capítulo xi

 

Durante una semana, Dan sólo pudo moverse del lecho para ir al sofá. Así pasaron ocho días, y, al cabo, oyó satisfecho al médico que decía en la mañana siguiente del sábado:

—Este pie se va curando con más rapidez de la que supuse; den ustedes al enfermo una muleta y permítanle que esta tarde ande un rato por la casa.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Nat, corriendo alborozado a transmitir la noticia a los compañeros.

Todos se alegraron, y, al terminar de comer, fueron a ver a Dan hacer pinitos por el salón antes de asomarse a la puerta de casa. El muchacho sentíase cada vez más animado y más agradecido por el afectuoso interés que le demostraban; los niños lo felicitaron cordialmente; las niñas se sentaron junto a él, y Teddy lo contemplaba con cariñosa protección. Tranquilamente se hallaban sentados todos a la puerta, cuando vieron un carruaje detenerse ante la cancela del jardín; luego vieron agitarse un sombrero, y, de repente, Rob, voceando: "¡El tío Teddy! ¡Aquí está el tío Teddy!'..." empezó a correr, tropezando y cayendo, con toda la velocidad que le permitían sus piernecitas. Los demás chicos, excepto Dan, brincaron presurosos tras de Rob, para ver quién era el primero que abría la portezuela, y en un momento el carruaje se halló rodeado por un verdadero enjambre de pequeñuelos saludando al tío Teddy y a su hijita.

—¡Deténgase el carro triunfal y dejen que Júpiter descienda! —exclamó el viajero, apeándose y corriendo a saludar a tía Jo, que sonreía y aplaudía alegremente.

—¿Cómo estás, Teddy?...

—Muy bien, ¿y tú, Jo?...

Cambiaron un apretón de manos, y el señor Laurie puso a Bess en manos de su tía; la chicuela la abrazó estrechamente, mientras el padre exclamaba:

—"Pelito de oro" estaba deseosa de verte y yo participaba de su deseo. Aquí venimos a jugar una hora con tus niños, y saber cómo siguen "Pulgarcito" y "La vieja que vivía en un zapato".

—¡Cuánto celebro la visita! ¡A jugar y que no haya disgustos! —exclamó la tía Jo.

La chiquillería había formado corro en torno de Bess, admirando los áureos cabellos, el delicado rostro y el lindo vestido de la "Princesita" – que así la llamaban—, sin atreverse a besarla, porque Su Alteza no lo permitía. La pequeña se sentó en medio del grupo infantil, y hasta se dignó conceder algunas caricias. Rob la miraba como a una muñeca fragilísima y la adoraba a respetuosa distancia, dándose por satisfecho por cualquier muestra de afecto de la Princesita. Esta quiso ver la cocina de Daisy, y allá fue, guiada por tía Jo, y seguida de nutrido y jubiloso cortejo. Otros se largaron hacia el parque zoológico y hacia los jardines, para ponerlo todo en orden, pues el señor Laurie acostumbraba a girar en visita de inspección general y se afligía si las cosas no marchaban bien.

Ante la puerta, sólo quedaron el visitante, Dan, Nat, y Medio-Brooke.

—¿Cómo va ese pie? —preguntó el señor Laurie a Dan.

—Mejor, señor.

—Pero te aburres en esta casa, ¿verdad?...

—¡Figúrese usted!... —contestó Dan, mirando ansiosamente el campo abierto.

—¿Le agradaría dar un paseo antes de que tus compañeros vuelvan? El carruaje es grande, cómodo y suave de movimientos; respirar aire libre te hará bien. Medio-Brooke, busca un almohadón y un abrigo, y lo llevaremos.

Los niños saltaron de gozo; Dan, muy complacido, preguntó, en inesperado arranque de respeto:

—¿Le parecerá bien a la señora Bhaer?...

—Sin duda; todo esto ya lo hemos convenido.

—Pero si no han hablado nada de este paseo, ¿cómo han llegado a ponerse de acuerdo? —insinuó Medio-Brooke.

—Nos entendemos sin hablarnos, gracias a un telégrafo perfeccionado que empleamos.

—Yo sé cómo: con los ojos. Usted levantó la cabeza e indicó el carruaje con la mirada, y mamá Bhaer sonrió e hizo un gesto afirmativo — murmuró Nat, que se encontraba muy a gusto junto al señor Laurie.

—Bueno, pues, vamos allá.

