capítulo vi

 

—Señora, ¿puedo hablar con usted un momento, de algo muy importante? —preguntó Nat, asomando la cabeza a la puerta de la habitación de mamá Bhaer. La tía Jo levantó los ojos y contestó afablemente:

—¿Qué quieres, hijo mío?...

Nat entró, cerró la puerta y exclamó:

—Dan ha llegado.

—¿Quién es Dan?...

—Un niño a quien conocí siendo yo músico ambulante; él vendía periódicos y me trataba con afecto; lo encontré en la ciudad, le dije lo bien que aquí me hallaba, y se ha venido.

—Pronto ha deseado visitarte.

—No viene de visita; viene a vivir aquí, si usted quiere.

—No sé quién es, ni tengo antecedentes de él.

—Pensé que a usted le agradaba recoger a los niños pobres y tratarlos con el cariño con que me trata a mí —observó Nat, sorprendido y algo alarmado.

—Sí, pero antes necesito informarme y escoger, porque no dispongo, y lo siento, de casa para todos.

—No sabía nada de eso, y por eso lo invité; pero, si no hay habitación, tendrá que marcharse —murmuró Nat tristemente.

Conmovida y deseosa de no defraudar la idea que Nat se forjara sobre la hospitalidad en Plumfield, mamá Bhaer dijo:

—Dame informes sobre Dan.

—No puedo; sólo sé que no tiene familia, que es pobre, que me trató con afecto y que, de poder, le favorecería.

—Ya es algo lo que me cuentas, pero no sé dónde acomodarlo —advirtió mamá Bhaer, siempre propicia al bien.

—Podría acostarse en mi cama; yo me iría a dormir al pajar; ahora no hace frío y no me importa dormir sobre paja; peor lo he pasado en vida de mi padre.

Emocionada y acariciando al muchachito, habló la tía Jo:

—Trae a tu amigo, Nat, y ya procuraremos acomodarlo.

Nat salió sonriendo alegremente y volvió en seguida trayendo a un muchacho de aspecto poco simpático, huraño, de mirada medio atrevida, medio insolente. Tras rápida ojeada, mamá Bhaer pensó: "No me las prometo muy felices de mi nuevo huésped".

—Este es Dan —exclamó Nat.

—Nat me dice que te gustaría vivir con nosotros.

—Sí.

—¿No tienes familia ni amigos que te cuiden?...

—No tengo a nadie.

—¿Cuántos años has cumplido?

—Voy a cumplir catorce.

—Representas más. ¿Qué sabes hacer?...

—Casi todo.

—Si te quedas aquí, trabajarás, estudiarás y jugarás como los demás. ¿Te parece bien?

—No me importa probar.

—Bueno, pues te quedarás aquí algunos días y veremos cómo nos va a todos. Nat, llévate a tu amigo y entretenlo hasta que vuelva papá Bhaer; entonces resolveremos en definitiva —indicó la tía Jo, hallando algo embarazoso seguir la conversación con aquel chico que la miraba con sus negros y grandes ojos llenos de una expresión dura, recelosa, triste e impropia de la infancia.

—Vamos, Nat —exclamó el nuevo huésped, alejándose.

—Muchas gracias, señora —murmuró Nat abandonando el cuarto y comparando el recibimiento que le hicieran y el que se hacía a su amiguito. Luego, exclamó—: Los compañeros están en el granero, jugando al circo, ¿quieres venir?

—¿Son chicos mayores que yo?...

—No; los mayores están pescando.

—Pues vamos.

Nat lo llevó al granero y lo presentó a la tropa menuda, que estaba divirtiéndose en las trojes medio vacías. Sobre el piso habían trazado un ancho círculo; en el centro estaba Medio-Brooke empuñando un látigo; Tommy montado sobre el pacífico jumentillo, hacía cabriolas y brincaba imitando a un mono amaestrado.

—La entrada cuesta un alfiler —dijo Zampabollos, que se hallaba junto a la puerta, teniendo al lado la carretilla que servía de tribuna a la música, representada por Ned, que soplaba un peine cubierto con papel de seda, y por Rob, que golpeaba furiosamente un calderito.

—Este es un convidado y yo pago por él —dijo Nat, clavando generosa mente dos alfileres torcidos en la penca que hacía de caja de caudales.

