Capítulo XXII

 

Muchos días pasaron antes de que los niños se cansaran de hablar de la fiesta de cumpleaños de Ben, pues fue ésta un suceso maravilloso en el mundo de la gente menuda. Pero luego otros intereses ocuparon sus cabezas y comenzaron a trazar planes para los juegos que harían durante la recolección de las mieses, faena que, invariablemente, seguía a las primeras heladas. Mientras aguardaban a que Jack abriese las barreras que les impedían llegar a los castaños trataron de matizar la monotonía de los días escolares con un juego que llamaban «la pelea de los leños».

A las niñas les gustaba jugar en la cochera semivacía y los muchachos, por el simple placer de molestarlas, declaraban que eso no les agradaba y bloqueaban el portón de acceso no bien las niñas terminaban de despejarlo. Advirtiendo que la riña era un pretexto para divertirse y que el ejercicio les sentaba mejor que estar tendidas tomando sol, o leyendo dentro del aula, la maestra se abstenía de intervenir y la barrera caía y se levantaba continuamente.

No hubiese sido posible decir cuál de los dos bandos trabajaba con más ahínco, ya que los muchachos se reunían frente a la escuela a levantar la barricada antes de que comenzaran las clases y las niñas se quedaban luego de finalizadas las tareas del día para echar abajo hasta el último obstáculo puesto durante el recreo de la tarde. Y los muchachos podían oír los gritos y risas de las niñas, el ruido de los leños al caer y cómo se venía abajo la barrera tan levantada. Después, cuando las niñas entraban sonrosadas, sin aliento pero triunfantes, los varones salían corriendo a reconstruir la barrera y trabajaban afanosamente hasta dejarla firme y fuerte.

De este modo se divertían, y los únicos que salían un poco mal parados de aquellos juegos eran los dedos, que a veces se llenaban de astillas, los zapatos y los pobres leños zarandeados. Pero algo más resultó de aquel juego: fue hecha la paz entre dos de los participantes.

Después de que se realizara la gran fiesta, Sam volvió a su antiguo placer de atormentar a Ben llamándole con sobrenombres ofensivos y, como no le costaba nada inventar motes ridículos, los pensaba para dirigírselos en los momentos durante los cuales más podía molestarlo. Ben soportaba como mejor podía al fastidioso muchacho, pero al fin y como les sucede siempre a los que saben tener paciencia, la fortuna se puso de su parte y pudo poner freno a su atormentador.

Tan pronto como las niñas demolían la pila de leños, festejaban el triunfo usando sus peines como flautas y sus jarros como tambores y los muchachos, a su turno, silbaban y tamborileaban con palos en la pared del cobertizo. Billy trajo su tambor y a Sam se le ocurrió revolver la casa hasta encontrar un tambor viejo de su hermana para unirse a la banda. Pero no tenía los palillos y pensó hacerlos con unos juntos.

«Me servirán a las mil maravillas, si puedo conseguirlos», se dijo saliendo del camino que conducía a su casa para ir a buscarlos.

Por allí había un pantano muy traicionero y se contaba una trágica historia de una vaca que cayó en él y se hundió, y fue hundiéndose en el barro hasta que sólo sus cuernos se vieron. Sam había visto saltar ágilmente a Ben de un montículo a otro cuando iba a juntar velloritas que allí crecían en profusión para Betty. Sam dio dos o tres saltos pero que no lo llevaron, precisamente, en dirección a los juncos como él esperaba, sino dentro de un charco de agua fangosa donde comenzó a hundirse con rapidez alarmante. Muy asustado procuró salir pero apenas si pudo acercarse a un grupo de altas hierbas y prenderse de ellas para tratar de libertar sus piernas. Lo consiguió por fin, pero no pudo llegar hasta el montículo de tierra firme y salir de aquel mar de barro. Exhaló, entonces, un gritó angustiado y se puso a pensar en las sanguijuelas y las culebras que andarían por debajo del agua esperando poder prenderse de sus pobres piernas. El recuerdo de la vaca desaparecida cruzó por su mente y entonces volvió a lanzar otro gritó que se parecía esta vez a un mugido.

