Capítulo XVIII

 

Si el secuestro de Sancho causa tanto revuelo, es de imaginar que su regreso y la noticia de sus padecimientos habrían de provocar un revuelo mucho mayor. Le prodigaron una calurosa y afectuosa bienvenida. Por varios días fue objeto de demostraciones de curiosidad y cariño por parte de las niñas y de los muchachos conocidos que acudían a compadecerlo por el pedazo de cola que le faltaba.

Sancho se comportaba con digna afabilidad y sentado en la cochera sobre la colchoneta observaba a sus visitantes pensativamente, y con toda paciencia soportaba sus caricias, mientras Ben y Thorny, por turno, relataban los pocos hechos dramáticos que conocían respecto a su desaparición y a su encuentro. Si a la interesante víctima le hubiera sido posible contar sus aventuras habría referido cosas emocionantes, pero el pobre no sabía hablar y los secretos de ese mes memorable jamás iban a ser conocidos.

La herida de la patita cicatrizó pronto, la tintura fue desapareciendo gracias a los interminables lavados y el pelo se tornó nuevamente sedoso y crespo. Un nuevo collar con elegantes letras le dio otra vez categoría de perro respetable y Sancho se consideró que era el mismo de antes. Pero era evidente que su genio, otrora manso y amable, se había agriado y a menudo parecía que él había perdido la confianza en los hombres.

Antes había sido un perro condescendiente y amigo de todos, pero desde su retorno observaba a los extraños con gesto receloso, y la presencia de un hombre andrajoso lo hacía aullar y encolerizarse como si acudieran a él el recuerdo de pasados agravios.

Por fortuna, su gratitud era más fuerte que sus resentimientos y demostró que no olvidaba que debía la vida a Betty, pues salía al encuentro de la niña en cuanto ésta aparecía, obedecía al instante sus órdenes y no toleraba que nadie la molestara cuando él caminaba vigilante a su lado conducido por la mano que lo llevaba del cuello igual que como lo hiciera para sacarlo de aquel patio fatal. Eran fieles amigos para siempre.

La señorita Celia los llamaba la pequeña Una y su león, y viendo a los niños ansiosos por saber a quiénes se refería, les leyó la historia. Ben, con gran trabajo, pudo enseñar a Sancho a deletrear «Betty» y así sorprendió a la niña con esta nueva demostración de inteligencia de su perro. La pequeña no se cansaba nunca de ver cómo la pata delantera de Sancho acomodaba las cinco letras en su sitio y luego corría a poner el hocico entre las manos de Betty como si quisiese agregar:

—Ése es el nombre de mi querida amita…

Por supuesto, a Bab le alegraba que hubieran retornado la paz y alegría de antaño, pero en un pequeño y escondido rincón de su corazón se ocultaba un asomo de envidia y ansiaba, desesperadamente, hacer algo que la pusiera en evidencia frente a su pequeño mundo y recibir los mismos halagos que Betty. Comportarse con bondad y gentileza no era suficiente. Ella debía hacer algo que demostrara su valor y sorprendiera a todos, pero no se le presentaba ninguna oportunidad. Betty era tan afectuosa como siempre y los muchachos muy bondadosos, pero a ella no se le escapaba que ambos niños preferían a la pequeña Bet, como la llamaban, por haber sido quien encontrara a Sancho, demostrando gran arrojo al defender al perro de aquellos que la aventajaban en número y fuerza.

Bab no confió a nadie sus sentimientos. Muy por el contrario: procuraba ser amable mientras esperaba que llegase su oportunidad. Y cuando ésta llegó, se comportó lo mejor que pudo, aunque no consiguió que su acción tuviera un matiz heroico que aumentase su valor.