En un instante Dan se encontró instalado en el vehículo, con el pie sobre un almohadón colocado en el asiento delantero, y cubierto con un chal que cayó como de las nubes. Medio-Brooke se encaramó en el pescante, junto a Peter, el cochero de color; Nat se colocó cerca de Dan, en el mejor lugar, mientras que el tío Teddy se acomodaba enfrente, para cuidar el pie lastimado, según dijo, pero en realidad para estudiar la fisonomía de ambos niños, tan dichosos y tan poco parecidos; Dan era cuadrado, moreno y fuerte; Nat, delgado, rubio, delicado, de mirar dulce y cara despejada.

—Oye —exclamó tío Teddy—; casualmente traigo un libro que te agradará.

Y buscó bajo los almohadones hasta dar con él.

—¡Qué preciosidad! —observó Dan, maravillado. Y luego, al hojearlo y ver los grabados en colores reproduciendo mariposas, pájaros y otros animalitos, se entusiasmó tanto que se olvidó de dar las gracias por el obsequio. Al señor Laurie le bastó como recompensa ver el entusiasmo del chicuelo, que era incalculable cuando entre los grabados tropezaba con la imagen de algún bichito conocido.

Nat, inclinado sobre el hombro de su amigo, miraba curiosamente, y Medio-Brooke balanceando los pies dentro del coche, intervino en la conversación.

Cuando todos examinaban una lámina que reproducía escarabajos, tío Teddy sacó del bolsillo del chaleco un objeto pequeño y lo mostró, sobre la palma de la mano, diciendo:

—Mira un escarabajo que vivió hace miles de años.

Después, mientras los niños contemplaban el extraño insecto, les contó que procedía de una famosa tumba, donde había permanecido numerosos siglos entre las vendas de una momia. Al percibir el interés del auditorio se extendió a hablarles de Egipto; de las razas que en él vivían; de las espléndidas ruinas que perduraban y del Nilo.

—El tío Teddy cuenta historias tan bien como papá Bhaer —murmuró Medio-Brooke, con entusiasta aprobación.

—Gracias —contestó el señor Laurie, estimando el elogio, ya que los niños son buenos críticos. Luego, añadió—: Por aquí habrá alguna otra cosilla que traje para entretener a Dan —y mostró un arco y una flecha.

—¡Cuéntenos cosas de los indios! —suplicó Medio-Brooke.

—Dan sabe muchas cosas sobre ellos —observó Nat.

—Pues que nos cuente algo; de seguro sabe más que yo —indicó el tío Teddy.

—Lo que yo sé, me lo contó el señor Hyde, que ha vivido entre los indios, y hasta conoce su idioma —dijo Dan, halagado por la atención de todos.

—¿Para qué usan las flechas? —preguntó Medio-Brooke.

Los demás formularon preguntas análogas. Dan narró cuanto el señor Hyde le contara semanas antes, mientras navegaba por el río para hacer estudios zoológicos.

Tío Teddy escuchaba atento, interesándose más por el niño que por el relato de los indios. Mamá Bhaer le había informado sobre el muchacho, y el señor Laurie, arisco en la niñez y que había vagabundeado bastante, sentía afecto hacia aquel rebelde que se iba domesticando por obra del dolor y de la paciencia.

—Se me ocurre —exclamó el buen señor— que les convendría mucho tener un museo particular: un lugar donde puedan conservar ordenadamente todas las cosas que encuentren, fabriquen o posean por regalo o préstamo. Tía Jo no se queja, porque es muy buena; pero no le debe hacer gracia tener un jarrón lleno de escarabajos; murciélagos muertos clavados tras de las puertas, y la casa inundada de piedras. ¿Verdad, niños, que pocas señoras aguantarían semejante desorden?...

—Pero, ¿dónde vamos a guardar nuestras riquezas? —preguntó Medio-Brooke.

—En la cochera vieja.

—Está llena de goteras, de polvo y de telarañas, y no tiene ventanas para instalar colecciones —observó Nat.

—Tengan paciencia hasta que venga Gibbs y haga algunos arreglos, y después ya verán cómo les gusta. Lo enviaré el lunes para que revoque el local, y el sábado vendré y nos pondremos de acuerdo para empezar la formación de un museo chiquito, pero muy lindo. Todos traerán los objetos que posean y tendrán un sitio para instalarlos. Dan actuará de director, porque parece experto y así se entretendrá ahora que no puede correr ni brincar mucho.