Muy pocos pasaban por esos lugares y el sol comenzaba ya a ocultarse. La terrible perspectiva de tener que pasar una noche en el pantano le dio brío para hacer un nuevo esfuerzo y tratar de refugiarse en el islote de juncos que estaba más cercano que la orilla. Pero fracasó y se vio forzado a quedarse prendido de una prominencia que bien podían ser los cuernos de «la pobre vaca» cubiertos de musgo. Por último se quedó quieto y comenzó a pedir auxilio a gritos y en todos los tonos que puede modular la voz humana. Gritos, aullidos y gruñidos como aquellos jamás se habían oído por esos solitarios pantanos y asustaron a la grave rana que residía allí en un tranquilo refugio.

Sam no esperaba más respuesta que el graznido del cuervo que sentado sobre una cerca lo observaba con interés y cuando un alegre «¡hola!, ¿quién está allí?» llegó desde el camino se sintió tan contento que dos gruesas lágrimas rodaron por sus rollizas mejillas.

—¡Acércate! ¡Soy yo que estoy en el pantano! ¡Dame una mano y ayúdame a salir!… —gritó Sana esperando ansiosamente que apareciera su salvador porque hasta ese momento sólo había podido divisar un sombrero que surgía y se escondía entre los avellanos que crecían a los lados del camino.

Los pasos se acercaron entre los árboles y entonces, por sobre el cerco, apareció una figura muy conocida que hizo dar ganas de sumergirse en el barro al pobre Sam para desaparecer de su vista. Porque de todos los muchachos conocidos, el último que hubiera deseado que lo viese en esas lastimosas condiciones era aquél, Ben.

—¿Eres tú, Sam? Estás en el lugar que te corresponde —y los ojos de Ben comenzaron a brillar con travieso fulgor, pues el espectáculo que ofrecía Sam hubiese divertido a la persona más formal.

Prendido de aquella saliente, las piernas encogidas en el barro, el rostro desmayado, salpicado de lodo y la mitad del cuerpo que tenía fuera, negra, como si la hubiese sumergido en un tintero, ofrecía un aspecto tan dolorosamente cómico que Ben se puso a bailar y a reír a su alrededor como un alegre fuego fatuo que conduce a un viajero por caminos extraviados y luego le hace bromas.

—¡Basta ya o te arrancaré la cabeza!… —rugió Sam furioso.

—Sal y hazlo. Aquí te espero —respondió Ben fingiendo aprontarse para pelear mientras el otro hacía esfuerzo para no caerse de su percha.

—No te rías. Sé bueno y sácame de algún modo o me moriré aquí, en medio de esta fría humedad —lloriqueó Sana cambiando de tono y dándose cuenta de que era Ben quien dominaba la situación.

También Ben lo comprendió así, y, aunque era un muchacho de buen corazón, no pudo resistir el deseo de aprovecharse de esa ventaja, por lo menos durante unos instantes.

—No quisiera reírme, pero no lo puedo remediar. Te pareces tanto a una enorme rana gorda y manchada que no se puede contener la risa. Te sacaré en seguida, pero antes tengo que hablar contigo —dijo Ben muy serio acercándose a Sam y sentándose cerca de él.

—Apúrate entonces. Estoy duro de frío y no me divierte hallarme prendido de este tronco —gruñó Sam muy incómodo.

—Me lo imagino, pero «eso es bueno para ti», como dices tú cuando me golpeas en la cabeza. Escucha: te he encontrado en un aprieto y no te ayudaré hasta que me prometas que, en lo sucesivo, me dejarás tranquilo. Vamos, ¡promételo!… —y el rostro de Ben se tornó grave al recordar las maldades de su enemigo a quien miraba con ojo severo.

—Te lo prometeré si tú no cuentas a nadie lo sucedido —respondió Sam mirándose y observando a su alrededor con gran disgusto.

