XV

Después de la reciente transfiguración, asaltóme un pensamiento tenaz que no me daba punto de reposo y me argüía de esta manera: «Si pasas en tan lamentable estado cuando te hallas cerca de tu amada, ¿por qué procuras verla? Si ella te preguntara algo, ¿qué le contestarías, suponiendo que para contestarle tuvieses libres tus facultades?» Pero un humilde pensamiento respondía así: «Si no me cohibieran mis facultades y tuviese desenvoltura para contestar, diríale que, en cuanto me pongo a considerar su admirable belleza, me acomete un deseo tan poderoso de verla, que destruye y aniquila cuanto en mi memoria se le pudiera oponer. Así es que los padecimientos pasados no son obstáculo para que procuré verla.» Y movido por estos efectos decidí escribir unas palabras en que, al mismo tiempo que me excusara de semejante reprensión, hablase también de lo que me ocurre acerca de ella. Compuse, pues, el soneto que empieza: “Cuanto vive en mi mente halla la muerte.”

Cuanto vive en mi mente halla la muerte si me aproximo a vos, amada mía,

y Amor me dice en vuestra cercanía:

“Huya quien por morir se desconcierte.”

El corazón exangüe y casi inerte,

en el color del rostro da su guía.

Y las piedras, mirando mi agonía,

“¡Que muera al punto!”, claman con voz fuerte.

20

¡Cómo peca quien viéndome en tal guisa mi alma desconsolada no conforta

mostrando que el penar mío le apena!

Y es que neutralizáis con vuestra risa mi mirada, en sus pésames absorta,

y que, anhelando muerte, se envenena.

Este soneto se divide en dos partes. En la primera expreso la causa en virtud de la cual me abstengo de acercarme a mi amada; en la segunda refiero lo que me ocurre por acercarme a ella. Esta segunda parte comienza en «y Amor me dice». Y esta misma segunda parte se divide en otras cinco, según diversas materias. En la primera expreso lo que Amor, aconsejado por la razón, me dice cuando estoy cerca de ella; en la segunda manifiesto el estado del corazón por el aspecto de mi rostro; en la tercera indico cómo pierdo toda tranquilidad; en la cuarta afirmo que peca quien no se apiada de mí, cosa que, en cierto modo, me consolaría, y en la última explico por qué debiera compadecérseme, que es por la expresión lastimera de mis ojos, expresión lastimera desvirtuada, ya que no se manifiesta a otros, por las mofas de ella, que mueve a imitación a quienes tal vez verían mi lamentable estado. La segunda parte comienza en «El corazón»; la tercera, en «Y las piedras»; la cuarta, en:

«¡Cómo peca!», y la quinta, en «Y es que neutralizáis».

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