Capítulo XVII

 

—¡Celiaa!, opino que deberíamos regalar algo a Ben. Algo así como una ofrenda de paz…, ¿me entiendes? Porque creo que él se considera muy ofendido aun por nuestras anteriores sospechas —dijo Thorny ese día a la hora del almuerzo.

—Sí, también yo creo que continúa resentido, aunque trate de comportarse alegre y amable como siempre. He estado pensando cómo podríamos hacerle olvidar este mal rato, pero no acierto a hallar con el medio. ¿Se te ocurre algo a ti?

—Podríamos regalarle un par de gemelos. Vi unos muy hermosos en Benyville. Eran de plata antigua, adornados con cabezas de perros de ojos amarillos. Creo que a Ben le vendrían muy bien, ahora que va a estrenar su primera camisa blanca.

La señorita Celia no pudo menos que echarse a reír ante la sugestión tan infantil, pero por eso mismo estuvo de acuerdo con ella, pues pensó que Thorny sabría mejor lo que le gustaría al muchacho y deseó que los ojos amarillos del perro de los gemelos pudieran ser un bálsamo para las heridas de Ben.

—Bien querido. Tú le regalarás esos gemelos y Lita un pequeño látigo con una cabeza de caballo de plata en la empuñadura. Vi ese látigo en la talabartería del pueblo, y a Ben le gustó tanto que yo había resuelto regalárselo para su cumpleaños.

—Eso le agradará, sin duda, y si le permites que remiende mis botas viejas, se las ponga y se coloque un penacho en el sombrero cuando te acompaña sentado en el asiento de atrás del faetón, se considerará el muchacho más feliz de la tierra… —rio Thorny, quien sabía que una de las ambiciones de Ben era llegar a ser «palafrenero de primera categoría».

—No, esas cosas no se estilan en América, y sería absurdo en un lugar tan pequeño como éste verlo vestido de azul y lleno de adornos. Me gusta más con su viejo sombrero de paja, y puedes decirle que con librea o sin ella será siempre el mejor palafrenero da la tierra.

—Se lo diré, y se pondrá tan orgulloso como Punch. Porque él considera que una palabra tuya vale más que todas las que puedan decirle los demás. Y tú, ¿no la regalarás nada? Regálale cualquier cosa, así le demuestras que ambos estamos arrepentidos de lo injusto que hemos sido con él en este asunto del dinero y los ratones.

—Le regalaré una colección completa de libros y procuraré que se ponga al día con el estudio para cuando las vacaciones toquen a su fin. Darle una educación es el mejor regalo que podemos ofrecerle. Me agradaría que me ayudaras a prepararlo para que no tenga dificultades. Ya Bab y Betty, esas dos queridas niñas, le ayudaron a dar los primeros pasos y le prestaron sus libros, de modo que Ben tiene algunos conocimientos; animándolo un poco, marchará bien, estoy segura.

—¡Esa idea es digna de ti, Celia!… Siempre se te ocurre lo mejor. Te ayudaré con todas mis fuerzas, siempre que él me lo permita. Pero ha estado tan serio conmigo que no creo me haya perdonado.

—Lo hará muy pronto, y si tú eres bueno y paciente con él, se borrará su rencor y agradecerá tu ayuda. Le haré comprender quiero que tú vuelvas a tus latines o al álgebra antes de que me alegrará mucho si, de vez en cuando, te permite que revises sus lecciones. Y esto es verdad, por otra parte, porque no refresque. Corregirle los deberes a Ben será un buen pasatiempo para ti. Las últimas palabras de la señorita Celia hicieron que su hermano frunciera el entrecejo; porque él deseaba volver a tomar sus libros, y la idea de ser profesor auxiliar de su «criado» no lo entusiasmaba mucho.

—Lo prepararé rápidamente. Yo me encargaré de enseñarle geografía y aritmética, y tú puedes prepararlo en escritura y gramática. A mí me pone nervioso ver la mala letra de los niños y corregir los enredos que hacen con las palabras. ¿Busco los libros cuando compre las otras cosas? ¿Puedo ir esta tarde?

—Sí, aquí tienen la lista. Bab me la dio. Puedes ir si me prometes regresar temprano y te dejas curar el diente.

