capítulo iii

 

Tan pronto como sonó la campana, Nat saltó del lecho y se endosó satisfechísimo los vestidos que encontró sobre la silla. No era ropa nueva; eran prendas en medio uso, procedentes de otros niños; pero la señora Bhaer guardaba todas aquellas plumas desprendidas para los pajaritos extraviados que acudían al nido de Plumfield. Apenas estuvieron reunidos los muchachos, se presentó Tommy, acompañado de Nat, para tomar el desayuno.

Mientras engullían, los chicos charlaban animadamente, porque el domingo había que discutir el paseo y acordar el plan para la semana. Nat oía y pensaba que el día iba a serle muy agradable, porque gustaba de la quietud y veía, en torno suyo, plácido reposo. A pesar de su infancia de vagabundez, el minúsculo violinista amaba la calma.

—Ahora, hijitos, a cumplir vuestras obligaciones matutinas y a estar dispuestos para ir a misa cuando llegue el ómnibus —dijo el señor Bhaer, y predicando con el ejemplo, se fue a la escuela a ordenar los libros para el día siguiente.

Todos salieron apresuradamente a ejecutar su tarea, porque cada niño tenía un pequeño deber diario que cumplir, y estaba obligado a cumplirlo puntualmente. Unos acarreaban leña o agua; otros barrían los pasillos; éstos daban de comer a los animales domésticos; aquellos iban al granero a ayudar a Franz a sacar alimentos para los animales. Daisy fregaba los vasos, Medio-Brooke los enjuagaba, porque a los gemelos les gustaba trabajar juntos. Hasta el microscópico Teddy tenía su tarea, e iba de acá para allá recogiendo servilletas y ordenando sillas. Por espacio de media hora los muchachos zumbaban trabajando como enjambre de solícitas abejas. Cuando por fin llegó el ómnibus, el señor Bhaer y Franz, con los ocho niños mayores, marcharon a la iglesia de la ciudad, que distaba tres millas.

Nat, por causa de la tos, se quedó con los cuatro chicos más pequeños y pasó la gran mañana en la habitación de la señora Bhaer, oyendo las historias que les refirió la bondadosa señora, aprendiendo el himno que les enseñaba y, luego, pegando estampas en un libro viejo.

—Este es mi encierro dominical —dijo la tía Jo, mostrándole armarios llenos de volúmenes, estampas, cajas de pinturas, reproducciones arquitectónicas, periódicos pequeños, papel, plumas, etcétera—. Quiero que mis hijos gusten del domingo y lo deseen como grato descanso del estudio y del trabajo habitual, pero quiero que, al parque se recrean, se instruyan y aprendan cosas distintas de las que se enseñan en la escuela... ¿Me entiendes? —exclamó, dirigiéndose a Nat, que escuchaba embelesado.

—Usted se propone enseñarles a que sean buenos —respondió tras breve vacilación.

—Justamente; quiero enseñarles a que sean buenos y a que amen el bien. Ya sé que, a veces, es difícil conseguirlo, pero con el mutuo auxilio y la recta voluntad todo se alcanza. He aquí uno de los medios que empleo para el logro de mis propósitos —murmuró tomando un libro grueso, lleno de notas y abriéndolo en una página que tenía escrito un nombre arriba.

—Pero, ¡ese nombre es el mío! —insinuó Nat.

—Sí; tengo una página para cada niño. A cada uno le llevo la cuenta de su comportamiento durante la semana. Si es malo, me disgusto; si es bueno, me regocijo y ufano; y, de cualquier modo, sabiendo que me intereso por ellos, y deseando complacerme y complacer a papá Bhaer, procuran ser juiciosos y aplicados.

—Yo creía que lo eran siempre —observó Nat, atisbando el nombre de Tommy en la página opuesta a la suya, y preguntándose qué figuraría en aquella cuenta.

La señora Bhaer lo notó y volvió la hoja, murmurando:

—Mis apuntes sólo los ven los interesados. Llamo a este libro mi libro de conciencia; lo que de ti escriba, sólo tú y yo lo sabremos. De ti depende quedar satisfecho o avergonzado cuando leas tu página el domingo próximo. Confío en que tu cuenta será buena; procuraré darte facilidades y me complacerá verte alegre, dócil y observador de nuestras escasas reglas, aprendiendo y aprovechando algo.

