capítulo x

 

Había llegado julio y comenzado la siega; los jardines de Plumfield estaban lindísimos y los días estivales eran encantadores y apacibles. La casa se hallaba abierta de par en par desde la mañana hasta la noche, y los niños, con excepción de las horas de clase, vivían al aire libre. Una noche, tibia y perfumada, mientras los chiquitines estaban en el lecho y los mayores se bañaban en el arroyo, mamá Bhaer desnudaba a Teddy en el vestíbulo. De repente el bebé exclamó, señalando la ventana.

—Ahí "ta" mi Danny.

—No, hijito, no; es la luna.

—¡Ahí "ta" mi Danny! ¡Ahí "ta" mi Danny! —insistía alegremente el pequeño.

Mamá Bhaer corrió presurosa a la ventana, pero novio a nadie.

Después, salió a la puerta llevando a Teddy medio desnudo e hizo que el chiquito llamase a su amigo, para ver si de este modo atraía al forastero. Nadie contestó; madre e hijo entraron muy desanimados a la casa y Teddy, antes de dormirse, se incorporó varias veces en la cama, preguntando:

—¿Ha vinido mi Danny?...

Después todos los muchachos se retiraron a descansar, se hizo el silencio y sólo el chirriar de los grillos turbó la calma de la noche. Mamá Bhaer se sentó a repasar ropa blanca, pensando en el niño ausente. Convencida de que Teddy se había equivocado, ni siquiera mencionó lo ocurrido a papá Bhaer, que escribía varias cartas. Ya habían dado las diez cuando tía Jo se levantó para cerrarla puerta de la casa. Se quedó un momento contemplando la hermosura de la noche, y algo blanco, que se destacaba entre un montón de gavillas esparcidas en el prado, le llamó la atención. Creyendo que era algún sombrero de paja olvidado por los muchachitos, se aproximó a recogerlo. Entonces vio que aquella nota blanca era una mano y una manga de camisa que asomaban entre las gavilladas mieses. Dio vuelta al montón, y se halló con Dan que dormía profundamente.

El pobre vagabundo parecía fatigadísimo y estaba andrajoso, sucio y escuálido; tenía desnudo un pie y envuelto el otro en un chaquetón. Se había escondido entre las gavillas, y durmiendo, extendió el brazo que lo delató. Dormía agitado, moviéndose, quejándose y hablando entre sueños; al fin, el cansancio lo rindió.

"No debe permanecer aquí", se dijo mamá Bhaer, y acariciando a Dan, lo llamó por su nombre. El muchacho entreabrió los ojos, sonrió y exclamó, como si continuase soñando:

—Mamá Bhaer, ya he vuelto a casa.

Tía Jo, conmovida, incorporó a medias al niño y le dijo:

—Te esperaba, y me alegro de verte, Dan.

Entonces el muchacho despertó por completo, pareció recordar dónde se hallaba, y cambiando de expresión y de acento, murmuró con la reticencia de antaño:

—Iba de paso, y me detuve un momento.

—¿Por qué no has entrado?... ¿No oíste que te llamábamos?... ¿No viste que Teddy salió a buscarte?...

—Pensé que no me permitirían entrar —balbuceó.

—Vamos a ver a tu amigo Teddy.

Dan suspiró, aliviado, y avanzó hacia la casa. De repente se detuvo y dijo:

—Papá Bliaer se enojará; escapé del señor Page.

—Lo supo y lo sintió; pero no importa. ¿Te lastimaste?

—Tengo magullado un pie; me cayó encima una piedra, al saltar un muro—afirmó Dan disimulando su dolor.

Entraron en la habitación de mamá Bhaer, y el muchacho cayó pálido y desfallecido sobre una silla.

—¡Pobre Dan! Bebe unos sorbitos de vino y en seguida te daré de cenar; estás en casa y mamá Bhaer te cuidará.

El chico tomó unos sorbos de vino y luego comenzó a comer con ansia, dirigiendo tiernas miradas de gratitud a su bondadosa protectora. Cuando aplacó su hambre, principió a hablar con tía Jo.

—¿Dónde has estado, Dan?—le preguntó ésta mientras preparaba vendajes.

—Me escapé hace un mes; no me encontré a gusto y me fui río abajo con un barquero. Por eso no se supo de mí. Luego trabajé quince días con un labrador, pero peleé con su hijo, le di azotes y el padre me sacudió de firme; me fugué y me vine andando hasta aquí.

—¿Cómo has vivido?...