Los nuevos espectadores saludaron con un gesto a la compañía y se sentaron sobre unas tablas. La función continuó. Cuando el mono amaestrado concluyó sus ejercicios, Ned desempeñó un número de saltos sobre una silla vieja y trepó ágilmente por varias escaleras. Medio-Brooke bailó gravemente. Nat fue designado para luchar con Zampabollos y con rapidez tumbó al corpulento niño. Después, Tommy avanzó con orgullo para dar el salto mortal, habilidad que adquiriera a fuerza de perseverancia y de sufrir caídas y golpes tremendos. Grandes aplausos celebraron la habilidad de Tommy, y cuando éste, rojo de orgullo y de la subida de la sangre a la cabeza, se disponía a sentarse, una voz gritó despreciativamente:

—¡Eso no vale nada!

—¡Vuelve a decir eso, si te atreves! —rugió Tommy.

—¿Quieres pelear? —exclamó Dan abandonando el asiento y enseñando los puños.

—No, no —contestó Tommy, asustado.

—Están prohibidas las peleas —vocearon a coro los demás.

—¡Qué suerte tienen! —murmuró Dan burlonamente.

—Oye, si no te conduces bien, no te quedarás con nosotros —insinuó Nat, ofendido por el insulto hecho a sus amigos.

—Me agradaría verlo dar el salto mortal mejor que yo lo he dado— Observó Tommy.

—Pues espérate y mira —habló Dan, y, sin más, dio tres saltos mortales seguidos, cayendo de pie.

—Salta mucho mejor que tú —dijo Nat a Tommy, muy satisfecho de la agilidad de su amigo.

En aquel momento Dan daba tres saltos mortales de espaldas, y paseaba sobre las manos con los pies en alto y la cabeza hacia abajo. Los espectadores aclamaron frenéticamente. Dan permanecía inmóvil mirando a todos con aire de tranquila superioridad.

—¿Crees que podría yo aprender todo lo que tú sabes, sin hacerme mucho daño? —preguntó Tommy.

—¿Qué me das, si te enseño?...

—Mi cortaplumas nuevo; tiene cinco cuchillas y sólo una está rota.

—Venga.

Tommy entregó la alhaja, mirándola con cierta pena. Dan se la metió en el bolsillo y volvió la espalda diciendo:

—Me la guardo hasta que tú aprendas.

Aulló Tommy iracundo; gruñeron todos indignados y Dan, viéndose en minoría, propuso jugarse el cortaplumas al pincha-navaja. Accedió el legítimo dueño, se formó corro y en todos los rostros se reflejó la ansiedad que se convirtió en satisfacción cuando Tommy ganó en el juego y sepultó el cortaplumas en las insondables profundidades de sus bolsillos.

—Acompáñame y te enseñaré lo que hay que ver en la casa —dijo Nat, comprendiendo que debía celebrar una conferencia seria y reservada con su amigo.

Lo que los chicos hablaron nadie lo supo; pero, cuando volvieron, Dan se mostró más respetuoso, aunque siguió siendo áspero en sus palabras y grosero en sus modales. Sin embargo, ¿podía esperarse algo mejor de una pobre criatura abandonada, sin afectos y sin educación?... Los muchachos convinieron en que el nuevo camarada no era simpático, y lo dejaron solo con Nat. Este, aun sintiendo la responsabilidad que había contraído, era demasiado bueno para abandonar a su antiguo amigo.

Tommy, a pesar del incidente del cortaplumas, acechaba la ocasión para volver a tratar de aprender los saltos mortales. La ocasión se presentó pronto, porque Dan, al verse admirado, se mostró más afectuoso y antes de acabar la semana había intimado con el aprendiz de acróbata.

Papá Bhaer, después de ver a Dan y de informarse de cómo entró en la casa, movió la cabeza y se limitó a decir:

—El ensayo puede salirnos caro; pero lo intentaremos.

