que sus facultades le respondieran con tanta rapidez y seguridad como sus músculos que le permitían ubicarse con confianza donde cualquier otro podía haber temido caer y romperse la nuca. Su consuelo era comprobar que aunque los ejercicios de aritmética le daban mucho trabajo, podía en cambio pegar saltos mortales y quedar firme y derecho sobre el suelo como no sabría hacerlo ningún otro. Cuando los muchachos se burlaban de él al oírle decir que China estaba en África, los dejaba mudos revelando los conocimientos que poseía acerca de los animales que poblaban aquel país. Y cuando lo nombraron «el número uno en lectura» se sintió muy orgulloso y superior a sus compañeros.

La maestra lo estimulaba cuanto le era posible y corregía sus muchos errores con tal paciencia que Ben dejó de sentirse intimidado y afligido y trató de abrirse paso hacia adelante. Nadie pudo dejar de respetar sus esfuerzos y todos disimularon sus torpezas. De este modo se deslizó la primera semana y, aunque el corazón del muchacho más de una vez se había encogido de vergüenza frente a la lucha con su propia ignorancia, se propuso vencer, volvió a reanudar la batalla al lunes siguiente con renovado celo y nuevos bríos provocados, sobre todo, por la alegre charla que sostuviera con la señorita Celia el domingo al atardecer.

No le confió a ella, sin embargo, una de sus más grandes preocupaciones, pues pensó que no podría ayudarlo de ningún modo. Algunos de los muchachos lo trataban un tanto despectivamente llamándolo «vagabundo» y «limosnero», y lo molestaban diciéndole que había venido de un circo donde había vivido en carpas como los gitanos. Los niños no querían ser crueles, pero les divertía molestarlo, sin pensar por un momento que esas bromas lo hicieran sufrir tanto. Ben simuló no hacer caso, pero sufría mucho, pues hubiera deseado olvidar el pasado y ser como los demás compañeros. No se avergonzaba de su vida anterior, pero como descubría que los que estaban a su alrededor la criticaban deseaba olvidarla. Por su propio bien, además, pues los recuerdos de los últimos días que pasara allá no eran muy gratos y las comodidades de que gozaba en el presente le hacían parecer más terribles las penurias pasadas.

No dijo nada de todo eso a la señorita Celia, pero ella llegó a saberlo. Entonces lo quiso más al darse cuenta de que era capaz de soportar con tanta entereza sus sinsabores. Bab y Betty llegaron llenas de indignación cierto lunes por la tarde a consecuencia de ciertos insultos que Sam había proferido contra Ben. La señorita Celia las vio tan conmovidas que comprendió que no iban a prestar atención a sus lecturas, de modo que les pidió que le contaran lo acaecido. Las niñas prorrumpieron entonces en exclamaciones y frases entrecortadas que no dieron, por cierto, una idea muy clara del motivo de su indignación.

—… y dijo que Ben debía vivir en la casa de los cuidadores…

—… y Ben le contestó que él debía vivir en un chiquero.

—Y tiene razón. Ése es el sitio que le corresponde a un muchacho tan glotón que siempre lleva grandes manzanas y nunca convida a nadie…

—Sam se enojó y nosotras nos echamos a reír. Entonces él preguntó: «¿Quieres pelear?».

—Y Ben contestó: «No gracias. No es muy divertido golpear a un fardo de estopa».

—Sam se puso furioso y corrió a Ben hasta el arce gigante.

—Allá quedó Ben, trepado al árbol, de donde Sam no lo dejará bajar si no retira todo lo dicho.

—Ben se niega y yo me temo une tendrá que quedarse allí toda la noche —manifestó Betty afligida.

—A él no le importa, y nosotros nos divertiremos llevándole la comida. Torta de nueces, queso y también algunas peras asadas. Se las arrojaremos y él las recogerá en el aire. ¡Es tan diestro!… —agregó Betty dispuesta a sacar buen partido de aquella situación.

—Si no aparece a la hora del té iremos a buscarlo. Me parece que va he oído decir algo acerca de los malos ratos que Sam hace pasar a Ben. No estoy mal informada, ¿verdad? —preguntó la señorita Celia dispuesta a defender a su protegido de las persecuciones injustas.