—Lo procuraré, señora —balbuceó, ruboroso, Nat, ansiando evitar a su protectora el disgusto de una cuenta mala, y anhelando proporcionarle el regocijo y la ufanía de una cuenta buena—. Pero —añadió— debe ser molesto escribir tanto.

—No —contestó la señora, acariciándole y cerrando el libro—; porque ignoro qué me agrada más, si escribir o estar entre niños. ¿Te asombras? Es cierto que hay personas que se impacientan al lado de pequeñuelos, pero es porque no los comprenden ni saben tratarlos. Yo sí; hasta hoy no he encontrado niño del cual no se pueda conseguir cuanto se desee, hallando el camino de su corazón. No podría pasar sin la turba de mis traviesos y alborotados chicuelos, ¿verdad, Teddy mío? —exclamó abrazando al bribonzuelo, en el preciso instante en que éste trataba de guardarse el tintero en el bolsillo.

Nat, que nunca hasta entonces había oído lenguaje semejante, no acertaba a decidir si la señora Bhaer era una lunática o una criatura abnegada y ejemplarmente bondadosa. Se inclinaba por esto último, recordando que aquella mamá se anticipaba a llenar los platos de los niños antes de que éstos lo pidieran, se reía de sus bromas, les tiraba blandamente de las orejas y les daba cariñosas palmaditas.

—Me figuro que te agradará ir ahora a la escuela y ensayar en el violín el acompañamiento de los coros que cantaremos esta noche —apuntó la señora, sospechando que el chico querría entrar en la vida común. Solo con el amado violín, ante el libro de música, junto a la ventana inundada de sol primaveral y en profundo silencio, el niño gozó más de una hora de felicidad aprendiendo dulces melodías de otros tiempos, y olvidando sus amarguras.

Cuando regresaron los que habían ido a misa, y cuando todos comieron, unos se dedicaron a la lectura; otros a escribir a sus respectivas familias, y dieron las lecciones dominicales y charlaron entre sí, tranquilamente, forman do grupos aislados. A las tres salieron de paseo; la infancia y la adolescencia necesitan ejercicio y aire libre, y paseando, las inteligencias vírgenes aprenden, en el gran libro de la Naturaleza, a ver y amar la infinita magnanimidad de Dios. El señor Bhaer acompañaba siempre a sus discípulos y siempre encontraba "enseñanzas en las piedras y en las hierbas; libros en los cristalinos arroyos, y bondad en todas las cosas".

Mamá Bhaer, con sus dos hijos y con Daisy, se fue a la ciudad a hacer la visita semanal a la abuela, visita que era motivo de íntima y recíproca satisfacción. Como Nat no estaba muy fuerte para tan largo paseo, se quedó en casa con Tommy, el cual, afablemente, se había brindado a enseñarle todo Plumfield.

—Ya conoces la casa; así, pues, saldremos y verás el jardín, el granero y el "parque zoológico" —dijo Tommy, cuando se quedaron solos con Asia, encargada de evitar cualquier barrabasada.

—Todos nosotros tenemos nuestros animales favoritos y los guardamos en el granero, al cual hemos denominado parque zoológico. Ya estamos en él. Dime, ¿no es una preciosidad mi lechoncito? —exclamó Tommy señalando con orgullo a un cerdo horriblemente feo.

—Conozco a un niño que tiene una docena de lechoncitos y me ofreció uno, pero yo no disponía de sitio para guardarlo y no pude aceptar. Era blanco, con manchas negras y hocico rojo; tal vez me lo regalaría aún, si tú lo quieres.

