capítulo ix

 

"La señora Shakespeare Smith tiene el gusto de invitara los señores don John Brooke, don Thomas Bangs y don Nathaniel Blake para el baile que han de celebrar esta tarde a las tres en punto. Advertencia: El señor Blake llevará el violín, para poder bailar, y todos los invitados habrán de ser bonísimos si quieren probarlos manjares preparados."

Probablemente, sin la promesa encerrada en el final de la advertencia, la invitación no hubiera sido aceptada.

—Han estado cocinando cosas superiores; yo las he olido. Vamos allá — exclamó Tommy.

—Comeremos lo que haya, y no hace falta que nos quedemos al baile — observó John (Medio-Brooke).

—Yo no he ido nunca a un baile. ¿Qué hay que hacer?... —preguntó Nat.

—Divertirse como los hombres; estar sentado muy tieso y bailar para que las niñas se distraigan —contestó Tommy.

—Me creo capaz de hacer todo eso —murmuró Medio-Brooke, y redactó y envió la siguiente esquela:

"Asistiremos los invitados. Tengan dispuesto lo que haya que comer.

John Brooke y Compañía."

Las damas estaban preocupadísimas con los preparativos, y se proponían, si la fiesta resultaba lucida, agasajar con un banquete a algunos de los convidados.

—A mamá Bhaer le agrada que juguemos con los niños, siempre que éstos se conduzcan correctamente; estamos, pues, obligadas a celebrar bailes para irlos educando —observó Daisy, mientras arreglaba la mesa.

—Tu hermano y Nat serán buenos; pero Tommy hará algún desastre — advirtió Nan.

—Pues yo haré que se vaya —afirmó Daisy.

—Los caballeros no deben dar lugar a que los echen.

—Bueno, pues no le invitaremos más si no se porta bien.

—Eso mismo, y así rabiará. ¿Verdad que rabiará?...

—¡De seguro! Celebraremos un banquete espléndido; sopa de verdad, en sopera y con cucharón; un pajarito que hará muy bien el papel de pavo, salas variadas y "veguetales" escogidos —Daisy no podía pronunciar la jota y había renunciado a decir vegetales.

—Han dado las tres y tenemos que vestirnos —murmuró Nan, que se arreglara un traje para la fiesta y quería lucirlo cuanto antes.

—Yo, como soy la mamá, no debo engalanarme mucho —habló Daisy, encasquetándose un gorro de dormir adornado con un lazo grana; una falda larga y vieja, de tía Jo; un chal, un amplio pañuelo de bolsillo y unas gafas. Con todo, parecía una anciana rechoncha y coloradita. Nan tenía una guirnalda de flores de trapo; zapatillas de tafilete amarillo; falda de muselina verde; blusa de gasa azul; abanico de plumas extraídas del plumero, y un frasquito de esencia..., sin esencia.

—Yo, por ser la hija, debo estar lujosa y elegantísima; y debo cantar, bailar y hablar más que tú. Las mamás hacen dignamente los honores de la casa y sirven el té.

De repente se oyó llamar a la puerta y la señorita de la casa corrió a instalarse en una silla, abanicándose violentamente; la mamá ocupó el centro del diván y procuró mantenerse seria. La pequeña Bess, en función de doncella, abrió la puerta, saludó y dijo sonriente:

—Pasen adelante, señores.

Los señores llevaban sombreros negros muy altos; cuellos altísimos de papel y guantes de todos los colores; la invitación fue tan repentina que nadie tenía un par completo.

—Buenas tardes, señoras —murmuró solemne Medio-Brooke. Los demás se limitaron a dar la mano, y los tres caballeros, al sentarse, no pudieron contener la carcajada.

—¿Qué es esto? —preguntó la señora de la casa.

—Si han venido ustedes a burlarse, márchense y no vuelvan —gruñó la señorita, dando un coscorrón, con el frasquito de esencia, al señor Bangs (don Thomas).

—No puedo contenerla risa; estás hecha un esperpento, un mamarracho—exclamó ingenuamente Tommy.

—Verdad será, pero es una falta de educación decirlo. Mamá, ¿negaremos a este señor que entre en el comedor?

—Vamos a comenzar el baile. ¿Ha traído usted el violín señor Blake?...—preguntó la digna señora de la casa.

—Voy por él —contestó Nat, y trajo el instrumento.

—Mejor sería tomar antes el té —arriesgó Tommy, para recordarle que lo importante era comer y marcharse en seguida.

—Caballeros, entiendan que en mis salones no se come hasta que se baile bien —advirtió la señora Smith.

Los caballeros se resignaron.

—Voy a bailar con el señor Bangs, para que aprenda la polca; mi hija bailará con el señor Brooke. Empiece, don Nat.

Las dos parejas bailaron desesperadamente valses, polcas, gavotas y danzones. Las damas bailaban a gusto; los galanes, por el afán de ganarse la merienda. Cuando se cansaron, se interrumpió el baile, y la doncella Bess sirvió almíbar y agua en copas, tan pequeñas, que algunos se bebieron nueve.

—Ahora, don John, debe usted invitar a mi hija para que toque el piano y cante.

—¿Quiere usted hacernos el favor de tocar el piano y cantar, señorita? —dijo Medio-Brooke, sin saber dónde había piano.

La señorita Smith se dirigió a la mesa, levantó el pupitre, tomó asiento y golpeando con los nudillos, y a puñetazo limpio, acompañó una canción nueva que empezaba:

¡Mambrú se fue a la guerra,

no sé cuándo vendrá!

Si vendrá para la Pascua,

o por la Navidad.

Los caballeros aplaudieron con entusiasmo, y la artista, entonces, cantó romanzas tan originales como las de:

Rey moro tenía tres hijas,

todas tres como la plata;

la más chiquita de todas

Delgadina se llamaba.

La mamá, agradecida por los elogios tributados a su hija, anunció:

—Ahora vamos a tomar el té; siéntense y no escandalicen.

Resultaba graciosísima la gravedad con que la madre hacía los honores de la casa, y la paciencia con que sufrió los contratiempos que fueron ocurriendo.

Un hermoso pastel saltó al suelo cuando quisieron partirlo con un cuchillo no muy afilado. El pan y la manteca desaparecieron como por encanto; la crema, por muy clara, hubo que tomarla bebida, en vez de tomarla elegantemente con cucharitas de lata.

La señora Smith peleó con la doncella por la posesión del bollo más grande, y en el calor de la pelea. Bess echó a rodar el cesto de los bollos. Para consolarse se comió el contenido del azucarero. Durante la discusión, se eclipsó la bandeja de pasteles. La señora Smith se enojó. ¿No es intolerable, que nos escamoteen una docena de pasteles riquísimos, hechos con agua, sal, harina y una pasa en el centro?...

—¡Tú los has agarrado, Tommy! —gritó la señora amenazando al escamoteador con el jarro de la leche.

—Yo, no.

— ¡Tú has sido!

—Esta discusión no es correcta —observó Nan, acabando de engullir todos los bizcochos que había en un plato.

—Devuelve los pasteles, Medio-Brooke —dijo Tommy.

—¡Basta de bromas! Los pasteles están en tu bolsillo —rugió Medio— Brooke viéndose calumniado.

—Se los quitaremos —exclamó Nat—, es cosa fea hacer llorar a Daisy.

Daisy lloraba desconsoladamente; Bess, como criada fiel, unió sus lágrimas a las de su ama. Nan declaró que los niños eran una plaga de bichos inmundos.

Entretanto se estaba librando una descomunal batalla. Medio-Brooke y Nat atacaban a Tommy; éste se atrincheró tras una mesa y comenzó a disparar los pasteles robados, que resultaban proyectiles porque estaban más duros que las balas. Mientras tuvo municiones, el sitiado se defendió bravamente, pero cuando se quedó sin proyectiles, los sitiadores lo estrecharon, lo apresaron, lo zarandearon y lo arrojaron fuera del salón. Después, Medio-Brooke procuró consolara la afligida señora de Smith; Nat y Nan recogieron los pasteles y colocaron cada pasa en su hueco. Pero ya los pasteles estaban sin la capa de azúcar y llenos de polvo.

—Lo mejor será que nos marchemos —dijo Medio-Brooke, oyendo la voz de tía Jo.

—Me parece muy bien —contestó Nat, abandonando un bollo que había pescado durante la refriega.

Antes de que los caballeritos se escabulleran, entró mamá Bhaer; las damas hicieron el relato de sus cuitas.

—Se han acabado los bailes para estos niños, hasta que logren, mediante algún hecho agradable, que los perdonen —dijo tía Jo.

—Pero si era una broma —insinuó Medio-Brooke.

—No quiero bromas que hagan llorar. Estoy muy disgustada; nunca creí que molestaras a Daisy, que es una criatura cariñosa y buena.

—Dice Tommy que todos los niños deben molestar siempre a sus hermanas.

—Pues para que eso no ocurra, se irá Daisy de casa, y no podrá verla ni jugar con ella —afirmó mamá Bhaer.

Ante esa terrible amenaza, Medio-Brooke tocó con el codo a su hermana, y Daisy se apresuró a enjugar el llanto. La separación era el castigo más terrible para los gemelos.

—Nat fue malito, Tommy peor que todos —exclamó Nan.

—Yo estoy arrepentidísimo —murmuró Nat.

—¡Yo no he sido! —gritó Tommy, por el agujero de la cerradura, tras de la cual escuchaba la conversación.

La tía Jo, conteniendo la risa, ordenó gravemente:

—Pueden marcharse, pero no volverán a hablar ni jugar con las niñas hasta que yo dé permiso para ello.

Los caballeretes se largaron, siendo recibidos con burlas y desprecio por Tommy, que estuvo sin reunirse con ellos lo menos... quince minutos.

Daisy se consoló del fracaso del baile, pero lamentó la prohibición de hablar a su hermano. Nan, gozando con lo ocurrido, se dedicó a reírse de los tres muchachos, especialmente de Tommy, que, alardeando de indiferencia, se complacía en declarar que estaba contentísimo viéndose libre de aquellas "niñas estúpidas". Pero estaba arrepentido; cada hora de separación le enseñó lo que valían aquellas "niñas estúpidas". Los otros dos chicos deseaban reanudar la amistad, al verse sin Daisy que les mimase y obsequiase con meriendas, y sin Nan que los divirtiera y enseñase juegos. Lo peor era que mamá Bhaer, incluyéndose entre las niñas, parecía darse por ofendida y aparentaba no ver ni oír a los ofensores y estaba siempre tan ocupada que casi nunca podía complacerlos cuando le pedían algo. Esto llegó a preocupar profundamente a los chicos y después de tres días en aquel estado de anormalidad, acudieron a papá Bhaer en demanda de auxilio y consejo. Acaso el buen señor se hallaba prevenido; los pequeños nada sospecharon y recibieron agradecidísimos, aprestándose a cumplirlas, las instrucciones que les dio.

Se encerraron en la bohardilla y dedicaron muchas horas a la fabricación de una misteriosa máquina. Asia se quejó de que consumían mucho engrudo; las niñas sentían vivísima curiosidad; Nan procuraba atisbar u oír algo por las rendijas de la puerta, y Daisy lamentaba la separación y que hubiera secretos entre ella y su hermano. La tarde del miércoles era espléndida; tras infinitas consultas acerca del viento y del tiempo, Nat y Tommy salieron llevando una inmensa superficie plana; oculta bajo muchos periódicos. Nan rabiaba de impaciencia; Daisy, sentíase muy ofendida. Entonces Medio-Brooke entró sombrero en mano en la habitación de mamá Bhaer, y dijo cortésmente:

—Tía Jo, ¿quieres venir, con las niñas, a recibir la sorpresa que les hemos preparado?... Ya verán qué cosa bonita.

—Gracias; iremos con mucho gusto; pero tengo que llevar a Teddy — contestó mamá Bhaer sonriendo.

—Vendrá con nosotros; el cochecito está preparado para ti y para las niñas, porque supongo que no querrán ir a pie hasta Monte Real.

— Bueno; ¿pero no crees que los estorbaré?...

—¡De ningún modo! Si no vinieras, nos aguarías la fiesta.

—Muchas gracias. Vamos, niñas, no les hagamos esperar. Estoy impaciente por recibir la sorpresa.

En un periquete, las tres muchachitas y Teddy se acomodaron en la "canasta de la ropa", nombre que daban al cochecito de mimbre del cual tiraba el paciente borrico. Medio-Brooke iba delante; mamá Bhaer, escoltada por Kit, cerraba la marcha. La comitiva era imponente; el borrico llevaba en la cabeza una pluma roja; el cochecito lucía dos banderas; Kit ostentaba un lazo azul en el cuello; Medio-Brooke mostraba un ramito en el ojal de la solapa, y la tía Jo desplegaba, en honor de la solemnidad, la pintarrajeada sombrilla japonesa. Las niñas iban animadísimas; y Teddy, para mostrar el regocijo que sentía, tiró, varias veces, su sombrero por alto. Cuando llegaron a Monte Real y no divisaron nada, sufrieron las pequeñas gran desencanto. Medio-Brooke exclamó solemnemente:

—Quieto todo el mundo, hasta recibir la sorpresa.

Dicho esto, se retiró tras un peñasco, sobre el cual habían asomado varias cabecitas infantiles.