—¡Admirable! —exclamó Nat, mientras el director electo sonreía sin hablar, estrechando el libro y mirando al señor Laurie como aun bienhechor de la humanidad.

—¿Damos otra vuelta señor? —preguntó Peter.

—No; no debemos abusar. Tengo que visitar los huertecitos, asomarme a la cochera y charlar un rato con tía Jo—contestó el buen señor, y, dejando a Dan descansando en el diván y hojeando el libro, salió a ver a los otros chicos que andaban buscándolo. Mientras las pequeñas cocinaban preparando una comidita, mamá Bhaer tomó asiento junto a Dan y escuchó el relato del paseo, hasta que volvieron los demás, polvorientos, sudorosos y muy excitados con la idea del museo, que se consideró unánimemente como la más perfecta e importante del mundo.

—Siempre experimenté la necesidad de fundar una institución, y voy a comenzar por ésta —murmuró el tío Teddy, ocupando un taburete a los pies de tía Jo.

—Yo ya he fundado una; ¿qué nombre le das? —preguntó la excelente señora señalando a los chicos que la rodeaban.

—El admirable jardín Bhaer, al cual pertenezco, para mi orgullo. ¿No sabes, Dan, que soy el mayor de los alumnos de esta escuela? —dijo Teddy cambiando de conversación, porque no quería que le dieran las gracias.

—¡Creí que era Franz! —contestó Dan, asombrado.

—Nada de eso; yo soy el primer niño que tía Jo tuvo a su cargo, y fui tan travieso que, a pesar de los años y de mis buenos propósitos, aún no he logrado corregirme.

—¡Qué viejecita debe ser mamá Bhaer! —murmuró inocentemente Nat.

—Empezó muy joven. A los quince años ya estaba educándome, y le di tantos disgustos que me asombra no verla completamente arrugada y encanecida.

—No exageres ni te difames—observó tía Jo, acariciándole como a un niño— Por ti, por tu auxilio y estímulo existe esta casa-escuela Plumfield, mi sueño dorado. Mis alumnos deben estarte agradecidos y denominar a la nueva institución "Museo Laurie", para honrar a su fundador. ¿Verdad, hijos míos?...

—¡Sí! ¡Sí! —vocearon jubilosamente los pequeñuelos.

Saludando en acción de gracias, el tío Teddy exclamó:

—Tengo más hambre que un oso. ¿Hay algo que devorar?

—Medio-Brooke, corre y pídele a Asia la cesta de las galletas, aun cuando está prohibido tomar nada entre comidas, hoy haremos una excepción —dijo tía Jo y, cuando llegó la cesta, repartió las galletas. Todos comieron.

De repente murmuró el señor Laurie:

—¡Dios me valga! ¡Me olvidé del encargo de la abuela!

Corrió al carruaje y volvió con un paquete que, al ser abierto, mostró una abundante colección de animales y objetos hechos con harina y azúcar, y dorados al horno.

—Hay uno para cada niño, y cada cual trae su indicación. La abuela y Hanna hicieron estas preciosidades. ¡Qué hubiera ocurrido si llego a olvidarme del encargo!

Se hizo la distribución de las pastas. Para Dan, un pez; para Nat, un violín; para Medio-Brooke, un libro; para Tom, un mono; para Daisy, una flor; para Nan, un barrilete; para Emil, una estrella; para Franz, un ómnibus; para Zampabollos, un cerdo muy gordo; y para los demás, pájaros, gatitos y conejos, de ojos negros y brillantes.

—Vaya, me marcho; ¿dónde anda "Pelito de oro"?... Mamá se impacientará si tardamos —dijo tío Teddy, una vez terminada la merienda.

Las niñas estaban en el jardín, y mientras Franz iba a buscarlas, el señor Laurie y tía Jo siguieron hablando.

—¿Qué tal marcha Torbellino? —preguntó el tío Teddy.

—Muy bien; se ha vuelto modosita y empieza a suavizarse.

—¿La hacen rabiar mucho los niños?...

—Sí; pero lo evito cuando puedo y obtengo buen resultado. Ya has visto lo bien que te ha saludado, y lo afectuosa que se muestra con Bess. El ejemplo de Daisy es muy beneficioso, y espero conseguir maravillas.

En ese momento apareció Nan, corriendo desaforada y guiando un tiro de cuatro niños. Daisy asomó detrás, empujando una carretilla dentro de la cual iba Bess. Desgreñados, polvorientos, gritando, chasqueando látigos llegaron los chicuelos como manada de potros salvajes.

