Capítulo XXI

 

A los juegos siguió una comida servida sobre el césped y más tarde, hacia el atardecer, se condujo a la gente menuda a la cochera transformada en improvisado teatro. Al abrirse la enorme puerta se vieron los asientos acomodados a lo largo frente a dos grandes manteles que hacían de telón. Una hilera de lámparas eran las candilejas y una orquesta invisible ejecutaba una obertura wagneriana con peines, trompetas, tambores y flautas y acompañamiento de risas ahogadas.

Muchos de aquellos niños no habían visto jamás una cosa parecida y luego de sentarse paseaban en derredor sus ojos agrandados por el asombro. Pero los mayores criticaban con toda libertad y opinaban acerca de los ruidos que se oían tras de las cortinas.

Mientras la maestra se encargaba de vestir a las actrices para la representación, la señorita Celia y Thorny, viejos expertos en esta clase de diversiones, hicieron ejecutar a sus títeres una pantomima llamada «La papa» como número de relleno.

De uno a otro lado de la pared habían atado una cortina verde bastante alta como para que no pudieran verse las cabezas de los operadores. Al levantarse una pequeña cortina del mismo color se descubrió el frente de una pagoda china pintada sobre cartón con una puerta y una ventana que se habrían por sí solas. Hacia la izquierda, un grupo de árboles con papeles colgados de las ramas que decían «Jardín de té» indicando la naturaleza de ese lugar encantador, ocupaba la escena.

Pocos eran los que habían visto las representaciones de los famosos «Punch y Judy», de modo que resultó un éxito la primicia. Antes de que los espectadores tuvieran tiempo de pensar qué significaba aquello se oyó una voz cuyas palabras se escucharon con toda claridad:

«En China vivía un buen mandarín

cuyo nombre era Chingery Wangery Chist».

No bien la voz calló, el héroe se hizo cargo de la escena con gran dignidad. Vestía chaqueta suelta amarilla sobre una camisa azul bajo la cual se escondía la mano que movía su cuerpo. Un sombrero puntiagudo adornábale la cabeza, y al quitárselo para saludar, mostró la colita negra que le colgaba sobre la nuca y una carita china delicadamente pintada en una papa, hueca en la parte inferior para dar cabida al dedo índice de Thorny, al mismo tiempo que el dedo pulgar y el del medio se disimulaban dentro de las mangas de la blusa, lo que hacía que los brazos parecieran tener vida. Mientras saludaba, la canción proseguía así:

"De piernas muy cortas y pies pequeñitos;

andar no podía el pobre hombrecito".

Pero esta declaración era falsa, ya que el hombrecito poseía una gran agilidad, como lo demostró al bailar en tanto que el coro travieso continuaba:

"Chinguery, changuery ca ra cú,

hombre feliz con la ú.

Minguily manguily mimimoy

vamos galopando a China hoy".

Al finalizar el baile y el canto, Chin se retiró al jardín de té y bebió tantas tacitas de la infusión nacional con gestos tan cómicos que los espectadores se sintieron apesadumbrados cuando se abrió la ventana del otro lado y tuvieron que volver la cabeza hacia allí. Tras de la reja apareció un hermoso ser. La primera papa tenía su pareja, que era otra papa de mejillas sonrosadas, labios rojos, ojos negros y cejas oblicuas. Entre el manojo de seda oscura de la cabeza brillaban innumerables pinches y la bata suelta color rosado envolvía la redonda figura de esta dama china de primera clase. Después de asomarse discretamente para que todos pudiesen verla y admirarla, se puso a contar el dinero que extrajo de una petaca grande, que sus manos pequeñas apenas podían sostener sobre el alféizar de la ventana. Mientras ella estaba ocupada con aquello, la canción proseguía:

«La señorita Ki Hi era pequeña y redondita;

ella tenía dinero, pero el no.

Por eso, a cantarle una cancioncita

a la dama él se acercó».

Y en tanto se oía la canción pudo verse cómo Chan afinaba el instrumento hasta que se dirigió resueltamente en dirección al balcón a cantar la siguiente estrofa:

Whang fun li,

tang hua ki,

Hong Kong do ra me!

¡Ah sin lo

pan to fo,

Tsing up chin leute?"