—Me gustaría tenerlo y te daré éste y vivirán juntos, si no se pelean. Mira aquellos ratoncitos blancos: son de Rob; se los regaló Franz. Los conejos son de Ned, las gallinas de Guinea pertenecen a George, ya sabes, a "Zampabollos". Ese cajón es el estanque de los galápagos de Medio-Brooke; aún no han empezado a hacer cría; el año pasado tuvo sesenta y dos; en uno de ellos grabó su nombre y la fecha, y lo dejó ir, esperando encontrarlo y reconocerlo cuando pase mucho tiempo. He leído que unos pescadores recogieron a una tortuga que llevaba en el caparazón un letrero escrito hace qué se yo cuántos siglos... ¡Ah, te advierto que Medio-Brooke es un chico muy caprichoso!

—¿Qué hay en esa caja? —interrogó Nat.

—¡Oh! es la caja de los gusanos de Jack Ford. Se dedica a recoger y a criar gusanos y los guarda aquí; cuando vamos de pesca, se los compramos para ahorrarnos la molestia de preparar cebos. Pero nos cobra carísimo; ya ves, la última compra que le hice, tuve que pagarle a razón de dos peniques por docena, y además los gusanos eran muy chicos. Jack a veces es mezquino y usurero, y ya le he dicho que si no me rebaja los precios me criaré yo los gusanos que necesite para pescar. ¿Ves aquellas dos gallinas grises?... Pues son mías. Le vendo los huevos a mamá Bhaer, pero jamás le pido más de veinticinco centavos por docena, ¡jamás! Me daría vergüenza cobrárselos más caro.

—¿De quiénes son los perros? —dijo Nat.

—El perro grande es de Emil; lo llaman "Cristóbal Colón"; lo bautizó mamá Bhaer, y cuando hablamos de Cristóbal Colón nadie imagina que nos referimos al perro. El cachorro blanco es de Rob; el de color ceniza es de Teddy. Un hombre iba a ahogar a los perritos en el estanque, pero el señor Bhaer se opuso y los recogió. Los chicos juegan con ellos; yo no les hago caso; se llaman Cástor y Pólux.

—Si yo pudiera, me agradaría ser dueño del borriquito "Tobías"; es tan chiquito y tan manso, y se va tan a gusto montado —exclamó Nat.

—"Tobías" es un regalo que el señor Laurie hizo a mamá Bhaer para que no tuvieran que llevar en brazos a Teddy cuando salimos de paseo. A todos nos agrada "Tobías"; es un borrico muy simpático. Las palomas que ahí ves, son nuestras en general; cada cual elige sus favoritas y nos distribuimos las crías. Los pichoncitos son monísimos; entretente mirando las palomas, mientras veo si mi "Cenicienta" y mi "Pintadita" han puesto hoy huevos.

Nat trepó por una escalera, metió la cabeza por una puertecilla y contempló las lindas palomas picoteando y arrullándose en el espacioso desván.

"Todo el mundo, menos yo, posee aquí algo; me agradaría tener una gallina, una paloma o siquiera un galápago que fuese mío", pensó Nat, doliéndose de su pobreza al admirar los tesoros de los otros niños. Luego, al reunirse de nuevo con Tommy, en el granero, le preguntó:

—¿Cómo han adquirido estas cosas?...

—Las encontramos, las compramos o nos las regalan. Mi padre me envía algo de vez en cuando, y ahora en cuanto reúna dinero bastante de la venta de huevos, voy a comprar una pareja de patos. Aquí hay un estanque muy a propósito para ellos; y has de saber que los huevos de pato se pagan muy bien, y que los patitos son graciosísimos nadando y zambulléndose — contestó Tommy.

Nathaniel suspiró, reflexionando que él no tenía padre, ni dinero, ni nada más que un viejo bolsillo vacío, y la habilidad de tocar el violín. Tommy comprendió el alcance de aquel suspiro y, tras breve y profunda cavilación, exclamó:

—Oye, te diré lo que he resuelto. Me fastidia soberanamente andar buscando los huevos que ponen mis gallinas; si quieres encargarte de esta tarea, te daré un huevo por cada docena que me recojas; tú llevas la cuenta, y cuando tengas doce, se los vendes por veinticinco centavos a mamá Bhaer, y ya con ese dinero puedes hacer lo que se te antoje.

—¡Trato hecho! ¡Eres un compañero buenísimo!