Al instante se ensombreció el rostro de Thorny, y expresó su descontento con un silbido tan agudo que sobresaltó a su hermana, la que se apresuró a agregar con tono persuasivo:

—No te hará daño, y cuanto más tiempo dejes pasar sin ir al dentista peor será. El doctor Mann te aguarda en cualquier momento, y una vez que hayas ido, quedarás tranquilo por mucho tiempo. Vamos, mi héroe, prepárate y dile a una de las niñas que te acompañe en esta hora difícil. Lleva a Bab; a ella le gustará al paseo y te divertirá con su charla.

—¡Cómo si necesitara niñas a mi alrededor para una tontería como ésa!… —respondió con presteza Thorny, encogiéndose de hombros, aunque en su interior continuara protestando, como lo haría cualquiera de nosotros en su caso.

—No llevaré a Bab por nada del mundo. Con seguridad se meterá en algún lío y echará a perder todos mis planes. Betty as mejor compañía para mí. Es una señorita formal, delicada y suave como una gatita.

—Muy bien… Pídele permiso a la mamá y cuídala mucho. Deja que lleve su muñeca, y así se sentirá feliz en cualquier sitio que vayan. Sopla un airecito fresco y el faetón tiene la capota puesta, de modo que no hay que temer al sol. Salgan a las tres y conduce con cuidado.

Betty se mostró encantada con la invitación, pues Thorny era una especie de príncipe de ensueño a sus ojos, y que la llevara a hacer una excursión con él era un honor que casi la abrumaba. Bab no se sorprendió de que no la invitaran, ya que desde la pérdida de Sancho consideraba que había caído en desgracia y se había vuelto muy humilde. Ben la dejaba sola, y eso la afligía porque ella lo admiraba y se sentía muy orgullosa cuando el muchacho aprobaba sus exhibiciones de destreza y habilidad. Lo único que le restaba era aguardar que se presentara una oportunidad para recobrar la consideración de Ben. Pero en vano se arriesgó a romperse la cabeza saltando de las más altas vigas del granero, o se mantuvo en equilibrio sobre el lomo del burrito o saltó el portoncito de un solo brinco. Ben no le concedió ni el premio de una mirada o de una sonrisa o una palabra de estímulo. Entonces comprendió que nada más que el retorno de Sancho restablecería la antigua amistad.

En el pecho de la fiel Betty volcaba Bab sus lamentaciones llenas de remordimientos, y a veces exclamaba apasionadamente:

—Si pudiera encontrar a Sancho y devolvérselo a Ben no me importaría darme un golpe y romperme las dos piernas.

Esos desesperados lamentos causaban honda impresión en Betty, y ésta se apresuraba a consolar a su hermana con profecías optimistas y con la firme creencia de que el organillero aparecería un buen día con el perro perdido.

—He guardado cinco céntimos de la venta de mis bellotas, y si encuentro, te compraré una naranja. —prometió Betty deteniéndose a besar a Bab cuando el faetón se detuvo delante de la puerta y Thorny descendió de él para ayudar a la joven señorita, cuyo blanco delantal almidonado crujía como si fuese de papel.

—Tráeme un limón si no consigues naranjas. Me gustará tomar el jugo con azúcar —respondió Bab, quien consideraba que en aquellos momentos, una bebida ácida no sería extraña en su copa.

—¿No está hermosa, mi querida? —murmuró la señora Moss observando con orgullo a su hija menor.

En verdad, se la veía muy bonita sentada bajo la capota que tenía escrito «Belinda» con grandes letras. Lucía Betty sus mejores galas, y cuando se volvió para sonreírles y saludarlas con su carita animada y simpática que resplandecía bajo el sombrerito azul, no es de extrañar que ambas, madre y hermana, pensaran que no había niña más perfecta que «nuestra Betty».

El doctor Mann estaba ocupado cuando llegaron, pero les dijo que los atendería al cabo de una hora, de modo que ellos se apresuraron a hacer las compras, luego que se aseguraron que el látigo estaba aún en la vidriera de la talabartería.