—Bien, hasta que me lastimé el pie. La gente me daba de comer; caminaba de día y de noche, y dormía en los pajares. Tomé un atajo y me extravié; si no, hubiera llegado antes.

—¿Adónde ibas, si no pensabas quedarte entre nosotros?...

—Quería ver a Teddy y a usted, y luego volver a la ciudad y trabajar; pero me sentí cansado y me dormí entre las gavillas. Me hubiera ido mañana, si no me hubiese encontrado.

—¿Lo lamentas?

Ruboroso y en voz baja, contestó Dan:

—No, señora. Me alegro mucho, pero temía que ustedes...

Mamá Bhaer, que examinaba la herida del pie, y comprobó que era seria, exclamó enternecida:

—¿Cuándo te hiciste esto?...

—Hace tres días.

—¿Y has podido andar?...

—Me apoyaba en un cayado; me lavaba en los arroyos, y me vendé con un trapo que me dio una mujer.

—Es preciso que papá Bhaer te cure —dijo tía Jo, saliendo presurosa y dejando abierta la puerta.

Dan oyó a la bondadosa señora informar a su marido del regreso del ausente y de sus aventuras durante el pasado mes. Al terminar el relato, mamá Bhaer preguntó a su esposo:

—El pobre Dan quiere saber si lo perdonas y lo recibes de nuevo. ¿Qué le contesto?...

—¿Ha dicho que quiere ser perdonado y admitido en esta casa?...

—Lo ha dicho con el lenguaje de los ojos, con las penalidades que ha arrostrado por vernos, y con las frases que le oí entre sueños. ¿Puede quedarse aquí?...

—Claro que sí. Indudablemente; ese muchacho siente algún cariño hacia nosotros y sería una crueldad despedirlo.

Dan oyó un crujido suave, como si mamá Bhaer diese a su marido las gracias, sin palabras. Dos lágrimas surcaron las sucias mejillas del muchacho; nadie las vio, porque se apresuró a enjugarlas. Pero aquellas lágrimas, que ni el hambre, ni el dolor, ni el desamparo, habían conseguido arrancarle, aquellas lágrimas de gratitud, probaban que en el alma de Dan existía y crecía sincero cariño hacia sus generosos protectores.

—Ven y mírale el pie; temo que la herida sea grave, porque lleva tres días sufriendo con ella. Ese chico es un valiente y será un hombre de provecho.

Entraron a ver a Dan que dormitaba y que trató de levantarse al ver a papá Bhaer. Este le dijo jovialmente:

—¡Hola, buen mozo! ¿Te gusta más Plumfield que la casa del señor Page? Bueno, bueno; veremos si ahora te portas algo mejor que antes.

—Muchas gracias, señor.

—A ver ese pie. Hum...: No me gusta. Mañana avisaremos al doctor Firt. Jo, trae agua hervida y algodones.

El señor Bhaer lavó y vendó la herida. La tía Jo preparó la camita (única disponible en la casa) en una habitación que daba al vestíbulo. Papá Bhaer tomó en brazos al paciente, le ayudó a desnudarse, lo acostó, y se despidió dándole un apretón de manos y diciéndole afablemente:

—Buenas noches, hijo mío.

Dan durmió algunas horas, después se despertó febril y con el pie muy dolorido, procurando no quejarse para no molestara nadie. El chico, en efecto, era valiente y sufrido.

Tía Jo acostumbraba dar una vuelta por la casa a medianoche, para cerrar ventanas, correr el mosquitero de la cuna de Teddy y cuidar de Tommy, que era algo sonámbulo. Tenía el sueño muy ligero, y al oír los quejidos sofocados de Dan se levantó, se puso una bata y acudió a la cabecera del enfermo.

—¿Qué te duele, hijito?...

—El pie; pero me disgusta que se haya molestado.

—Yo soy como la lechuza, que pasa las noches revoloteando. Pero... ¡tu pie abrasa! Hay que refrescar los vendajes.

La maternal lechuza salió y volvió en seguida con vendas nuevas y un jarro de agua muy fría.

—¡Ya estoy mejor! —suspiró Dan.

—Pues duerme y descansa; ya daré por aquí otra vuelta.

En aquel momento, Dan le echó los brazos al cuello, la besó y balbuceó:

—Muchísimas gracias, señora.

Aquellas frases encerraban ternuras, elocuencias, arrepentimientos y promesas que emocionaron a mamá Bhaer. Recordó que aquel niño era huérfano, lo besó amorosamente y se alejó diciéndole estas frases que Dan jamás olvidó:

—Desde ahora eres mi hijo; procura que me enorgullezca y regocije proclamándolo así.

