XXXVI

Aconteció después que, dondequiera me viese esta mujer, tornábase su semblante compasivo y palidecía como amorosamente, por lo cual a menudo recordábame a mi nobilísima amada, que con semejante palidez se me mostraba. Y en verdad digo que muchas veces, no pudiendo llorar ni desahogar mi tristeza, procuraba ver a tan compasiva señora, la cual diríase que con su presencia hacía brotar lágrimas de mis ojos. Por ello ganáronme deseos de escribir algunos versos dirigidos a ella. Y entonces compuse este soneto, que empieza. «Color de amor y de piedad talante.» No el menester dividirlo, por cuanto resulta claro con lo antedicho.

Color de amor y de piedad talante,

nunca tornó tan admirablemente

un rostro de mujer por mí frecuente

llanto de devoción, mirar amante,

como vos los tomáis, señora, ante

la gravedad de mi decir doliente,

tanto, que al veros túrbase mi mente y el corazón sospecho que no aguante.

Y están mis pobres ojos con recelo

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de veros mucho y por diversos modos

por ansias de llorar que en ellos moran.

Pero, aunque tanto fomentéis su anhelo que por las ansias se consumen todos, es llorar ante vos cosa que ignoran.

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