Si Dan experimentaba reconocimiento hacia sus protectores, no lo exteriorizaba, limitándose a tomar lo que se lo ofrecía, sin dar las gracias. Era ignorante, pero tenía gran disposición para aprender cuando quería; mirada escudriñadora; lengua desvergonzada; rudos modales y carácter altanero a veces y a veces taciturno. Era muy diestro en toda clase de juegos. Con las personas mayores era silencioso y grosero, y sólo de vez en cuando aparecía sociable ante los muchachos. Estos no simpatizaban con él, pero le admiraban por valiente, por fuerte y por audaz; en cierta ocasión derribó fácilmente al grandullón Franz. Papá Bhaer observaba y estudiaba al "niño salvaje", y solía reflexionar: "Quiero esperar que el ensayo nos dará buen resultado, pero temo que nos cueste mucho". La tía Jo, domesticando a Dan, se desesperaba seis u ocho veces por día, procurando disimular su impaciencia y afirmando siempre que en el muchacho había algo bueno.

Era más cariñoso con los animales que con las personas; le gustaba vagar por el bosque, y, cosa extraña, manifestaba cariño apasionado por Teddy. ¿A qué obedecía esto?... Nadie lo pudo averiguar, pero lo cierto era que siempre estaba dispuesto a jugar con el "bebé", que lo entretenía a las mil maravillas y que el chiquitín se entusiasmaba y no quería estar más que con el salvajito, al cual llamaba "mi Danny". Teddy era la única persona a la cual demostraba afecto Dan, aun cuando sólo lo demostraba en los momentos en que se hallaban solos. Pero los ojos de una madre lo ven todo, y el corazón materno sabe adivinar quién ama a sus hijos. Tía Jo, cuando descubrió el flaco de Dan, se esforzó por agrandar la brecha, para conseguir la conquista.

Mas un acontecimiento inesperado y alarmante destruyó todos los planes y desterró de Plumfield al niño salvaje.

Tommy, Nat y Medio-Brooke comenzaron protegiendo a Dan, al verlo objeto del desprecio de los demás muchachos; pero muy pronto sintieron que existía cierta fascinación por el niño malo y le admiraron más y más, cada cual por diferente razón. Tommy lo admiraba por diestro y valeroso; Nat quería pagar su deuda de antiguo afecto, y Medio-Brooke lo consideraba como viviente libro de historia, pues el salvajito siempre estaba dispuesto a referir algunas de sus muchas e interesantes aventuras. A Dan le gustaba la predilección de los tres niños que le eran más simpáticos, y se esforzaba por hacerse agradable. Los señores Bhaer sorprendidos y ansiosos esperaban que el trato y la influencia de los tres niños beneficiarían a Dan, sin daño para nadie. Dan notaba que tenían poca confianza en él, y en vez de procurar inspirarla, se complacía en mostrarse peor de lo que era, en defraudar las esperanzas de sus protectores y en irritarlos.

Papá Bhaer no consentía la lucha, por no considerar como ejercicio varonil ni como prueba de valor el que dos chicos se zurrasen mutuamente para diversión de los demás. Toleraba toda clase de juegos y ejercicios arriesgados, pero se oponía a que, por pasatiempo, los muchachos se estropeasen los ojos o las narices a puñadas. Dan se reía de la prohibición, y se complacía en hablar de su valor y de las refriegas en que había intervenido, y tan entusiastas eran las descripciones, que los oyentes se sentían inflamados de ardores bélicos.

—Guárdenme el secreto y les enseñaré a luchar —dijo Dan.

Y reuniendo a media docena de condiscípulos tras el henil, les dio una lección de boxeo que dejó satisfechos a casi todos. Emil, sin embargo, no se resignaba a reconocer la superioridad de su camarada más joven—porque Emil había cumplido catorce años y era el gallito de la casa— y desafió a Dan. Este aceptó, y todos les rodearon interesados. Sin duda, "el pajarito verde" llevó al maestro el cuento de lo que estaba sucediendo, porque en lo más áspero de la refriega, cuando Dan y Emil peleaban como embravecidos cachorros alanos, y cuando los demás los excitaban fieramente, apareció papá Bhaer, que separó a los combatientes con mano vigorosa, y exclamó con acento solemne:

—¡No puedo consentir esto! ¡Deténganse inmediatamente y que jamás vuelva a repetirse este espectáculo! Yo tengo escuela para niños, no para bestias salvajes.

—Que me suelten y volveré a zurrarlo de firme —voceó Dan, pugnando por desasirse.

—¡Ven aquí! ¡Ven aquí! ¡Todavía no te he dado! —gritó Emil, que había caído cinco veces por tierra y no se daba cuenta de los golpes recibidos.

—Estaban haciendo de gladiadores... lo mismo que los romanos — observó Medio-Brooke, con los ojos desencajados por la excitación.