Thorny agregó unos dulces a los limones para Bab, y Belinda recibió unas masitas que, naturalmente, su mamá comió por ella. Betty pensó que ni en el palacio de Aladino habría tantas piedras preciosas como las que se veían en la joyería donde entraron a comprar los gemelos para Ben. Pero cuando entraron en la librería, olvidó el oro, la plata y las piedras preciosas para gozar contemplando los libros llenos de láminas, mientras Thorny seleccionaba el equipo escolar para Ben. Advirtiendo el embeleso de Betty y sintiéndose particularmente pródigo y con mucho dinero en el bolsillo, el joven caballero completó la felicidad de la niña, diciéndole que eligiera el libro que más le gustase de la colección infantil de Walter Crane, que con mágicos colores aparecía ante sus ojos.

—¡Este!… Bab siempre ha querido conocer a este hombre terrible y esta lámina lo muestra —respondió Betty apretando contra su pecho un magnífico ejemplar de «Garza Azul».

—Muy bien. Tómalo entonces. Y ahora vamos; la parte divertida del programa ha tocado a su fin y pronto comenzará el suplicio —dijo Thorny encaminándose a cumplir su condena, apretando los dientes y lleno de temor su viril corazoncito.

—¿Debo cerrar los ojos y sostenerte la cabeza? —preguntó con temblorosa voz la amable Betty mientras subían los escalones que otros pies tan pesados como los de ellos subieran muchas veces antes.

—No es necesario, pequeña… No te preocupes por mí. Puedes asomarte al balcón y entretenerte allí. Lo mío no llevará mucho tiempo, imagino… —y diciendo esto, Thorny entró con la secreta esperanza de que el dentista hubiese recibido un urgente llamado o que hubiera alguien con un terrible dolor de muelas aguardando que lo curaran para tener un pretexto y poder posponer su visita.

Pero no, el doctor Mann estaba desocupado y lleno de cordial interés esperaba a su víctima mientras acomodaba con desesperante cuidado sus pequeños y horribles instrumentos.

Contenta de no tener que contemplar aquella operación, Betty se retiró hasta la ventana posterior para estar lo más lejos posible, y por espacio de media hora se mantuvo absorta en la lectura de su libro, con tal intensidad, que ya podría el pobre Thorny haber gritado de dolor que ella ni siquiera habría oído.

—Bueno, hemos terminado —dijo por fin el doctor Mann. Y Thorny, luego de dar un gran bostezo, exclamó:

—¡Gracias a Dios!… ¡Apróntate para partir, Betty!…

—Estoy lista…

Cerró la niña el libro de golpe y abandonó el cómodo sillón, sin olvidarse de llevar todas las cosas. Pero el dentista debía aún revisar la boca de Thorny, lo que le llevó bastante tiempo, y antes de que terminara, Betty tuvo tiempo de leer otro cuento más interesante aún que el de «Barba Azul». Pero mientras leía la distrajo un confuso rumor de voces infantiles que llegaba desde el estrecho callejón situado detrás de la casa. Un enorme ventanal se abría sobre el patio cerrado por un portón que el viento sacudía.

Curiosa como las mujeres de Barba Azul, se acercó Betty a mirar, pero todo lo que vio fue un grupo de niños muy excitados que trataban de espiar por entre los barrotes de otro portón.

—¿Qué ocurre? —preguntó a dos niñas que no se atrevían a acercarse demasiado al grupo.

—Los muchachos quieren dar caza a un enorme gato negro —respondió una de las niñas.

—¿Quieres venir a ver? —invitó la otra con toda cortesía.

La idea de que un pobre gato estuviese en apuros decidió a Betty a enfrentar a los muchachos. Por eso resolvió seguir a las dos niñas e ir a donde unos niños corrían de aquí para allá como si fuesen portadores de importantes mensajes, a juzgar por la ansiosa expresión de sus rostros.

—Sostén con todas tus fuerzas, Jimmy, y ustedes miren, si quieren. Ahora ya no podrá hacer daño a nadie —dijo uno de los cazadores que se hallaba sentado sobre una pared mientras otros dos apretaban el portón.

—¡Bah!… Es sólo un perro viejo… —exclamó Susy, una de las niñas después de mirar.