El brazo de la señorita Celia mejoraba rápidamente, pero, por supuesto, no podría hacer uso de él hasta dentro de mucho tiempo. Habiendo descubierto que la lectura de la tarde la entretenía tanto como a los niños, empezó a sacar sus viejos libros favoritos, con lo que disfrutaba de un doble placer ya que veía que el pequeño auditorio se deleitaba como se deleitara ella de niña. Para todos, a excepción de Thorny, aquellas historias eran completamente nuevas. Uno de estos relatos divirtió extraordinariamente a los niños y produjo una gran satisfacción a uno de ellos.

—Celia, ¿trajiste nuestros viejos arcos? —preguntó con ansiedad su hermano al mismo tiempo que ella abandonara el libro del cual había leído «No malgastes, no pidas» y «Dos cuerdas para tu arco».

—Sí, traje todos los juegos que dejamos guardados en el desván cuando salimos de viaje. Los arcos están en la caja larga donde hallaste las cañas de pescar y las paletas. Creo que el viejo carcaj y las pocas flechas que quedan también están allí. ¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó a su vez la señorita Celia, mientras Thorny echaba a correr con gran prisa.

—Voy a enseñar a Ben a tirar al blanco. Es una excelente diversión para esta época calurosa. Pronto tendremos unos buenos tiradores y tú podrás otorgar premios a los mejores. Vamos, Ben… Hay suficiente cuerda como para poner los arcos en condiciones. Luego haremos una exhibición de tiro al blanco para las damas.

—Yo no sabré. Jamás tuve un arco entre las manos. El pequeño dardo que sostenía cuando hacía de Cupido no servía para nada —respondió Ben, a quien le parecía que aquel niño «prodigio» que fuera él en otro tiempo no tenía nada que ver con el joven respetable que en aquellos momentos caminaba del brazo del joven dueño de casa.

—Lo único que necesitas es práctica. Yo fui un gran tirador, pero ahora no creo que pueda acertar a otra cosa que no sea la puerta del granero —comentó Thorny para darle ánimos.

En tanto que los muchachos se alejaban con gran ruido de botas y rechinar de espuelas. Bab observó con, ese tono de señorita que había adoptado desde que se dedicara con entusiasmo a la costura:

—Nosotras acostumbrábamos a hacer arcos con ballenas cuando éramos más chicas, pero ahora somos demasiado grandes para entretenernos con eso.

—Yo me divertiría lo mismo, pero Bab, como ya cumplió los once años, no quiere jugar más —declaró honestamente Betty que en ese momento alisaba su aguja en el esmeril.

—La gente adulta también practica la ballestería, como se llana en Inglaterra a tirar con arcos y flechas. Días pasados estuve leyendo algo a ese respecto y vi una fotografía de la reina Victoria con un arco. De modo que no tienes por que avergonzarte, Bab —dijo la señorita Celia quien se puso a revolver los diarios y revistas que tenía junto a su sillón buscando aquella fotografía de que hablara.

Por su parte consideraba que ese nuevo entretenimiento divertiría tanto a los muchachos como a las niñas.

—¡Una reina!… ¿Te das cuenta? —comentó Betty muy asombrada y también complacida de que su amiga no la considerara una tonta porque se divertía con esos sencillos juguetes fabricados en casa.

—En épocas pasadas, los arcos y las flechas eran usados en los combates y ya hemos leído cómo los arqueros ingleses oscurecían el cielo con las flechas y cómo mataban a sus enemigos.

—También los indios las usaban. Yo he encontrado algunas flechas de piedra junto al río hundidas en el barro —exclamó Bab demostrando repentino interés. Las batallas atraían su atención más que las reinas.

—Mientras ustedes dan termino a sus costuras yo les contare una breve historia sobre los indios —dijo la señorita Celia recostándose sobre los almohadones mientras las agujas se movían sin cesar en las pequeñas manos.