—Sí, señorita. Sam y Moses están siempre molestando a Ben. Ellos son más grandes y nosotros no podemos hacerlos callar. Yo no he permitido que las niñas los imiten y los más pequeños no se atreven a hacerlo después de la reprensión de la maestra —explicó Bab, ilustrando sus palabras con amplios gestos.

—¿Por qué no ha hablado la señorita con los otros?

—Porque Ben no los ha acusado ni ha permitido ore lo hagamos nosotras. Nos ha dicho que sabe defenderse solo y que odia los chismes. Estoy segura de que tampoco le gustará saber que se lo hemos contado a usted. Pero no importa que lo sepa. Todo eso está muy mal. —Y Betty parecía próxima a echarse a llorar al recordar las tribulaciones por las que debía pasar su amigo.

—Estoy contenta de que hayan hablado. Ya me ocuparé yo de esto —respondió la señorita Celia después que las niñas le hubieron revelado las afrentas que había soportado Ben.

En ese momento apareció Thorny, quien parecía muy divertido.

y las niñas corrieron hacia él para preguntarle al unísono:

—¿Viste a Ben? ¿Lo ayudaste a bajar del árbol?

—Se bajó de la forma más graciosa que ustedes pueden imanar —contestó Thorny riendo.

—¿Dónde quedó Sam? —preguntó Bah.

—Mirando para arriba para ver por dónde voló Ben.

—¡Oh, cuenta, cuenta!… —rogó Betty.

—Bueno… Yo pasaba por allí y encontré a Ben trepado al árbol mientras Sam le arrojaba piedras. Ordené al «gordo» que dejara de hacer eso y me contestó que no lo haría hasta que Ben no le pidiese perdón. Ben le respondió que nunca le pediría perdón, así tuviese que estar una semana allí arriba. Yo me disponía entonces a dar su merecido al bribón de Sam, cuando acertó a pasar un carro cargado de heno. Ben se dejó caer sobre él tan rápidamente que Sam no lo advirtió. A mí me causó tanta gracia que dije a Sam que lo dejaba solo para que se las entendiese con Ben, y allá debe estar preguntándose por dónde diablos ha desaparecido su enemigo.

La idea del chasco que se había llevado Sam divirtió a todos y rieron a carcajadas hasta que la señorita Celia los hizo callar para preguntar:

—¿A dónde ha ido Ben?

—Sin duda dará un buen paseo. Luego vendrá para aquí corriendo muy divertido. Pero yo tendré que poner en su lugar a Sam. No quiero que haga daño a Ben ni que éste se deje intimidar por nadie.

—A excepción de ti, naturalmente —dijo su hermana con una sonrisa burlona, pues Thorny se mostraba a veces muy altivo con su amigo.

—A él no le importa que yo le haga reproches de vez en cuando. Es por su bien que procedo así, y siempre me pongo de su parte contra los demás. Sam es muy pendenciero, lo mismo que Mose, y a ambos les daré una buena paliza si no dejan de molestar a Ben.

Deseando que su hermano no interviniese en ninguna pelea, la señorita Celia propuso métodos de convicción más suaves, y aseguró que ella misma conversaría con los muchachos si se producía nutra pelea.

—He estado pensando que se podría preparar una alegre reunión para el cumpleaños de Ben. Mi plan era hacer una fiesta sencilla, pero la haremos más grande, invitaremos a todos los muchachos y Ben será el rey de la fiesta. Necesita que se lo premie por los esfuerzos que ha hecho en el colegio. Ahora que ha dado los primeros pasos, creo que seguirá adelante con mucho entusiasmo. Si lo tratamos con respecto y demostramos que lo tenemos siempre en cuenta, los demás nos imitarán. Y eso será mejor que andar peleándose por ahí.

—¡Tienes mucha razón!… ¿Qué haremos para que la reunión resulte fiesta de primera? —preguntó Thorny, cayendo de inmediato en la trampa que le tendiera su hermana.