—¡Bah! ¡Bah! No hablemos más del asunto; comienza ahora a rebuscar en el granero; te aguardaré aquí; mi "Cenicienta" está cacareando, y de seguro que encontrarás algún huevo —dijo Tommy y se tumbó sobre la paja, satisfechísimo por haber cerrado un buen trato y realizar una acción meritoria.

Nat comenzó alegremente la pesquisa y, revolviendo, fue de desván en desván hasta dar con dos magníficos huevos, uno oculto bajo una viga y otro depositado en una medida de grano, en la cual solía refugiarse la "Pintadita".

—Dame uno que necesito para completar una docena, quédate con el otro y desde mañana empezaremos la cuenta. Aquí, con tiza, puedes hacer tus notas junto a las mías y así las comprobaremos fácilmente — observó Tommy, señalando una hilera de misteriosos signos, sobre una vieja máquina desgranadora.

Con toda importancia y formalidad, el orgulloso poseedor de un huevo abrió cuenta con su amigo, el cual, riendo a carcajadas, estampó sobre los signos esta imponente frase: "Thomas y Compañía". El pobre Nat se hallaba tan fascinado que a duras penas se persuadió de que debía ir a depositar su primer trozo de propiedad mueble en la alacena de Asia. Luego volvieron y después de haber pasado revista a los dos caballos, a las seis vacas, a tres cerdos y a un cabrito, Tommy se llevó a su amigo a visitar un sauce añoso que crecía junto al susurrante arroyuelo. Subiendo al cercado era fácil llegar a un amplio nido formado en el arranque de la copa del árbol; en la parte superior del tronco las podas anuales habían dejado nudos de gruesas ramas que, retoñando, formaban una especie de verde cúpula. Allí se habían establecido diminutos asientos, y en una oquedad, hábilmente cerrada, existía espacio para guardar un par de libros, un barquito desmantelado y varios pitos a medio labrar.

—Este es el reservado de Medio-Brooke y mío; nosotros lo hemos fabricado y nadie, sin nuestro permiso, puede subir a él, excepto Daisy, pero no nos molesta que Daisy venga —advirtió Tommy, mientras Nat miraba embelesado el arroyuelo murmurador.

—¡Esto es hermosísimo! Confío en que me permitirás subir en alguna ocasión. Jamás he visto nada tan bello; quisiera ser pájaro, para vivir siempre en este nido —dijo Nat.

—Verdaderamente es lindo. Puedes subir si Medio-Brooke te autoriza, y supongo que te autorizará, porque la otra noche le oí decir que eras muy simpático.

—¿De veras? —insinuó Nat, con sonrisa jubilosa.

—Sí; a Medio-Brooke le agradan los niños pacíficos y espero que serán buenos amigos si tú procuras leer tan bien como lo hace él.

Nat se sonrojó al oír estas palabras, y después, balbuceó:

—No leo muy bien porque nunca he tenido tiempo para aprender; ya sabes que he vivido tocando el violín para comer.

—A mí me gusta leer, y leo bastante bien cuando hace falta—afirmó Tommy extrañado, al verse ante un chico de diez años que no sabía leer.

—Puedo leer un trozo de música —añadió Nat.

—Yo no —murmuró Tommy, con cierto respeto.

—Me propongo estudiar y aprender todo lo que pueda. ¿Son muy difíciles las lecciones del señor Bhaer?

—No, son sencillas; cuando se presenta alguna dificultad, la explica hasta que entendemos. Otros maestros no son así. El que yo tuve antes, cuando nos atascábamos en una lección, nos daba coscorrones— dijo Tommy rascándose la cabeza, al evocar los enérgicos métodos de enseñanza del otro maestro.

—Creo que podría leer esto— dijo Nat, después de haber ojeado uno de los libros guardados en el escondrijo del niño.

—Pues lee un poco, yo te ayudaré.

Nat, tropezando y tartamudeando algo, leyó lo mejor que pudo y supo, auxiliado cariñosamente por Tommy, que declaró con suficiencia que pronto su amigo leería tan bien como el mejor de la casa. Luego se enfrascaron en animada charla infantil, acerca de diversos temas y en especial de jardinería, porque Nat, desde su elevado asiento, preguntó qué había sembrado en los cuadros de terreno que veían en la otra orilla del arroyo.

