Capítulo XX

 

Un grandioso despliegue de banderas y gallardetes se movían agitados por la brisa aquella mañana de septiembre, día en que Ben cumplía sus trece años. Algo extraño parecía haber invadido la vieja casa, pues estandartes de toda forma y tamaño, color y diseño se agitaban desde el interior hasta la galería, desde el «porch» hasta la puerta de entrada, con lo cual, ese lugar tan apacible, parecía una carpa de circo: lo que más deseaba Ben y lo que más feliz le hacía.

Los muchachos se habían levantado muy temprano para preparar todo, y la brisa matutina hacía hacer extrañas contorsiones a los pendones a medida que los iban colgando. El león alado de Venecia parecía querer volar a su tierra; el dragón chino blandía su doble cola como si quisiese apoderarse del pavo real birmano; el águila rusa de doble cabeza picoteaba con uno de sus picos a la media luna turca, mientras otros parecían gritar a la efigie real inglesa que se acercara. En el apuro de izar los pabellones, el elefante siamés quedó cabeza abajo, y se movía graciosamente sobre su cabeza, con la estrella y banda moviéndose sobre él. Una gran bandera con un arpa y un manojo de trébol colgaba de la puerta de la cocina y Katy, la cocinera, les sirvió el desayuno cantando «El día de San Patricio por la mañana».

Cubrieron el jergón de Sancho con un brillante papel que representaba el brillante estandarte español, y en el mástil de la cochera, izaron el sol y la media luna de Arabia como un homenaje a Lita, ya que se considera a los caballos árabes como los mejores del mundo.

Las niñas salieron a ver y declararon que aquello era el espectáculo más hermoso que habían visto en su vida, mientras Thorny ejecutaba en su pífano «Arriba Columbia» y Ben, montado sobre el portón de entrada, cantaba a voz en cuello como si fuese un feliz galopín que había llegado a la mayoría de edad. Se había sorprendido y había quedado encantado con los obsequios que encontrara esa mañana, al despertarse en su habitación y se dio cuenta que los presentes venían de Thorny y la señorita Celia por la caja de fósforos que simulaba una trampa de ratones y que estaba junto con ellos. Los gemelos y el látigo constituían un verdadero tesoro que la señorita Celia no le había regalado cuando pensara, ya que el regreso de Sancho había devuelto la alegría a Ben. Éste agradeció también a la señora Moss el rico postre con que le obsequiara y a las niñas los mitones rojos que con tantos sacrificios y en secreto habían tejido para él. El que había tejido Bah era alzo angosto y tenía el pulgar muy estrecho, en tanto que el de Betty era corto y ancho, con un pulgar casi sin punta. Imposible les resultó emparejarlos; no obstante los esfuerzos que hizo la señora Moss con la plancha, para gran desesperación de las niñas. Pero Ben les aseguró que los prefería así, de lo contrario nunca sabría cuál era el derecho ni cuál el izquierdo. Se los puso de inmediato y salió haciendo restallar el flamante látigo con una expresión tal de alegría que era diana de verse, mientras los otros muchachos los seguían llenos de admiración hacia el héroe del día.

Estuvieron muy ocupados durante toda la mañana preparando las cosas y tan pronto como el almuerzo tocó a su fin corrieron todos a ponerse sus mejores galas, pues, aunque estaban invitados para las dos de la tarde, desde la una ya se podía ver a niños y niñas dar vueltas, impacientes, por las avenidas.

El primero en llegar fue un personaje a quien no se había invitado. En cierto momento en que Bab y Betty estaban sentadas en los escalones del «porch» vestidas con sus rosados trajecitos de algodón y sus delantales almidonados, descansando hasta que comenzase la fiesta, oyeron un crujido por detrás de las lilas y en seguida hizo su aparición Alfred Tennyson Barlow, ataviado como un pequeño Robin Hood, con una blusa verde, una enorme hebilla plateada en el cinturón, una pluma en la gorra y una flecha en la mano.