—Los romanos eran unos grandísimos brutos; creo que desde entonces hemos aprendido algo y no consiento que mi casa se convierta en Coliseo. ¿Quién propuso esto?

—Dan —dijeron varios niños.

—¿No sabías que estaba prohibido?...

—Sí.

—¿Por qué desobedeciste mis órdenes?...

—Si no aprenden a luchar van a ser unos flojos.

—Je ha parecido un flojo, Emil? —preguntó papá Bhaer, poniendo a los chicos frente a frente. Dan tenía un ojo acardenalado y la chaqueta hecha jirones; Emil tenía ensangrentado un labio, magullada la nariz y un chichón en la frente: sin embargo, miraba a su rival con ganas de renovar la pelea.

—Si aprendiera a luchar, sería un enemigo terrible ~contestó Dan, incapaz de regatear elogios al adversario que le había obligado a desplegar todos sus recursos.

—Aprenderá esgrima y boxeo cuando sea hora, y hasta entonces, podrá pasarlo muy bien sin recibir lecciones a moquete limpio. Lávense la cara; y tú, Dan, si vuelves a desobedecer mis órdenes, te marcharás de aquí. Esto es lo que se convino. Ya sabremos, si llega el caso, pasarnos sin ti.

Salieron los chicos, y, tras breve exhortación a los espectadores, marchó papá Bhaer a curar las heridas de los incipientes gladiadores. Emil se acostó sintiéndose enfermo, y Dan, durante una semana, tuvo el rostro desfigurado. Pero el rebelde muchacho no pensaba en obedecer, y pronto cometió una nueva fechoría. Un sábado por la tarde, mientras los otros chicos se fueron a jugar, propuso a Tommy:

—¿Quieres que vayamos al arroyo y cortemos un haz de cañas nuevas para pescar?...

—Bueno, y nos llevamos al borrico para que las traiga, y uno de nosotros puede montarse —indicó Zampabollos, enemigo de andar.

—Ya supongo que el que se montará serás tú, patas de lana; pero, en fin, vamos —exclamó Dan.

Salieron, cortaron las cañas y emprendieron el regreso. Entonces, desgraciadamente, viendo a Tommy cabalgar sobre el animalito, empuñando una larga caña, se le ocurrió decir a Medio-Brooke:

—Pareces picador de toros; no te hace falta más que el traje.

—Me gustaría encontrarme con un toro —murmuró Tommy, abrazando la garrocha.

—Cerca tenemos uno; en mitad del prado tienes a la vieja "Suiza", anda y acósala —insinuó Dan.

—De ningún modo —gritó Medio-Brooke, desconfiado.

—¿Por qué no, cobardote? —preguntó Dan.

—Porque no le agradará a papá Bhaer.

—¿Has oído que nos prohíba celebrar corridas de toros?...

—No.

—Pues entonces, cállate. Anda, Tommy, casualmente tengo un trapo rojo que me servirá de capote de lidia para hacer los quites —dijo Dan, saltando la cerca del prado. Todos le siguieron; Medio-Brooke se sentó para ver la corrida.

La "Suiza" andaba tristona porque le habían quitado su ternero, y odiaba a todo el género humano; cuando el peón de lidia se acercó a tirarle un capote, la vieja vaca se limitó a lanzar un estruendoso mugido; después, Tommy, cabalgando en el pollino, se aproximó para consumar la suerte de varas; el borriquito, reconociendo en la "Suiza" a una antigua amiga, avanzó satisfecho; mas cuando Tommy aguijoneó con la caña al astado animal, la vaca y el asno se miraron disgustados y sorprendidos; el asno rebuznó y retrocedió en son de protesta; la vaca bajó la testuz como disponiéndose a embestir.

—¡Anda con ella! ¡Vamos a ver ese picador! ¡Ponle otra vara! —exclamó Dan, preparándose también a picar sin cabalgadura; Jack y Ned, armados de cañas, los imitaron.

La "Suiza", al verse acosada, arrancó a correr a campo traviesa, perseguida y hostigada por los niños. Al fin el animalito se cansó y embistió contra el picador, derribando al jumento y al jinete; después saltó la cerca, y galopando tomó el camino hasta perderse de vista.

