XXIII

Pocos días después sucedió que en determinada parte de mi cuerpo me sobrevino una dolorosa afección, en virtud de la cual estuve sufriendo y penando nueve días de una manera muy amarga, lo cual me causó tanta debilidad, que hube de estar como los que no pueden mo32

verse. Al noveno día, sintiendo unos dolores casi intolerables, me puse de pronto a pensar en mi amada, y, luego de haber pensado cierto tiempo en ella, volví mis pensamientos hacia mi debilitada vida, y viendo cuán breve sería su duración, aun estando sano el cuerpo, comencé a llorar internamente por tanta desgracia. Con fuertes suspiros decía para mí: «Alguna vez tendrá que morirse la gentilísima Beatriz.»

Entonces me ganó tal desfallecimiento, que cerré los ojos y comencé a delirar como persona fuera de sí. Y al principio de los desvaríos de mi fantasía se me aparecieron rostros de mujeres con las cabelleras sueltas, que decían: «Morirás, morirás.» Tras aquellas mujeres se me aparecieron unos rostros estrambóticos y horripilantes que decían:

«Ya estás muerto.» Y como mi fantasía diera en divagar así, llegué a ignorar dónde me hallaba, y, además, parecíame ver por las calles a mujeres de sueltos cabellos que lloraban con tremenda tristeza; parecíame que el sol se oscurecía hasta el punto de que las estrellas se mostraban de un color tal como sí llorasen; y parecíame que los pájaros caían del aire muertos, así como que se producían muy grandes terremotos. Maravillado, al mismo tiempo que espantado, con tal fantasía, imaginé que un amigo venía a decirme: «¿Acaso no sabes que tu amada ha abandonado ya este mundo?» A la sazón, comencé a llorar muy lastimeramente, no sólo con la imaginación sino con los ojos, bañados en verdaderas lágrimas. Figurándome que miraba hacia el cielo, creía ver muchedumbre de ángeles que volvían a él llevando delante una blanquísima nubecilla. Y parecióme que aquellos ángeles cantaban a gloria y que entre las palabras del cántico figuraban las de Hosanna in excelsis! Nada más oía. Y entonces me figuré que el corazón, donde tanto amor se albergaba, decíame: «Cierto es que ha muerto nuestra amada», con lo cual echaba yo a andar para ver el cuerpo donde había residido aquella nobilísima y, bienaventurada alma. Tan poderosa fue la errada fantasía, que me enseñó a mi amada muerta; diríase que unas mujeres le cubrían la cabeza con blanco velo, y su cara ofrecía un talante de humildad tal como si dijera: «Estoy viendo el principio de toda paz.» Con esto, sentíme tan anonadado que llamaba a la Muerte, diciendo: «¡Ven a mí, dulcísima Muerte! No me seas cruel, pues debes 33

ser noble, a juzgar por donde has estado. ¡Ven a mí, que tanto te deseo!

¿No ves que ya tengo tu mismo color?»

Y cuando vi realizadas ya las dolorosas ceremonias que con los cuerpos de los difuntos es costumbre hacer, parecióme que volvía a mi estancia y que desde allí miraba al cielo. Y tan exaltada estaba mi imaginación, que, llorando, dije con voz verdadera: «¡Oh alma hermosísima! ¡Feliz quien te contempla!» Y cuando, con dolorosos extremos de llanto, pronunciaba estas palabras y llamaba a la Muerte para que se llegara hasta mí, una mujer joven y bella que se encontraba junto a mi lecho, creyendo que mi llanto y palabras obedecían sólo a los dolores de mi enfermedad, comenzó también a llorar con gran espanto, por donde otras mujeres que en la estancia se hallaban se percataron, por el llanto de ella, de que yo lloraba. Entonces la separaron de mí (me unían a ella lazos de muy próxima consanguineidad) y se me acercaron para despertarme, creyendo que soñaba. «No duermas más decíanme. No desconsueles.» Estas palabras atajaron mi gran desvarío, cuando quería decir: «¡Oh Beatriz, bendita seas!» Ya había dicho: «¡Oh Beatriz!»

cuando, reaccionando, abrí los ojos y vi que todo era un engaño. Y

aunque había pronunciado dicho nombre, estaba mi voz tan entrecortada por los sollozos, que aquellas mujeres no pudieron entenderme, a lo que creí. Grave vergüenza sentía yo; mas, por una advertencia de Amor, volvíme hacia ellas. Y al verme comenzaron a decir por mí:

«Semeja un muerto», y a musitar: «Procuremos reanimarlo.» Me dirigieron, pues, muchas palabras de consuelo, y me preguntaron por qué había tenido miedo. Yo, una vez estuve algo repuesto y me hube dado cuenta del falaz desvarío, respondíles: «Voy a explicaros lo que me ha pasado.» Y desde el principio al fin les conté lo que había visto, si bien callando el nombre de mi amada.

