III


Aquella noche eché de menos mi diario: me lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella le había hecho, sin duda, desaparecer. Pero el ladrón no logró nada con acto tan innoble: recuerdo muy bien cuanto vi y sentí hasta el momento en que el horror extinguió mi conciencia para largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían borrarlas ni los tres hombres que al amanecer recorrían encorvados las veredas.

¿Cómo iba yo a olvidar aquel mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la esfericidad de la Tierra? La idea del mar se había asociado siempre en mi mente a la de los barcos; pero desde aquella playa no se veían barcos: entre aquella playa y toda ruta de navegación se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua baja se extendía en un desierto gris; un infinito tedio parecía pesar sobre la inquieta enanez de las olas, que en vano trataban de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.

Una o dos veces vi a los lejos una lancha de pesca, obscura y tan lenta, que tardé no poco en convencerme de que no era una peña.


Siguieron a la horrible noche de viento de que he hablado siete u ocho días de calma, nada fríos, pero muy húmedos; la niebla, pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable, aplanadoramente triste. El mar había retrocedido y había dejado en seco pequeños continentes, islas y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico. Parecíame, al atravesar los continentes de unos cuantos pasos, y al pasar de un salto de uno a otro, ser un gigante, un ser casi sobrenatural, que pisaba por primera vez la tierra, recién creada y desierta.

Al llegar junto al agua, las exiguas y plácidas olas se me antojaron enormes, colosales, cual debían de ser en los primeros días del mundo.

Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo en su pura superficie: «Elena». Las cinco letras, aunque no muy, grandes, ocupaban buena parte de un continente, y parecían gigantescas. Diríase que la palabra, más que leerse, se oía; que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra...

¿Por qué no me guié, al volver a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de camino enjuto, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, me volvía atrás, temiendo hundirme. Por fin, me decidí a avanzar en línea recta, a la ventura, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en ver erguirse delante de mí la masa obscura de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fué encontrado el cadáver de Elena.


—¿Por qué vive usted aquí?—le pregunté aquella noche a Norden—. ¡Este mar es tan lúgubre!

Mis palabras parecieron entristecerle. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la ventana obscura.

—¿Es lúgubre? No... Cuando se familiarice usted con él, le encantará.

Me encantaba ya; pero con el encanto, con la fascinación de la tristeza y del miedo. La atracción que ejercía sobre mí era un mortal veneno, del que había que huir.

Sin darme tiempo para replicar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminarlo me suplicó con la mirada que me riese, trocados los ojos en tenazas de mi hilaridad. Me senté frente a él, y los dos prorrumpimos en carcajadas. ¡Qué estupidez y qué bajeza!


De los días siguientes, hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en un sueño profundo y sin ensueños. El 5 de diciembre el mar amaneció helado y cayó la primera nevada, copiosísima.

Y aquel día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para mí el misterio de aquella casa, aquel misterio que aun sigue siéndolo y que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un cuento de miedo aterrador.

Trataré de ser todo lo exacto que pueda y no omitir detalle alguno de importancia, aunque no sea directa su relación con los acontecimientos. Yo le atribuyo una importancia capital a la aparición de aquel ser extraordinario que parecía concentrar en sí todas las fuerzas obscuras, toda la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso a mí, un extraño, habían de arrastrarme en su terrible torbellino.

El 5 de diciembre cayó, como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y duró toda la mañana. Cuando, terminada la clase de Volodia, salí al jardín, todo estaba silencioso y blanco. Dejando profundas huellas en mi camino, llegué a la playa. Y lancé un grito de asombro al ver que ya no había mar. Horas antes comenzaba allí la superficie helada, casi opaca; ahora la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra, ambos cubiertos por el mismo blanco sudario.

Obedeciendo a esa necesidad que se siente ante toda superficie lisa e intacta de trazar algo en ella, me quité el guante de la mano derecha y escribí con el dedo en la nieve: «Elena».

La pirámide se había trocado en una colina de nieve de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda vez y para siempre. «A este, lado, la cabeza; a ése, los pies...» Era difícil imaginarse allí, en aquella superficie impasible, las olas, la lancha volcada. Y me pareció que se me quitaba un peso de encima. «No estaría de más—me dije—un viajecito a Petersburgo, para hacer alguna asomada por la Universidad.» Norden, en aquel momento, se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, pero inofensivo. ¿Qué me importaba a mí que contase historietas e hiciera bailar a su familia? A mí lo que me interesaba era reunir algún dinero y marcharme.

