capítulo iv

 

Cuando Nat entró en la escuela, el lunes por la mañana, tembló al pensar que tendría que mostrar su ignorancia ante todos. Pero el señor Bhaer lo colocó en el hueco de una ventana y allí, de espaldas a los alumnos, Franz le dio las primeras lecciones y nadie escuchó los desatinos del muchacho ni vio los garabatos que hizo en el cuaderno de escritura. Nat agradeció eso tan de veras y se afanó tanto, que el profesor, viéndolo colorado y con los dedos llenos de tinta, le dijo sonriente:

—No te esfuerces, hijo mío; vas a fatigarte y tienes tiempo sobrado para aprender.

—Pero yo debo trabajar mucho, o no alcanzaré a los demás. Aquí todos saben, y yo no sé nada —exclamó Nat, medio desesperado oyendo a los condiscípulos recitar, con facilidad y exactitud que juzgaba asombrosas, lecciones de gramática, de historia y de geografía.

—Tú sabes otras muchas cosas buenas que ellos ignoran —contestó el señor Bhaer, sentándose al lado del niño, cuando Franz lo condujo a otra aula, para que penetrase en el intrincado laberinto de las tablas de multiplicar.

—¿Yo?—interrogó, con incredulidad, Nat.

—Sí; tú sabes dominarte, y ya ves que Jack, por ser tan impulsivo, no se domina. Además, tocas el violín, y esta habilidad no la tiene ninguno de tus compañeros; en fin, estás resuelto a aprender y esto sólo es llevar andada la mitad del camino. Al principio todo parece difícil y te descorazonarás, pero estudia con constancia y verás que todo te va resultando más fácil.

—Sí, señor —murmuró—, aun cuando poco, algo sé: sé dominarme: los golpes de mi padre me enseñaron; puedo tocar el violín, a pesar de que no sé dónde está el golfo de Vizcaya—y añadió en voz tan alta que llegó a oídos de Medio-Brooke —: Necesito aprender y lo intentaré; nunca fui a la escuela, pero no fue culpa mía, y si mis compañeros no se burlan, procuraré alcanzarlos. Usted y la señora son muy buenos.

—No se burlarán de ti, y si se burlan, yo..., yo... les diré que hacen mal —exclamó Medio-Brooke, olvidando por completo dónde estaban. La clase se detuvo en siete por nueve, y todos miraron con curiosidad.

Juzgando que para dar una lección era oportuna en aquel momento la aritmética, el señor Bhaer habló a los chicos de Nat con tan interesante y conmovedora relación, que los pequeños de excelente corazón, le brindaron auxilio y se sintieron orgullosos de poder enseñar algo al admirado violinista. Así fue como Nat comenzó a tener menos obstáculos, pues todos estaban dispuestos a tenderle una mano, a fin de que subiese la escalera de la sabiduría.

Hasta que se restableciera, no convenía que estudiase mucho el nuevo alumno; por ello, la tía Jo le buscó entretenimientos en casa, para que se distrajera. El jardín era la mejor medicina para el chico; trabajaba como un castor, labraba su hacienda, sembraba habas, contemplaba con entusiasmo cómo crecían, y gozaba viendo surgir los verdes brotes y los floridos tallos.

Medio-Brooke era su amigo; Tommy, su protector, y Daisy, el consuelo de todas sus penas, porque aunque los niñitos eran más pequeños que él, huía por timidez de los atrevidos juegos de los mayores, y por instinto buscaba la inocente compañía de los chiquitos. El señor Laurence no lo olvidaba; por el contrario, le enviaba vestidos, libros y música, le escribía cariñosas cartas, y, de vez en cuando, iba a verlo o a llevarlo a algún concierto en la ciudad; en estas ocasiones, Nat era felicísimo, porque iba a la casa—palacio del señor Laurence, donde veía a la señora y a la lindísima hija de su bienhechor, comía sabrosos platos y disfrutaba tanto, que, durante mucho tiempo después, hablaba de ello de día y soñaba con ello por la noche. Cuesta tan poco hacer feliz a un niño, que es lamentable que en el mundo, lleno de alegría y de objetos agradables, haya pequeños con las caritas tristes, las manos vacías y los corazones apesadumbrados. El matrimonio Bhaer, que sólo era rico en caridad, recogía así cuantas migajas podía encontrar para alimento de aquella turba de famélicos gorrioncitos. Muchas amigas de tía Jo le enviaban desde la ciudad juguetes, de los cuales sus hijos se habían cansado muy pronto; y en la compostura y arreglos de esos juguetes encontraba Nat alegre ocupación. Era muy hábil y ocupaba muchas tardes lluviosas manipulando con el frasco de goma, caja de pintura y cuchillo, en el retoque de animalitos, vehículos y mil otros objetos; mientras, Daisy actuaba de modista de las estropeadas muñecas. Cuando los juguetes quedaban restaurados, se guardaban en un cajón destinado a proveer el árbol de Navidad para los niños pobres de la vecindad, que era la forma en que los escolares de Plumfield celebraban el nacimiento del Niño que amaba a los pobres y bendecía a los pequeños.