Después, sanado ya de la dolencia, decidí escribir unos versos en que narrase lo acontecido, por parecerme cosa agradable de oír. Y

compuse esta canción, que empieza: «Una joven señora compasiva», ordenada según declara la división infrascrita: Una joven señora compasiva

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de humanas gentilezas adornada,

oyó cómo llamaba yo a la Muerte.

Y al percibir mi vista en pena viva, así como al oír mi voz dañada

se puso, temerosa, a llorar fuerte.

Otras damas, a quienes llanto advierte, repararon en mí, desconsolado,

y, habiéndome apartado,

solícitas corrieron a mi vera,

diciendo: “¡No soñéis de esa manera!”

y “¿Qué le habrá turbado de tal suerte?”

Y de la pesadilla fui librado

diciendo al mismo tiempo el nombre amado.

Era mi débil voz tan lastimosa,

entrecortada por angustia y llanto,

que el nombre sólo oí de mi adorada.

Con la vista confusa y vergonzosa,

reminiscencia del pasado espanto,

me hizo lanzar Amor una mirada.

Se encontraba mi faz tan demacrada,

que exclamaba con fúnebre recelo:

“Hay que darle consuelo.”

Tras consultarse con la voz doliente, decía un son frecuente:

“¿Qué cosa ves que tanto te anonada?”

Y dije, al amainarse mis suspiros:

“¡Oh, damas! Lo que fue voy a deciros.”

Mientras pensaba yo en mi frágil vida, viendo que su durar es un instante,

Amor lloraba dentro de mi pecho.

Y se me puso el alma dolorida

para decir en tono suspirante:

“La muerte de mi amada será un hecho.”

Entonces me ganó tan gran despecho,

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quedaran, y andariegos

se fueron mis sentidos por el mundo.

Mas yo, meditabundo,

aunque con el espíritu desecho,

vi que a mí unas mujeres se acercaban y que con saña “¡Morirás!” clamaban.

Después vi cosas nunca imaginadas

al discurrir febril mi fantasía,

pues me encontraba en fantasmal paraje donde corrían hembras desgreñadas

con lloro y clamoreo que esparcía

tristeza corrosiva como ultraje.

Luego, con otro cuadro me distraje

viendo apagarse el sol, naciendo estrellas llorar el sol con ellas,

cesar todos los pájaros su vuelo.

estremecerse el suelo

y presentarse un hombre sin coraje

diciéndome: “¿No sabes, dolorido,

que tu dama sin par ha fallecido?”

Mi vista lacrimosa levantaba

y como lluvia de maná, veía

que tornaban los ángeles al Cielo.

Nubecilla gentil, rula indicaba,

y “Hosanna!” proclamaban a porfía.

Admitirlo podéis cual lo revelo.

Entonces dijo Amor: “Nada te celo.

Ven nuestra dama a ver, que muerta yace Mi delirar falace

llevóme al sitio donde unas mujeres, en fúnebres deberes,

a mi amada cubrían con un velo.

Y en aspecto la vi tan humildoso

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que decir parecía: “En paz reposo.”

Por suerte me abatió melancolía

al contemplar tanta dulzura en ella.

“¡Oh Muerte! dije. En ti presiento bienes y bellezas que antaño no advertía.

Pues moraste en el cuerpo de mi bella, no es justo que por ti tenga desdenes.

Dirigiréme a ti, si tú no vienes.

Hermana en palidez, mísera dama,

¡mi corazón te llama!”

Luego partíme, terminado el duelo,

y solo con mi anhelo

dije alzando mi vista a los edenes:

“¡Quien te vea, alma hermosa, qué contento!”

Y me llamasteis en aquel momento.

Esta canción consta de dos partes. En la primera, hablando con persona no concreta, explico que ciertas personas me sustrajeron de un vano delirio y que prometí contárselo; en la segunda cuento lo que les dije. La segunda parte empieza en «Mientras pensaba.» La primera parte se divide en dos . En la primera refiero lo que una mujer y varias mujeres dijeron e hicieron cuando me vieron delirar, antes que volviese a mis cabales sentidos. En la segunda repito lo que aquellas mujeres dijéronme cuando cesé en el desvarío. Esta parte empieza en «Era mi débil voz». Luego, al decir «Mientras pensaba», refiero cómo les conté mi fantasía. Y hago de ello dos partes. En la primera refiero ordenadamente dicha fantasía; en la segunda, diciendo en qué momento me llamaron, les doy las gracias tácitamente. Esta parte empieza en «Y me llamasteis».

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