XXXV

Algún tiempo después, hallándome dedicado a recordar pasados tiempos, estaba preocupado y con tan dolorosos pensamientos, que me daban aspecto de terrible decaimiento. Dándome cuenta de mi estado, levanté los ojos por ver si alguien me miraba. Y entonces vi a gentil mujer, joven y sobre manera hermosa, que desde un ventanal mirábame tan compasivamente, al parecer, que diríase reunida en ella toda compasión. Y como cuando los afligidos ven que se compadecen de ellos, más presto dan en el llanto, cual si tuvieran compasión de sí mismos, noté que se iniciaba en mis ojos prurito de lágrimas, por lo cual, temiendo descubrir las miserias de mi vida, apartéme de la vista de aquella hermosa. «Es imposible decía en mi fuero interno que en dama tan compasiva no exista un nobilísimo amor.» Entonces decidí escribir un soneto en que me dirigiese a ella y comprendiera cuanto he referido en este discurso. Y como por ello mismo resultará harto evidente, no lo dividiré. El soneto empieza en «Vieron mis ojos toda la clemencia».

Vieron mis ojos toda la clemencia

que clara apareció en vuestra figura al percibir los actos y postura

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que me inspira el dolor con gran frecuencia.

Noté que sabe vuestra inteligencia

la condición de mi existencia oscura, tanto, que el corazón se me tortura

por mostrar, con el llanto, mi indigencia.

Por ende, me aparté de vuestros ojos sabiendo que los lloros y sonrojos

saldrían de mi pecho emocionado.

Y dije para mí en pecho doliente:

“También anida en dama tan clemente

el amor que me puso en tal estado.”

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