—Esos cuadros son nuestras haciendas. Cada cual tiene su finca y siembra en ella lo que le agrada; pero no podemos escoger mucho ni hacer cambios hasta después de la recolección, y tenemos que cuidar nuestros campos durante el verano.

—¿Qué has sembrado tú este año?...

—Sembré habas para el ganado, porque es cosecha fácil de recolectar.

Nat rompió a reír; Tommy se echó el sombrero hacia atrás, se metió las manos en los bolsillos y dijo, lenta y gravemente, imitando, sin proponérselo, a Silas, el jardinero de la casa:

—Mira, no te rías; las habas son mucho más fáciles de cultivar que los cereales o que las papas. El año pasado sembré melones, pero los insectos se comían los frutos sin dejarlos madurar y sólo coseché una hermosa sandía y dos meloncitos almizcleños.

—Veo que los cereales están muy crecidos.

—Sí, pero exigen muchísimos cuidados. Las habas crecen en cinco o seis semanas y maduran muy pronto. Yo las he sembrado porque me anticipé a decirlo. Zampabollos quería sembrarlas también, y ha tenido que contentarse con sembrar arvejas; éstas ofrecen el inconveniente de requerir frecuentes y esmeradas limpiezas, y así tendrá que hacerlo su sembrador, que es aficionadísimo a comer arvejas.

—¿Tendré yo un jardín mío? —preguntó Nat.

—Ya lo creo que lo tendrás —contestó desde abajo el señor Bhaer, que regresaba de su paseo y venía a buscar a los niños, pues invariablemente paseaba todos los días un rato con cada uno de los discípulos. Al encontrarse con ellos aprovechó la ocasión para comenzar a planificar la semana entrante.

Al descender del sauce, Tommy cayó al arroyo; como esto le ocurría con frecuencia, se sacudió tranquilamente y se marchó a la casa para secarse. Quedó, pues, Nat solo con el señor Bhaer, que era lo que éste deseaba, y durante el rato que anduvieron examinando los cuadros y macizos del jardín, el maestro se ganó el cariño del muchacho regalándole una "hacienda" y discutiendo con él las cosechas tan gravemente como si la comida de la familia dependiera del resultado de la recolección. Charlaron también sobre distintos temas que despertaron esperanzas en el ánimo del chicuelo. Mientras comía, el chico pensaba en aquellas esperanzas, y de vez en cuando fijaba los ojos en el señor Bhaer, como diciéndole:

—Me agrada lo ofrecido; no deje usted de cumplirlo.

Se ignora si el maestro entendió o no el mudo lenguaje del niño, mas cuando todos se reunieron en el cuarto de mamá Bhaer para la nocturna tertulia dominical, eligió como tema de conversación algo que parecía sugerido por el paseo en el jardín.

Nat, mientras más miraba, más se convencía de que aquella era una familia numerosa y no una escuela; los niños formando amplio semicírculo, sentados en sillas o sobre la alfombra, cerca del fuego; Daisy y Medio-Brooke ocupando las rodillas de su tío y maestro; Rob, muy abrigado, en el respaldo de la butaca de su madre, resuelto adormirse si la conversación no le agradaba. Todos se hallaban satisfechos y escuchaban con atención, gozando del descanso tras el largo paseo, y preparándose a contestar, pues sabían que a cada uno se le iba a pedir su opinión. Y así habló el señor Bhaer:

—Pues, señor, cuento y cuento, y el bien para nosotros se quede, y el mal para quien lo vaya a buscar; como que una vez había un jardinero que era dueño del jardín más grande que se ha conocido en el mundo. El jardín era hermosísimo y su propietario lo cultivaba con inteligencia, habilidad y esmero, cosechando frutos gustosos y exquisitos. Pero las malas hierbas, que en todas partes crecen, crecían a veces en el hermoso jardín, y no llegaban a fructificar las buenas semillas. El jardinero tenía a sus órdenes a varios subjardineros, algunos de los cuales cumplían con su deber y ganaban honradamente el jornal; pero otros descuidaban las parcelas que se les confiaran y las dejaban trocarse en campos estériles. Esto disgustaba mucho al jardinero pero como era pacientísimo, callaba y seguía trabajando y esperando años y años el momento de la gran cosecha.

—Sería un jardinero muy simpático —interrumpió Medio-Brooke que oía con viva atención.

—¿No comprendes, hermano, que es un cuento de hadas? —observó Daisy.

—No, debe ser una arrigoría —murmuró Medio-Brooke.

—¿Qué esarrigoría? —exclamó el preguntón Tommy.

—Explícalo, si lo sabes, Medio-Brooke —habló el señor Bhaer—, y no uses palabras sin saber bien su significado.

—No lo sé, me lo dijo abuelito. Arrigorías es una fábula, o sea una historia que quiere significar algo. Mi libro Historia sin fines arrigoría porque el niño en ella es un alma... ¿Verdad, tía? —dijo Medio-Brooke.

—Sí, hijo mío, y estoy segura de que lo que tu tío les está contando es una alegoría; presta atención a lo que significa.

Se tranquilizó Medio-Brooke, y el narrador prosiguió:

—El jardinero cedió una docena de pequeñas parcelas a uno de sus criados, y le encargó que las cuidase lo mejor que supiera, y que estudiase lo que en ella se podía sembrar. El criado no era rico, ni sabio, ni muy bueno, pero debía mucha gratitud a su señor. Alegremente recibió las parcelas y puso manos a la obra; las había de todas formas y tamaños; unas tenían buena tierra, otras eran muy pedregosas, y todas estaban necesitadísimas de cuidado, porque en la tierra fértil se desarrollaban con rapidez las malas hierbas, y en la tierra estéril abundaban los guijarros.

—¿Había algo más que hierbas malas y piedras? —insinuó Nat, olvidando su timidez.

—Había flores —respondió el cuentista—. Hasta en los cuadros más incultos y abandonados del jardín crecían pensamientos y resedas. En uno había margaritas y clavellinas; en otro—y al decir esto acarició a su sobrina—, rositas; en éste, legumbres útiles y una vid trepadora, como la plantada por Jack; verdad es que este cuadro había sido cuidado por el experto y anciano jardinero...

—Pues como iba diciendo —prosiguió el maestro—, algunas de las parcelas eran fáciles de cultivar (quiero decir cuidar, ¿te enteras, Daisy?) y otras eran de muy difícil cultivo. En especial un cuadradito bañado por el sol, que de igual modo podía producir legumbres y fruto que flores, pero no los producía, y cuando el hombre sembraba cualquier cosa, melones, por ejemplo, la sementera no daba frutos, porque la tierra no hacía caso de las semillas. Se desconsolaba el hombre y seguía sembrando, pero la tierra parecía decirle siempre "se me olvidó".

Una carcajada general interrumpió el relato; todos se fijaron en Tommy que, al oír hablar de melones, había aguzado el oído primero, y, después, bajó la cabeza para escuchar su excusa favorita.

—¡Ya sé! ¡Ya sé lo que significa la historia! —exclamó Medio-Brooke, palmoteando—. Tú eres el hombre y nosotros somos los jardincitos. ¿Verdad, tío?...

—Lo has adivinado. Ahora cada cual va a decirme lo que debo sembrar para conseguir una buena cosecha en mis doce, no, en mis trece finquitas —habló el señor Bhaer, corrigiéndose en el número al mirar a Nat.

—En nosotros no puedes sembrar trigo, ni habas, ni arvejas, a menos que quieras que comamos mucho y engordemos —indicó Zampabollos, regocijado con la idea expresada.

—No se trata de eso. Se trata de sembrar cosas que nos hagan buenos, y de arrancarnos las malas hierbas, que son los defectos —afirmó Medio-Brooke, que era el que lideraba estas conversaciones, a las cuales era aficionadísimo.