Al amanecer volvió mamá Bhaer a visitar al enfermo, pero estaba tan dormido que ni sintió la renovación del vendaje. Aquel día era domingo, y la casa estuvo tan tranquila que el muchacho no se despertó hasta el mediodía; al entreabrir los ojos vio una carita sonrosada que asomaba por la puerta; extendió los brazos y Teddy entró dando brincos, se encaramó en la cama y gritó desaforadamente:

—¡Mi Danny ha vinido! ¡Mi Danny ha vinido!

Gritando, Teddy besaba, abrazaba y zarandeaba a su queridísimo amigo. Mamá Bhaer llegó con la comida, y Teddy se obstinó en dar el almuerzo a Dan, y, en efecto, le dio de comer como si el enfermo fuera un chiquitín, y viceversa.

Después llegó el doctor y practicó la cura, que fue dolorosísima, porque algunos huesecillos del pie estaban salidos y hubo que colocarlos convenientemente. Dan no exhaló un ¡ay!; únicamente se le vio palidecer, sudar y oprimir las manos de tía Jo.

—Este niño se estará quieto una semana sin que se le permita poner el pie en el suelo. Luego ya veremos si, apoyándose en una muleta o en un bastón, puede andar un poquito por el cuarto —ordenó el doctor Firt.

—¿Me pondré pronto bueno? —preguntó Dan.

—Espero que sí —dijo el doctor, marchándose y dejando al paciente muy abatido, ya que la inacción era para él una calamidad horrenda.

—No te apures; yo soy una gran enfermera y muy pronto estarás corriendo y brincando a tus anchas.

Dan se asustó temiendo quedar lisiado, y ni aun las caricias de Teddy le animaron. Mamá Bhaer le propuso llamar a algunos de los niños para que le hiciesen una visita breve.

—Me gustaría ver a Nat y a Medio-Brooke, y quisiera tener aquí mi sombrero, para enseñarles algo que he traído dentro. ¿Supongo que no habrá usted tirado mi ropa?

—No; todo está guardado, porque supuse que traías algún tesoro al ver cómo la cuidabas —dijo mamá Bhaer, trayendo el sombrero, en el cual había pinchado insectos y mariposas de brillantes colores, y un pañuelo rojo que contenía huevecillos de pájaros envueltos en musgo; piedrezuelas muy lindas, esponjas minúsculas y varios cangrejitos vivos.

—¿Habrá dónde guardar estos bichitos, que cacé con el señor Hyde?...

—Sí; voy a traer una jaula vieja que es muy adecuada. Cuida de que los cangrejos no le muerdan los pies a Teddy —recomendó mamá Bhaer, dejando a Dan muy contento por ver el aprecio que se hacía de sus tesoros.

Nat, Medio-Brooke y la jaula llegaron a la vez; los cangrejos ingresaron en su nueva casa con gran regocijo de los muchachos, olvidados ya de cualquier resentimiento hacia el antiguo camarada. Dan refirió a su admirado auditorio las aventuras que corriera; luego enseñó el "botín" y describió todos los objetos con tal detalle y exactitud que tía Jo, que oía desde su habitación, se quedó maravillada.

—¡Cuánto sabe y entiende este muchacho de las cosas campestres! ¡No hay duda de que le interesan más que los libros! Ahora que ha de guardar cama, los niños pueden distraerlo trayéndole bichitos y piedritas. Mucho me agradaría que Dan fuese un sabio naturalista, y Nat un gran músico...

A Nat le interesaron vivamente las aventuras de su amigo; a Medio-Brooke le cautivó aprender las fantásticas transformaciones que la mariposa sufre antes de poder volar. Dan estaba complacido por la atención de que era objeto. Los chicos oían el relato de la caza de la rata de almizcle —cuya piel figuraba en la colección— tan entretenidos que papá Bhaer tuvo que ir a recordar a los oyentes que era la hora de paseo. Dan, al verse solo, se entristeció tanto que el buen maestro lo llevó en brazos al sofá del vestíbulo para que así cambiase de aire y de escenario.

Cuando ya estuvo allí y mientras se entretenía Teddy con un libro de estampas, mamá Bhaer, mirando las colecciones de Dan, preguntó al muchacho:

—¿Dónde aprendiste lo que sabes acerca de todo esto?

—Siempre me gustaron estas cosas, pero no sabía mucho hasta que el señor Hyde me enseñó.