—¿Estos son los niños modelos? ¿Estas son las maravillas de una escuela de educación moral y de buenos modales?... ¡Bravísimo! — exclamó el señor Laurie riéndose de las prematuras satisfacciones de tía Jo ante los progresos de Nan.

—Ríete; sin embargo, conseguiré mis propósitos; te repito lo que tú decías: "Aun cuando el experimento no ha sido satisfactorio, el hecho es y será cierto".

—Me temo que en vez de influir Daisy sobre Nan, sea ésta la que contagie con el mal ejemplo a aquélla. ¡Mira mi Princesita! Se ha olvidado de su dignidad y grita desaforadamente como todos. ¿Qué significa esto, señoritas? —exclamó el señor Laurie, tomando a su hija que chasqueaba un látigo sobre los cuatro muchachos que actuaban de indómitos caballos.

—Estamos en una carrera, y yo corro más —gritó Nan.

—Yo corro más, pero no me atrevo, temiendo derribar a Bess —observó Daisy.

—¡Arre...! —voceó la Princesita.

—¡Vámonos, hijita! Huyamos antes de que estos diablillos te echen a perder. Adiós, Jo. Cuando vuelva por aquí espero encontrar a los muchachos haciendo calceta.

—Bueno, bueno. No me desanimo, aunque algún experimento fracase. Cariñosos recuerdos a Amy y un abrazo a Meg —dijo mamá Bhaer, antes que partiera el carruaje. Desde lejos, el señor Laurie la vio consolando a Daisy que quería haberse paseado en la carretilla.

Durante toda la semana los niños estuvieron tan excitados como entretenidos con las obras de reparación, que avanzaban rápidamente. Gibbs, a pesar del acoso de preguntas, consejos y observaciones que sufrió, pudo terminar su tarea. En la noche del viernes, el local destinado a museo tenía revocado muro y techo, dispuestas las alacenas y encalado y pintado todo; una gran ventana, frontera a la puerta, dejaba entrar torrentes de luz y permitía ver el espectáculo que ofrecían el arroyo, los prados y las verdeantes colinas. Sobre la puerta principal, con grandes letras encarnadas, se leía:

MUSEO LAURIE.

La mañana del sábado se invirtió en estudiar el decorado. Cuando apareció el tío Teddy llevando un acuarium, del cual, según dijo, estaba cansada tía Amy, desbordó el entusiasmo.

La tarde se ocupó en hacer instalaciones; y cuando, por fin, terminaron las carreras, empujones y martillazos, las damas fueron invitadas a la inauguración del museo.

Realmente, el local era agradable, ventilado, limpio y alegre. Una enredadera asomaba sus campánulas azules por la abierta ventana; en el centro de la habitación lucía el acuario lleno de peces de colores, de helechos, musgos y culantrillos. Flanqueaban los muros, alacenas y anaqueles dispuestos a recibir los tesoros que los niños recogiesen. La cajonera grande de Dan ocupaba el hueco de la puerta principal, que se había clausurado, habilitándose otra pequeña para uso diario. Sobre una vitrina se destacaba un ídolo tan feo como interesante, regalo del señor Laurie. También regalo del mismo era el junco chino que se destacaba en la mesa central del museo. Hábilmente disecado, lucía el canario donado por la tía Jo. Las paredes estaban adornadísimas, con una camisa de culebra, un gran nido de avispas, una canoa de corteza de abedul, flores de algodón, musgos del Mediodía, y colecciones de huevos de pájaros. También figuraban: murciélagos muertos, una concha de tortuga y un huevo de avestruz que proporcionaba a Medio-Brooke la satisfacción de lucirse explicando a sus compañeros las raras costumbres de las aves gigantes. Las piedras abundaban tanto, que sólo se colocaron en los estantes las más notables.

Todos sentían vivo deseo de hacer algún donativo. Silas entregó un gato montés relleno de estopa, que cazó en sus mocedades. Verdad es que el animalito estaba tan apolillado, que la estopa se le salía por los agujeros de la piel; pero, colocado en alto, sobre un travesaño, dejando ver los dientes y el brillo de los ojos de cristal, resultaba tan efectivo que asustó a Teddy, al entrar para ofrecer al museo una nueva joya: un capullo de gusano de seda.

