capítulo v

 

—¿Qué te pasa, Daisy?...

—Que los niños no quieren que juegue con ellos.

—¿Porqué?

—Porque dicen que las niñas no pueden jugar al fútbol.

—Sí, pueden, porque yo he jugado —observó mamá Bhaer.

—Ya sé que puedo jugar, porque otras veces he jugado con mi hermano, pero ahora no quiere que juegue porque los demás niños se ríen de él —dijo Daisy, enojada.

—Tu hermano tiene razón. Con él solo no hay inconveniente en que juegues, pero es violento cuando intervienen diez o doce chicos. Yo te inventaré algo que te distraiga.

—Estoy cansada de jugar sola —advirtió tristemente Daisy.

—Jugaré contigo un rato, aun cuando estoy atareada arreglándolo todo para ir a la ciudad. Te llevaré conmigo, verás a la abuelita y, si quieres, te quedarás con ella.

—Me agradará verla y ver a Josy, pero si me lo permites, volveré contigo; Medio-Brooke me extrañaría, y, además, estoy contentísima viviendo a tu lado.

—¿No sabes acomodarte a vivir lejos de tu hermano?...

—No, querida tía; como somos gemelos, nos queremos muchísimo — afirmó Daisy, con cierto orgullo.

—Bueno, ¿en qué vas a entretenerte mientras acabo de colocar esta ropa blanca en el armario?...

—No sé; estoy harta de muñecas; desearía un juguete nuevo.

—Ahora veo que no te has asomado por la cocina a ver lo que Asia prepara para el almuerzo.

—Me asomaré y lo veré, si es que Asia no está de mal humor — murmuró Daisy alejándose lentamente en dirección a los fogones, donde la negra cocinera era reina absoluta.

Cinco minutos después regresó Daisy contentísima, empuñando un trozo de masa y con una mancha de harina en la nariz.

—Tía, vamos a amasar y a hacer bollos y empanadas. Asia está satisfecha y lo permite, ¿vamos allá?...

—Sí, hijita; ve enhorabuena, y quédate allí cuanto gustes.

Daisy se marchó precipitadamente y su tía se quedó pensando y tratando de idear algún juguete nuevo. De repente sonrió, cerró el armario y dijo:

—Lo haré, suponiendo que sea posible.

Nadie, durante aquel día, se enteró del proyecto de mamá Bhaer; cuando le anunció a Daisy que iba a comprarle un juguete nuevo, la niña se excitó, y mientras iban camino de la ciudad la acosó a preguntas, sin conseguir respuesta que le permitiera adivinar la clase de objeto de que iba a ser dueña. Se quedó Daisy acompañando a la abuela y jugando con Josy mientras la tía Jo iba de compras. Cuando volvió cargada de paquetes, que fueron acomodados en el ómnibus, la niña se hallaba tan dominada por la curiosidad, que manifestó deseos de regresar inmediatamente a Plumfield. Pero la tía Jo no tenía prisa, y se entretuvo charlando con la abuela, refiriéndole dichos y hechos de los niños, y acariciando a Josy.

Indudablemente, sin que Daisy se diera cuenta, la tía Jo contó a la abuela el secreto, porque cuando la buena señora le puso el sombrerito y le dio el beso de despedida, le dijo:

—Que seas buena, Daisy, y que saques provecho manejando el encantador juguete que acaban de comprarte. Ya puedes agradecer a tu tía que te ayude a manejarlo, pues sé que ese manejo no es muy de su gusto.

Las dos señoras soltaron la carcajada, y se divirtieron viendo la curiosidad de la niña.

Cuando volvían a Plumfield crujió algo en la trasera del carruaje.

—¿Qué es eso?... —preguntó Daisy, aguzando el oído.

—El juguete nuevo.

—¿Es grande?

—En parte sí, y en parte no.

—¿He visto alguno igual o parecido?...

—Muchos, pero ninguno tan bonito como éste.

—¿Qué será?... ¡No lo adivino! ¿Cuándo lo veré?

—Mañana por la mañana, después que des las lecciones.

—¿Sirve el juguete para los niños?...

