XXXIX

Un día (a la hora de nona, aproximadamente) alzóse en mí, contra este adversario de la razón, un pensamiento pertinaz. Creí ver a la bienaventurada Beatriz con las bermejas vestiduras con que primero se mostró a mis ojos y tan juvenil como cuando por vez primera la vi.

Entonces comencé a pensar en ella. Y según iba recordándola por el 57 orden del tiempo que pasó, mi corazón empezaba a arrepentirse profundamente por el deseo de que cobardemente habíase dejado ganar algunos días, a pesar de la constante razón. Una vez ahuyentado tan maligno deseo, todos mis pensamientos se dirigieron a la gentilísima Beatriz. A partir de entonces pensaba en ella tan avergonzado, que lo denotaba con suspiros: suspiros que al salir decían lo que el corazón decía, o sea el nombre de mi nobilísima dama y cómo partió de este mundo. Con frecuencia pensaba tan dolorido, que olvidábame hasta del sitio donde me encontraba. Con este recrudecimiento de suspiros renovóse el amortiguado llanto, de manera que mis ojos parecía que solamente desearan llorar, y sucedía a menudo que, por el llanto continuo, se ponía en torno a los ojos ese purpurino color que suele asomar cuando se recibe alguna tortura. Tuvieron, pues, justo castigo a su ligereza, de modo que en adelante no mirarían a nadie que los pudiese mirar en forma que los redujera a tal situación. Y yo, con el propósito de que el deseo maligno y la vana tentación aparecieran aniquilados sin que los anteriores versos pudieran inducir a dudas, decidí escribir un soneto en el que compendiara lo dicho. Y compuse entonces el soneto que empieza: «Tanto, ¡ay de mí!, el espíritu suspira.» (Dije «¡ay de mí!» porque me avergonzaba de la ligereza de mis ojos.) No divido este soneto, porque su sentido tiene sobrada claridad.

Tanto, ¡ay de mí!, el espíritu suspira

pensando en ella, nacen los enojos, que ya no pueden mis vencidos ojos

devolver la mirada a quien los mira.

Parecen hechos para un par de antojos llorar y revolverse en una pira.

Y Amor, viendo sus penas, no retira

corona del martirio con abrojos.

Los tales sentimientos suspirados

dan en el corazón una soflama

que el mismo Amor, con efusión, la advierte.

Y es que llevan en sí los desdichados 58

el nombre prodigioso de mi dama

y acentos relativos a su muerte.

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