—Está rabioso y Jud ha ido en busca de una escopeta para matarlo —gritó un travieso muchachón, a quien disgustó el desprecio con que la niña se había referido a su presa.

—No está rabioso —exclamó otro desde su punto de observación—. Los perros rabiosos no beben agua, y éste está lamiendo un cubo lleno de ese líquido.

—Bien podría estarlo, y nosotros no darnos cuenta. No tiene puesto bozal alguno y lo matará la policía si no lo hace Jud —comentó el sanguinario joven que había sido el primero en tratar de dar caza al pobre animal que había aparecido cojeando y dando muestras de haber perdido a su dueño, razón por la cual los niños, se atrevieron a arrojarle piedras.

—Debemos volver a casa. Mamá le tiene miedo a los perros rabiosos y tu madre también —dijo Susy. Y como habían satisfecho su curiosidad, ambas niñas se retiraron prudentemente.

Pero Betty no había visto nada todavía y quiso enterarse por sus propios ojos de lo que ocurría. Había oído hablar del extraño aspecto que ofrecían los perros en ese estado y pensó que a Bab le agradaría que ella le hiciese un relato de todo eso. De modo que se empinó en puntas de pie y logró ver a un perro oscuro, cubierto de polvo, tendido sobre el pasto, con la lengua afuera y jadeando como si estuviera exhausto, medio, muerto de fatiga y también de miedo, pues arrojaba recelosas miradas en dirección a la pared que lo separaba de sus tenaces perseguidores.

—Tiene los ojos iguales a los de Sancho —se dijo Betty, y no se dio cuenta que había pronunciado el nombre en alta voz, sino cuando vio que el animal paraba las orejas y hacía esfuerzos para incorporarse, como si quisiera acudir a su llamado.

—Parece como si me conociera… Pero no es nuestro Sancho… Aquél era un perro hermoso… —explicó Betty a un niño que se hallaba a su lado. Pero antes de que éste respondiera, el animal se levantó y ladró interrogativamente mientras sus ojos brillaban como dos cuentas de topacio y la pequeña cola se movía nerviosamente.

—Sancho ladraba de ese mismo modo —exclamó Betty asombrada por los detalles familiares que encontraba en aquel perro desconocido.

Como si el nombre pronunciado por segunda vez hubiera puesto fin a sus vacilaciones, saltó el animal en dirección al portón y metió su hocico rosado entre los barrotes, lanzando un alegre ladrido de reconocimiento cuando estuvo más cerca de Betty. Los muchachos abandonaron precipitadamente sus puestos de observación, y la niña retrocedió alarmada, aunque no hizo ademán de huir y abandonar a aquel par de ojos implorantes que la llamaban con una expresión tan elocuente a través de los barrotes.

—Se comporta como nuestro perro, pero no puedo creer que sea él. ¡Sancho!… ¡Sancho!… ¿Eres tú realmente? —gritó Betty sin saber a ciencia cierta qué hacer.

—¡Guau!… ¡Guau!… ¡Guau!… —respondió moviendo la cola si quisiera agregar algo a esos ladridos, y sus ojos estaban tan llenos de amor y muda alegría que la niña no vaciló ya y se convenció de aquel pobre guiñapo era su querido Sancho extrañamente transformado. Un repentino pensamiento la asalto:

—¡Qué contento se pondrá Ben!… Podrá volver a ser dichoso… Debo llevar el perro a casa.

Sin detenerse a pensar en el peligro que podría correr y dejando de lado todas sus dudas, Betty apartó la mano de Jimmy que sostenía el picaporte del portón y manifestó ansiosamente:

—¡Es nuestro perro!… ¡Déjame entrar!… ¡Yo no le tengo miedo!…

—No entrarás hasta que Jud vuelva: Él dio órdenes de que no lo hiciéramos —dijo Jimmy asombrado y creyendo que la niña estaba tan loca como el perro.