—Eso lo veremos…

—Entonces no te prometo nada. No quiero que toda la escuela se burle de mí —rezongó Sam que temía al ridículo mucho más que Ben.

—Muy bien. Buenas noches, entonces —y Ben se alejó con las manos en los bolsillos tranquilo como si Sam quedara en el pantano como en su refugio predilecto.

—¡Detente!… ¡No te apresures tanto a irte!… —gritó Sam comprendiendo que si él se iba se alejaba la única probabilidad que tenía de que lo rescataran esa misma noche.

—Perfectamente —y Ben regresó dispuesto a proseguir las negociaciones.

—Prometo no molestarte, pero tú no hables mucho de esto, ¿de acuerdo? —propuso Sam, impaciente por resolver su dilema lo antes posible.

—Ahora que pienso, creo que hay algo más. Me conviene hacer un buen trato —dijo Ben con expresión astuta—. Debes prometerme que también harás callar a Mose. Él te obedece y si le dices que deje de molestarme lo hará. Si yo tuviese suficiente fuerza en los puños les haría tener la lengua quieta a los dos, pero carezco de ella, de modo que me valgo de este recurso.

—Sí, sí, yo hablaré a Mose. Ahora trae un palo y ayúdame a salir de aquí. Tengo las piernas entumecidas… —se lamentó Sam pensando que había pagado bien cara la ayuda; aunque sin dejar de admirar la inteligencia de Ben que tan buen partido había sabido sacar de su accidente.

Ben acercó un palo, pero en el preciso instante en que iba a colocarlo entre la tierra firme y el montículo se detuvo diciendo con un pícaro fulgor en la mirada:

—Aún hay que resolver una cosita más antes de ponerte a salvo. Prométeme que tampoco molestarás a las niñas, en especial a Bab y a Betty. Tú les tiras de las trenzas y a ellas les desagrada eso.

—Tampoco lo haré más. No tocaría a Bab ni que me ofrecieran un dólar: rasguña y muerde como un gato rabioso —fue la amarga respuesta de Sam.

—Mejor así. Ella sabe cuidarse. Pero Betty no, y si tú llegas a tocarle la punta de un cabello, digo a todos que te encontré en el pantano llorando como un niño. Bueno, vamos; ahora… júralo —y Ben dio un fuerte golpe con el palo mojando la cara de Sam y venciendo su última resistencia.

—¡Lo juro!… ¡Lo

—Júramelo por tu vida —ordenó Ben que quería hacer el juramento más solemne.

—¡Por mi vida te lo jura!… —prometió Sam. Y al jurar se privaba de una de sus diversiones favoritas: tirarle de las trenzas a Betty y preguntarle si estaba en casa.

—Subiré para sujetar el madero —dijo Ben y saltó al promontorio para poner varios maderos más que le permitieron llegar al tronco donde se sostenía el otro muchacho.

—Nunca pensé que podría haber hecho eso —confesó Sam observando la habilidad de Ben.

—Creía que habías escrito tantas veces «mira bien antes de saltar» que la frase había terminado por entrar en tu cabeza dura —comentó Ben burlonamente—. Pon un pie aquí. Tómate de mi mano.

Sam obedeció y Ben se sentó sobre las maderas para que no se moviesen en tanto que el embarrado Robinson Crusoe atravesaba lentamente el puente, paso a paso, hasta llegar a salvo y sentir la tierra firme bajo sus pies. Entonces se volvió a decir burlón y desagradecido:

—Y ahora, ¿qué va a ser de ti, rana vieja?

—Las tortugas embarradas no saben salir si no las ayudan, pero las ranas saltan y no se asustan por un poco de agua —contestó Ben y, ágilmente, corrió hacia otro lado. Sam se metió en el arroyuelo que corría cerca del sendero para quitarse el barro que le cubría las piernas antes de presentarse delante de su madre y salía del agua y se hallaba estrujando los vestidos cuando reapareció Ben nuevamente tranquilizado y muy contento con el pacto que había celebrado a su favor y al de sus amigos.