Medio-Brooke no se cansaba de leer ni de explicar sus lecturas favoritas, y los amigos pasaban muchas horas gratas en el nido del sauce, entretenidos con Robinson Crusoe, con Las mil y una noche y con muchas historias que han sido, son y serán encanto y deleite de la niñez. Estas sesiones abrieron horizontes nuevos ante Nat, y su entusiasmo por leer aquellos libros maravillosos le hizo aprender a leer correctamente como cualquiera de sus camaradas; y tan satisfecho y orgulloso se sintió con su ciencia de lector que se temió fuera a convertirse en una laucha de biblioteca como Medio-Brooke. Otro acontecimiento agradable hubo que registrar. Varios de los niños estaban "ocupados" (según decían ellos) porque, siendo pobres y teniendo que ganarse la vida en el futuro, los señores Bhaer los iban acostumbrando a la conquista de la independencia por el trabajo. Tommy vendía los huevos de su gallina; Jack especulaba con los gusanitos; Franz auxiliaba en la escuela, mediante retribución; Nat era aficionado a la carpintería y le dieron un torno con el cual fabricaba objetos útiles o curiosos, que ponía a la venta; Medio-Brooke construía, para los niños, molinitos de agua y viento, y multitud de máquinas desconocidas y complicadas.

—Si le gusta, dejémoslo ser mecánico —observaba papá Bhaer—. Dadle a un niño un comercio cualquiera y habréis asegurado su independencia. El trabajo es sano y toda actitud o talento infantil es base de lícita explotación.

Así pensando, Nat llegó un día muy excitado, a preguntar:

—¿Puedo tocar el violín ante varias personas que meriendan en el bosquecillo?... Me pagarán y me agradaría ganar algún dinero; para ello sólo dispongo de mis conocimientos musicales.

El señor Bhaer le contestó:

—Ve hijo mío, y que sea enhorabuena. Tu trabajo es fácil y grato, y celebro mucho que se te presente esta ocasión.

Nat fue y lo hizo tan bien que cuando volvió a la casa llevaba dos dólares en el bolsillo, que enseñó satisfecho, mientras contaba lo mucho que había gozado de aquella tarde, lo afectuosa que era la gente joven y los elogios que habían hecho de su música, a más de ofrecerle volver otro día.

—Esto es mejor que ir tocando por las calles, porque entonces yo no tenía nunca dinero, y ahora lo tengo todo y paso un buen rato. Además, ya estoy ocupado como Tommy y como Jack—exclamó Nat, creyéndose ya millonario.

Realmente estuvo ocupadísimo, pues durante el verano las meriendas fueron muy numerosas y todos, para bailar, buscaban al violinista. Este tenía permiso para ir, siempre y cuando las meriendas fuesen de personas respetables, y a condición de que no por ello desatendiera sus lecciones. El señor Bhaer le explicó que no debía ir donde hay personas mal educadas, y que por ningún dinero ha de irse allí donde hay malos ejemplos. Nat lo entendió, y daba gusto ver al inocente chico subir a los coches de campo que iban a buscarlo y oírle volver tocando alegremente el violín, cansado pero satisfecho, con su bien ganado dinero, y con algunos regalos de la fiesta para Daisy o para el pequeño Teddy, de los cuales nunca se olvidaba.