Recordando confusamente que Jud había ido en busca de la escopeta para matar a Sancho, Betty dio un fuerte tirón a la puerta y corrió resuelta a salvar a su amigo. Que era su amigo no hubo la menor duda, pues, aunque el animal se abalanzó hacia ella como si fuera a devorarla de un mordisco, lo único que hizo fue echarse a sus pies, lamerle las manos y mirarla a la cara, dándole así la bienvenida que no podía expresar de otra manera. Una persona mayor y más prudente, se habría asegurado de que era el perro conocido antes de entrar, pero la confiada Betty ni se imaginó el peligro que pudo haber corrido. Su corazón habló más rápidamente que su cabeza, y sin detenerse a investigar, confió en aquel perrito oscuro y descubrió así que era el querido Sancho.

Sentándose sobre el pasto, lo atrajo hacia ella sin hacer caso de su sombrero caído ni de que las patitas llenas de tierra ensuciaban su limpio delantal ni del grupo de muchachos que, extrañados, la contemplaban desde el otro lado de la tapia.

—¡Perrito querido!… ¿Dónde has estado tanto tiempo? —preguntó llorando y con el pobre animal que se apelotonaba sobre su falda como si quisiese estar más cerca de su valiente y pequeña salvadora—. Te tiñeron de negro el pelo y te maltrataron, ¿verdad? ¡Oh, Sancho!… ¿Dónde está tu cola, tu cola tan bonita?

Un aullido conmovedor y un patético movimiento de cola fue toda la respuesta que el animal pudo dar a tan tiernas preguntas. Jamás la historia de su degradación sería conocida como tampoco podría ser restaurada la gloria de su belleza canina. Betty procuraba consolarlo con cariñosas palmadas y ternezas cuando otro rostro apareció por el portón y la voz autoritaria de Thorny llamó:

—¡Betty Moss!… ¿Qué diablos estás haciendo ahí adentro con ese sucio animal?

—¡Es Sancho!… ¡Es Sancho!… ¡Ven y míralo!… —gritó Betty levantándose y arrastrando consigo a su presa.

Pero el portón estaba cerrado otra vez, porque alguien había dicho «perro rabioso», y Thorny, que había visto un animal en ese estado, se sintió profundamente alarmado.

—No te quedes ahí ni un minuto más. Súbete a ese banco que yo te ayudaré a salir —indicó Thorny trepándose a la pared para rescatar a su amiga. En realidad, el perro se comportaba de manera alarmante: renqueaba y corría de uno a otro lado como si estuviese ansioso por escapar. No era extraño que lo quisiese, pues, aunque había descubierto otra voz y otro rostro conocido no había recibido las mismas afectuosas demostraciones de bienvenida.

—No, no saldré si no es con él. Es Sancho y lo llevaré a casa para devolvérselo a Ben —respondió Betty decidida mientras humedecía su pañuelo en un poco de agua y ataba la pata herida que tanto camino había recorrido para ir a apoyarse en una mano amiga.

—¡Estás loca!… Ése es el perro de Ben tanto como yo…

—¡Mira si lo es!… —exclamó Betty inconmovible. Y recordando algunas de las órdenes que daba Ben a su perro, trató de que Sancho realizara alguna de sus habilidades. El pobre animal, cansado y herido como estaba, hizo lo que pudo, pero cuando llegó el momento de tomarse la cola entre los dientes para bailar no consiguió hacerlo y, dejándose caer, escondió la cabeza entre las patas como acostumbraba a hacerlo cuando fracasaba en alguna de sus habilidades. La escena era casi patética, pues tenía una ele las patitas delanteras vendada y con su actitud expresaba la humillación de un espíritu vencido.

Aquello conmovió a Thorny y convencido de la identidad del perro y de que no estaba rabioso saltó desde la tapia silbando como lo hacía Ben, lo cual alegró al desconsolado Sancho al mismo tiempo que las torpes caricias que le prodigó el muchacho consolaron su nostálgico corazón.

—Llevémoslo a casa y sorprendamos a Ben. ¿No crees que se pondrá loco de alegría? —dijo Betty. Y tan decidida estaba a hacerlo sin más pérdida de tiempo que quería levantar ella misma al perrazo a despecho de sus gruñidos de protesta.