—No, sirve sólo para ti. A los niños les gustará verlo y lo querrán; tú podrás dejarles o no dejarles que jueguen con él.

—Le daré permiso a mi hermano.

—Les gustará a todos y especialmente a George, a "Zampabollos” como lo llaman.

—¿Me dejas que lo toque?...

—No; podrías adivinarlo y no habría sorpresa para mañana.

Daisy suspiró y después sonrió satisfecha viendo algo brillante por un agujero del papel.

—Mira, tía Jo, estoy intrigadísima. ¿Me dejas verlo hoy?

—No, hijita; hay que arreglarlo todo y poner cada cosa en su sitio. Le dije a tío Teddy que no verías el juguete hasta que se hallase bien acondicionado.

—Si tío Teddy ha intervenido, estoy segura de que el regalo ha sido espléndido —dijo Daisy palmoteando y recordando los muchos y magníficos regalos que hacía el rico pariente.

—Tío Teddy me acompañó a comprar el juguete, y estuvo conmigo en la tienda ayudándome a elegir las distintas piezas; quiso que fuesen bonitas y grandes, y ha resultado que mi modesto plan se ha ensanchado y perfeccionado. Ya puedes dar gracias y muchos besos a ese excelente tío, que te ha regalado la más hermosa de las co... ¡Válgame Dios! Por poco descubro el secreto.

Calló mamá Bhaer y se dedicó a repasar las notas de las compras, para evitar la infidencia. Daisy cruzó las manos y se quedó meditabunda, esforzándose por adivinar el juguete cuyo nombre empezaba con co. Al entraren la casa, la chicuela no quitó la vista de los paquetes que iban sacando, y observó que Franz cargaba un bulto grande y pesado, y lo llevaba a la habitación inmediata a la de la tía Jo. Algo misterioso ocurrió aquella tarde en la casa, porque Franz estuvo martillando, Asia no dejó de ir y venir, y tía Jo anduvo de acá para allá ocultando bultos raros bajo el delantal; Teddy era el único niño a quien se consintió presenciar las manipulaciones, y Teddy, que aún no sabía hablar, reía y se afanaba por explicar lo que había visto. Daisy estaba desconcertada y su excitación y su curiosidad se contagiaron a los niños, que abrumaron a mamá Bhaer con ofrecimientos de ayuda. Pero la mamá rehusó admitir colaboradores y contestó a todos:

—Las niñas no pueden jugar con los niños; dejen en paz a Daisy y a mí. El nuevo juguete no es para ustedes.

Los muchachos, tras breve meditación, invitaron amablemente a Daisy para que jugase con ellos a los bolos, a los soldados, al fútbol. La pequeña se maravilló de que le prodigaran tantas atenciones. Muy distraída pasó la tarde; se acostó temprano y a la mañana siguiente aprendió y dio las lecciones tan bien, que papá Bhaer lamentó que no hubiera modo de disponer de un juguete nuevo para cada día. Todos los alumnos se estremecieron cuando vieron que se permitía a Daisy salir de clase a las diez, porque ya todos sabían que iba a tomar posesión del fantástico y desconocido juguete. Los chicos la siguieron con la mirada, y casi todos estaban tan distraídos como Medio-Brooke, que, cuando Franz le preguntó dónde se hallaba el desierto de Sahara, contestó tristemente:

—En el cuarto inmediato al de tía Jo.

Huelga decir que la clase entera soltó la carcajada.

Entrando en la habitación de su tía, Daisy gritó:

—¡Ya he dado las lecciones! ¡Ya no puedo esperar más!

—Ven; todo está dispuesto —contestó mamá Bhaer, tomando en brazos a Teddy, recogiendo la cesta de la costura y pasando a la estancia vecina.

—No veo nada—dijo Daisy, mirando afanosamente.

—¿Oyes algo?... —preguntó la tía Jo, conteniendo a Teddy, que salió corriendo hacia uno de los lados del cuarto.

Daisy oyó un rumor extraño, y luego un chirrido, y después un borboteo, como si estuviera hirviendo una olla. Los ruidos salían de detrás de una cortina corrida ante el espacioso hueco de la ventana. Daisy la descorrió, lanzó un "¡oh!" jubilosísimo y se quedó arrobada, contemplando con deleite... ¿Qué creerán ustedes que se quedó contemplando?...