—Pues, señores, esto es una preciosidad. No sospechaba yo que tuviéramos tantas cosas bonitas y curiosas. Propongo formar un fondo, cobrando entrada a los visitantes —exclamó Jack.

—Este museo debe ser público y si se toma como negocio borraré el nombre escrito sobre la puerta de entrada —observó tío Teddy.

Jack bajó la cabeza avergonzado.

—¡Silencio! Que está hablando el señor Laurie —dijo papá Bhaer.

—De ningún modo; estoy avergonzado; léeles tú algo; tú tienes costumbre de ello —contestó tío Teddy, escabulléndose.

Mamá Bhaer lo detuvo, y riendo al ver la cantidad de manos sucias que se agitaban y palmoteaban, murmuró:

—No estaría de más leer algo referente a la utilidad del jabón para la limpieza de las manos. Pero tú, Teddy Laurie, como fundador de este museo, estás obligado a dirigirnos la palabra. Puedes contar con que te aplaudiremos.

Viendo que no había escapatoria, el señor Laurie habló así, con su jovialidad acostumbrada:

—Este museo debe ser motivo de recreo y fuente de enseñanza. No basta con que coleccionen. Es necesario que conozcan lo que coleccionan y que puedan explicarlo cuando alguien les pregunte. Yo sabía algo de esto; poca cosa, ¿verdad, Jo?...; pero ya se me ha olvidado. Pero tienen a Dan que conoce muchísimo sobre historia, costumbres y curiosidades de pájaros y de insectos. El será el director-conservador del museo. Una vez por semana deben venir a leer un trabajo escrito o estudiado por ustedes acerca de algún animal, vegetal o mineral. Esto será provechoso para todos. ¿Verdad, maestro Bhaer?...

—Indudablemente. Desde ahora ofrezco mi ayuda incondicional; lo malo es que hacen falta libros y tenemos pocos. Nos convendría una biblioteca especial.

—¿Qué libro es ese, Dan? —preguntó el señor Laurie, señalando un volumen abierto sobre la mesa.

—El que usted ha traído. Habla de todo lo que deseo saber acerca de los insectos. Ahora mismo he aprendido cómo se han de clavar las mariposas; conviene tenerlas en cajas cerradas, para que se conserven mejor—contestó el muchacho, alargando el volumen.

—Dame —exclamó tío Teddy, y escribió, con lápiz, en el libro, el nombre de Dan. Luego, depositando el volumen en un estante donde sólo había un pajarito disecado, sin cola, añadió—: Este es el comienzo de la biblioteca del museo. La iré aumentando. Medio-Brooke la cuidará y la tendrá en orden, será nuestro bibliotecario. Jo, ¿dónde estarán los libros que leíamos sobre "Arquitectura de los insectos", de batallas de hormigas, de reinas, avispas y de otros bichos curiosos?...

—Deben estar en la bohardilla. Los buscaré y estudiaremos en ellos — respondió mamá Bhaer.

—¿Será difícil escribir sobre estas cosas?... —preguntó Nat, que aborrecía el trabajo de composición.

—Acaso sea al principio; pero después les agradará.

Se acordó que fuesen los miércoles los días destinados a las disertaciones, y hubo quien anunció que preferiría hablar a leer. Papá Bhaer prometió un álbum, para conservar los trabajos escritos, y aseguró que asistiría puntualmente. Salieron los chicos a lavarse las manos, y el profesor se volvió para tranquilizar a Rob, que había oído decir a Tommy que el agua está llena de bichitos invisibles.

—Me agrada muchísimo tu plan; pero te aconsejo que no gastes demasiado, querido Teddy —dijo tía Jo al señor Laurie al quedar solos—. Sabes que estos niños, al salir de aquí, tendrán que ganarse la vida y no es conveniente acostumbrarlos a comodidades excesivas.

—Lo haré, pero déjame que me divierta. Cuando me abruman los negocios, nada me distrae tanto como jugar un rato con los chicos. Dan me agrada mucho; es poco expresivo, pero inteligentísimo, y cuando se vaya moderando, será un discípulo que te dará fama.

—Me alegra oírte. Gracias mil por tu generosidad, y en especial por este museo, que entretendrá mucho a ese niño, especialmente ahora que anda con dificultad. Con tu ayuda domesticaré a ese salvajito y lograré que nos tome cariño. ¿Qué te inspiró la idea de fundar el museo?...

—La experiencia, querida Jo, sé lo que sufre un niño sin madre, y nunca olvidaré lo que hicieron por mí.

 

 

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