—Proyectaremos algo interesante. Alguna «gran combinación», como acostumbras a llamar a tus raras mezclas de tragedia, comedia, melodrama y farsa —respondió su hermana con la cabeza llena de divertidos planes.

—Haremos alguna representación teatral. Creo que esta gente no ha visto teatro en su vida, ¿eh, Bab?

—He visto un circo…

—Nos disfrazaremos y representaremos «Los niños en el bosque» —propuso Betty.

—¡Bah… Eso no vale nada. Yo les enseñaré lo que es representar una obra y haré que se les pongan los pelos de punta. Ustedes también intervendrán en la representación. Bab podrá hacer muy bien el papel de la niña perversa… —empezó a decir Thorny entusiasmado ante la perspectiva de producir sensación en las tablas y siempre listo para azuzar a Bab.

Antes de que Betty pudiese protestar diciendo que no quería que se pusieran los pelos de punta y de que Bab rechazara indignada el papel que le ofrecían, se ovó un agudo silbido y la señorita Celia susurró haciendo una señal de advertencia:

—¡Chist! Ben se acerca. Él no debe enterarse de nada aún.

El día siguiente era miércoles, y la señorita Celia concurrió a una audición de recitado que daban los niños. Era muy poco frecuente que las madres o hermanas mayores dispusiesen de tiempo para concurrir a aquellas audiciones, de modo que cuando la señora Moss y la señorita Celia se presentaron en el colegio, fueron muy bien recibidas por la complacida y orgullosa maestra y un murmullo general se levantó en el aula al verlas aparecer. Todas las niñas dirigieron sus miradas hacia las visitantes y las señalaron luego a Bab y Betty, quienes sonreían con sus redondas caritas iluminadas de alegría al ver a «mamá» sentada junto a la maestra. Y los muchachos sonrieron a Ben, cuyo corazón se puso a latir desordenadamente al ver que su querida señorita había venido sólo para oírle decir su parte.

Thorny le había recomendado que eligiese «Marco Bozzans», pero Ben prefirió «John Gilpin» e hizo el recitado de la famosa carrera con gran elocuencia, poniendo mucho más énfasis en algunos párrafos y si bien en otros necesitó ayuda concluyó su parte con éxito, aunque casi sin alientos. Se sentó en medio de grandes aplausos, algunos de los cuales, cosa muy curiosa, le pareció que llegaban desde afuera. Y así era en efecto, pues Thorny, que no había querido perderse el placer de escucharlo, había permanecido afuera para no confundir al orador.

A continuación se oyeron otros recitados guerreros o patrióticos los que decían los muchachos, sentimentales los de las niñas. Sam fracasó en su intento de recitar uno de los grandes discursos de Webster y el pequeño Cy Fay atacó resueltamente:

—¡Otra vez al combate!

Y lo dijo todo, sin equivocarse, con su vocecita anuda, haciendo así honor a su hermano mayor que se lo había hecho ensayar con tanto cuidado, Billy había elegido un trozo muy conocido, pero lo recitó de tal modo que lo hizo interesante. Sus gestos eran vivos y asombrosas las modulaciones de la voz.

Cuando recitó:

"La selva sobre un fondo de cielo tormentoso

sus gigantes ramas sacudió"

giraron sus brazos como aspas de un molino de viento. Y «los himnos de orgullosos vítores» no solamente «sacudieron las profundidades de las desiertas tinieblas» sino también a los pequeños niños sentados en sus bancos y la escuela toda celebró «los cánticos de los libres». Cuando «el águila marina remontó su vuelo» Billy pareció remontarse también. Una expresiva mirada representó «el ojo sagaz de la mujer» y los bucles caídos sobre la ardiente frente del orador dieron fuerza a «las cejas del hombre severamente fruncidas». Con un fuerte golpe sobre su pecho señaló dónde estaba situado «el fuero corazón del joven».

