capítulo vii

 

—Fritz, se me ha ocurrido una idea —exclamó cierto día mamá Bhaer, dirigiéndose a su marido, cuando éste salió de la escuela. —Bueno, querida mía; dime cuál es.

—Daisy tiene necesidad de una amiguita, y para los niños sería mejor que hubiese otra compañera para ellos; además, recordarás que siempre pensamos en educar hombrecitos y mujercitas juntos. Los muchachos están fastidiando constantemente a Daisy, y tal vez se corrijan y mejoren su educación teniendo niñas al lado.

—Como de costumbre, has pensado acertadamente. Pero, ¿dónde vamos a encontrar una niña?...

—Me he acordado de Annie Harding.

—¿Cómo? ¿Has pensado en la traviesa Nan?

—Sí, desde que murió su pobre madre está confiada a los criados, que, naturalmente, la educan muy mal; me da pena que así suceda, tratándose de una niña tan inteligente como Annie. El otro día vi a su padre en la ciudad, y le pregunté por qué no enviaba a la niña a un colegio; me contestó que la enviaría gustosísimo si lograse encontrar una escuela de niños. Me consta que le agradaría que nos encargásemos de la educación de Nan, y si esta tarde nos llegásemos a buscarla...

—¿Pero no tienes bastante trabajo, querida Jo, que quieres soportar un nuevo diablejo?...

—Ya sabes, querido Fritz, que me gustan las criaturas ariscas y que experimento gran simpatía por Annie, recordando que yo fui tan traviesa como ella ahora. Estoy segura de que esa pequeña tiene grandes disposiciones y de que únicamente necesita una dirección acertada para ser una mujercita tan buena como Daisy. O mucho me engaño o en esta casa haremos un angelito de ese diablejo revoltoso. Para lograr el milagro, bastará con imitar la conducta de mi madre.

—Y si consigues siquiera la mitad de lo que tu madre consiguió, milagro, y de los mayores, habrás hecho.

—Bueno; si te burlas de mí, te condenaré a tomar durante una semana café muy clarito—dijo mamá Bhaer.

—¿No se ha asustado Daisy, al pensar en las costumbres salvajes de Nan?—preguntó el maestro, besando a sus hijitos Teddy y Rob, que subían por sus rodillas.

—Puede que se asuste al principio, pero se tranquilizará en seguida; se entretiene mucho cuando Nan viene de visita y confío en que se han de llevar bien y se auxiliarán mutuamente. La mitad de la ciencia de enseñar consiste, a mi juicio, en saber lo que los niños pueden hacer los unos por los otros, y en saber cuándo es oportuno tenerlos juntos.

—Espero que no será otro elemento de discordia, ni otra tea incendiaria.

—¡Pobre Dan! ¡No me perdono el haberlo dejado irse!

Teddy, al oír pronunciar el nombre de su amigo ausente, se bajó de las rodillas de su padre, corrió hacia la puerta, miró un rato, y volvió suspirando y diciendo:

—Mi Danny no vene.

—Debimos haberlo tenido con nosotros aun cuando sólo fuera en consideración al gran cariño que demostraba por Teddy; acaso ese cariño y la presencia del chiquitín habrían logrado lo que nosotros no pudimos lograr.

—Muchas veces he pensado en eso mismo, querida Jo, pero no era posible, al menos por ahora, mantener entre los niños un elemento de discordia ni continuar expuestos a perecer entre los escombros de la casa incendiada.

—¡Ya está la comida! ¡Voy a tocar la campana! —gritó Rob, y acto seguido principió a repicar con tal energía que hizo imposible que la conversación continuase.

—¿Quedamos en que puedo traer a Annie?...

—Y a una docena de Annies si quieres.

Cuando aquella tarde regresó la tía Jo de su excursión en carruaje, antes de hacer bajar a los pequeñines que indefectiblemente la acompañaban, se vió salir brincando del ómnibus a una chica como de diez años, que entró gritando:

—¡Hola, Daisy! ¿Dónde estás?...

Daisy compareció satisfecha, pero se inquietó al oír decir a Nan:

—Vengo a quedarme a vivir contigo; papá lo ha dispuesto; mañana me mandarán el baúl, porque hoy no estaba lavada y arreglada toda mi ropa; tu tía ha ido a buscarme, ¿Verdad que nos divertiremos?