Ancha tabla corría por los tres lados del hueco de la ventana; en una parte se veían, colgadas o descansando, ollitas de distintos tamaños, cacerolas, sartenes, parrillas y marmitas; en otro lado, lucía una vajilla en miniatura, y un lindo servicio de té; en el centro se hallaba instalado un hornillo de cocina. No había utensilio superfluo o inútil; el hornillo de hierro era lo bastante grande para guisar alimentos que aplacaran el hambre de la más numerosa y famélica familia de muñecas que pudiera existir. Lo más importante era que en el hornillo ardía fuego de verdad; la minúscula tetera dejaba escapar vapor de agua efectivo; la tapa de la ollita bailaba alegremente empujada por el agua que hervía a borbotones. Un agujerito en el cristal de la ventana daba salida al tubo de la chimenea, que lanzaba una columna de humo auténtico. Al lado se hallaba la carbonera; sobre ella había deshollinador, cepillo y escoba, en una tabla baja aguardaba la cestita para la compra, y en el respaldo de la silla de Daisy un gorrito y un delantal. Brillaba el sol como gozando con aquel entretenimiento; chisporroteaba el hornillo, hervía la olla, los utensilios de bruñido estaño relumbraban en las paredes; la loza y la porcelana espejeaban, y la cocinita, en conjunto y en detalle, resultaba completísima y superior a las ambiciones infantiles.

Daisy, tras sus primeras exclamaciones de júbilo, se quedó extática paseando miradas radiantes por aquellas preciosidades; luego, brincó y abrazó emocionada a tía Jo, exclamando con fervorosa gratitud:

—¡Qué juguete tan espléndido! ¿Me permitirán guisar y preparar comiditas, y encender fuego y barrer?... ¿Sí?... ¡Qué alegría! ¿Cómo se te ocurrió regalarme esta cocina?...

—Al observar que te gustaba ayudar a Asia a amasar las empanadas. Supuse que nuestra cocinera no te dejaría manipular con frecuencia en sus guisos; además, allí corrías el riesgo de quemarte; entonces pensé en un fogón adecuado y en enseñarte a cocinar, con lo cual encontrarás entretenimiento provechoso; anduve buscando y rebuscando por las tiendas de juguetes; pero todo lo que había era grande y muy costoso; de casualidad tropecé con tío Teddy, que generosamente, se ofreció a ayudarme, y se empeñó en adquirirla mejor cocina que vimos. Yo me opuse, pero tu tío me recordó los tiempos en que, siendo yo niña, cocinaba; y se dedicó a comprarme todas las cacerolas y objetos más bonitos que había a la venta, con destino a la "Pequeña clase culinaria"

—¡Cuánto celebro la intervención de tío Teddy!...

—Es menester que te apliques mucho y que aprendas bien; tu tío me ha dicho que se propone venir con frecuencia a tomar el té y espera que le sirvan cosas delicadas y extraordinarias.

—¡No hay en el mundo cocina más mona ni más graciosa que ésta!... No encuentro nada mejor que estudiar en ella. ¿Podré aprender a preparar pasteles y bollos, y de todo?

—Por supuesto. Te nombro mi cocinera particular, y te enseñaré a confeccionar todos los platos que te encargue; así te encontrarás siempre con algún extraordinario para comer, y poco a poco irás aprendiendo a guisar. Yo te llamaré Sally, cuando estés en función de cocinera particular.

—¡Me parece muy bien! Empiezo a ser Sally. ¿Qué hago?...

—Lo primero ponerte esta cofia y el delantal blanco; quiero que mi cocinera particular esté muy limpia.

Sally, sin replicar, se puso la cofia y el delantal, aun cuando no le gustaba esa clase de prendas.

—Ahora coloca en orden la vajilla y lávala, porque mi última cocinera cuidaba poco del aseo.

—Bueno —habló mamá Bhaer, dándole un papel con notas—; toma la cesta y vete a hacer la compra en el mercado; aquí tienes la lista de lo que hace falta.