—¿Quién es el señor Hyde?...

—Un hombre que vive en los bosques estudiando animales, plantas y piedras, y que escribe libros sobre todos los bichos. El señor Hyde vivía en casa del señor Page, y me llevaba de auxiliar en sus expediciones, y, como es un sabio, me contaba cosas entretenidísimas. Espero volverle a ver.

—Ya lo creo que lo verás —afirmó tía Jo, muy satisfecha al ver lo contento y animado que se hallaba Dan.

—Hacía que los pájaros se le acercasen; los conejos y las ardillas no le temían, ni se asustaban de él, porque no les hacía daño. ¿Ha visto usted alguna vez hacerle cosquillas a un lagarto, con una paja? —preguntó el muchacho.

—No, pero me gustaría verlo.

—Pues yo sé cómo se hace, a los lagartos les gusta mucho y se ponen panza arriba. El señor Hyde llamaba a las culebras silbando; sabía la hora exacta en que se abría cada flor: y las abejas nunca lo picaban, y contaba cosas maravillosas de las moscas y de los peces, de los indios y de las rocas.

—Veo que te gustaba más salir con el sabio naturalista que estar con el señor Page.

—Sí; me gustaba mucho más salir de expedición que pasarme el día cavando y escardando. El señor Page se reía de su amigo y le llamaba holgazán cuando pasaba horas enteras contemplando una trucha o un pajarito.

—El señor Page es un labrador y para él nada es más interesante que la labranza. Si tienes afición a los trabajos del señor Hyde, en el campo y en los libros, estudiarás y aprenderás cuanto necesites y desees. Pero quiero que, además, te ocupes en otra cosa.

—Sí, señora.

—¿Ves ese escritorio con doce cajones?...

Dan, que conocía el mueble y sabía que allí se guardaban papel, clavos, cuerdas y objetos útiles, contestó:

—Sí, señora.

—¿No los crees muy adecuados para guardar ordenadamente tus colecciones?...

—¡Vaya que sí! ¡Son admirables para el caso!

—Bueno, pues hagamos un trato: por cada mes del año que cumplas bien con tus deberes, te cedo uno de los cajones para ir guardando tus tesoros. Las recompensas son siempre buenas: se comienza amando el bien por el bien mismo.

—¿No hay recompensas para usted, señora?...

—Vuestro buen comportamiento es mi mejor premio. Decídete a conquistar los cajones y obtendrás dos recompensas: una, la del cajón, y otra, la satisfacción del deber cumplido. ¿Me entiendes?...

—Sí, señora.

—Pues procura estudiar, conducirte bien y ser cariñoso con tus compañeros; y cuando consigas una buena nota o cuando yo sepa que te esfuerzas por conseguirla, te daré posesión de un cajón. Mira, algunos están divididos en cuatro compartimientos; haré que todos se arreglen en la misma forma; así, cada semana puedes ganarte una de las cuatro partes de cada gaveta; y cuando las tengas llenas de curiosidades preciosas, yo me sentiré tan orgullosa como tú, más aun... Porque en cada guijarro, en cada planta y en cada insecto, veré buenos propósitos cumplidos, promesas realizadas y defectos borrados. ¿Lo harás así, Dan?...

Emocionado, el muchacho contestó con expresiva mirada de afirmación, cariño e inmensa gratitud.

Mamá Bhaer sacó uno de los cajones del mueble, lo colocó sobre dos sillas, ante el sofá, y dijo alegremente:

—Empecemos por guardar las mariposas y escarabajitos que has traído; los colocaremos pinchados en alto, y así en el fondo hay sitio para las piedrecitas, conchas y objetos algo pesados. Te daré algodón, papel blanco y alfileres, y puedes ir arreglando el hueco correspondiente a una semana.

—Pero, no puedo moverme y no podré aumentar la colección.

—Los niños te traerán cuanto tú les pidas.

—No sabrán buscar; y, además, si no puedo ni estudiar ni trabajar, ¿cómo ganaré cajones?...

—Sin moverte puedes aprender y trabajar para mí.

—¿De veras?...

—Sí; puedes aprender a tener paciencia y buen humor, a pesar de sentirte dolorido y privado de jugar; puedes distraer a Teddy, ayudarme a devanar madejas, leerme mientras coso y hacer otras muchas cosas útiles y entretenidas.

Medio-Brooke entró presuroso, con una mariposa muy grande y muy linda, en una mano, y con un sapo muy chico y muy feo en la otra.