—Sí, sí. ¿Has traído la muñeca grande?—preguntó Daisy, recordando que la muñeca Blanca Matilde quedara estropeada por haberse obstinado Nan en lavarle la cara.

—Sí la traigo, pero anda mal de la cabeza. Oye: te traigo una sortija hecha con cerdas arrancadas de la cola de "Vencedor". ¿La quieres?... — exclamó, ofreciéndole el cerdoso anillo, en prenda de amistosa reconciliación, pues hay que consignar que la última vez que se vieran, se separaron dispuestas a no volverse a hablar en la vida.

Agradecida a obsequio tan espléndido, Daisy se mostró más afectuosa e invitó a Nan a visitar la cocinita. La recién llegada contestó:

—De ningún modo; ahora quiero ver a los niños —dijo y salió corriendo y haciendo molinetes con el sombrero, hasta que se rompió la cinta y entonces lo dejó tirado en el patio.

—¡Hola, Nan! —gritaron los muchachos. La chica se plantó en medio de todos y exclamó:

—Conste que me vengo a vivir aquí.

—¡Bravo! —exclamó Tommy.

—Ea, vamos a jugar a la pelota —propuso Nan.

—Ahora no jugamos a eso, y nuestro bando gana los partidos sin tu auxilio.

—Pues los desafío a todos a correr.

—Pero, ¿corre mucho? —preguntó Nan a Jack.

—Bastante, teniendo en cuenta que es una chiquilla.

—¿Corremos o no? —observó Nan.

—Hace muchísimo calor—advirtió Tommy.

—¿Qué le pasa a Zampabollos? —preguntó Nan.

—Se lastimó una mano, jugando a la pelota; ese nene se queja de todo —contestó Jack, con cierto desdén.

—Yo nunca me quejo de nada —afirmó con orgullo Nan.

—¡Bah! ¡Había que ver eso! —insinuó Zampabollos, algo picado—. Que no me dieran más trabajo que hacerte gritar antes de dos minutos.

—Vamos a verlo.

—Atrévete a tomar aquella mata de ortigas —exclamó Zampabollos, señalando una planta junto a la tapia.

Nan, instantáneamente, arrancó de raíz la espinosa mata y la blandió sin quejarse de las punzadas crueles que sufría.

—¡Bravo! ¡Bravo! —clamaron los muchachos.

—Como tienes las manos curtidas, maldito el mérito de lo que has hecho —dijo Zampabollos—. ¿A que no te atreves a darte un buen cabezazo contra el granero?

—¡No le hagas caso! —murmuró Nat.

Nan, sin oír la advertencia, arrancó a correr y embistió contra el muro dándose un topetazo que retumbó como disparo de cañón. Tan tremendo fue el golpe, que se tambaleó.

—Ya ven que duele pero no me quejo.

—Atrévete a dar otro cabezazo —gruñó Zampabollos.

Nan se preparó a repetir la embestida, pero Nat la contuvo; Tommy se arrojó sobre Zampabollos y dijo zamarreándolo:

—¡Cállate o te rompo la cabeza contra la tapia!

—Pues que no se la dé de bravucona.

—¡Es una cosa muy fea hacer daño a una niña pequeña! —murmuró, en son de censura, Medio-Brooke.

—Eso no es verdad; yo no soy una niña pequeña, soy mayor que tú y que Daisy —rectificó Nan con ingratitud.

—No te metas a predicador, Diácono; ya sabemos que regañas con tu hermana un día sí y el otro también —observó el Comodón.

—Pero nunca le hago daño, ¿verdad, Daisy? —preguntó Medio-Brooke encarándose con su hermana, que estaba curándole las manos a Nan.

—Tú eres el niño más bueno que hay en el mundo y... si algunas veces me haces daño, es sin querer.

—Bueno —ordenó imperativamente Emil—, a bordo de este barco no consiento riñas ni barbaridades.

—¿Cómo estás? —preguntó papá Bhaer a Nan, a la hora de cenar—.Dame la mano derecha y modérate un poco... Pero, ¿por qué me das la izquierda?

—Porque la otra me duele.

—A ver: ¿qué has hecho para que se te formen estas ampollas?... ¿Quién te ha causado tanto daño?...

Antes de que Nan pudiera excusarse, Daisy refirió todo lo ocurrido; Zampabollos, durante el relato, procuró taparse la cara con un tazón lleno de leche migada. Cuando Daisy terminó de hablar, papá Bhaer dijo a su esposa:

—Esto te corresponde a ti, así, pues, me abstengo de intervenir.