—¿Dónde está el mercado?...

—Asia es el mercado.

La cocinerita salió y los chicos se alborotaron en la escuela al verla pasar; la niña, dirigiéndose a Medio-Brooke, dijo:

—Me llamo Sally, y soy la cocinera particular de la señora Bhaer. ¡Ya verás, ya verás qué juguete!

La anciana Asia estaba tan contenta como la pequeña y rio con ganas al verla entrar con la cofia torcida y balanceando la cesta como una cocinera atolondrada.

—Mi señora necesita todo lo que se pide en esta lista, y tengo que llevárselo—murmuró gravemente la niña.

—Muy bien; van dos libras de papas, verduras, manzanas, pan y manteca; aún no ha venido la carne; cuando venga la mandaré.

Colocó Asia en la cesta una papa, una manzana, un panecillo, un manojito de verdura y una cucharadita de manteca, encargando a Sally que tuviera cuidado, porque el chico de la mantequería solía hacer trampas.

—¿Quién es ese chico? —preguntó la minúscula cocinera, sospechando que pudiera ser Medio-Brooke.

—Ya lo verá usted —contestó Asia.

Sally se alejó solemnemente, cantando una estrofa de la balada de "Caperucita Roja":

Ya se va Caperucita a la casa de su abuela, llevando un cesto de bollos y un Carrito de manteca...

—Bien; coloca la compra en la despensa y deja fuera la manzana — ordenó la tía Jo, al volver la cocinerita.

Debajo de la tabla de la cocina había una alacena, y, al abrirla, la niña recibió nuevas deliciosas sorpresas. Una mitad de la alacena estaba ocupada con leña, carbón y astillas; la otra se veía llena de tarritos para sal, azúcar, harina, especias, etcétera. Una lata de conservas, una de té y otra de galletitas. Pero el colmo del encanto lo constituyeron dos cacharros de leche recién ordeñada y una espumadera a propósito para quitar la crema que acababa de formarse.

Daisy-Sally palmoteó de gusto y quiso efectuar inmediatamente el desnate.

—Aguarda un poco; debes comer la crema con el pastel de manzanas; y hasta entonces no conviene separarla.

—Pero, ¿voy a tener un pastel?...

—Si el horno funciona bien, haremos un pastelito de manzana y otro de ciruela.

—¿Empiezo ya a prepararlos?... ¿Qué debo hacer? —preguntó impaciente la cocinerita, pasmada de la felicidad de que estaba disfrutando.

—Cien: a la llave baja de la cocina, para que conserve calor el hornillo; lávate las manos; trae harina, azúcar, sal y manteca; mira si están bien limpios el rodillo y la tabla de hacer pasteles; corta en rebanadas la manzana...

Daisy obedeció diligente, sin ruido y sin volcar nada.

—La verdad es que me va a costar trabajo hacer pasteles tan pequeños; pero, en fin, lo intentaré —observó alegre la tía Jo, y luego dijo—: Toma la harina que he medido, ponle un poquito de sal y añádele la manteca que hay en ese plato. Cuida siempre de mezclar las cosas secas primero y las húmedas después; así se mezclan mejor.

—Ya, ya sé; se lo he visto hacer a Asia.

—Muy bien; veo que te das maña, y espero que llegarás a ser una gran cocinera. Ahora rocía la mezcla con agua fría, en cantidad bastante para que se humedezca; bueno, espolvorea la tabla con harina y comienza a amasar... ¡Así! ¡Perfectamente! Extiende poquito de manteca sobre la tabla, y sigue amasando. ¡Admirable! Vamos a hacer buenos pasteles para que las muñecas los digieran y no sufran dolores de estómago.

Daisy rio contentísima; extendió la manteca, amasó a conciencia, y cuando 1a pasta estuvo a punto, la colocó formando delgadas capas, en varios platos. En seguida cortó la manzana en trocitos delgados y la espolvoreó con azúcar y canela.

—Siempre tuve empeño en hacer pasteles redondos, pero Asia no me dejaba —murmuró la niña.