—Lávate mejor la cara. La tienes llena de manchas. Aquí tienes mi pañuelo si el tuyo está mojado —dijo ofreciéndole uno bastante sucio que ya había prestado servicio de toalla.

—No lo quiero —contestó Sam ásperamente mientras sacaba el agua de sus zapatos embarrados.

—A mí me enseñaron a decir «gracias» cuando alguien me sacaba de un apuro, pero tú nunca has sido muy bien educado aunque hayas vivido siempre en una casa bajo techo —le dijo sarcásticamente Ben, repitiendo la frase que tanto le había dirigido el otro en son de burla. Después se alejó muy disgustado con la ingratitud de los hombres.

Sam olvidó los buenos modales, pero recordó sus promesas y las observó tan fielmente que la escuela entera estaba asombrada. Nadie podía adivinar cómo había obtenido Ben ese poder secreto que ejercía sobre Sam y que se daban cuenta existía porque en cuanto éste intentaba comenzar con alguna de sus antiguas burlas Ben levantaba un dedo y lo sacudía amenazadoramente o bien gritaba «juncos», Sam obedecía sumiso aunque de mala gana con gran asombro de sus compañeros. Cuando se le preguntaba qué significaba eso, Sam se tornaba irascible. Ben, en cambio, se divertía en grande asegurando a los otros muchachos que aquello era el santo y seña de una sociedad secreta a la cual pertenecía él y Sam y les prometía darles todos los detalles si Sam se lo permitía, lo cual, por supuesto, nunca ocurría.

Este misterio y los esfuerzos realizados para descubrirlo marcaron un paréntesis en la guerra de los leños y antes de que se les ocurriese un nuevo juego algo sucedió y los niños tuvieron material para comentar durante largo tiempo.

Una semana después de que tuviera lugar el pacto secreto, Ben llegó corriendo con una carta para la señorita Celia. La encontró gozando del calor que producían al quemarse las niñas que Bab y Betty habían recogido para ella y a las dos niñas sentadas en sillas hamacas entretenidas en arrojar, por turno, más piñas para avivar el fuego. La señorita Celia se volvió rápidamente para tomar la carta tanto tiempo esperada, y después de observar la letra y el sello con alegre sorpresa la apretó contra su pecho y salió corriendo de la sala después de haber dicho:

—¡Ha vuelto!… ¡Ha vuelto!… ¡Ahora puedes contarlo, Thorny!

—¿Contarnos qué? —preguntó Bab parando el oído.

—Poca cosa: que George ha vuelto y que tendremos que partir para casarnos de inmediato —explicó Thorny restregándose las manos y, al parecer, muy satisfecho con la perspectiva.

—¿Se van a casar los dos? —preguntó Betty con tal seriedad que los muchachos estallaron en carcajadas. Cuando se calmaron Thorny continuó:

—No, pequeña. Mi hermana es quien se casa y yo debo acompañarla para cuidar que todo se haga en orden y traerles una porción de pastel de bodas. Ben las cuidará mientras yo esté ausente.

—¿Cuándo partirán? —preguntó Bab relamiéndose ya por su trozo de pastel.

—Mañana, me imagino. Celia ha preparado las valijas y todo está listo desde hace una semana. Habíamos concertado reunirnos con George en Nueva York y se casarán tan pronto él pueda desempaquetar sus ropas. Somos hombres de palabra y ambos cumplimos.

—Pero ¿cuándo volverán? —preguntó Ben con evidente ansiedad.

—No sé. Mi hermana quiere regresar pronto, pero seguramente pasaremos la luna de miel en otro sitio: en las cataratas del Niágara o en las Montañas Rocosas —agregó Thorny nombrando los dos lugares que más ansiaba conocer.

—¿Te gusta él? —preguntó Ben pensando al mismo tiempo si el nuevo amo le satisfaría el joven palafrenero.

—¡Ya lo creo!… George es muy alegre, aunque tal vez ahora que ha llegado a ministro protestante se haya vuelto más serio y formal. ¿No sería una pena que hubiese ocurrido así? —y Thorny se alarmó ante la idea de perder a aquel amigo con quien congeniaba tanto.

