capítulo viii

 

Comoquiera que esta historia no se ajuste a plan determinado, salvo el de describir algunas escenas de la vida en Plumfield, para entretenimiento de hombrecitos y de mujercitas, sea permitido al historiador divagar en este capítulo refiriendo varios pasatiempos de los niños de la tía Jo. Formalmente afirmo a mis amables lectores que la mayor parte de los incidentes está copiada de la vida real, y que los que más extraños o inverosímiles parecen, son precisamente los más verdaderos, porque no hay imaginación capaz de inventar nada tan divertido como los caprichos y extravagancias que surgen de las cabecitas de los niños.

Daisy y Medio-Brooke tenían el cerebro lleno de fantasías y vivían en un mundo especial poblado de figuras, ya amables, ya grotescas, a las cuales bautizaban a capricho, y con las cuales jugaban imaginativamente. Una de estas invenciones infantiles era un espíritu invisible llamado "La Maranga", en cuya existencia creían y a la cual temían y sirvieron bastante tiempo. La existencia de "La Maranga" era un secreto que los hermanitos guardaban sin osar describir la naturaleza y los atributos de aquel misterioso ser, que tenía para ellos, y en especial para Medio-Brooke, admirador de duendes y de trasgos, indefinible encanto. "La Maranga" era un duende caprichoso y tirano. Medio-Brooke, de fecunda imaginación, gozaba en inventar órdenes del duende y en apresurarse a cumplirlas. Ni qué decir que las órdenes eran disparatadísimas. Rob y Teddy, aun cuando no entendían nada, participaban y se divertían de lo lindo.

Un día, al salir de la escuela, por la mañana, Medio-Brooke, gravemente, dijo a Daisy:

—"La Maranga" nos necesita esta tarde.

—¿Para qué? —preguntó Daisy, azorada.

—Para un "chacrificio" —contestó Medio-Brooke solemnemente—. Hay que encender una hoguera detrás de la roca grande, y quemar los juguetes que más nos gusten.

—¡Qué lástima! ¡Estoy tan contenta con las muñecas de papel que me regaló tía Amy!... ¿Tengo que quemarlas? —exclamó Daisy, sin soñar en desobedecer las órdenes del invisible déspota.

—No hay más remedio. Yo quemaré mi barco, mi libro de estampas y "todos" mis soldados.

—¡Vaya por Dios! Obedeceremos; pero "La Maranga" es atroz —observó Daisy, suspirando.

—Un "chacrificio" es renunciar a lo que más agrada; debemos resignamos— murmuró Medio-Brooke, que acababa de oír a papá Bhaer explicar las costumbres del pueblo griego.

—¿Nos acompañará Rob?...

—Sí, y lleva su pueblecito de madera, que arderá perfectamente. Hay que preparar una gran fogata.

Algo se consoló Daisy con la esperanza de preparar una gran hoguera; sin embargo, comió teniendo al lado el rollo de estampas, como si celebrase un banquete de despedida. A la hora prevista, el cortejo de sacrificadores se puso en marcha, llevando cada niño los tesoros exigidos por la insaciable "Maranga". Teddy se obstinó en agregarse a la comitiva, y, viendo que todos llevaban juguetes, cargó con un corderito y con su veterana muñeca de goma Annabella.

—¿Dónde van, hijitos? —les preguntó mamá Bhaer.

—A jugar a la roca grande.

—Bueno; pero no se acerquen al estanque; cuiden de Teddy.

—Siempre lo cuidamos —respondió Daisy.

Llegó el cortejó hasta la roca grande.

—Esta piedra plana es el altar; siéntense alrededor y no se muevan hasta que yo lo mande —dispuso Medio-Brooke.

En seguida se preparó una hoguera, y, cuando la llama brilló, el niño ordenó a sus ayudantes que, formando corro, diesen tres vueltas en torno del fuego.

—Muy bien; voy a empezar el "chacrificio" quemando mis juguetes; después entrarán los vuestros en turno.

Solemnemente colocó en la hoguera un libro de estampas; después un barquichuelo desmantelado, y, en fin, uno tras otro avanzaron a la muerte los soldaditos de plomo.

—Ahora tú, Daisy —ordenó.

—¡Pobres muñecas mías! —lloriqueó Daisy.

—Es preciso—exclamó Medio-Brooke.

—¿Podré conservar la del vestido azul?... ¡Es una muñeca bonísima!

— ¡Más! ¡Más! —gruñó una voz terrible.

—¡"La Maranga" se enfurece! ¡Reclama el "chacrificio" completo! Quema inmediatamente esa muñeca del traje azul o vendrá "La Maranga" y nos agarrará a todos.

No hubo remedio: la muñeca de traje azul y sombrero rosa se convirtió en ceniza.

—Dispongamos bien el incendio del pueblo—murmuró el gran sacrificador—, coloquemos las casas y los árboles alrededor de la hoguera y dejemos que ardan.