«¿Cómo te las vas a componer ahora para borrar las huellas?», pensaba yo, riéndome, al volver de la playa. Y evitaba pisar las ya existentes, a fin de dejar todas las que pudiera.

Al día siguiente—y al otro, y al otro, y al otro, si tardaba en nevar de nuevo—sería para mí un placer, casi un orgullo, el verlas.

Los árboles del jardín ya no producían la impresión de soledad y de tristeza de que he hablado; parecían sumidos en un tranquilo sueño, lleno de ensueños dulces. Lo único que turbaba la placidez del paisaje eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío en aquella forma, y los altos y extraños cajones me encogían el corazón; semejantes a ataúdes en pie, diríase que se disponían a tomar parte en una procesión macabra. «Estoy orgulloso de mi invento», decía Norden, con gran indignación mía.

Hada dos días que se había ido a Petersburgo, y en la vasta mansión, que yo no conocía aún en su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos: los niños estaban con el aya, en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacía tampoco ruido alguno; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de las fuerzas desconocidas, languidecía solitaria...

Estuve cerca de una hora en la biblioteca, pero no tenía gana de leer: una alegre excitación nerviosa me turbaba; la casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga sed de aventuras. Luego de cerciorarme de que no podía verme nadie, empujé la puerta que daba a las habitaciones del lado de allá del corredor y penetré en ellas de puntillas. Atravesé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un pasillito y salí a la meseta de una escalera interior cuya existencia yo ignoraba. Alzábase frente a la escalera una puerta cerrada. «Ahí dentro—me dije—está la enferma»; y con una resolución desesperada intenté abrir, pero no pude. No sabía qué hacer. Cruzó por mi cerebro la idea de llamar, pero no me atreví.

Permanecí allí largo rato, turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos blancos a través de la claraboya. Oí de pronto pasos abajo, y volví presuroso a la biblioteca. Cogí un libro y hojeándolo me quedé dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo cubierto de nieve y taciturno.

Después de comer me retiré a mi cuarto y, luego de anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o tres cartas, me acosté; mas como me había pasado durmiendo casi toda la tarde, no tenía sueño, y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio, la mirada atenta a las tinieblas. Tras los cristales de la ventana, velada por un blanco store, reinaba la noche blanca; las nubes cernían y debilitaban la luz de la Luna.

Creo que empezaba ya a dormirme, cuando «sentí» de pronto que ante la ventana, en el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el store.

Como mi habitación estaba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que alguna persona—desde luego de elevada estatura—perteneciente a la servidumbre habría salido llevándose sólo la llave de la verja y no se atrevía a llamar a la puerta del hotel. Con una vaga angustia, no obstante, me levanté, atravesé la estancia y descorrí el store. Un hombre, a quien el antepecho de la ventana le llegaba hasta un poco más abajo de la barbilla, erguíase en la obscuridad, inmóvil y mudo. Le hice una especie de saludo con la mano; pero no contestó ni sé movió. Di unos golpecitos con los dedos en un cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.

—¿Qué quiere usted?—le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitirían oírme.

Viendo que seguía sin moverse y sin decir palabra, me indigné y decidí bajar al jardín a repetirle la pregunta. Pero antes de que yo acabase de girar sobre mis talones la misteriosa figura comenzó a alejarse lentamente. Sus hombros eran anchos y horizontales, y cubría su cabeza un sombrero hongo. No había en su aspecto nada de extraordinario.

Yo, a pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero conforme me vestía iba sintiéndome menos resuelto, y concluí por decirme, con una indiferencia ficticia: «Mañana averiguaré de qué se trata.»

Por la mañana les pregunté a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido aquella noche y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo.

El portero me contestó sin inmutarse. No así el lacayo Iván, que, visiblemente turbado, me dijo:

—¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?

—Sí; era un hombre con sombrero hongo—le respondí.

Esta afirmación pareció tranquilizarle.

Más tarde supe que de noche solía inquietar a la servidumbre el temor a un espectro; pero se trataba del espectro de Elena, ahogada en el mar. Era un miedo vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha acontecido algo trágico.