Llevado por su pasión, Shan abandonó el banco, cayó sobre sus rodillas y apretando sus manos, inclinó la frente en el polvo de su ídolo. Pero ¡oh!…

«Ki Hi oyó la canción de amor

Ki Hi oyó la canción de amor

y un jarro levantó con gracioso ademán.

Un chorro de agua cayó sobre el pobre cantor

y ése fue el fin de Chingery Chan».

Luego empezaron a prepararse para presenciar el número principal de la función mientras el empresario Thorny anunciaba que iban a ver el espectáculo más elegante y variado «jamás presentado en escenario alguno». Y cuando se lea la no muy afortunada descripción que sigue habrá que reconocer que la promesa fue fielmente cumplida.

Luego de ciertas demoras y ruidos extraños detrás del cortando que divertían mucho a la concurrencia, el espectáculo comenzó con la bien conocida tragedia «Barba Azul», pues Bab se había empeñado en que se representara, y los otros actores, que la habían representado varias veces, estuvieron de acuerdo. Fue fácil por esa razón proveerse de ropas y fabricar un escenario apropiado. Thorny estaba soberbio representando al tirano con una barba espesa de lana azul, gran sombrero godo con una larga pluma; saco de piel, medias rojas, botas de goma y una espada de verdad que sonaba trágicamente cuando caminaba. Hablaba con voz profunda, fruncía las cejas pintadas con corcho ennegrecido y miraba en forma tan terrible que no era de asombrarse que la pobre Fátima temblase delante de él al recibir un pesado manojo de llaves en medio de las cuales se destacaba una particularmente grande y muy brillante.

Bab también era digna de ser admirada. Lucía el vestido azul de la señorita Celia cuya cola arrastraba, llevaba una pluma blanca en su flotante cabellera y un collar verdadero, con fino cierre, alrededor del cuello. Realizó su papel a la perfección, especialmente cuando gritó luego de mirar dentro del fatal gabinete, después al refregar la llave con toda energía, y por último, hicieron su aparición en medio de un ruido tal que, en lugar de dos, parecían veinte jinetes.

Ben y Billy no habían escatimado las armas. Sus cinturones parecían un verdadero arsenal y las espadas de madera eran lo bastante grandes como para infundir terror a cualquiera aunque no sacaran chispas como la de Barba Azul durante el terrible combate que procedió a la caída y muerte del villano.

Los muchachos disfrutaron intensamente de esta parte y con gritos de «¡Pégale fuerte, Ben!» «¡Otra vez, Billy!» «¡No está bien dos contra uno!» «¡Thorny necesita un compañero!» «¡Ya cayó el tirano y murió agitando convulsivamente sus piernas escarlatas!». Las damas cayeron desmayadas elegantemente una en brazos de la otra y los caballeros concluyeron sacudiendo las espadas y dándose las manos sobre el cadáver de su enemigo.

El número fue aplaudido con mucho entusiasmo y los artistas tuvieron que aparecer varias veces a saludar conducidos por el difunto Barba Azul, quien divirtió suavemente a la concurrencia que si no se dominaban romperían los asientos y entonces si se produciría una verdadera tragedia. Calmados por esta advertencia los espectadores se aquietaron y guardaron ansiosos el segundo número que prometía ser magnífico a juzgar por los gritos y risas ahogadas que llegaban desde el otro lado del telón.

—Sancho aparecerá en este número, estoy seguro, pues he oído decir a Ben «téngalo firme; no los morderá» —susurró Sam que no podía quedarse quieto en su asiento ante esa idea. Todos consideraban al perro la primera estrella de la compañía.

—Me gustaría que Bab representase algo más, ¡es tan graciosa!… ¿No es verdad que estaba muy elegante con ese vestido? —dijo Sally Falsom ansiando lucir también ella un vestido largo de seda y una pluma en el cabello.

—Le gustaba más Betty. ¡Con que astucia miraba por la ventana para ver si venía alguien!… -comentó a su vez Liddy Peckham resolviendo interiormente conseguir que su madre le obtuviera unas rosas como aquellas antes del próximo domingo.