—i Detenedla! ¡Detenedla! —gritó Dan, corriendo tras la "Suiza", porque la vaca era el animal favorito de papá Bhaer, y si le ocurría algo, sobre él recaería la culpa.

¡Cuántos saltos, gritos y carreras hubo que dar hasta atrapar a la "Suiza"! Las cañas quedaron abandonadas; los chicos estaban aterrados y sofocadísimos. Al fin dieron con la vaca, que, harta de correr, se había refugiado en una huerta. Dan le echó una cuerda al cuello y la condujo a la casa, seguido por la torera cuadrilla, que caminaba afligida, porque la "Suiza" iba empapada en sudor y cojeando por haberse dislocado una pata al saltar la cerca.

—Esta vez te la has ganado, Dan —exclamó Tommy, que llevaba del ronzal al fatigado borrico.

—Sí, por ayudarte.

—Todos hemos tenido parte, menos Medio-Brooke —observó Jack.

—Pero Medio-Brooke nos sugirió la idea —insinuó Ned.

—Yo dije que no debían hacerlo —sollozó Medio-Brooke muy afligido por el daño que sufriera la "Suiza".

—Sospecho que el vejete me va a poner de patitas en la calle; pero no me importa —murmuró Dan, con tristeza.

—Le pediremos a papá Bhaer que te perdone —contestó Medio-Brooke.

Todos estuvieron conformes en solicitar el indulto de Dan, menos Zampabollos, que confiaba en que castigando a uno solo dejasen impunes a los demás.

—No se preocupen por mí —indicó Dan.

Cuando papá Bhaer vio llegar a la vaca y se enteró de lo ocurrido habló poco por temor de ser demasiado severo. La "Suiza" ingresó en el establo, y allí se le practicó la primera cura. Los niños fueron enviados a sus habitaciones hasta la hora de comer. Durante ese lapso meditaron acerca del castigo que les impondrían, y en especial a Dan. Este, aparentando despreocupación, silbaba alegremente; mas en su fuero interno sentía mayores deseos de continuar viviendo allí, deseos que aumentaban al recordar las comodidades y el afecto de que estaba rodeado, y en su miseria y abandono de antes. Comprendía perfectamente lo mucho que habían hecho por él y experimentaba gratitud, pero las asperezas de la vida le habían hecho duro, indolente, tozudo y suspicaz. Odiaba todas las restricciones y se rebelaba contra ellas, aun sabiendo que eran justas. Imaginativamente vagabundeó como en otro tiempo por la ciudad, y al pensar en lo que le aguardaba, frunció las cejas y miró su risueño cuartito con expresión de pesadumbre, capaz de conmover un corazón infinitamente más duro que el de papá Bhaer. Pero la expresión se borró al entrar el maestro y decirle muy serio:

—Estoy al corriente de lo sucedido y sé que de nuevo has desobedecido; por mamá Bhaer voy a concederte un plazo.

Dan se sonrojó ante aquella esperanza, pero se limitó a exclamar.

—Ignoraba que hubiese usted prohibido la celebración de corridas de toros.

Sin poder reprimir una sonrisa, al escuchar aquella excusa, dijo el maestro:

—No las prohibí expresamente porque no sospeché que aquí pudiesen celebrarse fiestas taurinas. Pero una de las primeras y principales leyes, de las contadísimas que tenemos establecidas, es la ley del cariño a todo ser que carece de la facultad de hablar. Deseo que personas y animales vivan a gusto en mi casa; que nos amen, nos sirvan y confíen en nosotros, y deseo que recíprocamente les amemos, sirvamos y confiemos en ellos. Muchas veces me han contado que tú te muestras más afectuoso con los animales que con las personas, y a mamá Bhaer le agradaba mucho este rasgo tuyo, por creerlo signo de buen corazón. Nos equivocamos y lo sentimos, porque aspirábamos a hacer de ti un hombrecito. ¿Podemos intentar de nuevo?...

Dan había estado con la cabeza baja, dando vueltas al silbato; al oír la cariñosa interrogación de papá Bhaer, levantó la vista, y contestó con acento respetuosísimo que hasta entonces nunca empleara:

—Sí, señor; si ustedes quieren.

—Bueno, pues, no hay más que hablar. Queda limitado tu castigo y el de tus compañeros a no salir de paseo hasta tanto la pobre "Suiza" se halle restablecida.

—Sí, señor.