En la esperanza de encontrar allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana, y lo que vi me sorprendió de modo harto.desagradable: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo me figuraba; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar con las puntas de los.dedos a la arista del antepecho. El desconocido, según se inducía de este último detalle—pues, como ya he dicho, el antepecho no le llegaba a la barbilla—, o era desmesurada, anormalmente alto, o se sostenía en el aire... como un fantasma. «He sufrido—me dije—una alucinación.»

Esta explicación era bastante lógica: la atención sostenida, angustiosa, con que yo lo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un aparecido. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano; mi cerebro funcionaba muy bien; en mis sensaciones no había nada de anormal. Además, era extraño que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que, aunque sombrío, no se salía, por su aspecto, de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y sospechas. Lo natural hubiera sido que mi imaginación enferma se hubiera fingido la aparición de Elena, no la de aquel señor taciturno, con sombrero hongo.

Pero aunque no encontré respuesta a tales objeciones, no tardé en tranquilizarme.

Durante el día no ocurrió nada digno de referencia. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos acabando de comer, nos dijo que había traído un nuevo bailable en boga. Momentos después lo tocaba la pianista invisible, reflejando en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza; los niños bailaban, miss Moll giraba como un caballo de circo, el amo de la casa remedaba, con mucha vis cómica, a los danzarines de ballet; todos nos desternillábamos de risa.

De pronto, al mirar mis ojos lagrimeantes, por casualidad, a una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré más fijamente: tras los cristales no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden notó mi inquietud momentánea.

—¿Por qué está usted tan serio?—me preguntó—, ¿No le gusta a usted el nuevo baile? ¡Anímese, anímese! Si no, miss Moll le impondrá a usted un correctivo.

Y, señalándome con el dedo, le dijo, en inglés, a miss Molí algo que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligó a acercarse a mí, le asió una muñeca y con la mano de la vieja me dió unas manotaditas en el hombro. No pararon ahí sus infantiles jovialidades.

—¡Arrodillaos a sus pies y suplicadle que baile un poco!—les dijo á los niños, que se apresuraron a obedecerle.

Y añadió, dirigiéndose al aya:

—¡Y usted también!

El aya se postró también a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.

Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero como era una broma no podía enfadarme.

—¡Ven tú también a rogarle que baile, perillán!—le gritó Norden al lacayo Iván, que miraba, asombrado, el grupo desde la puerta.

Y el lacayo entró y se prosternó junto a la vieja.

En el piso alto, tan taciturno el día antes, seguía sonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; diríase que estaban haciéndome cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba: «¿Dónde estoy? ¿Me habré vuelto loco?»

Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que estar con él en el comedor hasta mucho después de irse los niños a la cama, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos pasado, de la comicidad coreográfica de miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo graciosos que estaban todos de hinojos a mis pies...

—Una velada así—decíame, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y pulida mano—denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desierto. A un lado, el mar; al otro, el páramo o poco menos. ¡Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos! Mis amigos de Petersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morirme de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!

Y lanzó una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.

—Debíamos invitarles a un baile—prosiguió—. Es una gran idea, ¿verdad?

Y empezó a ir y venir a través de la estancia, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.

—Anoche...

—¡Sí, sí! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta deliciosa, un alarde magnífico de cultura, de civilización!

—Anoche...

Norden se volvió hacia mí, súbitamente serio; me miró con fijeza, y me preguntó, amable, cortés:

—¿Qué decía usted?

Me sentí sin fuerzas para contestar, cual si me hubieran puesto de pronto un candado en los labios, y no dije nada.


Aquella noche me sumí en seguida en el sueño, como en un hoyo lleno de plumas negras. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó: «¡Arriba!» Me incorporé bruscamente: un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. «He oído esa voz en sueños—pensé—. No es ningún fenómeno extraordinario.» Y cuando iba a tenderme de nuevo advertí que había alguien ante la ventana, en el jardín.

Era «él». Me acerqué a la ventana y le hice con la mano, como la noche antes, una especie de saludo, ahora menos pacífico; pero él, como la noche antes, ni me contestó ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire. «No debe de ser un fantasma», me dije, exhalando un suspiro de alivio, sin hacerme cargo de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no estaba tampoco muy dentro de lo natural. Y decidí bajar al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento, y echó a andar, no muy presuroso, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que el desconocido tendría tiempo sobrado, mientras yo me vestía y bajaba, de poner pies en polvorosa.

«Verdaderamente—pensé, metiéndome en la cama—, su actitud no es nada terrible.»

Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.

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