—Voy a ahorrar hasta que reúna para comprar un violín que sea mío y así podré ganarme la vida, ¿verdad? —solía decir el niño, cuando daba a guardar a mamá Bhaer el fruto de su trabajo.

—Muy bien, hijito, pero prefiero verte fuerte y sano a que progreses en música. El señor Laurence te buscará colocación y con el tiempo te oiremos tocar en los grandes conciertos.

Con trabajo acomodado a sus aficiones, con ánimo y con esperanzas, Nat encontró la vida más fácil y placentera, hizo tales adelantos en las lecciones de música, que el maestro le perdonó la lentitud del estudio de otras materias, convencido de que donde hay corazón trabaja mejor la inteligencia. Para castigo del muchacho, cuando descuidaba otros estudios, bastaba con guardarle el violín durante veinticuatro horas. El miedo de perder a su entrañable amigo le empujaba hacia los libros con voluntad decidida; y habiendo demostrado que podía dominar las lecciones... ¿de qué le servía decir "no puedo"?...

Daisy adoraba la música y respetaba a los músicos y era frecuente encontrarla sentada junto a la puerta tras de la cual Nat estudiaba la lección de violín. Esto complacía al pequeño artista y se esmeraba en la ejecución para aquella minúscula y silenciosa oyente, que nunca entraba a interrumpirlo y que se sentaba a remendar o zurcir los vestidos de sus muñecas. La tía Jo, al verla, la besaba y se alejaba, diciéndole:

—Muy bien, hijita, así me gusta; no te muevas.

Nat adoraba a mamá Bhaer, pero sentía mayor atracción hacia el maestro, que lo cuidaba paternalmente y que, en verdad, había salvado la barca débil de aquella vida del proceloso mar en que estuviera a punto de naufragar durante diez años. Algún ángel bueno veló por el muchachito, pues si su cuerpo había sufrido, su alma conservaba casi incólume la santa inocencia de un recién nacido. Tal vez la afición a la música lo mantuvo dócil y afectuoso en medio de la vida horrible que le hicieron vivir. Papá Bhaer gozaba fomentando las virtudes de Nat y corrigiéndole defectillos; el chico era sumiso y prudente como una muchachita bien educada. Por eso, a solas con latía Jo, solía hablar de Nat diciendo "nuestro hijo"; la señora se reía y aun cuando gustaba de que los muchachos fuesen varoniles, y juzgaba a Nat tan cariñoso como débil, no por eso dejaba de mirarlo tanto como al que más.

Pero un defecto del chico disgustaba a los dueños de la casa Plumfield; aunque entendían que tal defecto era hijo del miedo y de la ignorancia. Nat mentía con alguna frecuencia. No eran sus mentirillas muy negras; eran grises o blancas, pero, al fin, mentiras.

—Conviene que tengas cuidado y contengas tu lengua, tus ojos y tus manos, porque es muy fácil decir, mirar y hacer falsedades —le dijo papá Bhaer a Nat.

—Ya lo sé y procuro hacerlo, pero cuando se miente una vez cuesta trabajo no seguir mintiendo. Antes yo mentía por miedo a que me pegasen mi padre y Nicolás; ahora suelo decir tal o cual embuste para evitar que los niños se 1 rían de mí. Ya sé que esto es malo, pero se me olvida.

—Siendo yo pequeño, tuve la fea costumbre de mentir. ¡Había que verlos embustes tan gordos que inventaba!... Mi abuela me curó... ¿Cómo dirás que me curó?... Mis padres me regañaban y me castigaban inútilmente, pero en seguida me olvidaba de sus advertencias como tú te olvidas de las mías. Entonces me dijo mi querida abuelita: "Voy a ayudarte a que lo recuerdes y a que trates de corregir ese hábito incorregible". Y, así diciendo, me hizo sacar la lengua y me obligó a quedarme en esa incómoda posición durante más de diez minutos. Esto, como ya supondrás, fue terrible, pero beneficiosísimo, porque tuve dolorida la lengua durante muchas horas y forzosamente hablaba con lentitud tal que me permitía pensar las palabras antes de pronunciarlas. Después seguí cuidadoso en el hablar, por miedo a tener que andar con la lengua afuera. La abuelita se mostró siempre cariñosísima conmigo, y cuando murió, me pidió que amase siempre a Dios y dijese siempre la verdad.