—«¿Qué buscan tan lejos?» —preguntó con un tono tan natural fijando sus ojos en Mamie Piters que la pequeña, sobresaltada, respondió:

—No sé… —razón por la cual el recitador se apresuró a señalar con su dedo gordezuelo su propio corazón y concluir In poesía, que fue considerada la más preciosa joya de la colección. Billy volvió a su asiento muy orgulloso, completamente convencido de que su pueblo natal tenía un orador que con el tiempo eclipsaría a Edward Everett y a Wendell Phillips.

Sally Folsom atacó «El bosquecillo de coral», elegido con el expreso propósito de sobresaltar y hacer sonrojar a su amiga Almira Mullet al recitar la segunda estrofa de ese hermoso poema que hablaba de un «mullet» que efectuaba correrías.

Una de las niñas mayores recitó «Perdido Amor», de Wodsworth con acento melancólico, apretando las manos y lanzando un ¡oh!… tan fuerte como si le hubiesen extraído una muela.

Bab prefería las piezas cómicas y ésa divirtió e hizo reír a todos por la gracia con que dijo el jocoso poema «La casa de los gatitos». Lanzaba unos estridentes «miau» y cuando explicó cómo la «afectuosa mamá gata se rascaba la nariz» imitó tan bien el gesto del animal que los niños lo festejaron con chillidos de alegría. Y concluyó con un «miau» tan perfecto que su auditorio consideró que jamás se había escuchado mejor imitación.

La pequeña y dulce Betty murmuró más que recitó «Lirio blanco», balanceándose de derecha a izquierda como si solamente así pudiese decir los versos.

—Hemos llegado al fin de este recital. Si alguna de las señoras desea dirigir unas palabras a los niños yo las agradeceré encantada —dijo cortésmente la maestra antes de despedir a sus alumnos con una canción.

—Permítame, entonces, señorita. Me gustaría dirigirles unas palabras a los niños —manifestó la señorita Celia obedeciendo a un repentino impulso; y adelantándose con el sombrero en la mano hizo un gracioso saludo antes de recitar la hermosa balada de Mary Howitt, «Mabel en un día de verano». Se la veía tan joven y alegre y sus ademanes eran tan sencillos y expresivos, hablaba con voz tan dulce y clara que los niños quedaron encantados como si hubiesen sido hechizados. Aprendieron la lección que quería darles esta nueva profesora y entendieron el consejo que ratificaba la última estrofa:

"Es bueno hacer todas las tareas gratas,

estar alerta y ser bondadoso.

Y es bueno tener como la pequeña Mabel

un espíritu ansioso de aprender".

Por supuesto, mientras la señorita Celia regresaba a su asiento la acompañó un caluroso aplauso, y en tanto las manos golpeaban con entusiasmo las conciencias se despertaban y más de uno lamentó sus gestos hoscos y los errores cometidos.

—Ahora cantemos —propuso la maestra. Y mientras todos se apuran a componer sus gargantas la puerta se abrió y apareció Sancho con el sombrero de Ben en la cabeza, caminando sobre las patas traseras, las delanteras cruzadas humildemente, acompañada su marcha por una voz que, desde afuera, cantaba:

Benny tenía un perrito

de pelo todo blanquito;

y dondequiera que iba

el perrito lo seguía.

Cierta vez se fue a la escuela

y entró sin pedir permiso.

Todos los chicos rieron.

al ver un perro…

El travieso Thorny no pudo continuar; pues una gran carcajada ahogó sus últimas palabras y la orden de Ben «¡fuera, bribón!» … obligó a Sancho a escapar corriendo sobre sus cuatro patas.

La señorita Celia procuró disculpar a su hermano frente a la maestra, quien le aseguró que la broma carecía de importancia, en tanto que la señora de Moss trataba, aunque en vario, de hacer callar a sus hijos por medio de gestos. Ellas, como los demás; no podían dejar de reír y sólo se apaciguaron cuando sonó la campanilla ordenando silencio. La hermosa dama que había recitado antes volvió a ponerse de pie y dijo con su tono cordial:

—Deseo agradecerles el hermoso momento que me han hecho pasar y espero poder gozar de otro igual muy pronto. También quiero invitarlos a todos a la reunión que haremos para festejar, el próximo sábado, el cumpleaños de nuestro querido amigo Ben. Por la tarde se realizará el concurso de los tiradores de arco y espero que los dos clubs estén representados. Nos divertiremos y reiremos sin temor de contravenir a ninguna regla. Los invito en nombre de Ben e imagino que vendrán todos, pues deseo que éste sea el cumpleaños más feliz de su vida.