—Justamente. Cada uno de ustedes debe pensar en lo que más necesita, y decírmelo, yo lo ayudaré a que lo logre; mas para ello tienen que estar dispuestos a hacer cuanto puedan, porque de otro modo se volverán, como el melonar de Tommy, todo hojas y ningún fruto. Comenzaré las preguntas por los mayores, y empiezo preguntándole a mamá Bhaer qué sembrará en su tierra; porque todos somos cuadros del jardín y todos, si amamos a Nuestro Señor, podemos obtener para El ricas cosechas.

—Consagraré mi campo a sembrar y a recolectar paciencia, que es lo que más falta me hace —contestó la tía Jo.

Los niños se dieron a pensar sus respectivas respuestas y algunos sintieron remordimientos por haber contribuido a agotar las provisiones de paciencia de la bondadosa señora.

Franz necesitaba perseverancia; Tommy, firmeza; Ned, dulzura de carácter; Daisy, diligencia; Medio-Brooke, "tanta sabiduría como el abuelo"; Nat confesó, humildemente, necesitar muchas cosas y dejó que el señor Bhaer eligiera por él. Los demás escogieron muchos lo mismo: paciencia, constancia, generosidad y buen humor. Un niño deseaba que le gustase mucho madrugar, pero no sabía dar nombre a aquella especie de planta; Zampabollos exclamó suspirando:

—Ojalá me gustase estudiar tanto como comer.

—Sembraremos abnegación y la cavaremos, regaremos y haremos que crezca tanto que en las próximas Navidades nadie enferme por comer mucho. Si ejercitas tu imaginación, querido George, verás que el entendimiento llega a sentir tanta hambre como el estómago y te agradarán los libros tanto como oír mis cuentos —advirtió el profesor, y, luego, acariciando a Medio-Brooke, le dijo—: Tú también, hijo mío, eres glotón y te gusta atiborrar el cerebro con cuentos de hadas y fantasías, del mismo modo que George se atiborra el estómago con pasteles y golosinas. Ambos hartazgos son malos y quiero evitarlo. La aritmética no es tan agradable como Las mil y una noche, yo lo sé, pero es mucho más útil, y ahora es la ocasión de que aprendas, para que luego no te avergüences de tu ignorancia.

—Pero Enrique y Lucía y Robinson no son libros fantásticos; hablan de construcciones, trabajos y labores útiles, y me agradan mucho, ¿verdad, Daisy?

—Sí; pero lees más El pájaro azul que Enrique y Lucía y prefieres Simbad el marino a Robinson. Vaya, hago un trato con ustedes dos: George no comerá más que tres veces al día y tú no leerás más que un libro de cuentos por semana; en cambio, les daré el nuevo campo para jugar al criquet; pero deberán jugar —insistió el maestro, porque sabía que Zampabollos se resistiría a correr, y que Medio-Brooke consagraba las horas de recreo a la lectura.

—¡Es que a nosotros nonos gusta el criquet! —murmuró Medio-Brooke —Acaso no les guste ahora, pero sí cuando lo conozcan. Además, les agradará ser generosos y si los demás niños quieren jugar, podrán permitirles hacerlo.

Con gran satisfacción y regocijo de todos, se cerró el trato.

Se charló un poco más acerca de los jardines, y después cantaron a coro. La orquesta encantó a Nat; mamá Bhaer tocó el piano; Franz, la flauta; el maestro, el contrabajo, y el nuevo alumno, el violín. El concierto resultó delicioso y todos parecían gozar; hasta la anciana Asia unió su voz al coro general, porque en aquella familia, amos y criados, viejos y jóvenes, elevaban juntos al cielo las plegarias y los himnos dominicales. Luego, los niños fueron, uno a uno, estrechando la mano de papá Bhaer; mamá Bhaer los besó a todos, desde Franz, que tenía diecisiete años, hasta Rob, que se reservaba besar a la mamá en la punta de la nariz. Luego se marcharon en tropel a la cama.

La menguada luz de una lámpara iluminaba un cuadro colgado al pie del lecho de Nat. Pendientes de los muros había otros, pero el niño se fijó en éste por ver que tenía una lindísima moldura de musgo y pino, y al pie, sobre una repisa, un vaso lleno de flores silvestres. Indudablemente era aquél el más bello de todos los cuadros de la casa; Nat se quedó contemplándolo con arrobamiento, presintiendo lo que representaba y ansiando que se lo explicasen.