—Yo no tengo abuelita, pero si cree que con ello me corregiré, se equivoca; prefiero andar con la lengua afuera —dijo heroicamente Nat, que, aun cuando temía el dolor, deseaba dejar de ser embustero.

—Tengo un procedimiento mejor que ése, ya lo ensayé una vez con buen resultado. Verás, cuando mientas, en vez de castigarte yo, me castigarás tú a mí.

—¿Cómo?—exclamó Nat admiradísimo.

—Tú me darás palmetazos, procedimiento que nunca uso; pero te servirá para recordar mejor, ocasionándome un dolor que tú mismo sentirás.

—¿Darle yo palmetazos?... ¡No es posible!

—Pues entonces hazte cuenta que te han obligado a estar con la lengua afuera. No deseo que me hagan daño, pero sufriré gustoso el dolor con tal de quitarte ese defecto.

Esta advertencia impresionó a Nat, y durante mucho tiempo habló poco y pensó bien las palabras. Papá Bhaer había juzgado cuerdamente que el amor al maestro influiría más en el ánimo del chico que el miedo al castigo. Mas, ¡ay! , un día se olvidó Nat de su promesa, y cuando Emil le amenazó con darle de cachetes si él había sido el que corriendo por el jardín estropeó el sembrado de cereales, Nat negó ser el autor del daño, y después sintió vergüenza de confesar que él había pisoteado el campo de Emil. Pensó Nat que nadie descubriría la mentira, pero cuando, dos o tres días después, Emil habló del asunto, Tommy dijo que lo había visto. Papá Bhaer oyó la conversación. La hora de clase había terminado; se hallaban reunidos en el salón y el maestro acababa de sentarse en el sofá para jugar con Teddy, pero cuando escuchó a Tommy y vio ruborizarse a Nat y mirarle con espanto, soltó al bebé y le dijo:

—Ve con mamá; vuelvo en seguida.

Inmediatamente tomó a Nat de la mano, lo entró en la escuela y cerró la puerta.

Los pequeños se miraron en silencio; luego, Tommy fue a espiar y atisbando por las persianas medio cerradas presenció un espectáculo que lo desconcertó por completo. Papá Bhaer tomó la palmeta que tenía colgada junto a la mesa, palmeta tan olvidada que estaba llena de polvo.

—¡Anda! Le va a dar palmetazos a Nat... ¡Cuánto siento haber hablado!...— murmuró Tommy, considerando que los palmetazos eran la mayor desgracia y el mayor castigo.

—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? —preguntó papá Bhaer, con tristeza pero sin cólera.

—Sí, señor; y le ruego que no cumpla —balbuceó Nat retrocediendo pálido, angustiado y tembloroso.

—¿Por qué no se acercará y aguantará los palmetazos como un hombre?... Yo me resignaría —murmuró Tommy.

—Cumpliré mi palabra y así no te olvidarás de que siempre debes decir la verdad. Obedéceme, Nat; toma la palmeta y dame seis palmetazos fuertes.

Tommy quedó tan estupefacto al escuchar las palabras del maestro, que estuvo a punto de caerse del banco en que estaba encaramado; al fin pudo guardar el equilibrio agarrándose al marco de la ventana, y contempló la escena con ojos más abiertos que los del mochuelo disecado que estaba sobre la chimenea. Nat, no osando desobedecer la orden, empuñó la palmeta, y tan aterrado como si le obligasen a cometer un asesinato, dio dos débiles golpes en la ancha mano que le tendía papá Bhaer. En seguida se detuvo con los ojos llenos de lágrimas, pero el profesor le ordenó imperativamente:

—Sigue, y pega más fuerte.

Comprendiendo que no quedaba más recurso que el de obedecer, ansioso de acabar cuanto antes aquella cruel tarea, se cubrió la cara con el brazo izquierdo y descargó dos golpes muy duros, que, aun cuando enrojecieron la mano del que los recibió, hicieron mucho más daño al que los daba.

—¿No es bastante? —preguntó el muchacho, angustiado.

—Dos más —fue la única respuesta.

Nat los aplicó sin ver ya dónde daba, arrojó la palmeta a un extremo de la sala, y tomando ansioso la cariñosa mano del maestro puso en ella el rostro en explosión acongojada de cariño, vergüenza y arrepentimiento.