Teddy, estimulado por el ejemplo de los demás, arrojó el corderito a las llamas, y, acto seguido, plantó sobre el balador rumiante a la veterana muñeca de goma. La muerte de Annabella aterró a los niños. La pobre muñeca estiró las piernas, como si estuviera viva; después agitó los brazos retorciéndolos, como si sufriera horrible dolor; en seguida dejó escapar un chirrido que semejaba angustiosa queja, y, por último, contrayéndose desesperadamente y ennegreciéndosele los ojos, dio un estallido y se hundió entre las ruinas del pueblo calcinado. Los sacrificadores se espantaron; Teddy salió corriendo y chillando en dirección a la casa.

Mamá Bhaer acudió a tomarlo en brazos; el nene balbucía asustado:

—Pobre Bella dañarfego.... fego; toos flecos sememaron.

Corrió tía Jo temiendo que hubiese sucedido alguna desgracia; al llegar, a la roca grande, se encontró a los adoradores de "La Maranga" llorando a moco tendido sobre los carbonizados despojos de Annabella.

—¿Qué ha ocurrido? ¡Cuéntenmelo todo! —rogó.

Daisy refirió el hecho, y mamá Bhaer rio con ganas al verla solemnidad de los sacrificadores y lo disparatado del "chacrificio".

—Nunca creí que fueran tan simples; si yo tuviera una "Maranga" habría de ser una "Maranga" buena y aficionada a juegos bonitos, y no un ser destructor y amenazante. ¡Miren el daño que han causado! Desaparecieron las lindas muñecas de Daisy, los soldados de Medio- Brooke, el pueblo nuevo de Rob, el corderito de Teddy y la veterana Annabella.

—¡No lo volveremos a hacer más! —gimieron los niños.

—Medio-Brooke ha tenido la culpa —murmuró Rob.

—Yo le oí a papá Bhaer hablar de las costumbres de los griegos y quise que las imitáramos; pero como no teníamos criaturas para "chacrificarlas", decidí quemar los juguetes.

Medio-Brooke propuso enterrar a la veterana Annabella y ya, con el funeral, se olvidó Teddy del susto que pasó. Daisy se consoló con otro envío de muñecas de papel, regalo de tía Amy, y "La Maranga", tal vez aplacada por el "chacrificio", no volvió a atormentarlos.

Brops era el nombre de un juego inventado por Tommy. Como este interesante animal no existe en las clasificaciones, parques o gabinetes zoológicos, diremos algo acerca de su vida y costumbres. El brops es un cuadrúpedo alado, con cara de persona risueña. Cuando anda, gruñe; cuando vuela, grazna; a veces marcha en dos pies y habla bien el inglés. Tiene el cuerpo cubierto de piel azul o roja, listada o a cuadros, que recuerda mucho a las mantas, fajas y mantones viejos. Se ha observado que los brops cambian frecuentemente su piel unos con otros. En la cabeza lucen un cuerno que parece de cartón y que se asemeja a un tubo de quinqué; sobre los hombros se les ven alas que también parecen de cartón. Si vuelan, nunca se remontan a gran altura; si intentan subir mucho, se dan porrazos fenomenales. Hacen como que comen hierba, poniéndose en cuatro patas; pero se les ha visto sentarse y comer como las ardillas. Prefieren, como alimento, las tortas, las galletas y las manzanas; cuando estos manjares escasean, devoran rábanos y zanahorias crudos. Habitan en cuevas; los nidos se parecen a cestos y a espuertas fuera de uso; en el nido retozan los brops chiquitines, hasta que les crecen las alas. Siempre que estos animalitos riñen, y suelen reñir con frecuencia, rompen a hablar como las personas y se obsequian con adjetivos insultantes, y a veces se despojan de los cuernos y de la piel, diciendo fieramente: "¡no juego más!". Las contadas personas que han podido ver y estudiar a estos seres no clasificados por los zoólogos, afirman que son una mezcla muy rara de monos, leoncillos y mochuelos. El juego del brops era uno de los predilectos de los niños de Plumfield, que en las tardes lluviosas gozaban a más y mejor arrastrándose, aleteando, gruñendo y "bropsiando" por pasillos y habitaciones. Las rodillas de los pantalones y los codos de las chaquetas salían averiados del juego; pero mamá Bhaer zurcía y remendaba, exclamando:

—Los mayores hacemos tonterías menos inocentes y divertidas. ¡Ganas me dan de ser un brops!

Nat, cuando no se distraía cultivando su huertecita, hacía vida de pájaro, encaramándose al nido del sauce viejo, y dedicándose a tocar el violín. Los muchachos se recreaban escuchándole y le llamaban "El anciano murguista". Las aves revoloteaban y cantaban sin miedo junto al musiquillo.