—Has demostrado ser muy inteligente al descubrirlo, no obstante todo lo que le han hecho para desfigurarlo. Debemos buscar una soga para llevarlo, pues no tiene collar ni bozal. Y ahora que ha encontrado a sus amigos, veremos quién se atreve a tocarlo. ¡Fuera del camino, muchachos!… —Con ademán resuelto y aspecto autoritario Thorny abrió el camino mientras Betty, pasando un brazo alrededor del cuello de Sancho, sacó orgullosamente a su tesoro ignorando con magnanimidad a sus enemigos y sin dejar de mirar al fiel amigo a quien su tierno corazón había reconocido, a pesar de lo cambiado que estaba.

—Yo lo encontré… —se adelantó a decir uno de los muchachos que esperaba alguna recompensa aunque él hubiera sido de los que más insistieron para que matasen al animal.

—Yo cuidé que no lo mataran —agregó Jimmy, el carcelero.

—Y yo dije que no estaba rabioso —gritó un tercero, pensando que esa declaración merecería la aprobación general.

—Yo no tengo nada que ver con Jud —explicó el cuarto ansioso de librarse de complicaciones.

—Pero fueron ustedes los que le dieron caza, y lo apedrearon. ¿No es así? Abran paso, entonces, o de lo contrario haré la denuncia a la «Sociedad Protectora de Animales».

Con esta terrible y misteriosa amenaza Thorny dejó a los interesados muchos líos con un cuarto de narices dándoles, además, una buena lección.

Después de una mirada llena de asombro, Lita recibió cordialmente a Sancho y lo saludó refregándole la nariz por el lomo. Después el perro se acomodó en su antiguo lugar, bajo la colchoneta, con un gruñido de intensa satisfacción y en seguida se quedó profundamente dormido, vencido por el cansancio.

Ningún conquistador romano que llegara a la Ciudad Eterna cargando valiosos tesoros se habrá sentido tan contento y orgulloso como lo estaba Betty mientras iban en el carruaje que rodaba rápidamente en dirección a la pequeña casa rojiza llevando al cautivo que ella rescatara con sus propios brazos. La pobre Belinda yacía olvidada en un rincón. Los cuentos de «Barba Azul» fueron arrojados bajo un almohadón y el hermoso limón quedó machucado después que se le sentaron encima, pues los dos niños no podían pensar sino en la alegría que proporcionaría a Ben en que liberarían a Bab de su pesada carga de remordimientos, y en la sorpresa que darían a la mamá y a la señorita Celia. Betty no acababa de convencerse de que fuese verdad tan feliz suceso y, a cada instante, miraba si su querido y sucio hallazgo estaba todavía allí.

—Te explicaré lo que haremos —dijo Thorny rompiendo el prolongado silencio mientras Betty se ajustaba el sombrero que se le escapaba cada vez que inclinaba la cabeza para espiar al perro—. Mantendremos a Sancho escondido al llegar y luego lo ocultaremos en el cuarto que Ben ocupaba antes en tu casa. Luego yo me las arreglaré para enviar a Ben a buscar algo allí y veremos qué hace. Jugaría un dólar a que no reconoce a su perro…

—No sé cómo me dominaré para no gritárselo apenas lo vea… ¡Oh! …, ¡va a ser una escena muy divertida!… —Y Betty dio unas palmadas de júbilo por anticipado.

El plan había sido perfectamente trazado, pero Thorny olvidó las posibles reacciones del animal que en esos momentos roncaba pacíficamente entre sus botas. No bien detuvieron el coche frente al portón y apenas había alcanzado a decir en su susurro a su compañera: «Allí viene Ben», cuando ya el perro había saltado del carruaje y se arrojaba con la velocidad de una bala sobre el muchacho que se acercaba. Ambos rodaron por el suelo donde dieron varias vueltas en medio de grandes gritos de alegría y reconocimiento.

—¿Quién se ha lastimado? —preguntó la señora Moss saliendo de la casa muy alarmada.

—¿Qué es eso? ¿Un oso? —interrogó a su vez Bab corriendo tras de su madre. Su mayor deseo era ver un oso alguna vez.

—¡Hemos encontrado a Sancho!… ¡Hemos encontrado a

—¡Sancho!… —gritaba arrojando su gorra en alto como un poseído.

—¡Encontrado a Sancho… ¡Encontrado a Sancho!… —repetía Betty como un eco, quien bailaba y saltaba como si también hubiera perdido la cordura.