Había veinte alumnos en el aula, pero los ochenta pies y manos hicieron tal barullo al escuchar la invitación, que cualquiera que hubiese pasado por allí hubiera podido pensar que eran más de cien los alumnos de la escuelita. Todos quisieron un poquito más a la señorita Celia a quien siempre habían estimado porque nunca dejaba de saludar a las niñas, llamaba por sus apellidos a los varones y hasta los trataba de «señor» algunas veces, y si ella les hubiese dicho que los aguardaba para darles una buena paliza, habrían acudido seguros de que se trataba de una broma divertida.

Es de imaginar con cuánta alegría recibieron la invitación; sin que a ninguno se le ocurriera pensar cual era el verdadero motivo de ésta, y era un espectáculo digno de ver la cara que puso Ben. Estaba tan contento y orgulloso por el honor que le hacían que no sabía cómo ni adónde mirar. Por eso respiró aliviado cuando pudo disparar con los otros muchachos y saltar por el campo para dar rienda suelta a su emoción. No se le había escapado que algo tramaban para su cumpleaños, pero jamás soñó que fueran a invitar a su fiesta a la escuela entera con maestra y todo. Muy pronto se vieron los efectos de la invitación, cosa que resultó bastante cómica. Los niños pugnaban por superarse en atenciones hacia Ben y hasta Sam, quien temió lo dejaran de lado, ofreció el olivo de la paz en la forma de una tibia manzana que extrajo de su bolsillo. Mose propuso un cambio que ofreció enormes ventajas a Ben, pero quien hizo el sacrificio más grande fue Thorny, pues dijo a su hermana cuando regresaban a su casa:

—No quiero ser un competidor de ellos. Tiro mejor, pues he tenido una larga práctica, y no deseo ganarles el premio. Ben y Billy son, después de mí, los que tiran mejor. Ben tiene más fuerte el brazo, pero Billy calcula mejor la puntería, y ambos quieren ganar. Si le dejo la vía libre, Ben tendrá más probabilidades, ya que su único competidor será Billy, pues los demás no podrán competir con él.

—Te equivocas. Bab puede ser una seria competidora. Tira tan bien como Ben y desea ganar el premio tanto como los dos muchachos. Habrá que darle también su oportunidad.

—La tendrá, pero no conseguirá nada. Las muchachas no pueden ganarle a los varones, por más deseos que tengan de conquistar el premio.

—Si yo tuviese mis dos brazos sanos te enseñaría lo que una mujer es capaz de hacer cuando quiere. No te vayas tan alto, jovencito, porque puedes venirte abajo —advirtió la señorita Celia divertida con la fatuidad de su hermano.

—No hay peligro de que eso ocurra —aseguró Thorny y con toda calma se alejó en busca de los cartones que iba a llevar para que Ben practicara.

—Veremos… —contestó la señorita Celia quien, a partir de ese momento se propuso hacer de Bab su alumna y dar una lección al señor Thorny, a quien le gustaba demasiado creerse superior e infalible.

También hacía aquello con un poco de traviesa intención, ya que ella, no obstante sus veinticuatro años, era una niña aún en lo más íntimo de su corazón y deseaba demostrar que las niñas podían triunfar y llegar a hacer lo que se proponían con paciencia y tenacidad.

De modo que se ocupó de adiestrar a Bab mañana y tarde, guiándola con la mano que tenía sana. Bab estaba encantada pensando que podía llegar a competir por su club en el concurso.

Le dolían los brazos y se le endurecían los dedos cuando ponía el arco tenso, pero era infatigable y como, además, era más fuerte y alta de lo que correspondía a su edad y tenía una gran disposición para los deportes, progresó mucho y rápidamente. Aprendió a tirar flecha tras flecha y cada vez con mayor seguridad y más cerca del blanco.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook