XXXIII

Una vez compuesto el soneto, considerando quién era aquel a quien pensaba entregarlo para que pasase por suyo, parecióme la merced pobre y mísera, tratándose de persona tan allegada a la gloriosa Beatriz. Por ende, antes de entregarle el susodicho soneto, compuse dos estrofas de una canción, la primera verdaderamente para él y la segunda para mí, si bien quien no las examine sutilmente las juzgará referentes a una misma persona; mas quien las examine sutilmente verá que hablan personas distintas, por cuanto una no la llama señora suya a Beatriz, y la otra, sí, como paladinamente aparece. Tanto esta canción como el soneto susomentado se los entregué, diciéndole que sólo para 50

él los había compuesto. La canción empieza: «Cada vez que me acude el pensamiento.» Consta de dos partes. En una, es decir, en la primera estrofa, se lamenta el amigo mío y allegado de ella; en la segunda me lamento yo. Es en la estrofa que empieza: «Y tiene el suspirar.» Se ve, pues, que en esta canción laméntanse dos personas, una como hermano y otra como siervo.

Cada vez que me acude el pensamiento de la dama hechicera,

de la mujer por quien mi pecho siente, pone en mi corazón triste contento

la dolorida mente

y exclamo: “¿Aun, alma mía, no te ausentas?

Las torturas sin par que experimentas.

“en este mundo, ya tan fastidioso,

me ponen pensativo en miedo inerte.”

Y por eso a la muerte,

llamo como un dulcísimo reposo

y le digo que venga, tan sincero,

que siento envidia porque yo no muero.

Y tiene el suspirar de mis desvelos

un tono quejumbroso

que a la muerte se aclama con porfía, pues ella fue el confín de mis anhelos cuando la dama mía

víctima fue de golpe abominoso.

Porque su ser, amable por lo hermoso, desde que abandonó nuestra presencia, con belleza tan alta se confunde

que en los cielos difunde,

luz de amor que todo ángel reverencia.

Y su mentalidad, por sutil, brilla

de tal modo que causa maravilla.

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