—He venido al concurso de tiro. Oí hablar de él y mi papá me explicó qué es la ballestería. ¿Hay masitas? ¡Me gustan tanto!…

Después de pronunciar las anteriores palabras, el poeta tomó asiento y aguardó la respuesta. Las jovencitas rieron divertidas, pero en seguida recordaron sus buenos modales y se apresuraron a informarle que había montañas de dulces y que la señorita Celia no tornaría a mal su visita aunque él no hubiese sido invitado.

—Ella me pidió que volviera, pero yo he estado muy ocupado. Tuve sarampión. ¿Lo tuvieron ustedes? —preguntó el visitante ansiando poder hacer comparaciones sobre ese asunto.

—¡Oh, sí! …, pero hace mucho tiempo. ¿Qué otra cosa estuviste haciendo además de eso? —preguntó Betty demostrando gran interés.

—Pelee contra un moscardón…

—¿Quién venció? —preguntó Bab.

—Yo… Salí corriendo, y él no pudo alcanzarme.

—¿Sabes manejar bien el arco?

—Di en el blanco apuntando a una vaca, pero ella ni lo notó siquiera. Creo que pensó que se trataba de un mosquito.

—¿Sabe tu mamá que vendrías? —preguntó Bah que experimentaba extraordinario interés por los prófugos.

—No. Ella había salido de paseo, de modo que no pude pedirle permiso.

—Eso está muy mal hecho. Mi libro de los domingos dice que los niños desobedientes no van al cielo —observó la virtuosa Betty con tono de amonestación.

—Yo no quiero ir allá —fue la rápida respuesta del niño.

—¿Por qué no? —preguntó severamente Betty.

—Allá no hay barro. Así me lo dijo mamá, y a mí me gusta jugar con barro. Me quedare aquí donde abunda. —Y el inocente niño comenzó a arrancar yuyos del suelo.

—Temo que seas un niño muy malo.

—¡Oh!… ¡Lo soy!… Mi papá lo dice a menudo, y él sabe mucho —replicó Alfred con un involuntario temblor que respondía tal vez, a tristes recuerdos. Luego, como si ansiara cambiar de conversación y que ésta no versase sobre temas tan personales, preguntó señalando en dirección a una hilera de burlones rostros que asomaban sobre el muro:

—¿Ésos son los blancos de ustedes?

Bab y Betty levantaron rápidamente la cabeza y reconocieron las caras familiares de sus amigos.

—¡Debieran avergonzarse de espiar antes de que comience la fiesta!… —les gritó Bah frunciendo amenazadoramente las cejas.

—La señorita Celia nos dijo que viniéramos antes de las dos para recibir a los invitados si ella no estaba lista todavía —agregó Betty para darse importancia.

—Están dando las dos. ¡Entremos, niñas!… —invitó Sally Folsom trepando por encima de la cerca seguida de varias audaces como ella. En ese momento apareció la señorita de la casa.

—Parecen ustedes amazonas que toman por asalto un fuerte —les dijo mientras las niñas se acercaban provistas cada una de sus arcos y flechas—. ¿Cómo está usted, señor? Hace tiempo que aguardábamos su visita —agregó la señorita Celia dando la mano al hermoso muchachito, quien ya estaba impaciente esperando el reparto de dulces y caramelos.

En ese momento apareció un tropel de muchachos y ya no se hicieron más comentarios porque todos ansiaban que comenzase la fiesta. La columna se puso en marcha precedida por Ben, que ocupaba el sitio de honor, mientras las niñas y los niños lo seguían en parejas tomados del brazo, con los arcos colgados del hombro en correcta formación.

Thorny y Bill eran los músicos e iban uno con su trompeta y el otro con su tambor tocando con brío una marcha a cuyo compás se movían todos los pies. Los ojos brillaban de alegría y los cuerpos se movían con gracia. El pequeño extranjero llevaba el premio delicadamente colocado sobre un almohadón rojo. Lo sostenía con gran dignidad y caminaba al lado del portaestandarte, Cy Fay, quien llevaba la bandera preferida de Ben: blanca como la nieve con una guirnalda verde que rodeaba un arco y una flecha.