—Hace más o menos cien años, en un pequeño campamento a orilla del río Connecticut vivía una niñita llamada Matty Kilburn. Sobre una colina se alzaba el fuerte adonde la gente corría en busca de protección cuando amenazaba algún peligro. El país era poco conocido y salvaje y más de una vez los indios habían bajado por el río y habían quemado las casas, matado a los hombres y llevado prisioneros a mujeres y niños. Matty vivía sola con su padre, pero se sentía muy segura en la pequeña choza hecha de troncos; pues su padre nunca se apartaba del lugar. Una tarde, mientras los labradores estaban ocupados en sus campos, la campana de alarma comenzó a sonar repentinamente, era la señal que indicaba un peligro cercano razón por la cual los hombres, abandonando sus palas y hachas, corrieron hacia sus casas para proteger a sus esposas e hijos como también a sus pobres bienes. El señor Kilburn tomó la escopeta con una ruano y a su hija con la otra y corrió tan rápido como le fue posible en dirección al fuerte. Pero antes de llegar oyó alaridos de guerra y vio aparecer por el río a los pieles rojas. Comprendió que les sería imposible llegar hasta el fuerte, de modo que buscó a su alrededor un sitio donde dejar a salvo a su pequeña Matty hasta que él pudiese volver a buscarla.

Era un hombre de mucho valor y sabía pelear, de manera que no quiso esconderse mientras sus vecinos necesitaran su ayuda. Pero su primer pensamiento fue dejar fuera de peligro a su hija.

En un rincón del solitario campo de pastoreo se levantaba un enorme olmo hueco y hacia allá se dirigió el granjero rápidamente. Ocultó a Matty en la oscura concavidad alrededor de la cual habían crecido algunos retoños que disimulaban el hueco.

—Hija mía: quédate hasta que yo venga a buscarte. Reza y aguarda a tu padre —dijo el hombre al separar las ramas para ver una vez más a la asustada carita que se alzaba hacia él.

—¡Vuelve pronto!… —susurró Matty y trató de sonreír valientemente cómo debía hacerlo la hija de un padre tan valeroso.

El señor Kilburn se alejó y en seguida fue hecho prisionero y llevado muy lejos. Durante muchos años nadie supo que había sido de él: si vivía aún o si había sido muerto. La gente buscó a Matty, pero creyeron que había corrido la misma suerte que su padre y no creyeron que la volverían a ver. Muchos años después vieron llegar a un pobre hombre, andrajoso, que no era otro que el señor Kilburn quien, habiendo conseguido escapar, trataba de encontrar el camino de regreso a su casa. Lo primero que hizo fue preguntar dónde estaba Matty, pero nadie supo responderle, y cuando les contó dónde la había dejado todos sacudieron la cabeza como si lo creyeran loco. Sin embargo, fueron a mirar dentro del olmo hueco y allí encontraron un pequeño esqueleto, restos de un género descolorido y dos hebillas de plata sobre lo que pudieron haber sido unos zapatos que decían «Matty». Un arco indígena caído junto al árbol explicaba por que la niña no había salido ni pedido auxilio sino que se había dejado morir aguardando que su padre fuese a rescatarla".

Si la señorita Celia pensó que cuando acabara su relato hallaría las labores terminadas, buen chasco se llevó. Las niñas habían dado unas pocas puntadas. Luego Betty había usado la hermosa toalla de pañuelo y Bab había dejado caer su trabajo mientras escuchaba con los ojos enormemente abiertos la breve y tan trágica historia.

—Pero ese relato, ¿es verídico? —preguntó Betty, quien esperaba tener el consuelo de saber que era pura invención.

—Sí. Yo vi el árbol y la pequeña colina sobre la que se levantaba el fuerte. Y hasta he visto las pequeñas hebillas que una antigua familia de la región conserva —respondió la señorita Celia, quien volvió a buscar la fotografía de la reina Victoria para ver si con ella lograba consolar y alegrar nuevamente a su auditorio.

—Nosotros podríamos reproducir la historia usando el viejo manzano. Betty puede esconderse allí; yo seré el padre y la ocultaré con algunas ramas. Luego me convertiré en un enorme piel roja que la atacará. Haremos arcos y todo será muy divertido, ¿no es verdad? —exclamó Bab encantada ante la idea de poder representar los principales personajes de aquella tragedia.