—Hijitos —preguntó tía Jo—. ¿Saben por qué ha venido Nan?

—Para mi castigo —murmuró Zampabollos.

—Para ayudarme a convertirlos en caballeritos bien educados, cosa, según se ha visto, que algunos necesitan bastante.

Zampabollos volvió a esconder la cara tras el tazón de leche, y sólo asomó cuando Medio-Brooke observó con tranquilidad:

—¿Cómo va a educarnos, siendo ella un marimacho?...

—Precisamente por eso; Nan necesita aprender y espero que le darán buenos ejemplos.

—¿También ella va a convertirse en un caballerito?—insinuó Rob. .

—Me figuro que le gustaría, ¿verdad, Nan? —exclamó Tommy.

—¡De ningún modo! ¡Aborrezco a los niños! —contestó fieramente Annie.

—Lamento que aborrezcas a mis niños, porque ellos pueden educarse y educarte. El cariño en las miradas, en las palabras y en las obras, es la mejor cortesía, y a ella se llega tratando a los demás como nosotros quisiéramos ser tratados.

Aun cuando mamá Bhaer se dirigía a Nan, los demás recogieron la indirecta, se codearon y comenzaron, inconscientemente, a pedirse las cosas diciendo "me haces el favor" y a recibirlas murmurando: "gracias", y a contestar siempre, con inusitado respeto: "sí, señora" y "no, señora". Nan calló, pero logró contenerse y no hacer cosquillas a Medio-Brooke, resistiendo la tentación en vista del aire digno del chico. Después, la traviesa muchachita pareció olvidar su aversión hacia los niños, porque se dedicó a jugar con ellos al escondite. Zampabollos, durante el juego, obsequió a Nan con varios dulces. La pequeña, suavizada por el obsequio, dijo, antes de acostarse:

—Cuando me traigan mi raqueta y mi volante, los dejaré a todos jugar con ellos. A la mañana siguiente, tan pronto se despertó, preguntó:

— ¿Han traído mi equipaje?...

Al enterarse de que el equipaje llegaría más tarde, torció el gesto y encolerizada dio una gran azotaina a la muñeca, con gran pena de Daisy. Mal o bien, estuvo distraída hasta las cinco; después desapareció, y, creyendo que se había ido con Tommy y con Medio-Brooke, nadie la echó de menos hasta la hora de comer.

—La vi salir de casa, corriendo —dijo Mary-Ann.

—¿Se habrá fugado de casa? —murmuró muy inquieta mamá Bhaer.

—Tal vez haya ido a la estación en busca de su equipaje —indicó Franz.

—¡Imposible! —observó tía Jo—, no conoce el camino, ni podría venir desde tan lejos cargada con una maleta.

—Voy a enterarme —dijo papá Bhaer, tomando su sombrero.

En aquel, momento, Jack, que se había asomado a la ventana, lanzó una exclamación de júbilo e hizo que todos, apresuradamente, salieran a la puerta de la casa.

Por el camino, a corta distancia, avanzaba Nan arrastrando una caja muy grande de cartón, envuelta en un saco de lienzo. Estaba sofocadísima, cubierta de polvo y al parecer muy fatigada, pero con la cabeza erguida; resoplando entró hasta la escalera, abandonó la carga con un suspiro de satisfacción, se sentó sobre el bulto, cruzó los brazos y dijo:

—No tuve paciencia para esperar y fui por el equipaje.

—¡Pero si no conocías el camino! —exclamó Tommy.

—Di con él; nunca me pierdo.

—Dista más de media legua, ¿cómo pudiste ir tan lejos?

—Sí que está lejitos, pero me senté a descansar.

—¿Pesaba mucho el bulto?...

—Por su tamaño no he podido cargármelo bien.

—Pero, ¿cómo te permitió sacarlo el jefe de la estación? —observó Tommy.

—No le dije nada; estaba en el despacho de billetes, me fui al muelle y tomé mi equipaje sin que nadie lo notara.

—Franz, ve inmediatamente a avisarle al señor Dodd, porque si no, el pobre viejo va a creer que lo han robado —observó Bhaer, riendo junto con los muchachos.

