XXII

No muchos días después, por voluntad del Señor de los Cielos (que ni a sí mismo se privó de la muerte), abandonó esta vida, seguramente para ir a la eterna gloria, el que fue padre de la maravillosa y nobilísima Beatriz.

Y como semejante partida causa dolor en quienes, habiendo sido amigos de quien se va, se queda; como no hay amistad más íntima que la de un buen padre con un buen hijo y la de un buen hijo con un buen padre; como mi amada era extremadamente buena y su padre según general y justificadamente se cree extremadamente bueno, es natural que mi amada sintiese un amarguísimo dolor. Y como, según costumbre de la antes referida ciudad, las mujeres reúnense con las mujeres y los hombres con los hombres en ocasión de estos tristes acaecimientos, fueron muchas las mujeres que se congregaron donde Beatriz lastimeramente lloraba. Aconteció, pues, que encontré a varias mujeres que allí tornaban y les oí repetir palabras quejumbrosas de mi amada, entre ellas las siguientes: «Llora de tal suerte como para que muera de compasión quien la vea llorar.» Alejáronse después aquellas mujeres, y quedéme tan triste, que de vez en vez bañaba mis mejillas alguna lá

grima, que yo disimulaba llevándome con frecuencia las manos a los ojos. Al punto hubiérame ocultado, de no hallarme por donde pasaban 30

la mayor parte de las mujeres que de ella separábanse. Así es que permaneciendo en el mismo sitio, oí a otras mujeres, que pasaron junto a mí y que iban diciendo: «¿Cuál de nosotras podrá tener alegría habiendo oído quejarse tan dolorosamente a esta mujer?» Luego pasaron otras que decían por mí: «Ese hombre llora igual que si la hubiera visto como la hemos visto nosotras.» Y otras, después, dijeron también por mí:

«Se ha alterado tanto, que no parece el mismo.» Y al paso de otras mujeres oía yo palabras de este estilo referentes a ella y a mí.

Luego, meditando, decidí escribir unos versos, muy justificados, en los que resumiría cuanto de aquellas mujeres había oído. Y como gustosamente las hubiera interrogado, de no haber tenido reproches, escribí, cual si las hubiera interrogado y me hubieran respondido. Así es que compuse dos sonetos. En el primero, pregunto según sentía deseos de preguntar, y en el segundo expongo la respuesta utilizando lo que oí, como si me lo hubieran dicho contestando. El primero empieza:

«Vosotras que traéis lacio semblante», y el segundo: «¿Eres tú quien loaba su hermosura?»

Vosotras que traéis lacio semblante, bajos los ojos y el dolor marcado,

¿de dó venís con rostro tan ajado

que compasión inspirará al instante?

¿Tal vez tuvisteis a mi Amor delante con el rostro por llantos anegado?

Damas: decidme ya lo sospechado

viendo vuestro dramático talante.

Y si venís de sitio tan piadoso,

tomaos junto a mi breve reposo

para comunicarme lo que sea.

Veo que vuestros ojos tienen llanto

y en vosotras observo tal quebranto

que por ende mi ser se tambalea.

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Este soneto se divide en dos partes. En la primera, tras la invocación, pregunto a dichas mujeres si vienen de junto a ella, anticipándoles que lo creo así al ver que vuelven ennoblecidas; en la segunda ruégoles que me hablen de ella. La segunda parte empieza en «Y si venís».

He aquí el otro soneto tal como anteriormente se ha referido:

¿Eres tú quien loaba su hermosura

hablando con nosotras muy frecuente?

Nos lo pareces por tu voz doliente,

aunque se haya mudado tu apostura.

Mas ¿por qué en el llorar tu alma se apura hasta dar compasión a extraña gente?

¿La viste tú llorando, y en tu mente patética membranza se figura?

Deja, pues, que llorando caminemos

sin que livianamente nos calmemos,

ya que su llanto nuestro oído hería.

Tanto a la compasión mueve su cara,

que quien con atención la contemplara llorando ante tu dama moriría.

Este soneto consta de cuatro partes, que corresponden a los cuatro modos de hablar entre sí que tuvieron las mujeres por quienes contesto.

Pero como arriba están harto claras, no me entretengo en referir el contenido de cada parte, sino que me limito a separarlas. La segunda empieza en «Mas ¿por qué en el llorar»; la tercera, en «Deja, pues», y la cuarta, en «Tanto a la compasión».

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