—¡No, no, no!… No quiero esconderme en el agujero de un tronco lleno de telarañas y que luego tú me mates —chilló Betty—. Haré un hermoso fuerte con heno y colocaré allí a Dina que hará el papel de la pequeña Matty. Yo no quiero más esa muñeca porque ha perdido su otro ojo, de modo que a ella puedes tirarle con cuantas flechas quieras.

Antes de que Bab pudiera dar su visto bueno a las disposiciones de su hermana, apareció Thorny cantando mientras apuntaba con su arco en dirección a un pequeño petirrojo cuyo chaleco de plumas era de un hermoso color rojo.

Armó con la flecha el arco, Apuntó aguzando el ojo Y dijo: «Le acertaré al pequeño petirrojo».

«Pero no lo consiguió», pareció gorjear el petirrojo, que voló hacia otra rama moviendo despectivamente su colita negra.

—¡Niños!… Eso es lo que deben prometerme que nunca harán. Tiren al blanco cuanto quieran, pero no hagan daño a los pájaros —pidió la señorita Celia, mientras armaba a Ben con el equipo de arcos y flechas que le perteneciera y que hacía tanto tiempo no usaba.

—No lo haremos si tú nos lo pides, pero estoy seguro que, con un poco de práctica bajaría cualquier pájaro de un árbol tan bien como lo hacía ese personaje del cual nos leíste la historia —respondió Thorny, a quien le había gustado ese relato tanto como a su hermana le causara pena la matanza de inocentes pajarillos.

—Bien podrías pedirle prestada al alcalde su vieja lechuza embalsamada y usarla de blanco. Podríamos practicar y como es grande, tendría más probabilidades de acertar —bromeó su hermana que acostumbraba a burlarse de Thorny cuando éste se daba aires de importancia.

La única respuesta de Thorny fue arrojar una flecha hacia arriba, y tan alto fue que se perdió de vista y tardó unos segundos en descender y clavarse en el suelo, cerca de ellos. Sancho la trajo entre sus dientes, muy contento con ese juego en el cual él también podía intervenir.

—No está mal… Ahora, Ben, tira tú…

Pero Ben tenía muy poca experiencia en materia de tiro con arco y no obstante sus esfuerzos para imitar a su predecesor, la flecha dio un débil salto y descendió peligrosamente cerca de la nariz levantada de Bab.

—Si ustedes ponen en peligro la vida y la integridad de los demás, lo único que conseguirán será que yo les confisque las armas. Tomen la huerta como campo de práctica. Es un lugar seguro y nosotras los miraremos desde aquí. Si tuviera sanas las manos les dibujaría un hermoso blanco —y la señorita Celia miró apesadumbrada el brazo que de muy poco le servía aún.

—También tú podrías tirar. Vencerías a todos v yo me sentiría muy orgulloso de ti —aseguró Thorny con afectuoso acento de persona mayor.

—Gracias. Pero puedo cederle mi lugar a Bah y Betty, si ustedes les fabrican algunos arcos y flechas. Ellas no podrán usar esos tan grandes.

Los jóvenes caballeros no tomaron la sugestión con tanto entusiasmo como esperaba la señorita Celia. La verdad fue que ambos se mostraron más bien indiferentes, como ocurre generalmente cuando se les propone a los muchachos que acepten en sus juegos a dos niñas pequeñas.

—Tal vez sea una molestia demasiado grande… —comenzó a decir Betty con su suave vocecita.

—Yo puedo hacerme el mío —declaró Bab con un rebelde movimiento de cabeza.

—Nada de eso. Te haré el arco más hermoso que jamás se haya visto. Betty —se apresuró a prometer Thorny enternecido por la mirada suplicante de la niña.