—Ahora baja a comer y procura conducirte lo mejor posible, hijo mío, más por ti que por nosotros.

El señor Bhaer se alejó cambiando un apretón de manos con Dan, y éste bajó a sentarse a la mesa mucho más domesticado por el cariño que si le hubieran administrado los latigazos que la indignada Asia recomendó.

Durante un par de días Dan se moderó, pero falto de costumbre, se cansó pronto y volvió a sus antiguas mañas.

Papá Bhaer, por asuntos particulares, tuvo que pasar un día fuera de casa y, con tal motivo, los niños no dieron clases. Esto les agradó y jugaron de lo lindo hasta la hora de acostarse: casi todos se durmieron como lirones.

Cuando Dan se vio con Nat, sacó, de debajo de la cama, una botella, un cigarro y una baraja, y dijo:

—¡Mira! Voy a pasar un buen rato, como los que he pasado con mis amigos de la ciudad. Aquí tengo cerveza y un cigarro que me ha vendido al fiado el vejete de la estación; tú te encargarás de pagar por mí, y si no que pague Tommy, que tiene mucho dinero, porque yo no tengo un céntimo. Voy a invitar a los compañeros.

—No les gusta beber ni fumar.

—¡Qué saben ellos! Papá Bhaer está fuera de casa y mamá Jo no se separa de la cuna de Teddy, que padece anginas. No haciendo ruido, podemos velar sin que nadie se entere.

—Se enterará Asia, porque se da cuenta si la lámpara ha estado encendida mucho rato.

—No lo sabrá; para evitar eso me he traído una linterna sorda; no da mucha luz, pero en cambio podemos cerrarla instantáneamente si alguien viene.

—¿Quieres que llame a Medio-Brooke ?...

—No, el "diácono" se escandalizaría y nos echaría un sermón. Despierta a Tommy, sin armar ruido.

Nat obedeció y al cabo de un minuto volvió con Tommy a medio vestir y cayéndose de sueño, pero dispuesto a divertirse.

—Bueno, acallar; les enseñaré un juego muy bonito que se llama "póker"—exclamó Dan.

Los tres juerguistas se sentaron en torno de la mesa, sobre la cual colocaron la botella, el cigarro y los naipes.

—Bueno, lo primero es beber; en seguida daremos unas chupadas al cigarro, y después jugaremos. Así hacen los hombres y se divierten mucho.

La cerveza circuló en un cubilete; bebieron todos, aunque a Nat y a Tommy no les gustó el amargo brebaje; el cigarro les agradó menos, pero no se atrevieron a confesarlo; fumaron por turno riguroso hasta marearse los dos novatos. Dan, recordando los tiempos en que alternaba con gentuza, fumó, bebió, echó bravatas y hasta se permitió jurar en voz baja.

—Es cosa muy fea decir "¡Maldición!" —dijo Tommy.

—¡Rayos y truenos! No me prediques; proferir palabrotas forma parte de la diversión.

—Pues, si quieres jurar, di "¡revienta—tórtolas!"—murmuró Tommy, que había inventado esta exclamación y estaba orgulloso de ella.

—Y yo diré "¡demonio!"; suena muy bien —dijo Nat.

Dan se burló de la simpleza de sus compañeros y juró pomposamente, mientras les enseñaba el juego de naipes.

Pero Tommy se estaba durmiendo y a Nat le habían dado dolor de cabeza la cerveza y el tabaco, así que ninguno de ellos aprendía la lección de juego, y los naipes se les caían de las manos. La habitación se hallaba casi a oscuras, porque la linterna ardía muy mal; los juerguistas no podían reír ni hablar fuerte, ni moverse mucho, porque Silas dormía tabique por medio; la partida resultaba aburrida. En mitad de una jugada Dan se detuvo, cerró la linterna y preguntó con tono asombrado:

—No encuentro a Tommy —murmuró una voz temblorosa, al par que se oían pisadas menuditas en el pasillo.

—Es Medio-Brooke que habrá ido a buscarte. Corre, Tommy, métete en la cama y calla —ordenó Dan haciendo desaparecer toda señal de juerga y desnudándose rápidamente. Nat le imitó.