—Ya te dije que, si no lo traían, enviaríamos por tu equipaje. Debiste esperar para no verte en un compromiso grave. Prométeme no hacer locuras otra vez, o de lo contrario no dejaré que te separes de mí — exclamó tía Jo, limpiando el polvo de la encendida carita de Nan.

—Lo prometo; pero conste que papá me enseñó a no dejar para mañana lo que puede hacerse hoy.

—Has interpretado mal el consejo de tu padre —dijo el maestro, y añadió dirigiéndose a su esposa—: Lo mejor sería que coma ahora y luego le des una leccioncita en privado.

Los niños estaban distraidísimos y se entretuvieron durante la cena, oyendo el relato de las aventuras de Nan; porque un perrazo salió a ladrarle, un hombre se rio de ella, una mujer le dio nueces, y el sombrero se le cayó al arroyo, al detenerse a beber.

—Imagino —dijo papá Bhaer a su esposa, media hora después— que vas a estar bien ocupada con Nan y Tommy.

—Seguramente necesitaré algún tiempo para educar a la niña; pero tiene tan nobles sentimientos y es tan generosa que la quiero y la querría aun cuando fuese más traviesa de lo que es —contestó tía Jo, señalando a la chicuela que distribuía pródigamente a los muchachos casi todos los juguetes contenidos en la caja de cartón.

Estos arranques dadivosos hicieron de "Torbellino" (apodo aplicado a Nan) la favorita de todos. Daisy no volvió a estar aburrida, porque "Torbellino" constantemente inventaba juegos divertidísimos y rivalizaba en travesuras con Tommy, para entretenimiento de los demás. Durante una semana entera tuvo enterrada a la muñeca grande, y al desenterrarla la encontró estropeadísima. Daisy se afligió, pero Nan llevó la muñeca al pintor ocupado en los revoques de la casa, y éste la pintarrajeó de encarnado y le marcó unos ojos negros curvilíneos; "Torbellino" atavió a la muñeca con plumas y bayeta grana, la armó con un hacha de plomo de Ned, y así, la muñeca, convertida en "rey de los zulúes", la emprendió a hachazos con las demás muñecas y dejó rojas señales como muestra de sus instintos sanguinarios y de la poca fijeza de la pintura.

Otro día "Torbellino" dio sus zapatitos nuevos a un niño pobre, creyendo que la dejarían andar descalza, pero vio que la caridad y la comodidad no siempre son compatibles y se encontró con que le ordenaban que no dispusiese de sus vestidos sin previo permiso. Construyó un barquito con madera vieja y dos velas de lienzo empapadas en trementina, las encendió al anochecer y dejó el barco arroyo abajo. Enganchó al pavo real a una cesta y lo hizo trotar por el jardín. Cambió su collar de corales por cuatro gatitos a los cuales atormentaban unos chicos perversos, y cuidó a los animales, les dio sopitas, les puso crema en las heridas, y, cuando los mininos fallecieron, lloró amargamente; menos mal que se consoló pronto, con un magnífico galápago que le regaló Medio-Brooke. Consiguió que Silas le tatuase sobre el hombro un áncora igual a la que tenía grabada en la piel el propio jardinero, y trabajó inútilmente por que le tatuase las mejillas con dos estrellas azules. Montaba indistintamente en el manso caballo, en el paciente borrico o en un barrigudo cerdo. Cualquier cosa que ideasen los muchachos, por peligrosa que fuera, la ponía por obra "Torbellino", y, naturalmente, los chicos proclamaban a toda hora el heroísmo de Nan. Indicó papá Bhaer la conveniencia de observar quién era el mejor estudiante de la escuela; Nan, satisfecha, puso a contribución su viveza intelectual y su gran memoria para demostrar, como demostró, que las niñas pueden hacer tanto y tan bien como los niños aplicados, y aún más y mejor.

En la escuela no había premios, pero la calificación "Está bien" de papá Bhaer y la buena nota en el "libro de conciencia" de tía Jo, les enseñaban a cumplir fácilmente con el deber, seguros de que siempre serían recompensados.

Nan sintió pronto y benéficamente los saludables resultados del trasplante; la niña era como un jardín lleno de flores ocultas entre punzantes zarzales, y cuando manos cariñosas comenzaron a cultivarlo con dulzura, dejó brotar verdes tallos como promesa de hermosas florescencias que surgirían al calor del cariño y del cuidado inteligente.

 

 

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