Contaba Nat con un oyente y admirador fervoroso. El pobre Billy se deleitaba sentándose a orillas del arroyo, contemplando los copitos de bullente espuma, recreándose con las flores y, principalmente, escuchando los dulces sonidos del violín. Veía a Nat como a un ángel bajado del cielo para cantar entre las ramas del sauce. En la quebrantada memoria de Billy perduraba, aunque borroso, el recuerdo de los fantásticos consejos infantiles. Mamá Bhaer rogó a Nat que la ayudara, por medio de la música, a despertarla inteligencia nublada y dormida del infeliz chico. Muy satisfecho con esto, Nat sonreía y acariciaba a Billy y lo regalaba con la más dulce música.

Jack se entretenía comprando y vendiendo; quería imitar a un tío suyo, comerciante, que obtenía cuantiosos beneficios. Jack había visto adulterar azúcares y melaza, mezclar la manteca con margarina, aguar los vinos y otras cosas por el estilo, y creía que tales "habilidades" eran lícitas en los negocios. Comerciaba, naturalmente, en pequeña escala; vendía gusanitos al precio más caro posible y siempre resultaba ganancioso al cambalachear cuerdas, cuchillitos y anzuelos con sus camaradas. Le apodaron "Pie de pedernal", pero el mote no le inquietó; sólo se preocupaba de las ganancias.

Llevaba un libro de contabilidad curiosísimo; en cuestiones de cuentas era un águila. El señor Bhaer lo reconocía y se esforzaba por hermanar la delicadeza y la honradez al espíritu mercantil del niño. Andando el tiempo, Jack reconoció el acierto de su buen maestro. Emil pasaba las horas de recreo en el arroyo o en el estanque, y, además, adiestraba a los compañeros para una carrera pedestre en competencia con los niños de la ciudad, que de vez en cuando invadían la casa de Plumfield. La carrera se efectuó, pero, como fracasara, vale más no hablar de ella. El Comodoro, triste por el mal éxito de sus enseñanzas, pensó retirarse a una isla desierta. Pero al no encontrarla, se consoló construyendo un dique.

Las niñas se divertían muchísimo. Su juego favorito era uno que les inventara tía Jo: "La señora Shakespeare Smith". Daisy era la señora; y Nan, la hija o la vecina.

Las aventuras de esta familia son incontables. En sólo una tarde se registraban nacimientos, matrimonios, defunciones, inundaciones, terremotos, saraos y expediciones aéreas. La mamá y la hija, con estrafalarios vestidos, se tumbaban en las camas, trotaban como briosos corceles, saltaban como corzos, y recorrían miles de leguas por minuto. Accesos de locura, incendios y degollinas generales, eran las calamidades que se registraban. La inventiva de Nan era pasmosa y Daisy la secundaba eficazmente. El pobre Teddy solía ser víctima de la "familia Shakespeare Smith" y a veces había que socorrerlo, pues las intrépidas suponían que era una muñeca más.

La institución predilecta de todos era el club. Lo fundaron los mayores, y por gracia especial admitían a algunos de los chicos. Tommy y Medio-Brooke eran miembros honorarios, con voz y sin voto, y tenían que retirarse antes que sus consocios, cosa que no les agradaba. El club se reunía en cualquier lugar y hora; tenía establecidas ceremonias y distracciones rarísimas, y, aun cuando a veces se disolvía tempestuosamente, siempre se restablecía sobre bases más firmes. Las tardes desapacibles los niños se congregaban en la escuela y se divertían jugando al ajedrez o a las damas, practicando esgrima, organizando debates o representando fragmentos de tragedias. En verano, el granero era el lugar de las reuniones. En las tardes calurosas el club se trasladaba al arroyo, y los socios, muy ligeritos de ropa, practicaban ejercicios acuáticos. Los discursos, en tales tardes, eran elocuentísimos, y para calmar el ardor de los oradores, se les propinaban chapuzones magníficos. Franz era el presidente del club y sabía mantener el orden. Papá Bhaer jamás intervenía en los asuntos sociales y, como premio a su discreción, era invitado a las asambleas más notables.

Nan, desde el momento en que llegó, quiso ingresar en el club y produjo debates y discordias entre los socios; presentando solicitudes de admisión, verbales o escritas; turbando la solemnidad de las sesiones con insultos lanzados por el agujero de la cerradura de la puerta; golpeando con pies y manos, sobre la puerta; y trazando en los dominios del Club de los Irreprensibles inscripciones burlescas y satíricas. Mas, como todo era inútil, las niñas, por consejo de tía Jo, crearon el Club de la Comodidad, invitando a que figurasen en él los caballeritos que por pequeños no eran admitidos en el club masculino. Los chicos se vieron obsequiados con comiditas y meriendas, y divertidos con admirables fiestas inventadas por Nan. Poco a poco los caballeretes mayores se interesaron por disfrutar de aquellas reuniones tan elegantes como atractivas. Al fin, tras conferencias y consultas, se establecieron relaciones de afecto entre ambos clubes.

El Club de la Comodidad recibía invitación para las fiestas importantes del Club de los Irreprensibles, y asistía a ellas con correctísima discreción. Recíprocamente, el club masculino tenía entrada para los festejos del Club de la Comodidad. Y así, en paz y en buena armonía, prosperaron ambas sociedades.

 

 

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