Tommy se largó a su cuarto en dos brincos, se zambulló en la cama y se echó a reír silenciosamente hasta que algo le quemó la mano; entonces vio que aún conservaba entre los dedos la punta del cigarro que fumaban cuando se interrumpió la fiesta. El cigarro estaba apagándose y el chico se disponía a aplastarlo cuando oyó la voz de Hummel; temiendo que la colilla lo delatase si la guardaba en el lecho, la arrojó debajo, después de oprimirla mucho para que dejase de arder. Hummel entró con Medio-Brooke, que se asombró viendo a Tommy reposando tranquilamente.

—Pues hace un momento no estaba aquí, porque yo me levanté y no pude encontrarle por ninguna parte —exclamó Medio-Brooke, pellizcando al fingido durmiente.

—¿Qué bromas son éstas? —preguntó Hummel, zarandeando cariñosamente a Tommy. Este abrió los ojos y murmuró muy tranquilo.

—Tuve que levantarme para hacer un encargo a Nat. ¿Quieres dejarme dormir en paz? ¡Tengo mucho sueño!

Hummel acostó y arrebujó a Medio-Brooke y dio una vuelta por los dormitorios sin observar novedad, por lo cual se retiró sin dar parte a mamá Bhaer, que estaba tan ocupada como afligida, velando a Teddy. Tommy, que efectivamente tenía mucho sueño, excuso el contestar las preguntas de Medio-Brooke y se durmió en seguida, sin sospechar lo que estaba ocurriendo bajo la cama. La punta del cigarro no se apagó al caer; la lumbre prendió la esterilla de junco, levantando una llamita que fue corriendo hasta alcanzar los flecos de la colcha, las sábanas y, en fin, el lecho y las cortinas. Tommy dormía profundamente a causa de la cerveza ingerida; el humo tenía semiasfixiado a Medio-Brooke. Por último, al sentir el contacto del fuego, se despertaron despavoridos. Franz, al ir a acostarse, después de estudiar largo rato, olió la chamusquina, corrió, sin llamar a nadie, al dormitorio, sacó a los chicos de los incendiados lechos y empezó a arrojar todo el agua que encontró a mano. Esto amortiguó algo las llamas, pero no logró extinguirlas. Todos se levantaron asustados y alborotando. Mamá Bhaer acudió en el acto; Silas, con voz descomunal, gritaba: "¡fuego!". Una legión de diablillos en paños menores llenó el salón, chillando y sembrando el pánico. Mamá Bhaer con gran serenidad, ordenó a Hummel que curase a los heridos, y a Franz y a Silas que llevaran cubos de agua para combatir el incendio. Los pequeños se hallaban amedrentados y aturdidos.

Sin embargo, Dan y Emil trabajaron denodadamente acarreando agua desde el cuarto de baño y arrojándola sobre esteras, camas y cortinas. Prontamente quedó conjurado el peligro, y la tropa menuda recibió orden de retirarse a descansar mientras Silas acababa de apagar las últimas chispas. Mamá Bhaer y Franz fueron a visitar a los heridos. Medio-Brooke, a más del susto, que fue enorme, sufría una quemadura sin importancia. Tommy se había chamuscado el cabello y tenía en un brazo una quemadura dolorosísima. Medio-Brooke se alivió al poco rato. Franz le cedió su cama, lo consoló y lo estuvo entreteniendo hasta que el chiquillo se durmió. Hummel pasó la noche velando a Tommy, y mamá Bhaer se multiplicó para curar las anginas de Teddy y aplicar algodones empapados en linimento a la quemadura de Tommy. Por cierto que la buena señora murmuraba de vez en cuando, con algo de satisfacción:

—Anuncié que Tommy pegaría fuego a la casa, y he acertado. ¡Lo dije, lo dije y lo dije!...

Cuando al día siguiente regresó el señor Bhaer encontró a Tommy con un brazo estropeado; a Teddy respirando con dificultad; a Medio- Brooke pálido y asustado; a tía Jo convertida en enfermera y a los chicos muy excitados. Todos lo rodearon y lo llevaron a ver los efectos del incendio.