—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién lo encontró? —preguntaba la señora Moss, muy contenta, golpeando sus manos blancas de harina.

—¡No puede ser!… ¡Ése no es Sancho!… ¡Ese guiñapo sucio y feo!… —balbucía Bab incrédula.

Entonces Thorny, interrumpido constantemente por Betty, comenzó a hacer el relato del maravilloso encuentro en tanto que Bab y su madre lo escuchaban llenas de admiración, olvidando por completo los bollos que habían puesto al horno donde se estaban carbonizando sin que nadie se ocupara de ellos.

—¡Mi preciosa ovejita!… ¿Cómo te atreviste a hacer eso? —exclamó la señora Moss abrazando a su pequeña heroína con una mezcla de admiración y temor.

—¡También yo me hubiese atrevido y hasta habría golpeado a esos terribles muchachos!… ¡Cómo quisiera haber estado allá!… —manifestó Bah comprendiendo que había perdido una gran oportunidad de lucirse.

—¿Quién le cortó la cola? —preguntó Ben con tono amenazador mientras se acercaba al grupo lleno de tierra, rojo y sin aliento, pero radiante.

—El que lo robó, supongo. Merece que lo cuelguen —contestó Thorny con énfasis.

—Si lo pudiese encontrar… le cortaría la nariz —rugió Ben con tal resplandor en la mirada que Sancho lanzó un furioso ladrido. Y tuvo suerte el malvado de no encontrarse allí porque las hubiese pasado muy mal ya que hasta la bondadosa Betty había fruncido el ceño y Bab blandía amenazadoramente el batidor que tenía en la mano mientras su madre declaraba, llena de indignación, «que aquello había sido demasiado».

Apaciguados un tanto los ánimos luego de esa explosión general, procuraron tranquilizarse, y mientras el hijo pródigo iba de uno a otro en busca de caricias, la historia de su hallazgo fue contada otra vez, con más calma. Ben escuchaba sin separar los ojos del animal herido y cuando Thorny concluyó se volvió hacia la pequeña heroína y, colocando la mano de ésta y la suya propia sobre la cabeza de Sancho, dijo con tono solemne:

—Betty Moss: nunca olvidaré lo que has hecho. Desde este momento, la mitad de Sancho te pertenece y si yo muriese él será tuyo… —Y Ben selló ese juramento con un par de sonoros besos que dio a la niña en las sonrosadas mejillas.

Betty se sintió profundamente conmovida y sus ojos azules se llenaron de lágrimas que sin duda habrían corrido por las mejillas

Sancho no hubiese sacado la lengua como quien ofrece un pañuelo de bolsillo para secarlas. Las lágrimas se trocaron entonces en risas, a las que la única que no se unió fue Bab, pues ella se había apartado sombríamente murmurando:

—Voy a ponerme a jugar con todos los perros rabiosos que encuentre. Puede que así me consideren una buena niña y alguien une recompense por ello.

—¡Oh!… ¡Pobre Bah… Yo te perdono y te prestaré la parte que me corresponde de Sancho cuantas veces quieras —dijo Ben que se sentía magnánimo con todo el mundo, incluso con las niñas que juegan como los varones.

—Vamos a llevárselo a Celia —rogó Thorny deseoso de volver a hacer el relato.

—Es mejor que lo layes antes. Está espantoso, pobre animal… —comentó la señora Moss antes de correr precipitadamente en dirección a la cocina al recordar sus bollos.

—Tendré que darle varios baños para poder sacarle esa tintura marrón. Su hermosa piel rosada está manchada con esa grasa. La haremos desaparecer poniéndolo al sol: el pelo le volverá a crecer y pronto será el hermoso perro de antes. Todo será como antes, excepto…

Ben no pudo concluir y se oyó un lamento general por la desaparecida cola que el animal ya no podría volver a mover con tanto orgullo.

—Le compraré una nueva. Y ahora, pónganse en fila y marchemos en orden —exclamó Thorny alegremente mientras empujaba por el hombro a Betty y caminaba silbando «Atención: el héroe conquistador llega», seguido por Ben y su perro, en tanto que Bab cerraba la marcha golpeando una lechera de aluminio con el batidor.

 

 

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