Tal era la alegre comitiva que marchaba dando vueltas por el lugar, que se internó por los ondulados senderos hasta detenerse en la huerta donde habían colocado el blanco y donde había varios bancos para que se sentaran los tiradores, mientras aguardaban su turno. Se discutieron las reglas y después de ponerse de acuerdo comenzó el certamen. La señorita Celia insistió en que debían invitar a las niñas a competir con los varones y éstos aceptaron sin discutir, diciéndose los unos a los otros:

—Dejemos que prueben, si quieren. Ellas no podrán hacer nada.

Hubo muchas demostraciones de destreza antes de que comenzara verdaderamente el certamen. Y en esos ensayos los muchachos descubrieron que las niñas podían hacer algo, pues Bab y Sally, por ejemplo, tiraban mejor que muchos de ellos. La expresión de asombro que se pintó en todos los rostros y los murmullos de admiración fueron un justo premio para la destreza de las dos niñas.

—¡Vaya, Bab! …, lo haces tan bien como si yo hubiese sido tu maestro —dijo Thorny muy sorprendido y no del todo complacido por la habilidad de la pequeña.

—Me entrenó una dama y yo pienso vencerlos a todos ustedes —respondió Bab con arrogancia, mientras sus ojos se volvían hacia donde estaba la señorita Celia para hacerle un guiño travieso.

—No te hagas ilusiones —aconsejó Thorny muy seguro, pero se acercó a Ben y le murmuró al oído—: Pórtate lo mejor que puedas, viejo, porque mi hermana ha adiestrado a Bab y le ha descubierto los secretos de la técnica, y la muy tunante tira mejor que Billy.

—Pero nunca podrá superarme a mí —aseguró Ben preparando sus mejores flechas y probando la cuerda de su arco con tal aire de confianza que tranquilizó a Thorny quien, a partir de ese momento, consideró imposible que una niña pudiese aventajar a un muchacho, cualquiera fuese el campo en que compitieran.

No obstante, por muchas razones se hacía presumible que, cuando llegara el instante decisivo. Bab resultaría ganadora, y los niños se sentían inquietos a medida que los seis últimos competidores seleccionados en las pruebas preliminares iban ocupando sus sitios frente al blanco. Thorny era el árbitro y estudiaba todos los tiros, pues la flecha que más se aproximase al centro sería la del ganador. Cada uno tenía derecho a tres tiros finales y muy pronto los espectadores pudieron comprobar que Ben y Bab eran los mejores tiradores, y que uno de ellos, seguramente, ganaría la flecha de plata.

Sam siempre se había mostrado muy perezoso en la práctica del tiro al blanco se retiró muy pronto del certamen pretextando e imitando así a Thorny, «que no estaba bien que un muchacho grande como él compitiera con los pequeños», declaración que provocó grandes risas y demostró su falta absoluta de capacidad. Mose fue un competidor más serio, y si su ojo hubiese sido tan seguro como su brazo los «pequeños» habrían temblado. Pero ninguno de sus tiros se acercó tanto al centro como los de Billy y tuvo que retirarse después del tercer tiro errado diciendo que era imposible tirar contra el viento, aunque en realidad apenas soplaba una tenue brisa.

Sally Folsom estuvo a punto de superar a Bab y empuñó el arco con gran estilo. Pero todo fue en vano. Lo mismo le sucedió a María Newcomb, la tercera niña que se presentó en la competencia. Como era un poco corta de vista había llevado puestos los anteojos de su hermana, razón por la cual tenía mucho menos probabilidades de éxito; porque como sentía que algo le apretaba la nariz se distraía y, para su desesperación, ninguna de sus flechas llegó siquiera al segundo círculo. Billy demostró mucha destreza, pero se puso nervioso cuando le llegó el turno de efectuar el último tiro y perdió la oportunidad de dar en el blanco a raíz de su impaciencia.

A Bab y a Ben les quedaba aún un tiro. Ellos sabían muy bien que ése decidiría la victoria. Ambos se habían aproximado al blanco, pero no habían conseguido aún dar en el centro, de modo que tendrían que hacer un esfuerzo y superarse. Los niños se amontonaban a su alrededor gritando impacientemente:

—¡Vamos, Ben!…

—¡Ahora, Bab!…

—¡Véncela, Ben!…

—¡Gánale tú, Bab!