Por fin volvió a levantarse el telón y una voz anunció «Una tragedia en tres actos». «¡Allí está Betty! …», fue la exclamación general, pues el auditorio reconoció en seguida la carita de la niña bajo la caperuza roja. Ella recibía una cesta de manos de la maestra que hacía el papel de madre y quien, levantando un dedo parecía recomendar a la pequeña que no se entretuviese en el camino.

—Yo sé qué representa ese cuadro —gritó Sally—. Es «Mabel en un día de verano». ¿No recuerdan la historia que nos leyó la señorita Celia?

—No se ve a ningún niño enfermo y Mabel usaba un pañuelo alrededor de la cabeza. Yo te digo que es «Caperucita Roja» —respondió Liddy que había comenzado a aprender de memoria el bonito poema de Mary Howitt y conocía todo el argumento.

Toda duda quedó despejada cuando apareció el lobo en el segundo cuadro. ¡Y qué lobo!… En muy pocas representaciones de aficionados podía encontrarse un actor que hiciese tan bien ese papel, que actuase con tanta naturalidad y tuviese un traje tan adecuado, ya que Sancho llevaba con mucha gracia la piel de lobo gris que en otras ocasiones solía verse junto a la cama de la señorita Celia y que en aquellos momentos quedaba perfecta sobre su lomo. La habían atado debajo de su cabeza que asomaba por un extremo mientras que por el otro se agitaba la larga cola de la piel. ¡Qué consuelo era para Sancho aquella cola!… Solamente otro perro a quien lo hubiesen privado de ella podía comprenderlo. Eso bastaba para que aceptara con agrado el odioso papel que le tocaba y desde el primer ensayo demostró su satisfacción. Luego, al presentarse delante del público, no pudo dejar de dar varias vueltas para admirar aquel apéndice ajeno mientras agitaba su propia colita contento con aquella cola prestada, que era lo bastante larga como para que todos, hombres y perros, la pudiesen ver.

Fue el segundo un cuadro muy interesante. La niña de la caperuza apareció caminando y llevando su cesta al brazo. Era tan inocente la cara que asomaba bajo la caperuza roja que a nadie podía extrañar que el lobo se dirigiese a ella con fingida amistad, que la niña lo recibiera y le contara, confiada, que llevaba manteca, para la abuelita y que luego se alejasen juntos llevando él con toda gentileza la cesta mientras ella apoyaba su mano sobre la innoble cabeza sin sospechar siquiera los malos pensamientos que allí se escondían.

Los niños pidieron que se repitiese ese cuadro, pero como no había tiempo, tuvieron que conformarse con escuchar las risas ahogadas que volvieron a oírse detrás del telón e imaginar si el próximo cuadro sería aquél en el cual el lobo asomaba su cabeza por la ventana al golpear Caperucita a la puerta o bien el que representa el trágico fin de la dulce niña.

Pero ni uno ni otro de los cuadros imaginados representaron, sino aquel que muestra a la falsa abuela en la cama con un gran gorro de dormir, una camisa blanca y anteojos. A su lado Betty parecía estar diciendo: «¡Oh, abuelita!, ¡qué dientes tan grandes tienes! …», pues Sancho había abierto la boca y mostraba su larga lengua roja mientras jadeaba por el esfuerzo que tenía que hacer para quedarse quieto en esa posición.

Agradó tanto al auditorio la labor de los artistas que aplaudieron y gritaron a rabiar hasta el extremo de que Sancho ya no pudo estarse quieto y habría saltado sobre los que hacían ese alboroto si Betty no lo hubiese tomado por las patas traseras al mismo tiempo que caía el telón. Pareció así que el malvado lobo iba a devorarse a la niña.

Tuvieron que presentarse a saludar al público con las ropas en desorden por la lucha: la gorra de dormir caída sobre un ojo de Sancho y la capa de la actriz completamente fuera de su sitio. No obstante eso, la niña saludó muy graciosamente y su compañero se inclinó con toda la dignidad que le permitía conservar su corta camisa. En seguida se retiraron ambos para tomarse un merecido descanso.

Luego apareció Thorny, muy nervioso, a hacer la siguiente declaración:

—Como uno de los actores que intervendrá en el número siguiente es nuevo en el oficio, ruego a todos que se queden muy quietos y no se muevan hasta que yo les permita. Será preciso que no griten, pues estropearían la representación.