—Y tú puedes usar el mío, Bah. Tienes puños fuertes y creo que lo podrás manejar —agregó Ben pensando que no le vendría mal tener un compañero que tirara peor que él, pues le molestaba sentirse inferior a Thorny en tantas cosas acostumbrado como había estado a ser siempre el primero. Pero eso ya no ocurría desde que se retirara a la vida privada.

—Yo seré el árbitro y daré como premio provisorio, y hasta que encontremos otro más apropiado, el aro de plata con que suelo recoger mis cabellos —propuso la señorita Celia, contenta de que todo se hubiese arreglado y que el nuevo juego presentara tan agradables perspectivas que ayudarían a pasar más entretenida la estación estival.

Resultó asombroso cómo el juego de arcos y flechas se puso de moda en toda la población. Los niños lo practicaron entusiasmados esa tarde y al día siguiente fundaron el club «Guillermo Tell» con Bab y Betty como miembros honorarios. Antes de que la semana concluyera se pudo ver a muchos muchachos con «curvados arcos y temblorosas flechas» arrojando lejos sus proyectiles con una encantadora indiferencia por la vida de los moradores del lugar.

Advertidos por las autoridades, los socios del club llevaron sus blancos a lugares más seguros y practicaron infatigablemente, en especial Leen, quien pronto descubrió que los ejercicios que practicara de niño habían hecho su brazo robusto y su ojo de mirada certera. Llevaba a Sancho como socio para que recogiese las flechas y así hacía más tiros en una hora de los que podían hacer los otros que debían correr de un lado a otro.

Thorny recuperó muy pronto su antigua destreza, más la fuerza no era la de antes, por lo cual en seguida se sentía fatigado. Bab, por el contrario, se entregó con cuerpo y alma al nuevo deporte y tiraba con el nuevo arco que la señorita Celia le había regalado, pues el de Ben resultaba muy pesado para su brazo. Ninguna otra niña fue admitida en aquel club, de modo que las mujercitas tuvieron que fundar el suyo propio que llamaron «Victoria», nombre que les fue sugerido por el artículo de la revista, que comenzó a circular como guía general y manual de consulta.

Bab y Betty pertenecían también a ese club y con toda puntualidad informaban lo que se hacía en el de los varones. Allí tenían ellos derecho a tirar con sus arcos, pero pronto comprobaron que los muchachos se alegraban cuando ellas se alejaban.

La fiebre del tiro al blanco se hizo tan intensa como lo fuera antes la del baseball. Y no solamente circuló la revista sino también el cuento «Dos cuerdas para tu arco». Lo leyeron con avidez y niñas y varones imitaron a sus personajes.

Todos gozaban con el nuevo entretenimiento, que trajo aparejado un placer mayor y mar duradero, pues persistió hasta mucho después que los arcos y flechas fuesen olvidados.

Al comprobar con cuánto afán los niños buscaban nuevos relatos, a la señorita Celia se le ocurrió mandar un cajón de libros —nuevos y usados— a la biblioteca del pueblo que estaba muy poco surtida, como ocurre con todas las bibliotecas de las pequeñas ciudades. Esta donación produjo muy buen efecto, y otras personas buscaron y enviaron cuantos volúmenes hallaron que trataran del mismo asunto. De modo que muy pronto, los polvorientos estantes de la pequeña sala ubicada detrás del correo se vieron asombrosamente colmados de libros.

Como llegaban en vacaciones fueron recibidos con mayor entusiasmo y tanto los libros con relatos de antiguos viajes como los de historias modernas eran leídos con placer por la gente joven que disponía de mucho tiempo para dedicarlo a la lectura.

El éxito de ese primer ensayo en pro del bien público, complació a la señorita Celia y le sugirió otros medios de ayudar a la tranquila ciudad que parecían estar aguardando que ella lo pusiese en práctica. A pocos habló de sus proyectos, a excepción de aquel amigo lejano, y muchos planes trazó en silencio para ir realizándolos poco a poco.

 

 

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