Hubo un compás de espera. Luego, Tommy, Nat y Medio-Brooke aparecieron llevando cada uno un barrilete, que ofrecieron a las niñas.

Estallaron jubilosas exclamaciones y los muchachos impusieron silencio, diciendo:

—Aún falta algo.

Y comparecieron otra vez, conduciendo un barrilete, donde se destacaba, con letras amarillas, una inscripción que decía: "Para mamá Bhaer".

—Como te vimos enojada con nosotros, hemos querido apaciguarte lo mismo que a las niñas.

—Muchísimas gracias, hijos míos. ¡Qué barrilete tan hermoso! ¿De quién ha sido la idea de hacerme este regalo?

—De papá Bhaer—contestó Medio-Brooke.

—Papá Bhaer adivina mis deseos. Lo cierto es que al verlos el otro día con los barriletes, sentimos envidia. ¿Verdad, niñas?...

—Pues por eso les hacemos este regalo —murmuró Tommy.

—¡Echémolos a volar! —gritó Nan.

—Yo no sé —observó Daisy.

—Nosotros te enseñaremos —exclamaron los muchachos.

Medio-Brooke se encargó del barrilete de su hermana; Tommy del de Nan, y Nat tuvo que convencer a Bess para que le entregase el suyo, que era pequeñito y todo azul.

—Tía, si esperas un momento, te echaremos tu barrilete —advirtió Medio-Brooke.

—Gracias, sobrino; yo sé hacerlo, y además aquí veo a un niño que me ayudará—afirmó latía Jo, viendo asomar el semblante bonachón de su marido.

Papá Bhaer lanzó al aire el magnífico barrilete; tía Jo corrió para remontarlo, y los chicos aplaudieron entusiasmados. Uno tras otro se elevaron los barriletes y flotaron en el espacio como vistosos pájaros. El viento era favorable. Chicos y grandes disfrutaron muchísimo haciéndolos subir y bajar, contemplando los cabeceos y evoluciones, y sintiendo los tirones que daban de las cuerdas, como si fuesen prisioneros ansiosos de libertad. Nan estaba loca de alegría; Daisy encontraba el juego casi tan divertido como las muñecas, y la minúscula Bess se encariñó tanto con su "lete asú", que apenas si quería dejarlo volar, prefiriendo guardarlo empuñado para admirar las grotescas figuras trazadas a brocha por Tommy.

Tía Jo se distrajo mucho y llegó a asombrar a los chicos con las diestras evoluciones que supo imprimir a su barrilete.

Poco a poco todos fueron fatigándose y entonces ataron las cuerdas a los árboles y se sentaron a descansar, menos papá Bhaer, que, llevando a Teddy, fue a dar un vistazo a las vacas.

—¿Ha pasado alguien un rato más delicioso que éste? —preguntó Nat, tumbado sobre el césped.

—Hace muchos años, pasé un rato parecido —contestó tía Jo.

—Hubiera querido conocerla entonces; debía ser una niña muy alegre —insinuó Nat.

—Aun cuando me avergüence decirlo, debo confesar que fui muy traviesa.

—A mí me gustan las niñas traviesas —exclamó Tommy.

—¿Por qué no me acuerdo de cuando tú eras niña, tía Jo?... ¿Es porque entonces era muy chico?... —preguntó Medio-Brooke.

—Justamente.

—Quiere decir que entonces yo no tenía memoria; tío asegura que las facultades intelectuales se van desarrollando a medida que crecemos, y la memoria, que es una de mis facultades intelectuales, no se había desarrollado en mí cuando tú eras niña, y por eso no recuerdo cómo eras entonces —explicó gravemente Medio-Brooke.

—Mira, pequeño Sócrates, reserva esos problemas para cuando hables con tu tío —dijo mamá Bhaer.

—Así lo haré —contestó el filósofo.

—¿Nos vamos ya? —murmuró Nan.

—Sí, a menos que prefieran quedarse sin comer, y me imagino que la diversión no les habrá quitado el apetito.

—¿Ha resultado agradable nuestra excursión? —inquirió Tommy, satisfecho.

—¡Ha resultado espléndida! —gritaron todos.

—¿No saben por qué?... Porque vuestros invitados se han conducido correctamente. ¿Entienden? —dijo mamá Bhaer.

—Sí, señora —respondieron los muchachos, mirándose ruborosos, al emprender el regreso, recordando otra fiesta donde, por no conducirse correctamente los invitados, hubo que deplorar consecuencias funestas.

 

 

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