A todas las cocineras, aun a las mejores, les suele salir mal algún plato. Esto le sucedió a la seudo-Sally, que, cuando más entusiasmada estaba preparando el pastel vio escurrírsele la bandeja y rodar la masa por el suelo. Gritó la pequeñuela, soltó la carcajada mamá Bhaer, escandalizó Teddy y durante un momento hubo gran alboroto en la cocina.

—Menos mal —observó la niña, recogiendo la masa— que nada se ha perdido; siento que se haya empolvado algo.

—Veo con gusto que mi cocinera particular tiene buen genio. Y ahora, abre el tarrito de la conserva de ciruelas, rellena el hueco del pastel y cúbrelo, como hace Asia, con un trocito de pasta.

—Y encima le trazaré una R y lo adornaré con zigzag; verás qué bonito quedará—exclamó la chicuela recargando y extremando los adornos hasta lo inverosímil, y llevando en seguida el pastel al horno.

—Lava y pon en su sitio todos los utensilios que has manejado; como las buenas cocineras. Después, limpia las verduras y las papas...

—No hay más que una papa.

—Córtala en cuatro, para que quepa en la olla y ten los pedazos en agua fría hasta el momento de cocerlos.

—¿Echo también las verduras en remojo?...

—No; lávalas y córtalas y ponlas a secar junto a la plancha del horno.

En aquel instante, se oyó que alguien empujaba y arañaba la puerta; la cocinerita corrió a abrir y se encontró con Kit, que llegaba con una cestita cerrada sujeta entre los dientes.

—¡Este es el criado del carnicero! —gritó alegremente Daisy, descargando al perro; el animalito gruñó esperando que le diesen de comer, porque a veces solía llevar de aquel modo su pitanza; luego, al verse chasqueado, se marchó gruñendo y ladrando para demostrar su disgusto.

La cestita contenía: dos filetes de carne, una pera cocida, un pastelito y una esquela, en la cual decía: "Almuerzo para la nueva cocinerita, por si se le estropean sus guisos".

—No necesito nada de esto; mis guisos saldrán admirablemente y almorzaré como nunca he almorzado..., ¡pues no faltaba más! —refunfuñó Daisy, indignadísima.

—No nos vendrán mal estas provisiones, si se presentan invitados; conviene contar con reservas en la despensa.

—"Teno hambe" —anunció Teddy, entendiendo que, tras tanto cocinar, ya era horade comer algo.

Su madre le dio, para entretenerlo, la cesta de la costura, y continuó enseñando a su cocinera particular.

—Aparta las verduras, pon la mesa, y aviva la lumbre para asar la carne.

Había que ver a Daisy-Sally cuidar del pucherito donde se cocían las papas, dar vuelta a las verduras, mirar cómo iban los pasteles dorándose en el horno, avivar la lumbre, colocar dos costillitas en unas parrillas de mango largo, y volverlas con ayuda de un tenedor. Tan absorta se hallaba cocinando, que olvidó los pasteles hasta abrir el horno para colocar el puré de papas.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Se han quemado mis pasteles! ¡Se han quemado mis pasteles! —gritó Daisy, retorciéndose con desesperación las no muy limpias manos, al ver dos objetos negros en lugar de los dorados con que pensó regalarse.

—No llores, hija mía; yo he tenido la culpa, pues era deber mío ordenarte que sacaras los pasteles del horno; pero no te aflijas; ya haremos otros, después que comamos.

Chirriaron las costillas en la parrilla, y este incidente bastó para distraer y consolar a la atribulada aprendiza del arte de Brillat-Savarin.

—Pon las costillas en un plato, y déjalas al calor, mientras aderezas las verduras con manteca, sal y pimienta.

La vista del "pícaro" tarro de pimienta acabó de calmar la pena de Sally. Momentos después, la comida se hallaba servida en la mesa; las seis muñecas fueron colocadas tres a cada lado; Teddy ocupó una de las cabeceras, y Daisy se instaló en la otra. El espectáculo era graciosísimo. Una muñeca estaba vestida con un lujoso traje de baile, y otra se hallaba en camisa; Terry, el muñeco de madera, ostentaba un traje rojo, de punto inglés, y Annabella, la muñeca desnarigada lucía impúdicamente su desnudez. Teddy, actuando de cabeza de familia, devoró todo lo que le ofrecieron, sin encontrar defectos a nada. Daisy servía los platos y cuidaba de todo, como una señora que sabe atender a sus invitados.