—¿Quién será? —se preguntaban unos a otros y escuchaban con toda atención tratando de captar el menor ruido que pudiese orientarlos. Pero lo que oyeron aguzó aún más la curiosidad del auditorio y más los desconcertó. Se oyó la voz de Bab que susurró:

—¿No está hermoso Ben?

Y luego hubo un ruido como de una caída al mismo tiempo que la voz de la señorita Celia pedía ansiosamente:

—¡Oh!, ¡ten cuidado!… —mientras Ben reía sin preocuparse de que lo oyeran en tanto que Thorny lanzaba un «¡oh! …» que habría atraído la atención general si ésta no hubiese sido retenida por la cabeza de Lita que se había asomado fuera de su «box» para observar, asombrada, a los invasores de sus dominios.

—Esto parece un circo, ¿no? —dijo Sam a Billy quien había salido para recibir las felicitaciones de sus compañeros y esperaba continuar disfrutando del espectáculo situándose a una distancia conveniente.

—Espera y verás lo que viene. Esa música que oyes la tocan en todos los circos —explicó como si él hubiese estado en muchos circos y no en uno solo.

—¡Listo!… Dejen el paso libre cuando la soltemos —murmuró Ben, y como todos lo oyeron, se prepararon para ver cohetes o petardos ya que no se les ocurrió qué otra cosa podía seguir a tales advertencias.

Un «¡oh! …» unánime se dejó oír cuando levantaron la cortina, pero un enérgico «¡chist!» de Thorny los hizo enmudecer. Abrieron entonces muy grandes ojos y se prepararon a admirar el más extraordinario espectáculo de la tarde. Allí estaba Lita, con una montura ancha y plana sobre el lomo, cabezada y riendas blancas, rosetas azules en las orejas y una expresión de sorpresa en sus mansos ojos. Pero ¿quién era esa criatura alada, brillante y etérea, con una corona dorada, un pequeño arco en la mano y una zapatilla blanca levantada mientras la otra parecía apenas tocar la montura? Al principio nadie lo reconoció, tan extraordinaria y hermosa era la aparición. No es de extrañar que nadie descubriese a Ben bajo aquel singular disfraz, sin embargo, esas ropas eran tan familiares para él como los pantalones azules para Billy o los trajes de buen corte para Thorny. Había rogado tanto para que se le permitiese presentarse «una vez más», como solía hacerlo cuando «papá» lo alzaba sobre el lomo del viejo «General», para que cientos de espectadores lo admiraran, que la señorita Celia había dado, al fin, su consentimiento aunque muy a pesar suyo. Rápidamente le arregló un disfraz con un brillante tarlatán, las viejas zapatillas de baile de la joven le calzaron muy bien y Ben, seguro de su dominio sobre Lita, prometió no romperse los huesos. Varios días pasó pensando que podría, finalmente, demostrar a los muchachos que no había mentido cuando relató sus proezas, habilidades y pasadas glorias.

Antes de que los niños volvieran de su asombro Lita comenzó a dar señales de que le molestaban las candilejas. Entonces Ben alzó las riendas que caían sobre el lomo del animal, profirió el antiguo gritó de «¡op-la!» y dejó que Lita marchara como lo hacía cuando la sacaba de la cochera para dar un galope.

—Dénse vuelta lentamente y podrán verla bien. Pero no se muevan hasta que ella vuelva —ordenó Thorny al notar signos de nerviosidad en el excitado auditorio.

Obedientes, los veinte niños giraron al mismo tiempo la cabeza como movidos por un resorte y vieron la fantástica figura iluminada por la luna que se movía de un lado a otro acercándose a veces hasta permitirles distinguir el rostro sonriente bajo la corona de oro, alejándose tanto, otras, que semejaban una luciérnaga entre el verde sombrío de los árboles. Lita disfrutaba como de costumbre con ese galope, y caracoleaba como si ansiara compensar su falta de habilidad con rapidez y obediencia. No hay palabras que puedan relatar cuánto y cómo gozó Ben con aquel paseo, y además pudo comprobarse el gran bien que le habían hecho tres meses de vida reposada y laboriosa. Porque mientras hacía alegres piruetas bajo las ramas cargadas de manzanas rojas y amarillas, ya maduras, se dio cuenta que esa carrera al aire libre y ante un auditorio formado exclusivamente por sus pequeños camaradas gozaba más que cuando se exhibiera bajo aquella gran carpa llena de animales, hombres de todas clases y mujeres pintadas.