—¡Me acordaré! ¡No lo olvidaré jamás! —sollozó.

Papá Bhaer lo abrazó y le dijo con tanta compasión como energía había desplegado hasta entonces:

—Deseo y espero que no lo olvidarás; pide a Dios que te ayude y procura ahorrarnos otra escena como ésta.

Tommy no miró más; saltó del banco y entró en el salón, tan grave y tan excitado que los condiscípulos lo rodearon preguntándole qué había ocurrido. En voz baja, y con acento entrecortado, Tommy narró lo ocurrido; los muchachos creyeron ver el cielo desplomarse al oír aquella inversión del orden natural de las cosas. Ruboroso, y como si se acusase de horrendo crimen, balbuceó Emil:

—También yo..., una vez... tuve que hacer eso mismo...

—¿Y le diste palmetazos a nuestro anciano y queridísimo papá Bhaer?... ¡Caramba, me gustaría verte hacerlo ahora! —rugió Ned, encolerizado, atizando un puñetazo a Emil.

—Pasó hace mucho tiempo; primero me cortaría la cabeza que volver a pegar a nuestro excelente maestro —contestó Emil, apoyándose en Ned, en vez de obsequiarle con un bofetón, según acostumbraba hacer con menos motivo y en ocasiones menos solemnes.

—¿Cómo pudiste pegarle a papá Bhaer? —preguntó Medio-Brooke horrorizado.

—Creí que no me importaría y hasta pensé que me agradaría. Pero, al descargar el primer golpe, recordé cuánto había hecho por mí y no pude seguir. Si me hubiera escupido y pisoteado no hubiera sentido tanta vergüenza ni tanta aflicción—murmuró Emil golpeándose el pecho arrepentido.

—Nat lloraba y su pena era inmensa; creo que no debemos darnos por enterados de lo sucedido —propuso Tommy.

—Me parece bien; pero conste que mentir es algo muy feo —observó Medio-Brooke, encontrando que la fealdad de la mentira aumentaba cuando el castigo no recaía sobre el culpable y sí sobre el bonísimo e inocente maestro.

—Pues vámonos cuanto antes para que Nat no nos encuentre —indicó Franz.

Todos emprendieron el camino del granero, que era el refugio obligado en los momentos de apuro.

Nat no bajó a comer. La tía Jo le llevó algún alimento y le dirigió palabras de consuelo, que el muchacho agradeció; pero sin atreverse a levantar la vista. Al cabo de un rato, los niños que andaban jugando en el patio, oyeron sonar el violín y dijeron:

—Ya se le va pasando.

En efecto, se le iba pasando, pero no se atrevía a bajar; al fin, abrió la puerta y se deslizó para irse al campo. En la escalera halló a Daisy, que no cosía ni jugaba con las muñecas; la pequeña estaba sentada en un escalón, con un pañuelo en la mano, como si hubiera llorado por su amigo.

—Voy de paseo, ¿me acompañas? —exclamó Nat, procurando disimular, pero agradeciendo en el alma la discreta simpatía de la niña, y más porque imaginaba que todos en la casa lo iban a mirar como a un malvado.

—Sí, sí—contestó Daisy, corriendo a buscar el sombrero, orgullosa de ser elegida como compañera por uno de los niños mayores.

Los demás les vieron salir, pero no los siguieron; los chiquitines tenían más delicadeza de la que podía suponérseles, y los mayores comprendían que para un afligido el mejor consuelo y la mejor compañera era Daisy. El paseo sentó bien a Nat; volvió a casa tranquilo y hasta alegre, lleno de guirnaldas de margaritas que su compañera tejió mientras él, tumbado sobre el césped, le refería cuentos. Nadie habló palabra sobre la escena ocurrida por la mañana, pero su efecto, acaso por esta misma razón, fue más duradero. Nat hizo cuanto estuvo a su alcance para no faltar a la verdad, y en tal empeño le auxiliaron las fervorosas plegarias que a diario dirigía al divino Niño, y los cuidados de papá Bhaer. Jamás la cariñosa mano del maestro tocaba al discípulo sin que éste recordase el dolor que aquella mano había sufrido voluntariamente para corregirle un defecto.

 

 

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