Y Thorny estaba tan ansioso como si el destino del país dependiese del éxito de su protegido.

Primero le tocaba tirar a Bab y mientras la señorita Celia examinaba su arco para comprobar si estaba en perfectas condiciones, la niña dijo clavando la mirada en el rostro nervioso de su rival:

—Quiero ganar, pero Ben se quedará tan triste si lo consigo, que espero no vencerlo.

—A veces perder un premio puede hacer más feliz que ganarlo. Tú has demostrado que eres superior a los demás competidores, de modo que si no resultaras vencedora, lo mismo podrás sentirte orgullosa —respondió la señorita Celia con una expresiva mirada que decía mucho más que sus palabras.

Esto dio a Bab una idea. Por su cabeza cruzaron rápidamente recuerdos, deseos y planes de otrora, y, obedeciendo ciegamente a un impulso generoso, murmuró:

—Creo que Ben será el vencedor —al mismo tiempo que una luz de bondad iluminaba sus ojos mientras se acercaba a disparar su flecha sin tomarse el trabajo de hacer puntería.

Su flecha fue a dar a la derecha del centro, tan cerca de éste como ocurriera con la otra flecha que tirara antes sobre el lado izquierdo. Un clamor de alegres gritos acogió el resultado de este tiro proclamado por Thorny. El muchacho se había acercado en seguida a Ben para decirle preocupado:

—¡Firme, viejo, firme!… ¡Debes ganarle si no quieres que se burlen de nosotros hasta el fin de nuestros días!…

Ben no respondió. Apretó los dientes, arrojó al suelo su sombrero y juntando las cejas con expresión resuelta se preparó para hacer puntería. El corazón le golpeaba dentro del pecho y el dedo pulgar temblaba cuando oprimió la flecha con la cuerda del arco.

—Espero que ganes. Lo deseo sinceramente —susurró Bab a su lado. Y como si el generoso deseo hubiese servido de impulso, la flecha voló derechamente y fue a clavarse muy cerca de donde la flecha disparada por la niña había dejado su señal.

—¡Empataron!… ¡Empataron!… —gritaron las niñas y corrieron adonde estaba el blanco.

—¡No!… ¡La flecha de Ben ha dado más cerca del blanco!… —exclamaron los muchachos arrojando sus sombreros hacia lo alto.

La diferencia era mínima y Bab hubiera podido, honestamente, discutir la decisión. Pero no lo hizo, aunque por un instante no pudo dejar de desear que la aclamación general hubiese sido «¡Bab es la vencedora! …» «¡Hurra por Bab! …» Esas palabras habrían sonado deliciosamente en sus oídos. Pero luego vio el rostro iluminado de Ben, oyó el suspiro de alivio de Thorny y alcanzó a darse cuenta de la mirada bondadosa con que la envolvía la señorita Celia.

Y entonces comprendió, al mismo tiempo que su carita se arrebolaba de placer, que era verdad aquello de que perder un premio deparaba, a veces, más placer que ganarlo. Tiró ella también su sombrero al aire y gritó con voz chillona su «¡Hurra! …, hurra!», que sonó más fuerte y gracioso, ya que se oyó después que el rumor general se hubo apagado.

—¡Bien por Bab!… —exclamó a su vez Thorn—. Eres un honor para el club y yo estoy orgulloso de ti. —Y le dio un apretón de manos, pues, aunque su protegido había salido victorioso no podía dejar de reconocer que la niña lo había puesto en un serio peligro.

A Bab la regocijaron enormemente tales palabras, pero mucho más orgullo experimentó cuando, minutos después, mientras escondida detrás del árbol se chupaba un dedo maltratado y Betty le arreglaba las trenzas deshechas, se acercó Ben y le dijo:

—Creo que debiéramos haber considerado que el certamen terminó con un empate, Bab. Por eso deseo que tú luzcas esto. Quería ganar, pero no me interesa el premio. Será mejor que tú, que eres una niña, lleves sobre tu pecho este adorno femenino.