—En mi vida he hecho un almuerzo tan rico como el de hoy. ¿No podría hacerlo todos los días? —preguntó Daisy, comiéndose las migajas esparcidas en el mantel.

—Después de darlas lecciones, podrás guisar todos los días, pero preferiré que comas lo que cocines a la hora en que todos comemos, y que a la hora del té no dejes las galletas. Hoy, por ser el primer día, no importa romper con la costumbre. Esta tarde puedes preparar algo para tomar con el té—respondió mamá Bhaer, que disfrutara viendo a la niña, aun cuando no recibió invitación para participar de la comida.

—Quisiera hacer frutas de sartén para mi hermano, porque es aficionadísimo a ese dulce, y es muy lindo darles vuelta en el aceite y espolvorearlas con azúcar —insinuó Daisy.

—Pero si obsequias a tu hermano, los demás niños querrán su parte, y no habrá para todos.

—¿No podría ser sólo, por esta vez, mi hermano, y luego, si los demás son buenos, yo les haría frutas de sartén?...

—¡Muy bien pensado! Haremos que tus comidas sean premios para los niños buenos y ya sé de algunos que las estimarán muchísimo. Si los hombrecitos son como los hombres, confío en que mi cocinera hará milagros halagándoles el paladar y el estómago, y dulcificándoles el carácter.

—Recojo la indirecta —murmuró papá Bhaer que, desde la puerta, miraba y oía complacido—. Pero considera que si yo me hubiera casado contigo enamorado sólo de tus talentos culinarios, mal me hubiera ido en los últimos años.

Teddy abrazaba a su padre y tartamudeaba, afanándose por describir el banquete que había gozado.

Daisy enseñó envanecida su cocina y, audazmente, ofreció a papá Bhaer prepararle todas las frutas de sartén que fuera capaz de comer. Capitaneados por Medio-Brooke, los muchachos entraron de rondón en los dominios cocineriles; las clases de la mañana habían terminado, y el olor de las costillitas asadas los atrajo como a canes hambrientos. Jamás existió princesa que desplegase en fastuosa corte el orgullo que desplegó Daisy al mostrar sus tesoros y al anunciar a los chicos los regalos con que se proponía obsequiarlos. Hubo quien se burló al oír que allí se podía guisar algo comestible; Zampabollos se mostró convencidísimo, sin esperar pruebas; Nat y Medio-Brooke confiaron en los talentos y habilidades de Daisy, y los demás decidieron aguardar antes de dar su opinión definitiva. Unánimemente admiraron la cocina y se maravillaron ante el horno. Medio-Brooke quiso, en el acto, comprar una cacerola para utilizarla como caldera de una máquina de vapor que estaba construyendo; Nat se ofreció a quedarse en alquiler, por precio módico, con un cucharón para fundir el plomo con el cual fabricaba balas y otros juguetes.

Daisy se alarmó seriamente al ver a los niños entusiasmados con la batería de cocina, y mamá Bhaer tuvo que ordenar que nadie tocase ningún objeto, prohibiendo tocar el horno, sin permiso expreso de su dueña. Los caballeretes se cohibieron al saber que la menor infracción de esta ley sería castigada con la pérdida del derecho a participar de los guisos y platos que confeccionase la cocinerita.

Sonó la campana, y todos, en bullicioso tropel, bajaron al comedor. La comida resultó animadísima; cada uno de los niños dio a Daisy una lista de las cosas que deseaba comer, tan pronto como las mereciera a título de premio. La pequeña estaba dispuesta a guisar de todo, siempre y cuando su tía le enseñase. La tía Jo se inquietó, pues oyó hablar de platos desconocidos: pastel de bodas, ojos de buey en dulce, sopa de coles con arenques y cerezas y otras comidas que el señor Bhaer enumeró como de su predilección:

Aquella tarde los niños estuvieron amabilísimos con Daisy; Tommy le ofreció los primeros frutos de su jardín, aun cuando hasta entonces en el jardín sólo se veían cardos silvestres; Nat se brindó a proveerla gratuitamente de leña; Zampabollos se mostró resuelto a trabajar en cuanto la cocinerita le ordenara; Ned anunció que iba a fabricar una heladera para la cocina, y Medio-Brooke, tanto y tanto rogó y tan afectuosamente se prestó a auxiliar, que se le concedió el alto privilegio de encender la lumbre, de hacer recados y de contemplar el progreso de la comida. La tía Jo lo dirigía todo, yendo y viniendo mientras colocaba cortinas limpias en toda la casa.

