IV


La noche del 7 de diciembre me acosté vestido, resuelto a darle alcance a mi nocturno visitante y saber quién era y qué quería. No tenía miedo; pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.

Mi espera fué vana: ni una sombra, ni un ruido tras los cristales en toda la noche.

Y en las dos siguientes tampoco. Con una facilidad asombrosa, dadas las circunstancias, recobré casi por completo la tranquilidad, y comencé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme apenas del desconocido.

El sábado, después de comer—no obligado, como de costumbre, a quedarme de sobremesa con Norden, que se había marchado otra vez a Petersburgo—, subí a la biblioteca y me puse a estudiar historia del Arte—ciencia en la que estaba atrasadísimo—en unos álbumes soberbios. El tiempo se me pasó sin sentir, y cuando miré al reloj de la estancia, que no daba horas, vi que eran ya las once y cuarto. Como yo acostumbraba a acostarme a las once, me levanté presuroso. Al coger mi cuaderno de apuntes dirigí una mirada indiferente a la ventana. Tras los cristales, la barbilla como a medio palmo de altura sobre el antepecho, estaba «él». Mi sorpresa fué tan grande, que el cuaderno se me cayó al suelo. «Tal vez—pensé, agachándome para recogerlo—cuando levante la cabeza no esté ahí ese hombre.» Pero mi esperanza no se realizó.

La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo, nada terrible, afeitado, de facciones grandes y correctas. El desconocido representaba unos treinta y cinco años. Lo único que no pude verle fueron los ojos, a pesar de que también los iluminaba la luz de la lámpara; diríase que me los ocultaba su propia mirada, fija en mí: una mirada inmóvil, dura—casi en el sentido táctil de esta palabra—, una mirada horrible.

No sé hasta cuándo hubiera seguido mirándome si, ofendido por su insolencia, no hubiera yo dado uno o dos pasos hacia la ventana, gritando:

—¡Sinvergüenza!

Lentamente volvió la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la noche.

Yo lancé una carcajada y empecé a pasearme, excitado, nervioso, a través de la estancia.

—¿Habráse visto sinvergüenza?—murmuraba.

Y cuando, en el colmo de la indignación, me disponía, a pesar de lo tarde que era, a despertar a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé, sintiendo de pronto trocarse mi cólera en pasmo, que la biblioteca estaba en el segundo piso.

Aquella noche sabática fué para mí el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objeto trataba en vano de explicarme. El desconocido siguió durante algunos días presentándoseme sólo de noche; luego comenzó a presentárseme al anochecer o, mejor dicho, a partir del anochecer, pues no se contentaba ya con una visita diaria.

Si podían llamarse visitas aquellas apariciones súbitas, tan pronto detrás de los cristales de una ventana como de los de otra. Recuerdo que una vez, para librarme de su presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa, y vi que había andado más de prisa que yo y estaba esperándome ante la ventana.

Nadie en la casa daba muestras de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, fría y triste, sólo turbado su sombrío y hondo silenció por la alegría estúpida y ruidosa de Norden. ¿Por qué aquellos niños no lloraban nunca, no tenían nunca rabietas...? Una tarde, al volver a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el corredor del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; aquello era tan extraordinario, tan insólito, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde sonaba la quejumbrosa vocecita. La niña estaba sola en el aposento, en un rincón, de cara a la pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas. Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.

—¿Estás castigada?—le pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor, no sé por qué, me pareció sagrado, intangible.

Tuve que repetirle tres o cuatro veces la pregunta; por fin me contestó muy quedo:

—No, no estoy castigada...

—¿Quieres que te lleve un ratito a mi cuarto, monina?

No me contestó; pero dejó caer la muñeca, y si no en su rostro—que seguía casi pegado a la pared—, en sus bracitos, en sus breves hombros, en su cabecita rizada, vi pintarse una vacilación medrosa.

Me disponía ya a cogerla en brazos y llevármela, cuando oí en la escalera la risa de Norden y salí al corredor precipitadamente.

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