Y diciendo así Ben le ofreció la roseta de cintas verdes que sostenía la flecha de plata. Los ojos de Bab brillaron de alegría, pues ella había deseado tanto aquel «adorno femenino» como la misma victoria.

—¡Oh, no!… ¡Debes usarlo tú!… Es para el vencedor y a la señorita Celia no le gustaría que éste lo rechazara. No me preocupa no haberlo ganado. Demostré ser mejor que los demás y no me habría disgustado vencerte, pero me conformo con el resultado —respondió Bab poniendo inconscientemente en sus palabras infantiles la dulce generosidad que hace que muchas niñas renuncien, contentas, a los halagos y premios merecidos en favor de sus queridos hermanos mayores.

Pero si Bab era generosa, Ben era justo, y, aunque no sabía expresar sus sentimientos se negó a aceptar toda la gloria para sí y obligó a su querida amiga a compartirla.

—Debes usar esto. Yo no sería feliz si lo rechazaras. Te esforzaste más que yo, pero a mí me favoreció la suerte. ¡Por favor, Bab!, ¡tómalo!… —rogó Ben quien quería prender el adorno en el blanco delantal de la niña con sus manos torpes.

—Bien, lo aceptaré, pero ¿me perdonas por fin por haber dejado que se perdiera Sancho? —preguntó Bab con tanta ansiedad que Ben se apresuró a contestar:

—Lo hice desde el día que él regresó.

—¿Ya no me crees mala?

—No, por cierto. Eres una de las mejores niñas y yo estaré siempre a tu lado —replicó ansioso por comportarse dignamente con su rival femenino cuya habilidad lo había hecho elevarse a sus ojos.

Comprendiendo que Ben no diría nada más, Bab dejó que colocará la roseta sobre su pecho convencida en su interior de que tenía algún derecho sobre él.

—Allí es donde debe lucir. Ben es un verdadero caballero. Obtiene una victoria, pero ofrece el trofeo a su dama —dijo la señorita Celia a la maestra en tanto que los niños se reunían para jugar y llenaban la huerta con sus gritos.

—Sin duda los ha aprendido en algún espectáculo del circo. Es un buen muchacho y yo tengo mucho interés en que progrese. Él, por su parte, pone las dos principales cualidades que necesita un hombre para ir adelante: paciencia y valor —respondió la maestra.

Al mismo tiempo miraba cómo el joven caballero se dedicaba a jugar al salto de rana y la honorable damita corría con sus compañeras.

—Bab es una niña deliciosa —agregó la señorita Celia—: es rápida como una flecha para captar una idea y llevarla a la práctica. Estoy segura de que, si se hubiese empeñado, habría podido vencer, pero debe haber considerado que era más noble dejar que triunfase Ben y reparar así la pena que ella le causó cuando perdió el perro. Yo vi cruzar un resplandor de bondad por sus ojos hace un momento. ¡Ah!… ¡Ben no sabrá nunca por qué ganó!…

—Bab tiene arranques semejantes en el colegio. Yo no puedo reprocharle esas pequeñas satisfacciones, aunque a veces sus sacrificios me parezcan inútiles —comentó la maestra—. No hace mucho descubrí que había estado dando —todos los días su merienda a una niña más pequeña. Cuando le pregunté por qué lo hacía me respondió con los ojos llenos de lágrimas que ella se había estado burlando de su compañera porque no llevaba más que un mendrugo de pan. Pero luego se enteró que la niña llevaba eso porque era muy pobre y entonces, para castigar su torpeza, resolvió darle su comida para sentir en carne propia lo que era pasar hambre y no burlarse más de eso.

—¿Le impidió usted que continuara sacrificándose?

—No. Le ordené que le diera la mitad de su comida. Yo agregaría también un poco de la mía.

—Venga usted y cuénteme lo que sepa acerca de la pequeña niña necesitada. Quiero hacerme amiga de toda esa gente pobre, pues muy pronto podré ayudarlos. —Y enlazando su brazo al de la maestra, la señorita Celia condujo a aquélla hacia el «porch» donde podrían conversar tranquilamente. Quería que su visitante pasara una tarde feliz y entretenida y con tal propósito deseaba confiarle sus planes y pedirle sus sabios consejos.

 

 

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