—Hablábamos de él. La señorita Celia dijo que podías hacerlo —observó Bab cuya experiencia acerca de «alegres ministros protestantes» era muy escasa.

—¡Oh!, no hay mucho que contar. Nos encontramos en Suiza escalando el monte San Bernardo durante una tormenta…

—¿Es en ese monte donde viven esos perros tan buenos? —lo interrumpió Betty a quien le hubiera gustado que esos animales participasen en la historia.

—Sí. Tuvimos que pasar la noche en un refugio y él nos ofreció su habitación. Como había mucha gente yo quise ir a otra parte, pero él no me lo permitió. Celia agradeció su actitud y se mostró muy amable con él. Después seguimos encontrándonos y más tarde me enteré que se habían comprometido. Eso no me preocupó, pero lo malo fue que él tenía que regresar a concluir sus estudios. Eso sucedió hace un año. Durante el invierno vivimos en Nueva York en casa de nuestro tío, y como yo me enfermara, resolvimos venir para aquí y aguardar hasta que llegase George. Eso es todo.

—¿Continuarán viviendo aquí? —preguntó Bab cuando Thorny se detuvo para tomar aliento.

—Ésos son los deseos de Celia. Yo iré al colegio y George ayudará al viejo ministro de aquí hasta que compruebe si le gusta el lugar. Si George sigue siendo tan alegre como antes pasaremos gratos momentos juntos. Ya lo verán ustedes.

—Quisiera saber si yo le resultaré simpático —observó Ben, quien no se sentía con fuerzas para reemprender su vida de vagabundo.

—Sin duda alguna, de modo que no tienes por qué afligirte, querido —respondió Thorny dándole una fuerte palmada en el hombro, lo cual valía más que cualquier promesa.

—Me gustaría ver una boda. Podríamos hacer una con las muñecas. Tengo un trozo de tul de mosquitero y el vestido de Belinda está bien blanco. ¿Crees que la señorita Celia nos invitará a su boda? —dijo Betty dirigiéndose a Bab mientras los muchachos discutían animadamente algo referente a los perros de San Bernardo.

—Quisiera poder hacerlo, queridas —respondió una voz detrás de ellas. Allí estaba la señorita Celia con una expresión tan radiante que las niñas se preguntaron interiormente qué podría decir aquella carta para ponerla así.

—No estaré ausente mucho tiempo y cuando vuelva continuaré siendo la misma. Viviré entre ustedes durante varios años porque adoro esta casona y quiero que sea mi hogar —agregó acariciando las rubias cabezas que le eran tan queridas.

—¡Ah!… ¡Qué bien!… —exclamó Bab mientras Betty murmuraba estrechando entre sus brazos a la joven—: Yo no podría soportar que otra persona que no fuera usted viniera a vivir aquí.

—Me alegra oírte decir eso. Yo tengo resuelto hacer muchas buenas obras en este lugar. He procurado comenzar este verano y cuando regrese trabajaré con fervor para ser así la digna esposa de un ministro, religioso. Tú me ayudarás.

—¡La ayudaremos!… —prometieron las dos niñas dispuestas a hacer de todo, excepto predicar desde el púlpito.

Entonces la señorita Celia se volvió hacia Ben diciéndole con tono respetuoso que hacía que el muchacho se sintiera como de la familia:

—Nosotros saldremos mañana. Dejo todo esto a tu cuidado. Procede como si estuviéramos aquí y yo te prometo que nada cambiará a nuestro regreso.

El rostro de Ben resplandeció, pero lo único que pudo hacer para demostrar su satisfacción y alivio fue echar más leña al fuego y avivar la hoguera hasta el extremo de que casi quema a sus compañeros.

A la mañana siguiente el hermano y la hermana partieron y los niños corrieron a la escuela ansiosos de comunicar la noticia de que «la señorita Celia y Thorny iban a casarse y que luego regresarían para quedarse a vivir allí por el resto de sus días».

 

 

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