Merced a las disposiciones de papá Bhaer, todo se ordenó: los niños ayudaron activamente, se suspendieron las clases de la mañana y, por la tarde, el dormitorio se hallaba como si nada hubiese ocurrido. Los heridos estaban mejor y entonces llegó el momento de oír y juzgar a los pequeños culpables. Nat y Tommy confesaron la parte del pecado que les correspondía, y se mostraron afligidos por el grave peligro en que, imprudentemente, habían puesto a la casa, y a cuanto en ella había. Dan se negó a declarar y no quiso reconocer el daño que había hecho. Papá Bhaer aborrecía sañudamente el juego, la bebida y la fea costumbre de jurar; nunca creyó que los muchachos se atreviesen a fumar, y lo enojó mucho ver que precisamente el niño con el cual se mostrara más condescendiente aprovechaba su ausencia para sembrar vicios entre sus compañeros. La amonestación, tan extensa como razonada, terminó con estas frases pronunciadas con firmeza y pesar:

—Tommy está suficientemente castigado con la cicatriz del brazo, que le servirá para recuerdo del suceso; Nat tiene bastante con el susto que ha llevado, y ya sé que deplora lo ocurrido y procurará obedecerme; pero tú, Dan, no mereces que de nuevo te perdone; no puedo consentir que me desobedezcas y que perjudiques a tus compañeros con malos ejemplos; despídete, pues, de todos y encarga a Hummel que disponga tu equipaje en mi maletita negra.

—Señor, ¿a dónde irá Dan? —exclamó afligido Nat.

—A un sitio muy agradable, al cual mando a los niños que no están bien aquí. El señor Page es persona cariñosa y Dan, si cumple como es debido, lo pasará perfectamente.

—¿No volverá a esta casa?...

—Espero que sí; pero depende de su conducta.

Se alejó papá Bhaer para escribir al señor Page; los muchachitos rodearon a Dan, mirándole como se mira al que va a emprender largo viaje por regiones desconocidas.

—Desearía saber si estarás bien en tu nueva casa —insinuó Jack.

—Si no estoy a gusto, me iré de ella —contestó tranquilamente Dan. —Si haces eso, ¿dónde vas a ir? —observó Nat.

—Me embarcaré o me marcharé a California —murmuró Dan, con indiferencia tan grande que pasmó a los niños.

—No, no. Quédate con el señor Page, cumple bien y vuelve con nosotros— balbuceó Nat apesadumbrado.

—Ni me importa saber dónde voy, ni el tiempo que he de estar; pero... ¡que me ahorquen si vuelvo por esta casa! —gruñó Dan rabiosamente, saliendo a disponer su equipaje, regalo de los señores Bhaer.

Este fue el único adiós que dio a los muchachos, porque todos se hallaban hablando del asunto en el granero, cuando Dan bajó y encargó a Nat que no avisara a nadie.

El ómnibus aguardaba en la puerta; Dan, entristecido y como angustiado, se acercó al señor Bhaer, y preguntó:

—¿Puedo despedirme de Teddy?...

—Sí; anda, ve y dale un beso; el pobrecito extrañará mucho a su Danny.

Nadie vio la mirada de Dan cuando se detuvo ante la cuna y se inclinó para acariciar al pequeñuelo. Mientras besaba a Teddy, oyó a mamá Bhaer decir:

—Fritz, ¿no podríamos conceder un plazo a este muchacho, para que se arrepienta y se enmiende?

—No, querida Jo; lo mejor es que vaya donde no pueda dar mal ejemplo, y se corrija con ejemplos buenos; dejémosle ir; te prometo que volverá.

—Es el único niño con quien hemos fracasado y por eso me aflijo más; siempre esperé que, a pesar de sus defectos, haríamos de él un hombre de provecho.

Dan, oyendo a mamá Bhaer, pensó pedir un plazo para demostrar su enmienda, mas el orgullo no se lo consintió. Irguiendo la cabeza y con altiva mirada, cambió apretones de manos sin pronunciar palabra, y se alejó en el coche con el señor Bhaer, mientras Nat y tía Jo, con los ojos llenos de lágrimas, los veían irse.

Transcurridos algunos días, todos se alegraron al saber, por carta del señor Page, que Dan se portaba admirablemente. Pero tres semanas después llegó otra carta diciendo que se había fugado y que se ignoraba su paradero.

Todos se entristecieron, y más que todos papá Bhaer, que murmuró:

—Debí concederle otro plazo para la enmienda. Tía Jo movió la cabeza y contestó discretamente:

—No te aflijas ni te preocupes por eso, Fritz; el niño volverá a esta casa; estoy segura de ello.

Pero fue pasando el tiempo y Dan no volvió.

 

 

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