—Mira, Dan, los he encontrado y he venido corriendo a traértelos. ¿Verdad que son lindísimos?...

Dan se rio del sapo y dijo que no tenía dónde guardarlo, pero aceptó la mariposa y pidió a tía Jo un alfiler para clavarla.

—No me gusta ver sufrir a los animalitos; si hay que matar a la mariposa, mátala con una gota de alcohol alcanforado —exclamó mamá Bhaer, ofreciendo un frasquito.

—Sé cómo se hace; así las mataba el señor Hyde, pero como yo no tenía alcohol alcanforado... —observó Dan, dejando caer diestramente una gota del líquido en la cabeza de la libélula.

De repente oyeron a Teddy que decía:

—Las "canguegos" se han "espapado" y el "gande pomiendo" a los "chitititos".

Acudieron Medio-Brooke y la tía Jo, y vieron al muchachito encaramado en una silla contemplando a dos cangrejillos que se habían escapado por entre los alambres de la jaula y corrían desesperadamente; otro cangrejín, asustado, trepaba por la jaula; el terror de los animalitos se comprendía; el cangrejo mayor se había instalado junto al bebedero de la jaula y sujetando con un palpo a un cangrejillo, lo comía tranquilamente, habiendo ya devorado dos o tres patas. Los niños se rieron del espectáculo; mamá Bhaer llevó la jaula a Dan, para que viese al antropófago, y Medio-Brooke encerró a los fugitivos bajo una cacerola.

—Tendré que dejarlos ir, ya que no podemos guardarlos —murmuró tristemente Dan.

—Dime cómo hay que cuidarlos y los cuidaré, mientras te curas; dime si podrán vivir con mis galápagos—exclamó Medio-Brooke.

Dan dio amplias instrucciones sobre las costumbres cangrejiles, y Medio-Brooke se marchó a instalar a los huéspedes en su nueva casa.

—¡Qué bueno es este niño! —murmuró Dan. —Así debe ser, porque así se lo han enseñado.

—¡Dichoso él que ha tenido quien lo eduque y quien le enseñe a ser bueno! —suspiró Dan, recordando la orfandad en que se viera desde que tuvo uso de razón.

—Bueno, pues tú ya tienes quien te eduque y quien te enseñe, y ya verás cómo serás bueno. ¿Recuerdas que papá Bhaer, cuando estuviste aquí la otra vez, te habló de la necesidad de ser bueno y de pedir ayuda a Dios?...

—Sí, señora—contestó a media voz el niño.

—¿Procurarás hacerlo?...

—Sí, señora —afirmó Dan, bajando más la voz.

—Confío en ello y ya veré si cumples lo que prometes. Toma, lee esta historia de un niño que se lastimó un pie y supo sufrir con valentía el dolor.

Tía Jo entregó al muchacho el libro Los niños de Crafton, y lo dejó solo una hora, entrando y saliendo de vez en cuando, para que el paciente no se creyese abandonado. Aun cuando a Dan no le agradaba leer, le interesó tantísimo el libro, que el tiempo se le hizo muy breve. Al oscurecer regresó la tropa infantil. Daisy obsequió al herido con un ramo de flores silvestres; Nan se ofreció a servirle la cena; abrieron la puerta del comedor y Dan comió viendo comer a sus camaradas, que le hacían signos amistosos.

Mamá Bhaer lo acostó temprano; Teddy, descalzo y en camisa, entró a dar las buenas noches a su amigo predilecto.

—Mamá, ¿quieres que rece aquí para que vea mi "Danny" que "sabo" rezar?...

—Sí, hijo de mi alma.

El bebé se arrodilló junto a la cama de Dan, cruzó las regordetas manecitas, y balbuceó tiernamente:

—Jesusito de mi vida..., bendícenos a todos... y ayúdame a ser "beno" —luego, sonriendo, y dando cabezadas, se alejó en brazos de su madre.

Poco después cesó la charla de los muchachos, y todos entonaron la canción de la noche. El silencio fue reinando en la casa. Dan permaneció largo rato despierto pensando; dos ángeles buenos, el cariño y la gratitud, habían entrado en su corazón y comenzaban la obra que el tiempo y el esfuerzo habían de concluir. Muy deseoso de cumplir la primera promesa empeñada, Dan cruzó las manos en la oscuridad, y fervorosamente repitió la infantil y dulcísima plegaria de Teddy.

—¡Jesusito de mi vida, bendícenos a todos y ayúdame a ser bueno!

 

 

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