—Pídele a Asia una copa de crema agria para los pasteles —fue la primera orden que Medio-Brooke obedeció; salió y volvió trayendo la crema y haciendo gestos de asombro porque al probarla en el camino la encontró tan desagradable, que anunció que los pasteles resultarían malísimos.

—Bueno, niña, llena ese plato de harina y añádele sal.

—¡Ay! ¡Todo necesita sal! —murmuró la pequeña, cansada de abrir tantas veces el salero.

—La sal, como el buen humor, sienta bien a todo —advirtió papá Bhaer, colocando clavos para colgar los utensilios.

—Mira, tío, aun cuando no te hemos invitado al té, pienso obsequiarte con pasteles ~exclamó Daisy.

—Mira, Fritz, no vale que interrumpas mi clase de cocina pues me vas a poner en el caso de que intervenga yo en tus clases de latín, ¿te agradaría? — preguntó la tía Jo, echando sobre la cabeza de su marido un cortinón de yute.

—¡Muchísimo! Haz la prueba—respondió papá Bhaer, y se alejó cantando y dando golpecitos, como si fuera un pájaro carpintero.

—Pon un poquito de sosa en la crema, y cuando se hinche añade la harina, mézclalo bien, adicionando la manteca y fríelo en la sartén, sin quitarlo hasta que yo vuelva —ordenó mamá Bhaer al salir.

La cocinerita hizo concienzudamente la mezcla y puso un poco de masa a freír, maravillándose al ver que la masa se trocaba, como por arte mágico, en hinchada flor de sartén. Medio-Brooke se relamió de gusto. La primera flor sartenil resultó pegada y chamuscada, porque Daisy se olvidó de poner la manteca. Después, cuando la omisión quedó subsanada, todo marchó a pedir de boca.

—Opino que con jarabe estará mejor que con azúcar —insinuó Medio-Brooke, terminando de poner la mesa.

—Pues anda y pídele un poco de jarabe a Asia —dispuso Daisy, yendo a lavarse las manos a la habitación inmediata.

La comidita resultó deliciosa; la tetera sólo se volcó tres veces, y el jarro de leche, una; las flores flotaban en el jarabe y las tostadas sabían a costillas, por haberse empleado para prepararlas las mismas parrillas que para el almuerzo. Medio-Brooke se desentendió de tales minucias, y engulló vorazmente, mientras Daisy, rodeada de sus muñecas, planeaba banquetes fastuosísimos.

—¿Han pasado bien el rato? —preguntó la tía Jo, entrando con Teddy en brazos.

—Admirablemente, estoy deseoso de que se repita pronto —afirmó Medio-Brooke.

—Temo que hayas comido demasiado.

—No; no he tomado más que lo que Daisy me ha servido.

—Tía—observó graciosamente la niña—, ya he procurado no atracarlo para que no sufra indigestión.

—Bueno, y ¿les gusta el nuevo juguete?...

—Muchísimo —dijo gravemente Medio-Brooke.

—¡No hay mejor juguete en el mundo! —afirmó Daisy, preparándose a fregar tazas y vasos—. Desearía que todos tuvieran una cocinita tan encantadora como la mía.

—Este juguete debe tener un nombre especial —insistió Medio-Brooke chupándose los dedos llenos de jarabe.

—Lo tiene —exclamó la tía Jo.

—¿Cuál es?... —preguntaron a un tiempo, con tanta curiosidad como entusiasmo, los hermanos.

—Creo que debemos llamarle "las marmitas" —indicó mamá Bhaer, sonriendo y alejándose.

 

 

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