—¡Ese es mi cuadro! —clamó una vocecita. Nat se volvió y vio a Medio-Brooke que, en paños menores, salía del cuarto de tía Jo, adonde había ido por un trapito para vendarse una cortadura que se hizo en el dedo.

—¿Quién es ese hombre y que hace con los niños?... —preguntó Nat.

—Es Cristo, el hombre bueno, que da su bendición a los pequeños. ¿Tú no sabes nada de Cristo? —inquirió asombrado Medio-Brooke.

—No mucho, pero me gustaría saber; Cristo parece ser muy bueno — contestó Nat.

—Yo sé mucho de Cristo Nuestro Señor, y me gusta muchísimo, porque es verdad cuanto sé.

—¿Quién te lo enseñó?

—Mi abuelita, que "sabe de todo" y cuenta los mejores cuentos del mundo. Cuando era pequeño agarraba sus librotes para hacer casas, puentes y cuarteles.

—¿Ya no eres pequeño? —preguntó respetuosamente Nat. —Tengo más de diez años.

—Sabrás muchas cosas, ¿verdad?...

—Sí, como tengo la cabeza gorda y abuelito dice que hay que llenarla, meto en ella todo lo que puedo aprender.

Nat rompió a reír y luego exclamó:

—Haz el favor de continuar.

—Un día me encontré un libro muy bonito y quise jugar con él, pero el abuelo me dijo que no jugase con aquel libro, me enseñó las estampas y me las explicó. Me entusiasmó mucho lo que me contó de José y de sus hermanos, que eran malísimos y de las ranas que salían del mar, y de Moisés chiquirritito en el agua, y de otras cosas muy bonitas; pero lo que más me gustaba era lo referente al hombre bueno, y tantas veces hice que el abuelo me lo contara que lo aprendí de memoria, y, entonces, para que no se me olvidara, el abuelito me regaló este cuadro; lo trajeron aquí una vez que me enfermé, y lo dejé para que puedan verlo otros chicos cuando estén enfermos.

—¿Era rico Cristo?

—¡Qué, no! Había nacido en un pesebre, y era tan pobre que cuando fue mayor no tenía ni casa donde vivir ni más comida que la que la gente le daba, y Él iba predicando a todos y tratando de que todos fueran buenos, hasta que hombres perversos lo mataron.

—¿Por qué?

—Mira, voy a contarte todo lo que yo sé; tía Jo no se incomodará—y así diciendo, Medio-Brooke se sentó en el borde de la cama inmediata a la de Nat, satisfecho de poder narrar su historia favorita a un oyente tan atento.

Hummel asomó por el dormitorio, y al ver lo que ocurría se deslizó sin ruido en busca de mamá Bhaer, diciéndole emocionada:

—¿Quiere usted, señora, contemplar un espectáculo bellísimo?... Venga y verá a Nat que escucha, con toda el alma, a Medio-Brooke, que le está contando la historia del Redentor del mundo.

La señora Bhaer había pensado hablar con Nat antes de que el niño durmiera, pues sabía la eficacia de un buen consejo en el momento de entregarse al sueño.

Mas, cuando llegó al dormitorio, cuando contempló al nuevo huésped y escuchó con fervoroso recogimiento el dulce y conmovedor relato que Medio-Brooke hacía, la buena señora, con las pupilas llenas de lágrimas, se retiró pensando:

—Me guardaré de intervenir; Medio-Brooke está haciendo por ese pobre niño más de lo que yo pudiera hacer.

Por largo rato, y sin que nadie le impusiera silencio, siguió sonando aquella vocecita infantil, eco de un corazón inocente que predicaba a otro el sublime sermón de la Redención humana. Luego, cuando la señora Bhaer entró a apagar la luz, vio a Nat profundamente dormido, con el rostro vuelto hacia el cuadro, como si hubiese aprendido a querer al hombre bueno que tanto amaba a los pequeños y que era tan amigo de los pobres.

 

 

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