Después que la primera impresión hubo pasado, se sintió contento y enteramente feliz de volver a sus vestidos sencillos, a la escuela provechosa y a la gente bondadosa que cuidaba de él para hacerlo un buen muchacho sin interesarle que hubiese sido el más gracioso Cupido que se viera montado sobre un caballo.

—Ahora pueden hacer todo el bullicio que deseen, Lita ya ha dado un buen galope y ahora se quedará quieta como una oveja. Deténla. Ben, y regresa. Mi hermana dice que puedes enfriarte —gritó Thorny mientras el jinete se acercaba a medio galope después de haber saltado dos veces el portón de entrada.

No bien Ben se detuvo, los niños y niñas lo rodearon haciendo elogios en alta voz mientras contemplaban a la hermosa yegua y al personaje mitológico que descansaba cómodamente sobre su lomo. Parecía muy pequeño, como el verdadero dios del amor. Había perdido una zapatilla y tenía las piernas salpicadas de rocío; la corona se le había deslizado hasta el cuello y las alas de papel colgaban del manzano donde las había dejado al pasar bajo aquél en fantástica carrera. Ya no importaba que le reconocieran, pero por quién sabe qué extraña razón, no quiso que continuaran observándolo y en lugar de quedarse a oír las palabras de admiración, huyó y desapareció con Lita tras el cortinado, en tanto que el público se dirigía a la enorme cocina donde harían el último juego del día: la gallina ciega.

—Y bien, Ben, ¿estás satisfecho? —preguntó la señorita Celia deteniéndose a su lado para ayudarle a desembarazarse de su túnica transparente.

—Sí, señorita, ¡muchas gracias!… Fue una gran emoción.

—Pero estás muy serio. ¿Te sientes cansado o no quieres quitarte esas ropas y volver a ser el simple Ben de siempre? —inquirió la joven mirándolo a la cara mientras le alzaba la cabeza para sacarle la corona.

—¡Oh, sí!… ¡Quiero quitarme estas ropas! De otro modo no me consideraría respetable —y dio un fuerte puntapié a la corona que antes hiciera con tanto cuidado—. Luego agregó con una expresiva mirada: Deseo ser «el simple Ben» porque ése es el que usted quiere.

—Así es, y me alegra mucho oírtelo decir, pues temía que añoraras la vida de antes. Entonces, todo cuanto hemos hecho para ayudarte habría sido inútil. ¿Es verdad que no deseas, volver a lo de antes?

La señorita Celia sostuvo el mentón para observar la carita morena que le devolvía con honestidad la mirada.

—No, no deseo volver…, a no ser que él fuese allí y me necesitara a su lado.

Tembló el pequeño mentón pero los ojos negros miraban fijos y la voz sonaba sincera. Ella comprendió que decía la verdad. Acarició suavemente con su mano blanca la ensortijada cabeza y respondió con esa tierna voz que el niño tanto amaba, pues nunca le habían hablado así:

—Tu papá no volverá allá y, como sé que te quiere, estoy segura de que se alegrará de verte en este hogar. Ahora vete a vestir, pero antes dime si ha sido éste un cumpleaños feliz.

—¡Ah, señorita!… ¡Nunca imaginé que pudiese ser tan hermoso y éste es el momento más dichoso de todos!… No sé cómo agradecérselo, pero probaré a hacerlo. —Y no contento con sus palabras, Ben echó los brazos al cuello de la joven. Luego, avergonzado de su gesto, se arrodilló y se puso a desatar la única zapatilla que le quedaba.

Pero a la señorita Celia le agradó su gesto más que cualquier palabra que hubiese podido decirle y se alejó caminando bajo la luz de la luna diciendo para sí:

«Si puedo hacer volver una oveja descarriada al redil demostrare que puedo ser una buena esposa para un pastor.»

 

 

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